Este capítulo también ha sido corregido por Nasuasda.


Capítulo 4: El Caldero Chorreante

El viernes no va a trabajar. Todo está demasiado reciente y prefiere quedarse la mañana tirado en la cama. Y, aunque tampoco quiere pensar en eso, la pregunta estúpida de Baxter resuena en su cabeza.

Pucey no puede tener un cuelgue por él, ¿verdad?

Es absurdo.

Estúpido.

Cuando a la hora de comer se presenta a la puerta de su casa, algo pálido y con el pelo alborotado, como si se hubiera pasado las manos por el pelo varias veces, la teoría coge más fuerzas.

—¿Qué haces aquí? —pregunta, apoyándose en la puerta entreabierta y ahogando la pregunta de cómo sabes dónde vivo.

—Mathewson me ha dicho que Bullocks se fue de la lengua.

—¿Eh?

—Sobre lo de… —Pucey se pasa la mano por la nuca y se muerde ligeramente el labio—. Eso.

Está avergonzado, se nota a la legua. De estar allí, en la entrada de su casa. De tener que empezar aquella conversación. No le hace especial gracia invitarle a pasar, no quiere tenerlo cotilleando entre sus cosas. Pero probablemente aquello va a durar más tiempo del que le gustaría.

—¿Quieres pasar dentro para hablarlo? —le ofrece señalando con la cabeza hacia el interior de su casa.

Pucey pasa los ojos de él al fondo y, de nuevo, a él.

—No —responde con simplicidad.

—Vale.

—No quiero tener esta conversación ni contigo ni con nadie. No es justo, ¿vale? No es justo que tenga que salir en mi hora para comer para presentarme en tu jodida casa a explicarte que no tienes que preocuparte porque no voy a intentar tirarte los tejos. Que no eres mi tipo.

Michael parpadea. Aún está sujetando la puerta. No es decepción lo que siente en el pecho. En realidad, no podría importarle menos que Pucey no esté interesado en él.

—Vale —acepta con simplicidad.

—Porque, joder, no es justo. A nadie le importa que a MacAbuelo le guste salir por garitos muggles y vuelva a casa cada día con una tía diferente. Pero, ey, yo tengo que hacer el camino de la vergüenza hasta aquí para asegurarme de que todo está bien.

—¿Un té? —pregunta. Pucey vuelve a hacer el gesto de pasarse la mano por la nuca y asiente. Así que abre un poco más la puerta para que pase y le guía hasta la cocina.

Es un espacio relativamente grande, su madre lo redecoró las últimas vacaciones de verano. El suelo es de baldosas negras y Michael enciende el fuego de una cocina de gas negra. Con un giro de varita, hace que una tetera salga de uno de los armarios y se prepare sola.

—Siéntate —invita señalando una pequeña mesa circular. Pucey se quita la capa y la deja medio doblada sobre el respaldo antes de obedecerle.

Ninguno de los dos dice nada hasta que la tetera deja escapar un sonido agudo que indica que el agua está hirviendo. La coloca entre los dos, sobre un protector de hierro, y se sienta.

—Tú dirás.

—No tengo mucho más que decir —responde, tiene los codos apoyados sobre la superficie y parece más interesado en la taza vacía que hay frente a él que en Michael—. Bullock no tenía ningún derecho a hablar. No es asunto suyo.

—Pucey...

Cierra los ojos y deja escapar el aire. Es increíble, con todo lo que es él, que esté allí aterrorizado por algo así.

—Vale. Sí, no. Es cierto. Sí que tengo que decir algunas cosas. Estaría bien que no se lo contaras a nadie, para empezar.

Porque, Michael comprende, aquello es lo que les diferencia. Pucey tiene una vida perfecta. Dos piernas completamente suyas, un trabajo que le gusta y un grupo de amigos en los que puede confiar. No tiene problemas en tocarlos, ni en estar en habitaciones abarrotadas.

Pero tiene miedo de quién es. De sentir lo que siente.

—¿El qué? ¿Que eres gay? —le pregunta haciéndose el tonto. Pucey levanta rápidamente la mirada, con el ceño fruncido. Parece que está a punto de gritarle que se vaya a la mierda.

—Lo que sea. No lo digas.

Michael no sabe si le está pidiendo de nuevo que no diga que lo es o la palabra, pero de todas formas no le importa.

—Vale.

—Solo... no quiero que te comportes diferente a partir de ahora. Ya sé que yo no te gusto y, créeme, a mí tampoco me caes especialmente bien. Si lo haces, te largas.

Michael sirve el té. El vapor del agua se eleva entre ellos. Es increíble que Pucey sea capaz de levantar tanto miedo y tanto rechazo de un solo golpe.

—Eso no es muy justo.

—Es lo que hay —replica inmediatamente.

—¿Malas experiencias?

—Como dirías tú, métete en tus propios asuntos. Muchas gracias.

Michael arquea ligeramente las cejas, pero no dice nada. Supone que se lo merece. Toma el primer trago, es amargo. Tal y como le gusta. Pucey no toca su taza.

—No necesito, ni quiero, saber tu opinión sobre lo que haga en mi vida privada.

—Vale. ¿Algo más?

—Deja de hacer referencias a Clearwater y a mí. Si es un problema de celos, tienes vía libre por mi parte. —Se moja los labios antes de añadir—: tampoco con Carrol o Mathewson. Y si te sientes especialmente gracioso como para hacerla sobre Baxter, Kemp o MacAbuelo… no aguanto los chistes de maricas.

»No estoy enamorado de ti. Que no se te pase por la cabeza. No eres mi tipo tampoco, así que no tienes que preocuparte de que vaya a hacer nada.

»En definitiva, lo que me guste a mí en la cama es cosa mía y no tiene nada que ver contigo. Así que no te metas. —Levanta la cabeza para mirarle fijamente, como esperando que diga alguna cosa.

—A mí no me importa —dice.

—Mira qué suerte.

Michael termina la taza de té y la apoya con cuidado sobre la mesa. Unos pocos posos del té quedan allí y, por un momento, Michael tiene el impulso de dar la vuelta a la taza y leerlos como en tercero.

—¿Y…? ¿Cuál es tu tipo? —pregunta. Quizá porque lo ha dicho dos veces. Quizá porque sí que le molesta, aunque sea un poco, la seguridad con la que lo dice.

Pucey bufa y niega con la cabeza.

—Increíble. ¿Sois todos iguales? Odiáis cuando se pillan de vosotros, pero os ofendeis cuando dicen que no sois su tipo. —Golpea la mesa con los nudillos—. Baxter dijo lo mismo. Pues mira, a mí me gustan los tíos que no se meterían en la cama con una mujer. ¿Te vale?

Se esfuerza para no soltar una risa floja. Por la expresión seria de Pucey, supone que no le hará ninguna gracia. Tampoco quiere ser como él. No quiere esconderse detrás de una cortina de ilusiones. No sobre eso, por lo menos.

—Yo podría presentarte a mi ex.

—Y eso lo dijo MacDuffy. No, no se me va a curar la homosexualidad cuando conozca a la chica adecuada. Muchas gracias. —Se levanta y coge su capa—. Mira, no tengo tiempo para estas tonterías y tengo que volver a trabajar. Gracias por el té. Ya nos veremos por ahí. O no.

Michael se siente tentado a dejarle ir. En realidad, no son tan amigos. Pucey dijo que le tiene cariño y que se preocupa por él. Quizá, quizá sea verdad. Quizá Michael también se preocupa por él o por lo que pueda pensar.

A lo mejor si son colegas.

—Seamus es un tío. —A lo mejor no está dispuesto a meterse él solito en un armario en el que nunca ha estado. No realmente.

Pucey se detiene justo cuando está a punto de salir por la puerta y gira la cabeza hacia él. Le recuerda, de alguna forma, a cuando le insinuó que dejara de obsesionarse con él y se concentrara en tirarse a Penelope. Está pálido y tiene el ceño ligeramente fruncido.

—¿Qué?

—Mi ex, Seamus. Puedo presentártelo si estás soltero.

Casi es como si le viera por primera vez. Se gira del todo, con los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo. La capa toca el suelo, pero parece no importarle.

—¿Tú...? ¿Eres...?

—Sí. No —se corrige—. Yo sí me iría a la cama con una mujer.

Ya no, claro. No hay nada que le apetezca menos que pensar en intimar de esa manera con alguien. Con quién sea.

—Seamus es majo —añade, levantando la taza y bebiendo. Pucey parece haber perdido el hilo de la conversación. Se moja los labios.

—Tengo que volver al Ministerio —dice incómodo—. Yo... ¿podemos hablar de esto en otro momento?

Michael se encoge de hombros.

—Cuando quieras. Sí. ¿Por qué no?

—Genial. —Asiente—. Te… te queda bien así el pelo. Suelto.

Michael acompaña a Pucey hasta la puerta y, cuando se desaparece ante sus ojos, se lleva la mano al cabello.

Cuando llega su madre del trabajo, le pide que se lo corte.


El sábado va a la tradicional comida a casa de Baxter. A pesar de que están vestidos con ropa cómoda y para hacer deporte, parece que han dejado las escobas a un lado. Que ha sido una de esas mañanas en las que Lou —la mujer de Baxter— ha hecho té y en la que se sientan alrededor de la chimenea.

Él nunca va a los entrenamientos, suele unirse después. Lo hizo una vez, pero Lou es una mujer extraña y que le hace sentirse incómodo. Con su mirada vacía y su discurso inconexo.

—¡Michael! ¡Vaya cambio! —exclama Bella nada más pone un pie fuera de la chimenea.

Ni Pucey, ni MacAbuelo, ni Kemp están allí. Hay sobre la mesa varias botellas de cerveza de mantequilla vacías y tazas de té a medio tomar alrededor de un tablero.

—Hola —saluda al grupo. Carmen se echa a un lado, dejándole espacio en el sofá junto a ella—. Sí, ya estaba muy largo —añade reprimiendo el impulso de pasarse la mano por el pelo. Se siente un poco desnudo sin su melena. Ni siquiera es capaz de entender por qué se ha deshecho de ella. De pronto, molestaba. No podía soportarla.

—Te queda bien —opina Bella sonriendo.

—Aunque yo habría esperado al verano —añade Baxter con cierta mofa.

—Penelope —dice ignorándolos—, ¿puedo hablar contigo un momento? En, uhm, privado…

Penelope, que tiene una cerveza en el regazo, la baja y le mira unos instantes. No sonríe, ni siquiera cuando Bella hace un ruidito con la boca y la empuja para levantarla.

—Lo siento —le dice nada más ponen un pie en el patio trasero de la casa de los Baxter. Es un lugar agradable, con una mesita blanca de hierro y unos postes de Quidditch en uno de los extremos.

Ella se apoya contra la puerta cerrada. Tarda un momento en empezar a hablar, como si se estuviera planteando cómo orientar la conversación.

—Mi psicóloga quiere que vayas a verla.

—¿Qué?

Penelope aprieta los labios y se encoge de hombros. Tiene las manos metidas bajo las axilas, para protegerlas del frío.

—Le he estado hablando de ti. Y cree que deberías ir a verla.

—Parece que doy para mucho, ¿eh? —bromea, pero no parece conseguir nada. Penelope hace una mueca.

Michael se coloca a su lado y apoya la cabeza contra la superficie. Durante un par de instantes se quedan allí, disfrutando de la suave corriente de aire frío.

—¿Qué es una psicóloga? —le pregunta al fin.

—Es… como… una sanadora muggle. Para la cabeza.

—Oh.

Michael gira la cabeza para mirarla directamente. Es Penelope, como siempre. Con su rostro agradable y su pelo rubio. Parece tan normal.

—No estoy loco —dice con un nudo en la garganta. No pretende ofenderla, pero el comentario no debe de hacerle mucha gracia. Hace un gesto raro antes de decir:

—Yo tampoco.

—No necesito que me internen en la sala de Janus Thickey —la ignora abrazándose a sí mismo, en una posición muy parecida a la della—. Estoy perfectamente bien. El sanador di… Estoy bien.

Penelope gira la cabeza hacia él. Está seria y, de pronto, Michael se da cuenta hasta qué punto se ha acostumbrado a su sonrisa. Todo parece peor cuando no lo hace.

—Los muggles los usan para muchas cosas. No hace falta estar... loco. Si cambias de idea. —Mete una de sus manos en los bolsillos de su túnica y saca una pequeña tarjeta. Está impresa en color beige y, junto al nombre de Doctora Spencer hay una serie de números que no entiende—. Es hija de magos, así que puedes hablar con ella de todo lo que necesites.

—Yo no... No.

Penelope vuelve a meter su mano bajo su axila y se encoge de hombros.

—Tú mismo.

»Adrian me contó que fue a verte ayer.

Michael parpadea antes de comprender lo que está insinuando tras sus palabras. Lo sabe, es evidente.

—¿Te lo contó?

—Me gustaría pensar que me lo cuenta todo. —Sonríe. Es una expresión un poco triste—. Aunque es evidente que no lo hace.

»Una vez le intenté besar, ¿sabes? Lo cual acabó convirtiéndose en uno de los momentos más vergonzosos de mi vida.

»En fin, —niega la cabeza, como queriendo alejar un hilo de pensamientos que no le convence—, solo quería decirte que... no sé.

Deja escapar una risita nerviosa.

—Está bien —le resta importancia.

—Bien, ¿volvemos dentro?

Penelope abre la puerta y deja que pase dentro primero.

—¡Ya han terminado! —anuncia Baxter a voz de grito—. ¡Lou, vete sirviendo la comida!

Penelope pasa delante de él y cuelga su capa del perchero antes de encaminarse hacia el comedor. Michael se queda atrás un instante, mirando la tarjeta. No lo necesita. Ha tenido suficientes sanadores para el resto de su vida. Ellos mismos le han dicho que está bien. Que ya no se puede hacer nada más.

Aun así, la idea de tirarla le cierra el estómago. Así que la guarda antes de seguirlos. MacAbuelo está ya sentado en la mesa redonda y los demás empiezan a distribuirse a su alrededor.

Michael corre a sentarse entre él y Bella, alejándose todo lo posible de Penelope.

—¿Vino, vino, vino? —va preguntando Baxter mientras los va señalando cuando la puerta que da a la cocina se entreabre y entra por ella Lou.

Lou Baxter es una mujer bonita, algo más joven que su marido y con una larga melena rubia. También tiene pesadas ojeras y se muerde las uñas. Es capaz de preparar la mejor de las comidas y de mandar un vocifeador porque no se fía de dónde está su marido.

Es una mujer extraña.

—La comida está lista —anuncia dejando una bandeja sobre el centro de la mesa.

Detrás de ella, entra Pucey. Lleva una tabla con pan cortado en rodajas entre las manos. A Michael no le cuesta darse cuenta de en el mismo instante en el que repara en él. Porque se detiene y frunce ligeramente el ceño, como si no le conociera. Y luego entreabre la boca y lo frunce aún más, con reconocimiento.

Lou le quita la tabla de las manos.

—No te quedes ahí como un pasmarote y siéntate —le dice señalando con la cabeza uno de los sitios libres. Pucey pasa la vista de él a la silla y asiente.

No hace ningún comentario.

A Michael no podría importarle menos.


«Michael.

El viernes celebro mi cumpleaños en El caldero chorreante. ¿Por qué no os pasáis? S».

La misiva llega dos lunes después de aquel sábado y Michael no le dice nada a Pucey hasta el jueves siguiente. De alguna forma, cruzar, el pasillo para encontrárselo resulta inconcebible.

—Seamus quiere conocerte —le dice. No sabe por qué, pero Pucey no ha corrido a jugar a los dardos con MacAbuelo y Bella. Se ha quedado en la mesa, mientras Penelope y Carmen critican con acidez el último libro que han leído.

Michael tiene una copia del mismo sobre la mesa de la oficina, solo que no ha tenido fuerzas como para enfrentarse a él.

—Oh —murmura levantando la cabeza de su jarra—. ¿Sí?

—Sí. ¿El caldero chorreante, mañana? —A Michael no se le escapa que tanto Carmen como Penelope han dejado de hablar y los miran fijamente. Pucey se encoge de hombros.

—Bueno. Sí, sí, ¿por qué no? —Esboza una sonrisa floja.

—Genial.


—No me habías dicho que era su cumpleaños —protesta nada más poner un pie en El caldero chorreante. El local está abarrotado, las voces se entremezclan con una música excesivamente alta. Michael se detiene, aplacando el impulso de darse la vuelta.

Una pancarta enorme, colgada de la barandilla del segundo piso y que cae hasta el suelo, anuncia «SEAMUS 20 CUMPLEAÑOS» con un dibujo enorme de su rostro. Con la cabeza un poco inclinada y una sonrisa pícara, casi parece que sus ojos oscuros son fuego. No hace falta ser un genio para saber que el artista detrás de él es Dean Thomas. Durante un instante, vuelve a ser séptimo curso de nuevo y la sospecha de que su relación es temporal vuelve a rodearlo. De que, en el momento en el que Thomas aparezca, Seamus se olvidará de todo y correrá a su lado.

Dura un parpadeo.

En realidad, no sabe por qué se lo está tomando tan en serio. Quizá, quizá si resuelve el problema de Pucey él pueda avanzar y olvidarse de todo el drama.

—¡Michael Corner! —exclama detrás de él una voz energética. Michael entrecierra los ojos y maldice su suerte antes de girarse para encararla—. ¡Por el huevo izquiero de Merlín, tu pelo!

Por supuesto, gran parte de la fiesta son los viejos miembros del ED. Entre ellos, Ginny Weasley que se lanza a darle un abrazo rápido y un beso en la mejilla.

—¡Ey! —responde, pero en cuanto le suelta da un paso atrás y pasándose la mano nervioso por la cabeza, nervioso. Ginny le mira de arriba a abajo y se detiene un momento más de lo normal en su pierna. Michael cuenta hasta que ella vuelve a levantar la cabeza y a sonreírle.

Cuatro.

Hubo un tiempo en el que Ginny arrugaba el ceño cada vez que lo veía. Pero eso fue antes de la guerra y de los Carrows. Al final, eran los que eran y no hubo más remedio que convertirse en una piña.

—¡Adivina a quién acaban de federar! —grita por encima de la música y del alboroto. No hace falta ser un adivino para saber que la respuesta correcta es «a ti». Pero en su lugar, arquea las cejas y sonríe, dejando que dé ella la noticia—. ¡Voy a jugar para las Holyhead Harpies!

—¡No fastidies!

—¿Y tú qué tal estás? ¡Hacía siglos que no te veía!

No hay manera de responder a eso. Gira la cabeza para lanzarle una mirada rápida a Pucey. No tiene ganas de que Ginny diga algo que no debiera. Así que, en su lugar, sonríe y se encoge de hombros.

—Todo bien, ya sabes. ¿Has visto a Seamus?

Ginny le mira de esa manera, como diciendo, lo sé. Levanta la mano y señala hacia delante.

—¡Creo que Ron y Dean se han propuesto hacerle beber hasta el coma etílico!

—Gracias, Gin.

Ginny se encoge de hombros y se queda mirándolos durante un momento, como si acabara de percatarse de Pucey. Entreabre los labios, quizá para preguntar. Michael no quiere dar, tampoco, explicaciones, así que le agarra de la muñeca y tira de él en dirección hacia dónde le ha señalado.

—¡Mi primera novia! —le dice, con toda intención de esquivar las siguientes preguntas que pueda hacerle.

Efectivamente, Seamus está exactamente en el lugar en el que Ginny señaló que estaría. Hay un barril enorme de cerveza, del que sale un tubo que sujeta el hermano mayor de Ginny. Seamus está apoyado sobre sus rodillas, tosiendo. Thomas también está allí, con la mano en la cadera y la cabeza hacia atrás. Riéndose.

—Oye, siempre podemos marcharnos —dice Pucey a su espalda.

—Tonterías. ¡Seamus! —Seamus, a pesar del ruido, le escucha y levanta la cabeza. Parpadea, como si no lo reconociera, y luego abre mucho los ojos y deja escapar un bufido quedo. Tiene las mejillas sonrojadas, como si hubiera hecho un gran esfuerzo físico.

—¡Tío! —Les hace un gesto vago a Thomas y a Weasley antes de acercarse a ellos. Llega con los brazos extendidos, aunque no intenta darle un abrazo. Simplemente apoya las manos sobre sus codos y sonríe. Michael no sabe si odia el calor que desprende o que no se atreva a darle el abrazo, después de todo—. ¡Hacía siglos que no te veía! ¿Qué tal estás? ¡Te has cortado el pelo!

—Bien, bien. —Se aparta y agarra a Pucey por la manga de su túnica para que dé un paso al frente. A primera línea—. Déjame que te presente a Pucey.

Seamus parpadea antes de extenderle la mano, que Pucey acepta en un gesto extraño. Quizá, presentarlos no haya sido la mejor de sus ideas.

—Feliz cumpleaños —dice incómodo. Michael aprovecha el momento para darse la vuelta y desaparecer de allí. No quiere quedarse más tiempo del necesario.

Ya se ha encontrado con Ginny. Y, aunque Seamus es lo suficientemente descarado como para no hacerlo, sospecha que Cho también está invitada. Sin contar con todos sus amigos.

No, no quiere enfrentarse a su antigua vida.

El Londres muggle resulta agradable de noche. Hay poca gente, siempre es mejor así. Cierra los ojos, intentando disfrutar de ella. El silencio siempre es un lugar agradable en el que poder refugiarse.

No sabe cuánto tiempo está allí, puede que diez minutos, puede que una hora, cuando la puerta del local vuelve a abrirse y el ruido de dentro inunda el exterior. No pretende espiar, más bien lo hace para escabullirse sin ser visto. El cosquilleo característico del hechizo desilusionador y la falta de reconocimiento, a pesar de que está allí, de las personas que acaban de salir le confirma que ha funcionado.

Pero son Seamus y Pucey.

Sus pies parecen anclados al lugar. Y en lugar de alejarse lo suficiente como para poder desaparecerse sin ser visto, se abraza a sí mismo.

Y escucha.

—... no te lo tomes a mal —está diciendo Seamus.

—No, lo entiendo. Es la única razón por la que he venido hoy.

—Nunca responde a mis lechuzas y, no sé, cuando me escribió... Perdona.

Pucey bufa.

—Ya, lo conozco. No te preocupes. Ni siquiera sé qué estoy haciendo aquí. Digo, —Pucey señala hacia el bar—, ¡es tu jodido cumpleaños! ¿Cómo de raro es esto?

Seamus ríe y niega con la cabeza, apoyando la espalda bastante cerca de dónde se encuentra Michael. Michael da un par de pasos a la izquierda, para asegurar que no hay ningún roce accidental.

—No es que esté enamorado de él ni nada —dice Seamus de golpe y Pucey da un pequeño respingo—. Es solo que, después de todo, no sé. Quería saber cómo lo estaba llevado.

—Sí, lo pillo.

—No, no lo creo. A mí me llegó a tirar una jarra de cristal a la cabeza. Solo porque fui a verlo.

—¿Qué? —Michael cierra los ojos. No, Seamus no va a decir nada. No se atreverá. No es así.

—No nos quería a ninguno cerca. Es estúpido, ¿sabes? Porque todos queríamos estar allí. Pero...

Pucey le mira con curiosidad. Michael aprieta los puños, todavía puede salir de su escondite. Intentar que no parezca tan raro el haber estado escuchando. No es difícil, solo tiene que vocalizar. No quiere que Pucey se entere. No quiere ver la expresión de lástima en sus ojos o la mirada rápida que siempre empieza en la pierna falsa.

No.

—No escuchaba a nadie —continúa—. A mi no me habría importado... a mi no me importaba, ¿sabes?

»De todas formas, ese barco ya... ya sabes. ¿De qué lo conoces?

—¿Qué no te habría importado? —pregunta Pucey.

—Bueno, ya sabes, lo de la pierna. —Lo ha dicho. Michael nota cómo la garganta se le seca. No, no tenía que haberse quedado. Debía haberse dado la vuelta y haber desaparecido de allí—. No realmente.

Las rodillas le tiemblan y deja que su espalda se resbale contra la pared. Intenta mantener la respiración, que no se le acelere.

—¿Lo de la pierna?

—¿No lo sabes?

—Bueno, me he fijado en que a veces cojean un poco. Pero, no sé. —Michael se tapa la cabeza con las manos y se deja resbalar hasta que su culo da contra el suelo.

—Oh.

—¿Oyes eso? —pregunta Pucey al cabo de un rato.

—¿El qué?

Eso.

Michael sabe que aún está a tiempo. Aún puede levantarse y salir corriendo. Desaparecerse allí mismo. Sigue acurrucado contra la pared y no quiere moverse. No sabe si será capaz, aún si no fuera así. Siente ganas de vomitar y de gritar.

—Revelio —dice Seamus. Nota cómo se separa de la pared y cómo pasa la varita a su alrededor. Cuando las cosquillas desaparecen, sabe que le han encontrado.

Aun así, ninguno de los dos dice nada. Oye como la puerta vuelve a abrirse —y el ruido a salir. Levanta un poco la mirada, Pucey está frente a él. Tiene los brazos laxos y le mira con una expresión perdida, como si no supiera qué hacer. O qué decir.

—Michael —le dice en un murmullo. Y Michael vuelve a bajar la mirada, incapaz de soportarlo.

La puerta vuelve a abrirse y alguien se sienta junto a él. Michael se aparta cuando sus hombros se rozan.

—Toma —dice Seamus. Nota el roce de su mano sobre su rodilla y, aunque quita las piernas, mira. Sujeta con tres dedos un vaso diminuto, de chupito, lleno de líquido ambarino. Lo coge, asegurándose de no rozarlo—. ¿Tú quieres uno, Pucey?

—No.

Nota como Seamus se encoge de hombros y como sirve otro chupito. Se lo lleva a los labios y, antes de que Michael saboree el suyo, ya está sirviéndose el segundo.

Es firewhisky. Amargo, muy amargo. Y estúpidamente reconfortante.

—No sé si lo sabes, pero Michael y yo luchamos en la Batalla de Hogwarts —dice Seamus volviendo a llenar los vasos—. Fuimos el último curso. No es mi historia para contarla, pero fue horrible. Jodidamente horrible, y nos ha afectado a todos. Harry y Ginny están prometidos y, joder, ni siquiera tienen veinte años.

—No me lo ha contado —murmura Michael y, de verdad, intenta no sentirse dolido. Llevan sin hablar más de un año y solo la ha visto durante dos minutos.

—Dean no es capaz de controlarse si oye la palabra «sangresucia». El otro día casi ataca a una anciana.

—¿Cómo está?

—Mejor desde que sale con Lovegood.

—¿Y tú…?

—Ella es genial —le corta Seamus—. Michael, ¿por qué me presentas a tu amigo? Vamos, no es tan feo.

Pucey, que se ha agachado para tenerlos a la altura de los ojos, se ruboriza ligeramente y aparta la mirada. A Michael no le hace gracia. Se tapa la boca con la mano y nota que tiene las mejillas humedecidas.

—Quiero que seas feliz. —Murmura apartando las lágrimas con el dorso de la mano. En cuanto se oye, se da cuenta de lo patético que ha sonado y se odia.

—Vale —acepta Seamus—. Estoy saliendo con alguien, es muggle y no es nada formal. ¿Por qué me presentas a tu amigo?

Michael no responde y a Seamus le debe de valer, porque sirve un último chupito antes de cerrar la botella.

—¿Quieres que te lleve a casa? —pregunta. Michael niega débilmente con la cabeza—. ¿Está bien si te dejo aquí con Pucey?

—Sí, estoy bien.

—Escribe de vez en cuando, ¿vale? —dice y le da una palmadita amistosa en el muslo antes de levantarse—. Encantado, Pucey.

—Igualmente —responde Pucey incorporándose y dándole un apretón de manos rápido.

No vuelve a agacharse. Michael aún tiene el vaso, vacío, entre las manos. Sigue sentado en el suelo.

—No pretendía volver a hablar sobre ti —dice.

—Da igual.

—¿Estás bien para llegar a casa? —Le ofrece una mano para ayudarle a levantarse. Michael, de verdad, está bien sentado en el suelo. Es cierto que se está quedando frío, pero no quiere… La acepta y Pucey tira de él. Michael debió de poner algo de su parte, porque tras un tirón suave vuelve a acabar con los huesos en el suelo. Pucey la agarra esta vez con ambas manos, por sus antebrazos, y tira—. ¿Quieres que te acompañe?

—No —responde apoyándose contra la pared de nuevo y sin soltarle—. No quiero volver a casa. Todavía es pronto.

—¿Quieres volver dentro?

—No.

—¿Quieres ir a cenar algo? Podemos ir a ver a Bullock.

—No, no. —Michael no sabe qué le posee para decir lo siguiente. Pero la mirada de Pucey es intensa y tampoco es justo para él. Es hora de enfrentarse al elefante en la habitación, no puede ignorarlo más—. ¿Podemos ir a tu casa?

—¿Aparición conjunta? —pregunta.


Pucey vive en un estudio a las afueras de Londres. No es especialmente ordenado. Hay una pila de ropa amontonada sobre el sofá que Pucey hace levitar hasta su cuarto rápidamente y varios platos en el fregadero, como si hiciera un par de días de la última vez que fregó. Pero tampoco es un cerdo, el suelo está limpio.

Desde la gran ventana del salón pueden verse las luces de la ciudad.

—Perdona por el desastre. Siéntate, ¿un té?

No es tan difícil de decir. «No quiero tener una relación contigo». Se lo había dicho a Ginny después de un partido de Quidditch. A Cho después de su primer beso con Seamus. Y a Seamus cuando terminó la guerra. A Pucey ni siquiera lo llama por su nombre.

—Te pasó algo horrible, ¿verdad? —pregunta al cabo de un rato. Michael se ha sentado en el sillón y ni siquiera se ha dado cuenta de que no le ha respondido a su primera pregunta.

—No quiero tener una relación contigo —suelta a borbotón. Porque, sí, es más fácil responder a su pregunta.

Pucey relaja un instante sus facciones, como si le hubiese dolido, pero entonces se encoge de hombros. Esboza una sonrisa de medio lado. Está intentando rebajar la tensión.

—No te lo he pedido. —Parece incómodo, como si no supiera muy bien qué hacer o dónde ponerse.

—Ya, pero me miras de esa manera. Yo solo… creo que. —Se muerde el labio, no sabiendo muy bien cómo seguir. Pucey levita una silla y la coloca frente a él.

Se sienta con los brazos cruzados.

—Vale. Es verdad, me gustas. Pero no sería la primera vez que me pillo por un amigo. Puedo vivir con eso. —Michael se frota las manos, intentando no pensar en por qué esa afirmación se le clava en el pecho. Aún siente la garganta cerrada y si deja de intentar controlarlo, sabe que las manos van a comenzar a temblarle—. No hace falta que me lo cuentas, ¿vale? Solo… hay veces que…

»Como antes. Lo que hizo Seamus. Yo… Yo no habría sabido como encararlo, ¿vale?

—Pucey, no creo que…

—Déjanos ayudarte.

Michael cierra los ojos y respira hondo. Quizá no haya sido tan buena idea ir hasta allí. Quizá, lo que debería haber hecho era decirlo en medio de la calle y marcharse. Podría estar en casa, metido en la cama o leyendo en el salón.

—No… no voy a volvértelo a preguntar. —Le oye arrastrar la silla y abre los ojos. Se ha movido hasta la cocina y está llenando una tetera con agua—. Lo que digo es que si alguna vez quieres hablar con alguien, puedes contar conmigo.

Pone la tetera al fuego y se gira, apoyándose en la encimera, para encararle. Michael no pretende quedarse mirando, pero tampoco hace nada para impedirlo. Pucey tiene los ojos clavados en las ventanas.

En el Londres que es todo edificios altos y luces, incluso de madrugada. No quiere contárselo. No quiere contárselo. No quiere que Seamus sepa cómo tratarlo cuando lo único que quiere es sentirse solo y miserable.

No quiere ver esa mirada de lo sé. O, peor, la de lo entiendo.

Quizá Pucey tenga razón y ahora sean algo así como amigos.

—¿Qué te pasó a ti durante la guerra? —le pregunta. Pucey gira un poco la cabeza y frunce el ceño.

—¿Durante la guerra? —le repite dando un par de pasos hacia él.

Michael no responde, solo espera sin apartar la mirada. Pucey se moja los labios y se encoge de hombros.

—Nada, realmente. Nada.

»Estaba ya trabajando en el Ministerio. Supongo que de cierta manera, el DCAM era el departamento que menos cambió. Seguíamos teniendo que ocultar nuestra sociedad ante los muggles. Y eso hacíamos.

—A mí me torturaron. En el colegio.

Pucey frunce el ceño. Es el momento para que Michael deje de mirarlo. Se apoya contra el sofá y deja que sus ojos vaguen por la escasa decoración del estudio.

—En realidad hubo gente que lo llevó peor. A Seamus una vez le dieron tal paliza que no le habría reconocido ni su madre. Longbottom tuvo que huir porque los Carrow querían matarlo.

—¿Por qué?

—Porque era nuestro cabecilla y ellos lo sabían. Querían darnos un mensaje.

—No, decía... ¿que por qué te torturaron? —Es prácticamente un susurro y, aun así, Michael no es capaz de ignorar el escalofrío que le recorre la columna vertebral cuando le escucha.

—Me colé en el despacho de Amycus y me pillaron.

—¿Por qué?

—Habían castigado a uno de primero a pasar la noche encadenado. Y yo no… —Hace un gesto vago, intentando restarle importancia—. No podía quedarme de brazos cruzados. Así que fui.

—Merlín.

El silbido de la tetera hace que Pucey se dé la vuelta y la aparte del fuego. Abre uno de los armarios. Cuando vuelve a dónde está Michael, lleva consigo una bandeja con dos tazas humeantes, una caja de diferentes tipos de tés, leche y azúcar que deja sobre la mesita del café.

—¿Fue ahí cuando lo…? ¿Lo de la pierna que dijo Seamus?

—No. —Michael no se inclina para tomar su taza. No cree que vaya a ser capaz de tragar nada—. Cuando todavía eran profesores, tenían cuidado de no dejar marcas. Por lo menos, no irreversibles.

Pucey escoge una bolsita de té y la sumerge en el agua, aún sujetándola por el cordel. No pregunta y, en su lugar, se dedica a sacarla y a introducirla metódicamente.

—Me maldijeron —dice, pero su propia voz suena extraña a sus oídos—. Después de la batalla.

—Está bien —responde. Pero Michael sabe que no está bien. Que sabe demasiado y que, probablemente, no pare hasta que lo sepa todo. Así que si, al final, va a saberlo igual… ¿por qué no adelantarse a los acontecimientos?

Si te quitas la tirita de golpe, duele menos.

Se incorpora y tira de su túnica hacia arriba, lo suficiente como alcanzar el cinturón de sus pantalones y desabrocharlo. Pucey sigue sus movimientos con una expresión rara en el rostro, una mezcla de impaciencia con incredulidad.

—Michael, no…

Cierra los ojos cuando deja caer sus pantalones. Escucha perfectamente cuando Pucey se fija en la pierna falsa como inhala. No le cuesta imaginárselo erguido, con los ojos como platos y la boca entreabierta.

Se deja caer sobre el sofá de nuevo y, aunque no se molesta en volver a subirse los pantalones, sí que intenta taparse un poco con la túnica.

—Yo... —comienza a decir Pucey.

—Me separé del grupo. Se suponía que ya habían asegurado los terrenos, pero los hermanos Carrow habían escapado. —La historia casi sale sola de sus labios—. Pensaron que yo les serviría como salvoconducto.

»Tardaron en encontrarlos tres días.

Cuando abre los ojos, Pucey ha rodeado la mesita del café y está prácticamente a su lado. Michael supone que las palabras de Seamus por fin tienen sentido para él. Se moja los labios.

—Michael.

—Dijeron, Merlín. —Se detiene. No va a contar eso, no puede. Se encoge de hombros—. Los sanadores no fueron capaz de pararla.

»La maldición. No fueron capaces de parar la maldición, así que solo esperaron a que parara.

Pucey alarga la mano, quizá para darle un par de palmaditas en el hombro, pero se detiene a medio camino.

—Así que esa es la historia. Ya lo sabes.

—Estaba durmiendo durante la batalla de Hogwarts. No me enteré hasta el día siguiente en el trabajo.

—¿Qué?

—En Hogwarts —continúa—, salí durante séptimo con Lesley Perry para que Montangue me dejara volver al equipo de Quidditch, porque en Slytherin no juegan ni chicas ni maricas.

—Pucey, esto no es una competición.

—Y la única relación real que he tenido ha sido con un hombre que estaba casado y tenía hijos.

Michael se encoge de hombros. Es absurdo. Esa es su reacción, podría haberle contado los detalles. Que la maldición se activaba cada vez que sentía algo parecido a esperanza. Que él había elegido que se la lanzaran sobre la pierna. Podría haberle contado lo que fue quedarse en el hospital, viendo como cada sonrisa le arrancaba el peor de los dolores y Pucey le respondería que nunca se come las aceitunas en las ensaladas. Lo que inunda sus ojos no es lástima, es rabia.

—Vete a la mierda. —Se levanta y tira de los pantalones hacia arriba, no tiene por aguantarlo.

—No, no me entiendes. —Coloca, esta vez sí, la mano sobre su hombro y Michael se detiene en seco, con la cabeza alta. La mano le resulta pesada, incómoda. No quiere que la quite, tampoco—. Quiero decir, ninguno de nosotros somos perfectos. Y eso, —señala con la cabeza hacia abajo—, que te maldijeran, no es culpa tuya. —La levanta y sonríe, encogiéndose de hombros.

»No quiero ser el imbécil que dice que todo estará bien, pero estás aquí. Y ellos no.

Michael parpadea. Están cerca, si da una zancada entra por completo en su espacio personal. Y Pucey lo está mirando directamente a él. No a su pierna. No con lástima. Simplemente está ahí plantado, como un pasmarote. Con una sonrisa honesta —de esas que tanto odia. Michael sabe que puede darse la vuelta y marcharse, no sabe por qué pero sabe que Pucey no dirá nada de lo que ha pasado allí.

(Quizá a Penelope sí. Puede vivir con eso).

Pero también puede visualizarse agarrando a Pucey por las solapas de su túnica. Poniéndose de puntillas y estirando el cuello para besarlo, juntando sus bocas bruscamente. Con su cuerpo pegado al suyo y sus brazos a su alrededor; de su cuello, de sus hombros, de su cintura. Y sin sentir presión sobre su pecho. Puede visualizar su rostro atractivo mirándolo como le está mirando ahora, siempre, y mariposas en su estómago para siempre.

(Y la oscuridad. La maldición, que devore lentamente sus deseos y esperanzas. El miedo, la falta de control. El fin).

Solo necesita dar el paso. Ser valiente una vez más.


fin.