JOHAN WAS A SUCH WONDERFUL NAME, por Lorem Ipsum.

Disclaimer. El manga/anime 'Monster' por Naoki Urasawa no me pertenece.


CAPÍTULO TERCERO. El nuevo caso de Julius Reichwein.

Jueves, 14 de mayo de 1999.

La llamada se produjo el viernes a las siete y media de la mañana.

Gerard Hephworth, director del Hospital Psiquiátrico para niños y adolescentes de Baviera, me llamó al móvil y me contó que durante la noche anterior habían traído al hospital a un niño de apenas ocho años que corría el peligro de hacerse daño a sí mismo y a los demás. El suceso que el doctor Hephworth me contó después consiguió sobrecogerme y dejarme de piedra. Lo primero que pensé fue que aquello no podía estar ocurriendo, que no podía pasar de nuevo.

El niño se llamaba Johan Fürst ―al escuchar su nombre obtuve como respuesta un escalofrío incómodo. Algo que solía ocurrirme cuando escuchaba ese nombre sin esperarlo―. Ayer, en el problemático barrio de Ludwigsvorstadt-Isarvorstadt, Johan había estado presente en el supuesto suicidio de una adolescente de nacionalidad polaca, Alicja Gniewek, quien se tiró desde la azotea del edificio en el que ambos residían con sus respectivas familias.

Alicja Gniewek murió en el acto tras una caída cuya altura se estimaba alrededor de unos dieciocho metros, unos seis pisos. El niño no tenía ningún rasguño, pero estaba imbuido bajo un fuerte estado de shock. Lo encontraron en la azotea por las autoridades, agazapado de rodillas sobre la cornisa. Fue trasladado poco después al hospital psiquiátrico del doctor Hephworth durante la pasada noche para que fuese evaluado en tanto el caso estaba siendo estudiado por el equipo de investigación policial. Asimismo, se esperaba que el niño fuese dado de alta lo antes posible para tomarle declaración.

Gerard Hephworth me dijo, además, que los asistentes sociales que conocían al pequeño Johan se habían puesto en contacto con él y que le mostraron su preocupación por el bienestar del niño. A lo largo de los últimos años, los asistentes sociales habían informado sobre el ambiente de suma pobreza en el que se estaba criando Johan, cuya madre, Diana Fürst, estaba siendo investigada supuestamente por consumir drogas. Trabajaba legalmente como camarera en un club de alterne. Ella había declarado que en su trabajo no ejercía la prostitución, pero las instituciones tampoco veían esto con buenos ojos.

El doctor Hephworth me confió diciendo que no había pensado en otra persona para realizar este trabajo que no fuera yo.

―Yo mismo me ocuparía del niño, doctor Reichwein. ―Fueron sus palabras exactas, dichas en un acento inglés salpicado de tonos germanos―. Pero no me cabe ninguna duda de que usted haría una mejor labor. Usted ha trabajado e investigado en profundidad todos esos casos sobre niños que se lanzan de azoteas. No creo que el chico haya cometido un acto de homicidio empujando a la víctima para que cayera al vacío, no da el perfil.

Eché una ojeada al despertador que descansaba sobre la mesilla de noche. Faltaba media hora para que comenzara a sonar. Hice un gran esfuerzo por mantener la firmeza, con el rostro contraído, sumido en una mezcla de terror y aflicción.

Desde que el Monstruo se esfumó camino a República Checa, los casos de niños que se lanzaban desde las azoteas menguaron hasta desaparecer, no sin antes haberse convertido esta temeridad en un juego polémico que se extendió como la pólvora por toda Alemania. El resultado trajo la friolera cantidad de ciento cuarenta y tres niños muertos; buena parte de ellos eran muniqueses. Aún tenía pacientes, niños supervivientes y padres aún en duelo por la muerte de sus hijos, vinculados a esta tragedia, y cuya terapia parecía postergarse por un buen par de años más.

La mayoría de los niños fallecidos provenían de familias pudientes, es decir, de clase media-alta y alta. Pude analizar durante mis investigaciones que estadísticamente muchos de estos niños provenían de centros de acogida (sinónimo dulcificado que actualmente sustituía la angustiosa palabra orfanato). Todos ellos habían sido adoptados en la última década.

Sin embargo, también había dos casos aislados: niños no adoptados, procedentes de casas de acogida, y por otro lado, una minoría de niños criados en entornos problemáticos que habían sido arrastrados por las terribles situaciones que ofrecía la pobreza. Alicja y Johan parecían pertenecer a este último grupo de niños pobres.

Las edades comprendidas de las víctimas rondaban en torno a los seis y diez años de edad, es decir, niños sumamente influenciables que podrían jugarse la vida sin ser conscientes de ello. Sin embargo, Alicja Gniewek superaba considerablemente la media de edad: tenía quince años e iba a cumplir los dieciséis en verano. Por lo general a esa edad ya se tenía más que desarrollado el sentido de la integridad personal. ¿Qué vinculación podría tener Alicja con niños más pequeños que ella si se la podría considerar como una víctima más de este juego?

El barrio Ludwigsvorstadt-Isarvorstadt, lugar donde ocurrió dicho suceso, se describía como uno de los barrios más multiculturales de Múnich. Era un barrio en apariencia feo, sucio y bullicioso. Estaba dedicado al turismo de bajo coste, al comercio sexual (clubs de alterne, prostíbulos...), al tráfico de drogas y a la creación de negocios clandestinos, sobre todo, de pequeñas clínicas ilegales. Muy pocos inmigrantes tenían la suerte de correr con un seguro médico. La mayoría de los habitantes del barrio eran turcos, árabes, asiáticos o provenientes de los países del este; polacos, eslovacos, rumanos, checos... Todos ellos habían decidido buscar una mejor vida en suelo germano tras la caída del Muro de Berlín. Este podía ser el caso de la familia de Alicja Gniewek, que era de origen polaco. La otra buena parte de los habitantes de este barrio estaba conformado por turistas de paso, que aprovechaban las bajas tarifas hoteleras de la zona.

Según palabras del propio doctor Hephworth, el edificio en el que vivían tanto Alicja como Johan estaba situado en pleno corazón de este barrio, próximo a la plaza de la Estación de Trenes, Hauptbahnhof, la zona más marginal de Múnich, y que era descrita por los propios muniqueses como un auténtico nido de pobreza.

Ya había ocurrido en Ludwigsvorstadt-Isarvorstadt casos de niños que se lanzaban desde las azoteas. Un total de cincuenta y cuatro niños muertos en este barrio y veintinueve heridos. Unas cifras destacables ya que suponía la cuarta parte del número total de víctimas mortales.

Gracias a mis investigaciones pude llegar a la siguiente conclusión: El juego tuvo origen en el casco antiguo de la ciudad, en Altstadt-Lehel. No costaría imaginarse que el juego se extendió poco después hacia el barrio colindante a la zona del casco antiguo: el barrio de Ludwigsvorstadt-Isarvorstadt.

Durante su etapa vivida en Múnich, entre la primavera de 1997 hasta su marcha a Praga en otoño de 1997, El Monstruo se hizo pasar por estudiante en la Universidad Ludwig-Maximilian de Múnich con el objetivo de conocer y hacerse con la herencia del multimillonario Hans Georg Schuwald, donde no tardó en entablar amistad con el hijo no reconocido de este por aquel entonces, Karl Neumann. Fue en esta misma época cuando estuvo participando como asistente social voluntario en varias casas de acogida. Esto significaba que el Monstruo enseñó este juego a los niños huérfanos de las casas de acogida para las que trabajaba voluntariamente. Los niños que fueron adoptados enseñaron después el juego a otros niños de su entorno (en los colegios, por ejemplo) y, de alguna manera u otra, terminó por expandirse rápido y de manera efectiva, como una enfermedad virulenta.

—Esto es muy importante, doctor ―me habló el doctor Gerard Hephworth desde el otro lado de la línea, despertándome de mis pensamientos.

Hubo luego una larga pausa propiciada por mi parte. Sentí una fuerte corazonada, como si mi alma quisiera decirme algo, un mensaje urgente que es como un cosquilleo a mis células, que me amenazan con reventar si no lo escucho. Después de tantos años trabajando como psicoterapeuta no había encontrado ni un solo párrafo capaz de explicarme por qué me ocurría esto de vez en cuando ni por qué solía ocurrirme en los momentos más importantes. Sólo podía hacer caso y escuchar esta corazonada; la última vez que no lo hice uno de mis pacientes se expuso al peligro y yo no fui capaz de impedírselo a tiempo.

—Puede contar conmigo —le dije.

—Se lo agradezco. Sé que con usted el niño estará en las mejores manos. ¿Qué le parece si nos vemos dentro de una hora en mi hospital?

―Por supuesto, doctor Hephworth, allí estaré.

Nos despedimos sin antes decirme el doctor que llamaría a los asistentes sociales del niño, para decirles que se reunieran con nosotros.

Colgué el teléfono. Desde la cama pude ver mi reflejo en el espejo que tengo junto a la cómoda. Uno de los efectos de los acontecimientos que he vivido los últimos años es que me despierto a menudo en plena noche, lo que me provoca unas manchas amarillentas debajo de los ojos por las mañanas. Respiré profundamente. El doctor Hephworth estaba en lo cierto; aquel era un caso que estaba destinado a que yo lo tomara.

Tras una ducha rápida y quedar vestido con ropa bien planchada y limpia, bajé rumbo a la cocina en donde encontré a Dieter desayunando a toda prisa; no tardaría mucho en que pasara el bus del colegio justamente por delante de casa. Después de lo ocurrido en Ruhenheim, Dieter quedó bajo mi custodia, por lo que ahora llevaba mi apellido. Debido a mi buena supervisión, ejerciendo yo de padre a una edad demasiado tardía (¡quién lo diría a estas alturas!), el chico gozaba de buena salud. Sonreí al pensar en lo orgullosa que estaría mi difunta esposa de mí al cuidar tan bien de Dieter. Siempre quisimos tener un hijo así, como Dieter, un niño que me había demostrado su gran fuerza emocional, su valentía, pero también su inconmensurable sentido de la bondad. Si no fuera por el doctor Tenma, Dieter se hubiera convertido en otro producto marchito por el odio, el dolor y la violencia; en alguien semejante al Monstruo.

Dieter se percató de mi presencia y me sonrió afablemente. Su cara llena de pecas hubo sido iluminada nada más entrar los primeros rayos de luz del día por la ventana de la cocina. Su pelo brillaba destacando su color ambarino como de zanahoria y el infantil remolino situado justo en la coronilla. Estaba lleno de pecas; como si se hubiese puesto cerca de un pintor que le pulverizase de marrón en una pared blanca. Sin embargo, eran las cicatrices del violento maltrato sufrido durante años, repartidas por torso y espalda, las que definían el cruel pasado de Dieter, y que tanto se esmeraba él por esconder.

Me despedí del muchacho después de compartir una pequeña aunque agradable charla. Salí de casa sin antes llamar a mi secretaria para que cancelara todas las consultas que tenía por la mañana y que las pasara a última hora de la tarde. Apunté mentalmente que debía recoger a Dieter a las cinco, después del entrenamiento. Dieter jugaba como alevín en el equipo de fútbol de su colegio, como lateral derecho. A pesar de ser brillante jugando, Dieter tenía claro que no quería ser futbolista de mayor, como ocurriría con muchos niños de su edad, sino que quería estudiar Psicología y ayudarme en mi clínica de psicoterapia. No cabía duda de que a mi esposa hubiera disfrutado de la compañía de Dieter.

La mañana se presentaba fría, oculta por un espeso manto de nubes grises. En un intento por no pensar en mi mujer, opté por llevar el coche en vez de usar el metro. Puede que se deba a la vejez, pero los recuerdos que me quedan de ella no son visuales sino sonoros; su risa, las melodías que solía cantar a media voz tocando un viejo modelo de piano Steinway & Sons que todavía conservaba en el salón, sin usar.

El Hospital Psiquiátrico para niños y adolescentes de Baviera estaba situado en el casco antiguo de Múnich, el barrio de Altstadt-Lehel, próximo al Antiguo Jardín Botánico. Era un edificio modernista erigido en un terreno de media hectárea que, desde luego, dominaba junto a otros edificios memorables buena parte del skyline de la ciudad. El recorrido en coche me tomó unos quince minutos de tráfico para llegar hasta allí y dejar el coche estacionado en el parking situado enfrente del propio edificio. Si el Hospital Memorial Eisler era aclamado por su Unidad de Neurocirugía ―gracias a las aportaciones del doctor Tenma―, el Hospital Psiquiátrico para niños y adolescentes de Baviera lo era por sus eficientes especialistas en el campo de la Psiquiatría Infantil, considerado uno de los más eficientes de Alemania.

Recientemente reformado, el edificio público contaba con una unidad psiquiátrica que ofrecía tratamiento para pacientes externos e internos, niños y adolescentes cuyas edades comprendían entre los tres y dieciocho años, aquejados de las enfermedades mentales que aparecían en los manuales médicos; problemas de ansiedad, depresión, trastornos postraumáticos, comportamientos compulsivos, esquizofrenia y trastornos psicóticos graves. Además, servía a modo de residencia para muchos pacientes. Contaba con unas setenta habitaciones para pacientes interinos, diferentes espacios para el cuidado de los mismos, salas para entrevistas o para realizar las diferentes terapias, jardines ―todo prácticamente vallado y vigilado para evitar las huidas de los pacientes―, y un área que servía para alojar a los padres o familiares que debían quedarse ocasionalmente a dormir. También contaba con un bloque de aislamiento para los casos más graves, apartado del resto de dependencias. Los pacientes se referían a ellas, rigurosamente, como «el lugar del silencio». Asimismo, los interinos necesitaban formación, por lo que esta institución pública poseía una escuela formada por profesores especializados.

Después de mi labor como profesor en la Universidad de Medicina de Düsseldorf, trabajé temporalmente en un centro similar a este hospital psiquiátrico infantil, situado también en la ciudad de Düsseldorf. Trabajé hasta que decidí abrir mi propia clínica de psicoterapia en Múnich gracias al dinero recibido por parte de la herencia de mi difunto padre, especializándome en alcoholismo y drogodependencias. Debido a la reputación de mi trabajo con los niños, el doctor Gerard Hephworth solía recurrir a mí en aquellos casos de mayor complejidad.

Mientras cruzaba el aparcamiento, usando el maletín para protegerme de la lluvia torrencial, una mujer de mediana altura, vestida de manera casual ―jersey de lana beige, vaqueros, zapatillas blancas y una mochila vaquera colgando― salió de un pequeño y viejo coche de la marca Volvo en color verde botella, con matrícula de 1982. Se dirigió hacia mí a paso ligero mientras abría torpemente un paraguas.

―¡Hola, doctor Reichwein! ―Saludó agitando la mano que no sostenía el paraguas―. ¿Se acuerda de mí, verdad?

Tarde un par de segundos en recordar el rostro de aquella chica.

―¡Válgame Dios, pero si eres la amiga de Nina!, ¡Lotte Frank! ―dije al final de darme cuenta de quién era ella.

―Veo que no se ha olvidado de mí. ―Lotte sonrió―. Aunque le ha costado un poco reconocerme.

―No tienes por qué tratarme de usted, muchacha. Ya sabes, la edad no perdona y la memoria tampoco.

Lotte carcajeó.

―¿Y qué tal está Dieter?

―Muy bien, ahora muy emocionado por llegar a las semifinales escolares en su equipo de fútbol. ¿Y Karl?, ¿cómo está él? Deberíais visitarnos un día de estos. Dieter se alegrará mucho de veros.

―Hace..., hace tiempo que no lo veo, doctor Reichwein. Karl está totalmente enfrascado en los negocios de su padre. ―La sonrisa de Lotte se desvaneció por completo, en menos de un segundo, y en su rostro se reflejó atisbos de oculta tristeza. Cambió rápidamente de tema―: ¿Cómo se encuentra Nina?, ¿has hablado con ella? La llamé hará seis días. Me contó que apenas sale de la biblioteca porque sigue preparando la tesis de fin de carrera.

―Oh, sí, Nina nos llama muy a menudo; Dieter no se lo perdonaría si ella hiciera lo contrario. Estoy seguro de que Nina logrará una excelente cualificación; me ha explicado de qué tratará la investigación desarrollada en su tesis y creo que sorprenderá a muchos de sus profesores. Y dime, Lotte, ¿qué haces tú por aquí?

―Estoy haciendo mis prácticas de fin de carrera como asistente social. Estoy al cargo de un niño que fue ingresado anoche. Venga, sígueme, doctor. Será mejor que nos demos prisa y entremos antes de que nos calemos los huesos.

Lotte me ofreció un hueco bajo su paraguas y marchamos juntos hasta la entrada del edificio, donde ya el doctor Hephworth me estaba esperando en recepción. Gerard Hephworth era un hombre alto, recién llegado a la cincuentena. Su aire majestuoso incluso ataviado con su bata blanca, su pelo castaño oscuro con canas a lo George Clooney y su generosa estructura ósea, le otorgaba una imagen más de un actor de cine que la de un psiquiatra. El doctor Hephworth formó parte del elenco de profesores que impartió conmigo clases en la Universidad de Medicina de Düsseldorf, especializándose en Psiquiatría Infantil.

Aún recuerdo la primera charla que tuvimos en el aula de profesores de la universidad unos veinte años atrás. Parecía sorprendido por mi trayectoria profesional. Más bien, lo que le sorprendió fue lo estrafalaria que era:

―Julius, me gustaría que usted mismo me hablara de su trayectoria profesional.

―Veamos..., es una larga historia, como ya habrá escuchado por ahí. En mi juventud estudié Cirugía Plástica para satisfacer los caprichos de mis padres. Mi familia era adinerada y pensaba que mi felicidad radicaba en que trabajase en algo que me diera prestigio. Los años sesenta fueron una época de grandes innovaciones en el campo de la cirugía, pero no consiguió atraerme del todo esta vocación. En cuanto me gradué decidí casarme y cambiar de aires. Me mudé con mi mujer a un pueblo próximo a la frontera de Checoslovaquia y me alisté en las fuerzas de policía como médico fronterizo. Después de doce años en el servicio, mi mujer falleció y me vi obligado a rehacer mi vida.

―Fue entonces cuando decidió estudiar Psicología aquí, en Düsseldorf, ¿no es así?

―Sí, estudié aquí y me gradué a los tres años para luego convertirme en profesor. Si hubiera podido elegir en mi juventud, hubiera estudiado Psicología. En mí siempre ha habido la necesidad de encontrar respuestas a los enigmas planteados en las enfermedades mentales.

Si había alguien que conociera la devastación que provocan las enfermedades mentales, los tabús sociales, la humillación que comportan, su aterradora relación con los abismos de la mente humana, ese era yo. Mi difunta esposa libró una larga batalla contra una enfermedad mental: la esquizofrenia. Perdió la vida por cometer un acto de suicidio a causa del delirio que se había agravado con el paso de los años. No tuvimos hijos. Sé que le hubiera encantado tener a un niño como Dieter correteando por casa.

Volviendo al presente, en la recepción del hospital el doctor Hephworth me dedicó una sonrisa excesiva a modo de saludo nada más verme entrar. Luego me tendió la mano y estrechó con firmeza la mía. Los conflictos entre psiquiatras, psicólogos y psicoterapeutas eran muy frecuentes, dada la disparidad de criterios, aunque, por su llamada telefónica deduje que por muy diferentes que eran nuestros métodos ambos buscábamos lo mismo: el bienestar de nuestros pacientes. Luego, el doctor Hephworth se volvió hacia Lotte, quien estaba sacudiendo enérgicamente el paraguas en la entrada para colocarlo después en el paragüero y acercarse a nosotros.

―Julius, ella es Lotte Frank, la asistente social encargada de Johan y su madre. Es estudiante de la Facultad de Antropología Cultural de la Universidad de Múnich y está haciendo las prácticas de fin de carrera para el ayuntamiento. Su supervisor no ha podido venir porque está aportando datos sobre el chico y su madre en comisaría. Así que será ella quien de primera mano te informe sobre la vida de Johan.

Lotte se acercó a nosotros esbozando una escueta sonrisa. Su cabello castaño claro estaba un tanto humedecido por la lluvia, recogido en una trenza que le llegaba por debajo de los hombros; le había crecido desde la última vez que la vi. Sus gafas tenían algunas gotitas debido a la lluvia. Me sorprendió saber que era justamente ella quien estaba al cargo del mismo niño cuyo caso yo debía estudiar.

―Así es ―corroboró diciendo Lotte―. Soy la asistente social en prácticas encargada recientemente de la familia Fürst, junto a mi supervisor. En verdad, doctor Hephworth, ya conocía al doctor Reichwein. Tenemos amigos en común.

―¡Menuda casualidad! Entonces no fueron necesarias las presentaciones ―nos dijo el doctor, con una amable sonrisa―. Tendré que ausentarme un momento, doctor Reichwein. Como le he dicho, la señorita Lotte le explicará los detalles. Tomad algo caliente en la cafetería. En cuanto pueda iré a buscarle para reunirnos y tratar el enfoque del caso.

El doctor Hephworth se despidió de nosotros con un rápido gesto con la cabeza antes de alejarse por un pasillo. Lotte se volvió para mirarme.

―Me alegra mucho saber que serás tú quien se encargue del niño ―me dijo―. Sé que..., todo esto..., estoy segura de que tiene que ver...

Las palabras no salieron de sus labios, pero supe comprender qué quería decirme y a qué se debía su temor. A pesar de haber transcurrido algo más de un año, la ira desatada del hermano gemelo de Nina seguía presente como impactos colaterales, no parecían tener fin.

El Monstruo permanecía dormido, en estado de coma, y su influencia ejercida sobre todos nosotros era todavía total y absoluta.

―Aún es pronto para asumir hechos, Lotte ―le dije en un intento por alentarla―. Pero sea lo que sea, vamos a ser fuertes y, lo más importante, ayudaremos a ese chico.

Lotte asintió con energía, sus ojos verdes centelleaban de vitalidad tras sus gafas empañadas; mis palabras habían hecho efecto en ella. Lo importante ahora estaba en conocer el caso del pequeño Johan y que nos contara a través de su vivencia lo ocurrido.

Nos acercamos al mostrador de la recepción del hospital y firmamos en el libro de registro.

―¿Sabes? No te lo había dicho, pero ya te conocía de mucho antes ―comentó Lotte, arrebatándome el bolígrafo de la mano después de yo haberlo usado.

―¿De veras?

―Sí, así es. ―Firmó con soltura una rúbrica ilegible―. En un seminario de Psicología Criminológica celebrado en Düsseldorf, en 1995. Lo impartiste con otros dos profesores de la facultad de Psicología.

Ese congreso se había celebrado cinco años atrás. No lograba recordar mucho a estas alturas. La chica limpió sus gafas con una de las mangas de su jersey y las ajustó después usando el dedo índice para subirlas por el puente de la nariz. Lotte tenía la misma edad que Nina, unos veintitrés años.

―¿Y qué hacía una chica de apenas veinte años estudiante de Antropología Cultural en un seminario de Psicología Criminológica? ―pregunté mientras la seguí hacia el pasillo que conducía hasta la cafetería del hospital.

―En principio, por casualidad. En el segundo año de carrera cursé la asignatura Antropología Criminal y su profesor habló un día en clase sobre la celebración de ese seminario. Así que un buen puñado de alumnos y yo decidimos ir hasta Düsseldorf para asistir. Recuerdo que nos gustó mucho tu ponencia, por cierto. «Sobre la detención de la esquizofrenia paranoide en perfiles criminales». Ese era el título, ¿verdad?

―Sí, ese era ―respondí―. En aquel entonces ya había dejado mi trabajo como profesor para abrir una clínica aquí, en Múnich. Fue uno de los últimos seminarios en los que participé.

La cafetería estaba prácticamente vacía. Solo una pareja ocupaba una de las tantas mesas habidas en el interior. Posiblemente eran los padres de algún paciente. Desde los amplios ventanales se podía observar parte de los jardines que rodeaban el hospital, así como el alto cercado metálico que rodeaba todo el perímetro del edificio. Una camarera se nos acercó y pedimos dos cafés. Al cabo de unos segundos Lotte observaba con aire circunspecto la estancia, de izquierda a derecha.

―¿Habías estado aquí antes? ―le pregunté.

―Sí. ―Lotte frunció el rostro y sacudió la cabeza―. Bueno..., en realidad no antes de lo ocurrido. Ayer fue la primera vez que pisaba este sitio. Cuando ingresaron a Johan, ya sabes... No imaginé que el pequeño acabaría en un lugar como este.

―¿No te gusta este tipo de sitios?

―Yo... ―Lotte se mantuvo en silencio como si no se atreviera a decirme lo que pensaba―. No apruebo las instituciones psiquiátricas. No para los niños.

La camarera nos sirvió los cafés dejándolos sobre la mesa para luego alejarse. Observé luego cómo Lotte sacaba de su mochila una carpeta, que luego colocó cuidadosamente sobre la mesa. En la parte superior estaba escrito un nombre: JOHAN FÜRST.

―Johan tiene ocho años ―dijo ella, bajando la voz. Lotte parecía sentir la misma sensación de incomodidad que yo al pronunciar dicho nombre y que, para nuestra desgracia, era un nombre tan común entre germanos que era muy habitual oírlo en cualquier parte―. Como ya sabrás, doctor, el niño vive en una de las zonas más pobres del barrio Ludwigsvorstadt-Isarvorstadt con Diana Fürst, una madre soltera de unos veinticinco años. Diana Fürst ha tenido una vida muy dura. Trabaja en un local de alterne como camarera, de manera legal. No creo conveniente ahondar en este momento en la vida de Diana, me imagino que el doctor Hephworth será quien te la cuente con más detalles.

Asentí con la cabeza y pregunté:

―Y el padre, ¿dónde está?

―No lo sabemos. En la partida de nacimiento del niño no figura ningún nombre. Diana Fürst no está casada y se niega hablar sobre el padre del chico. Al parecer, no creemos que tenga un papel importante en la vida de Johan aunque sí estamos seguros de que el niño sí sabe quién es, y que, por equis causa, tanto la madre como el hijo no quieren hablar del tema. Lo que sí puedo asegurar es que Johan quiere mucho a su madre. En mis visitas a su apartamento lo he podido comprobar con mis propios ojos. Johan se comporta como un padre con ella. Muestra todas las características de los niños que asumen responsabilidades al cuidar de un adulto inmaduro y emocionalmente inestable.

Lotte tomó un escueto sorbo de café. Seguidamente le dio la vuelta a un documento que había estado guardado dentro de la carpeta y me lo entregó para que yo pudiera leerlo. Era una compilación de notas sobre las visitas de Lotte como asistente social al apartamento de Johan y su madre. También me entregó otro documento con notas escritas por la psicóloga del colegio.

―Las entrevistas con su madre y con la psicóloga escolar han revelado que Johan es un niño muy inteligente, con indicios de que puede ser superdotado. Es solitario, de carácter tranquilo y muy tímido. La psicóloga del colegio asegura además que es un niño con una expresión del lenguaje desarrollado, escribe y habla con el nivel de un adolescente de quince. Sin embargo, curiosamente es un niño que le cuesta interactuar con los demás y comprender expresiones o frases hechas sencillas.

»Ahora me viene a la cabeza, doctor Reichwein, que Johan es muy aficionado a las adivinanzas. Johan me dijo que las había enumerado y se sabía unas noventa y tres de memoria. Pero, por el contrario, no entiende expresiones irónicas o frases hechas simples como Es regnet Bindfänden [1]. En una de sus visitas dije esa expresión, porque estaba lloviendo mucho y me dijo con seriedad que no llovía cordones, sino agua que al caer rápido del cielo parecen cordones de hilo. ¡Es de lo más peculiar...!

»Tal vez Johan sufra el rechazo por parte de sus compañeros ya que el niño normalmente no interactúa con ellos sino que se dedica a pasar el rato leyendo en la biblioteca del colegio. También le cuesta jugar en equipo, no se coordina bien en los deportes, ni tampoco es capaz de realizar trabajos en grupo. De resto, sus notas son brillantes ―dijo Lotte―. Aunque... es cierto que tenemos también anotados algunos episodios de violencia.

―¿Violencia, dices?

Lotte lanzó un hondo suspiro como queriendo ser reacia a contarme los detalles.

―Sí, con algunos de sus compañeros de clase. Johan tiende a actuar de manera agresiva cuando se siente intimidado o atacado por ellos. El más grave ocurrió hace poco tiempo. Johan la emprendió a golpes con dos compañeros a la salida del colegio porque le habían quitado la mochila y se la pasaban entre ellos mientras se burlaban de él. Uno de los dos compañeros tuvo que ser atendido en la enfermería por las fuertes contusiones que tenía en la cara. Dada su personalidad tranquila, es sorprendente ver cómo Johan pierde el control tan fácilmente cuando es impulsado por la ira. Debido a esto, él tiene que visitar a la psicóloga escolar una vez cada quince días. Fue su psicóloga quien dejó en constancia de estos actos de violencia por escrito.

Eché un rápido vistazo a todas las notas. Estas me dejaron claro que Johan poseía todos los síntomas característicos del síndrome Asperger: concreción del pensamiento, superdotación, tendencia solitaria, lenguaje ligeramente complejo para su edad, excentricidad, problemas para entender cosas que ha leído u oído, arrebatos violentos, falta de confianza y exacerbada dependencia a los hábitos cotidianos. Luego vi que nunca se le había prescrito medicación alguna ni tratamiento y, por un momento no supe qué decirle a Lotte. Algunos colegas del campo de la Psicoterapia cederían un caso como este a un psiquiatra para que fuera evaluado y tratado correctamente. Al cabo de unos instantes me percaté de que Lotte me estaba observando en silencio un tanto angustiada.

―Doctor Reichwein, imagino que conoces ese dato que afirma que Alemania es el país que actualmente cuenta con el mayor predominio de patologías psicológicas entre la población infantil.

―Sí, estoy más que enterado ―respondí―. De hecho, muchos niños alemanes que no han vivido el conflicto de las Dos Alemanias, que nunca han tenido que ser rescatados de la represión comunista como sí lo vivió Dieter, están sufriendo los efectos psicológicos posteriores a un conflicto bélico. Todo se debe a las repercusiones que han vivido las verdaderas víctimas: sus padres o su entorno familiar más cercano. Estos efectos psicológicos han afectado a los hijos de las víctimas de manera indirecta.

―A esto se le denomina impacto secundario, ¿no?

Asentí con la mirada; abriendo y cerrando los párpados lentamente. Por un instante, deslicé mis pensamientos por los recuerdos. Mi memoria evocó el ruido lejano de los disparos en medio de la noche durante mi época como médico en la frontera con la antigua Checoslovaquia. Este era un recuerdo del que nunca conseguía librarme.

―En cualquier caso, Lotte, nadie puede ser capaz de determinar el impacto que puede llegar a tener una vivencia en la salud mental de un individuo y cómo este puede hacer frente a ella. Hay muchos factores que...

Ella frunció el ceño, confusa. Me interrumpió:

―He tenido oportunidad de hablar con Johan y con su madre sobre cosas como esas. Y sí, vale. Es cierto que viven en un barrio conflictivo, pero Diana me ha dejado claro que el niño ha crecido ajeno a lo que vivió ella cuando era joven. Además... ―Lotte suspiró, tomándose tiempo para continuar―. Diana me confesó una vez, apartadas las dos de Johan para que no nos oyera, que ella sufrió abusos sexuales cuando tenía diecisiete años por su hermano mayor de veinticuatro, y que ella se marchó de casa siendo muy joven. Dios, Diana solo tiene dos años más que yo, y es como que ha vivido el doble o el triple de lo que he vivido.

«Eso puede ser otra forma de impacto secundario», pensé mientras escuchaba atentamente a Lotte.

―¿Cabe la posibilidad que su hermano sea el padre del chico a causa de la violación? ―pregunté, teniendo en cuenta la edad del niño.

Lotte encogió los hombros.

―No..., no lo sé ―me respondió con el beneficio de la duda―. Diana no quiere hablar sobre el padre de Johan. Solo te puedo asegurar que Johan no sabe nada de esto; no sabe que su madre tiene un hermano mayor.

―Veamos, Lotte. No quito que tengas razón en el sentido de que ella esté protegiendo a su hijo de su pasado. Sin embargo, me da la impresión de que Diana Fürst está ocultando muchas cosas y que, tal vez, también le pida a su hijo que sea discreto cuando vienes tú u otro trabajador social a visitarlos. Ellos temen a que los separen y están evitando dejar evidencias de sus problemas, sobre todo la madre. Lotte, ¿cuánto tiempo llevas ocupándote del caso de los Fürst?

―Me ocupo esporádicamente de ellos desde hace algo más de dos meses. Su situación es muy delicada, y sus condiciones de vida tampoco son precisamente ideales. Desde que se ha abierto una investigación sobre las posibles vinculaciones de Diana Fürst por el presunto consumo de drogas, las autoridades están considerando darlo en adopción.

Pensé que esa no era una idea tan mala como sí le parecía a Lotte, aunque de momento decidí no contarle mi opinión. Tamborileé con los dedos sobre las notas que tenía ante mí mientras pensaba.

―Me da la sensación de que tienes algo en mente, Lotte ―dije tranquilamente, consciente de que ella había alzado un poco la voz al decir la palabra «adopción». Su jugueteo nervioso con una servilleta, que doblaba y desdoblaba sin parar, fue una prueba de su notable estado de inquietud.

―Ahora mismo la adopción es un problema secundario. Johan puede ser culpado por homicidio. Yo sé que no ha hecho nada malo, hasta pondría las manos en el fuego por admitir su inocencia. Sería su fin si terminara en un correccional de menores de manera injusta. Para demostrar su inocencia necesitamos un certificado en el que se declare que el niño ha sido evaluado psicológicamente. ―Lotte elaboró una pausa―. Pero para evaluarlo también necesitamos su testimonio. Conociéndolo se podría comparar luego con los de las otras víctimas infantiles que estuvieron vinculadas de una manera u otra a Johan Liebert y a ese maldito juego de niños.

Me quedé mirándola fijamente.

―Tampoco quieres que el niño acabe en una casa de acogida, ¿no es así? Lotte, debes saber que si se llega a demostrar que la madre del niño es drogadicta, nada los salvaría de una separación.

―Lo sé, doctor Reichwein. Pero, si Johan es inocente y Diana pierde su custodia por ser drogadicta, el niño podría permanecer una temporada en una casa de acogida mientras que Diana puede ser tratada en un centro de desintoxicación hasta recuperarse del todo. Diana también necesita ayuda psicológica, sobre todo si es que puede haber un posible caso de incesto ―puntuó Lotte―. Que Johan permanezca un breve plazo de tiempo en una casa de acogida no es lo mismo que a que lo adopte otra familia. Ellos se necesitan mutuamente y no quiero que un procedimiento burocrático predeterminado los separe y los acabe destruyendo a los dos. Solo se tienen el uno al otro. Prométeme que me ayudará, doctor.

―Haré todo lo que esté en mi mano para ayudarlos, Lotte.

Esto lo dije tranquilamente y con calma esperando que la tranquilizara. Si íbamos a trabajar juntos en el caso, teníamos que unir nuestras fuerzas.

Ella asintió varias veces con la cabeza, con cierto nerviosismo, casi suplicándome. Ese niño significaba mucho para ella, y no solo porque el chico estaba vinculado a los estragos legados por El Monstruo, sino que comprendí que Lotte se había volcado personalmente en el niño.

Percibí en ella un cierto complejo de heroína; su aire avejentado y fatigado era consecuencia de sus frustraciones. Pensé entonces que Lotte podría ser una excelente escritora. Relatando las hazañas del protagonista, el alter ego de su persona, que lucha contra las injusticias habidas en el mundo. Tras una pausa muy larga donde nos tomamos el café, el doctor Hephworth se presentó ante nosotros inesperadamente.

―Creo que antes de nuestra reunión, doctor Reichwein, debería conocer a Johan primero ―me dijo con suma seriedad―. Me acaban de decir las enfermeras que ha despertado.


[1] Es regnet Bindfäden. "Llueven cordones", proverbio alemán que en castellano lo podríamos comparar con el proverbio "Llueve a cántaros".

¡Gracias por leer!^^.