Nota previa: cursiva, como siempre hace referencia al pasado.

Capítulo dieciochoavo: Heroínas

Afueras de la ciudad de Roma

Intentó grabar en su mente cada una de las imágenes de su entorno. Convenciéndose de que el camino de retorno sería mucho más sencillo si conocía el trayecto. Por desgracia para ella, rara vez salía de la domus, puesto que las mujeres de bien no tenían derecho a deambular por las calles si no deseaban ser confundidas con una meretriz. En consecuencia, de poco le servía reconocer los lugares si desconocía por completo su ubicación. A su alrededor, sólo oteaba escombros y vestigios de una ciudad en ruinas. Probablemente, se trataba del esqueleto de una Roma mucho más antigua que la actual.

Estaba rodeada de fantasmas.

Sus fosas nasales no alcanzaban aroma marítimo, detalle que la desconcertó, pues no concebía un grupo de piratas alejados de su navío. Se removió, buscando liberar sus labios de la mordaza que la castigaba con el silencio. El joven llamado Lyon se la había colocado tras el mordisco que Meredy hincó en su brazo. Ahora, él lucía una mordedura amoratada en su extremidad, aunque nada comparable a la hinchazón palpitante de su mano, pues durante su trifulca, el pirata había fracturado su muñeca. La hubiera presionado en pos de aligerar la tensión si no fuera porque ambas manos reposaban encadenadas sobre su lumbago.

Maldijo entre dientes en su lengua materna; pese al largo tiempo, nunca había dejado de susurrarla para ella. Juvia se hallaba en peligro y desconocía el paradero de Richard, mientras ella se sacudía a lomos de un idiota, quien la llevaba cual mercancía sobre sus hombros. Pese a su derrota, lo había golpeado incansablemente e, incluso y en contra de su orgullo, había gritado como una damisela en apuros. Sin embargo, toda su gloria se esfumó cuando la cargó como un saco de patatas derrotado. Si es que las patatas ostentaban la capacidad de batallar…

Suspiró. No era momento de sacar su lado humorístico, ya que desconocía su futuro incierto. Aun así, el devenir de Juvia era su única preocupación, mas, le aterrorizaba fracasar en su misión. «La he fallado» se reprochó. Y no pudo reprimir una lagrimita que escapó hasta chocar con su ruda mordaza. Se preguntó, mientras clavaba su verde mirada en la espada curvada del varón, si su vida valdría la pena a partir de ahora. Quizá, en su decimotercer intento lograse arrebatársela de una dichosa vez. «Lucharé hasta que no me queden fuerzas. Mientras siga con vida, existe una posibilidad de salvar a Juvia. Hallaré la manera.» Alzó los ojos esperanzada. En medio de la neblina, halló una media luna escondida.

—Dame fuerzas, Artemisa de la media luna —murmuró en griego.

—Lo tuyo es darle a la lengua ¿no? —comentó jocoso, aunque para sus oídos sonó como un murmullo ahogado gracias a la máscara que cubría los labios de la chica. «No sabes cuánto» pensó ella— Puedo asegurarte que odio amordazarte, pocas cosas me deleitan tanto como el dulce canto femenino. Pero —le dio unos toquecitos en la espalda con la mano mordida—, no me has dejado opción. No quiero que el capitán piense que le traigo un animal salvaje, nos conviene que piense que eres hija de un rico comerciante o noble. No me malinterpretes, no pretendo engañar al «jefe». Sólo… —añadió pensativo— le muestro la opción más apetecible de las existentes.

—La opción más apetecible sería la verdad, mentecato.

—¿Qué dices? —cuestionó burlesco— No te entiendoooo. Bueno —paró en seco y la soltó con cuidado—, ya hemos llegado. Bienvenida a tu nuevo hogar provisional, princesa.

Durante su incursión fuera del palacio Meredy había contemplado las domus de las familias más notorias de la ciudad. Conforme se alejaban del núcleo urbano, los edificios institucionales y las viviendas privadas se quedaban, mutando el delicado escenario por otro mucho más sombío. En su marcha, se topó con hogares diversos, indagando en las tipologías de vivienda romana. La «guarida» de los piratas era una de ellas.

Ante sus ojos se alzaban los cimientos de una antigua insula en deterioradas condiciones. Su construcción realizada con ladrillos y cementos le otorgaban la fuerza necesaria para sobrevivir en el tiempo, pero el mal uso que se le había dado denotaba un desgaste en su infraestructura. Richard le había explicado que llegaban a oscilar hasta siete u ocho plantas, un hogar reservado para los pobres. En cada uno de los pisos se apreciaba un mayor deterioro, demostrando su pésima construcción. El lateral izquierdo carecía de techo, puesto que su «anatomía» presentaba ya un avanzado estado de descomposición. A diferencia de las viviendas privadas, las escaleras se levantaban desiguales en la retaguardia. Recordó de las palabras de Richard que diversas familias ocupaban sus habitáculos, a menudo numerosas, todas ellas aglomeradas. Observándolo de cerca, le costó creer que una construcción tan indecente se ofreciera como resguardo de los menos afortunados. Más, cuando estaban obligados a pagar un alquiler por su permanencia.

Dichas viviendas solían encontrarse en los contornos de la ciudad, rodeadas de diversas calles que las atravesaban y aglomeradas a otras insulae, por lo que le extrañó su solitaria presencia. Entre la distancia y las condiciones, pensó que estaba abandonada y que por ello los piratas le daban uso. Posiblemente, la ciudad de Roma se había ubicado en otro asentamiento en el pasado y esta insula no era más que un vestigio de una ciudad pasada. Intentó convencerse de esa idea, pese a que la basura acumulada en sus alrededores le indicaban lo contrario. «Es cosa de los piratas» se dijo a sí misma.

Lyon la instó a caminar delante suya y ella obedeció sabedora de no tener otra alternativa. Una vez dentro, sólo con observar las paredes sin pintar comprobaba la gran diferencia con la domus imperial, siempre decorada y recubierta de inmobiliario tan limpio y brillante que parecía pulido por los dioses. Cada esquina de palacio se calibraba al milímetro, buscando la belleza matemática mencionada por los grandes filósofos griegos. Sin embargo, la falta de harmonía en aquel espacio mohoso no era nada en comparación con la carencia de instalaciones: ni ventilación, ni iluminación, ni mucho menos agua corriente. Sus paredes albergaban el frío en sus contornos y la visibilidad se dificultaba con el humo que escapaba de las estancias que dejaban atrás conforme ascendían. Obviamente, poco esperaba de un espacio abandonado, pero dudaba que en tiempos de ocupación tuviesen las necesidades básicas cubiertas. Incluso si el edificio estuviera en perfectas condiciones su función no residía en la comodidad, ya que su objetivo se centraba en acumular el mayor número de personas como si fueran deshechos. «He vivido entre lujos» reflexionó. Se preguntó, sobre el gran índice de población que habitaba la ciudad y cuántos de ellos malvivían en tales condiciones.

Mientras subía los peldaños de las escaleras con dificultad, apreció las formas desiguales en su construcción, comprobando que la desarrollada ingeniería romana no invertía nada a la hora de edificar las casas pertenecientes al grupo humilde de la sociedad. Un Imperio tan rico y poderoso no generaba hogares dignos para su mayor fuerza de trabajo. Eso la enfureció, pero más lo hizo cuando con agonía descubrió que aquella insula no estaba deshabitada, o, mejor dicho, no la ocupaban en su mayoría piratas. Poblada por familias romanas, ya fueran naturales del Imperio o extranjeros, algo que descifró al divisar sus indumentarias. Su manera de moverse les delataba, pues, a menudo, observaba los mismos gestos y poses en los esclavos de palacio. Sus rostros maltratados y la fragilidad de sus escuálidos cuerpos arañaron su corazón.

Al parecer, el joven de cabellos plateados se percató de su congoja y le susurró al oído mientras la empujaba suavemente para que prosiguiera su marcha.

—Es duro descubrir que existe un mundo más allá del oro y la plata. ¿No crees?

—Lo dice quién ocupa sus casas mientras realiza negocios ilícitos —él le respondió con una sonrisa ladina.

—Erras por completo. Ellos mismos nos ofrecieron asilo —Meredy se giró, como queriéndole preguntar el por qué, pero él la ignoró— Vamos, la tripulación se encuentra arriba.

Llegaron hasta la planta número siete, la última de todas. La más inestable y derrocada de todas las plantas. En ésta, muchos eran los individuos aglomerados en habitáculos de pequeñas dimensiones. Sus cuerpos y rostros se ocultaban ligeramente tras el humo que desprendía el brasero. Meredy tosió, aturdida, contemplando contraída la adaptación a la insalubridad de las gentes de aquel lugar. Algunos habitantes del Imperio la miraron, curiosos, con sus ojitos de rata y sus telas andrajosas pisándoles los talones, cuyos ropajes contrastaban con las prendas llamativas de los piratas. Éstos portaban adornos, telas variopintas bañadas en diversos colores, así como trenzados en sus barbas y cabelleras. De algunos tintineaban aretes colgados de sus orejas y colmaban sus cuerpos y rostros de pinturas polvorientas; otros, alzaban sus pechos descubiertos, acicalados en aceite y recubiertos por variopintos collares.

La joven los analizó reacia; con tal pomposidad dudaba mucho que fueran invitados de la insula. Lo más probable es que los amenazasen exigiendo cobijo y silencio a cambio de sus vidas. Conforme se adentraba entre el gentío y el paso se volvía dificultoso, comprobó, anonadada, que algunos piratas auxiliaban a enfermos ante la agradecida mirada de sus familiares. Los moribundos dibujaban muecas entre la pesadumbre y la demencia; ocultas bajo sus caras cadavéricas.

Meredy se estremeció en silencio. El hedor era insoportable, sólo superado por el remordimiento. ¿Cuántas personas vivían en las mismas condiciones mientras ella ambicionaba la libertad? A diferencia de éstos, tenía cuánto necesitaba para subsistir. Dirigir su propia vida era el único de sus anhelos. Un deseo ridículo comparado con ellos, pues aquellas pobres gentes no tenían ni una cosa ni la otra. Sólo les pertenecían sus pellejos e, incluso éstos, eran demandados por individuos de estatus superior. Lo comprobó cuando uno de los más jóvenes alzó su cuerpo con dificultad para alcanzar la bebida que le tendían, mostrando una trabajada espalda recubierta por una capa de sangre seca que denotaban propiedad. Cicatrices que jamás podría borrar.

De pronto, sintió un miedo atroz. Se imaginó qué clase de vida podía ofrecerle a Juvia. Por primera vez, su voluntad flaqueó dejando escapar un atisbo de vulnerabilidad. Entonces, Lyon la agarró del brazo y la arrastró hasta un grupo donde una hermosa mujer de cabello bicolor reposaba sobre una pila de troncos de madera con expresión anodina. Balanceaba con elegancia una jarra de vino como si se tratara de una copa de plata, mientras apoyaba su cabeza sobre una mano y entornaba sus perfilados ojos con desdén.

—¿No tenemos suficientes bocas que alimentar ya? —Meredy se sorprendió, pues la voz no era femenina, sino masculina.

—Capitán, que no te engañe su aspecto. Es hija de un mercante o patricio adinerado y su rescate nos permitirá emprender nuevos viajes.

El aludido chasqueó la lengua y rodó los ojos. Con un movimiento grácil de mano invitó a su compañero a exponer su teoría.

—Venga Lyon, alúmbrame y explica por qué esta mujer harapienta y sin clase alguna pertenece a la nobleza —bufó, dando un corto sorbo a la vieja jarra—. Conozco demasiado bien tus gustos como para inclinarme a pensar que no es más que otro de tus caprichos, así que abre el pico o déjala marchar.

—Si eso no te interesa, al menos deberías saber que ha practicado negocios a nuestras espaldas en el territorio que controlamos —la nueva información despertó el interés del capitán, quién dirigió su mirada iracunda hacia la muchacha y obligó a Lyon a que le quitara la mordaza.

—¿Es eso cierto? ¡Dos es una misma noche! ¡No puedo creerlo! —en otro individuo sonaría dramático, pero su voz monótona no se alteró ni al descubrir la osadía de Meredy. Ella lo observó titubeante.

—S-sí. Supongo —confirmó. Al responderle pareció enfurecerlo más, aunque Meredy no estaba segura de descifrar las emociones de su interlocutor.

—Y lo confiesas sin reparos —rio desganado—. Eso te honra. Cortarle sólo un dedo en compensación por su valentía.

Un grupo de hombres se abalanzaron sobre ella. Meredy oteó de refilón la expresión en desacuerdo de su captor dirigiéndose al capitán, pero comprendió que nadie más que ella la libraría de aquel destino. Intentó deshacerse de un rudo brazo que la sujetaba con fuerza y se encaró al individuo.

—¡No! Ni siquiera has escuchado cuál es mi «delito».

—Ni falta que me hace —pronunció mirando hacia otro lado, aborrecido.

—Pues si voy a perder un dedo, al menos que sea en batalla —el de melena bicolor chistó y la observó perplejo.

—Pero, ¿quién demonios crees que eres? ¿La diosa Ishtar? No me hagas reír, niña andrajosa —se dirigió a Lyon—. ¿Querías encasquetarme a una campesina con malas pulgas por una dama? Ninguna mujer de alto estatus empuñaría jamás un arma.

—Nunca he oído hablar de esa deidad que mencionas, pero no son embustes todas sus palabras. Mi hermano es el futuro emperador y si me dejas marchar te lo agradeceré, pero si me llevas hasta Egipto, a su lado, será él quien te lo agradezca. Podrás colmarte de riquezas hasta hartarte de ellas.

En el habitáculo se formó un abrupto silencio, incluso los que parloteaban en otras lenguas se percataron de la intensidad del ambiente. Por primera vez, Meredy oteó una expresión distinta en el pálido rostro del pirata. Aunque no sabía definirla, le pareció ver una media luna brotando de sus labios. Inconscientemente, le recordó vagamente al símbolo de la diosa Artemisa.

—¿De verdad quieres enfrentarte a uno de mis hombres? —vislumbró de soslayo a Lyon negándole con la cabeza, pero Meredy afirmó— De acuerdo, salgamos fuera. Demuéstrame de qué pasta estás hecha, princesita.

Mientras descendían, el peso de las cadenas pareció incrementarse. Lyon no tardó en colocarse cerca de la chica para susurrarle entre dientes.

—¿Estás chiflada? Tienes una muñeca inutilizable y si el capitán escoge a quién creo que lo hará… morirás.

—No mientras tenga una posibilidad de salvar a Juvia.

Lyon se quedó atrás, desconcertado, pues desconocía quién era esa tal Juvia. Una vez fuera del edificio, Meredy alzó el mentón, orgullosa, sujetando con una mano una espada pesada. Le habían soltado las cadenas y ofrecido un arma de forma curvada, como la que portaba su captor. Tal y como afirmaba Lyon, una de sus muñecas impedía su movilidad. La frotó con ahínco y contempló su alrededor. Le rodeaban hombres de todas las formas y tonalidades, junto con algunos habitantes curiosos de la insula. Habían formado un corro a su alrededor que le hizo rememorar el momento en el que Jellal se enfrentó a guerreros a cambio de su «libertad» en el Coliseo. En aquel entonces, no pensaba que su hermano establecería un vínculo con el emperador, ni mucho menos que el palacio se convertiría en su nuevo hogar. Entonces, había detestado sus decisiones con toda la rabia de su corazón, aunque tras contratar el presente, quizá fuera la mejor de las opciones ofrecidas. Puede que el recelo acumulado durante años hacia su hermano fuese innecesario. Al fin y al cabo, su elección había asegurado sus vidas durante más de una década. Le había aportado a Juvia, a Richard, a Ultear… Le tembló el pulso cuando pensó en su amante y el dolor que le había infringido al proteger a Juvia. Tampoco ella brillaba por escoger sabias decisiones. Pese a todo, albergaba la esperanza de que la morena cambiase de padecer y se uniese a su huida.

Agarró con una mano la espada, temblorosa, pues pesaba demasiado para empuñarla con una sola. Después de una conversa efímera, un hombre de tez oscura, cabeza rapada y grandes dimensiones se presentó ante sus ojos. Entre sus manos portaba un arma que desconocía, agarrada por un palo circular y acabada en un grueso bloque de acero tan coloso como el mismo que la soportaba. Un colgante reposaba sobre su negro pecho desnudo y tintineaba al compás de sus movimientos. Con lentitud, pero brusquedad lanzó un golpe hacia la chica y ésta agradeció que su velocidad no fuera equiparable a su robustez. Débil como estaba, la única baza a su favor era esquivarle hasta esperar el momento oportuno. De lo contrario, el varón le haría añicos a la primera estocada.

El sudor le caía salado por la frente, mientras esquivaba una vez tras otra. Oía el bullicio de la gente animando eufóricamente al hombre, quien además de fortaleza, iba ataviado con una indumentaria más cómoda para la batalla. La túnica de muchacho de Meredy bamboleaba temblorosa y enganchándose un pedazo al caer sobre un pedrusco se le desgarró la tela hasta mostrar medio muslo. Las miradas insolentes de los hombres la incomodaron y a punto estuvo de recibir un golpe fatal. Se escabulló entre la tierra; le pareció oír la tenue voz de Lyon, animándola. Respiró con dificultad, observando bien a su enemigo. Sus ojos negros brillaban resaltados por la pigmentación blanca que los rodeaba. Algo en ellos traían vagos recuerdos que no alcanzaba a recobrar. Tras el mejunje que ocultaba su rostro se apreciaba una cicatriz en forma de luna menguante sobre uno de sus ojos. La había visto en otra parte; en otro tiempo. Pero, ¿dónde? Rodó por el suelo, esquivándolo de nuevo. La raja de la túnica se engrandecía ante el movimiento, temiendo mostrar sus vergüenzas a un grupo de hombres hambrientos. Se estremeció, pero prosiguió con la misma táctica. Si aguantaba, podría salir del paso.

El hombre lanzaba un golpe tras otro, aunque algo en su proceder la desconcertaba. Sus movimientos parecían preparados, como si anticipase las esquivas de Meredy y, aun así, evitase golpearla. La tierra húmeda, los escombros abandonados, los deshechos acumulados y las rocas furtivas se habían transformado en un escenario donde ambos adversarios representaban una obra teatral. Debía de comprobarlo, asegurarse de que no erraba en sus suposiciones.

Decidida, cambió de estrategia. En la siguiente embestida se mantuvo erguida y lanzó la pesada espada al suelo. El pulso se le aceleró, costándole horrores frenar el impulso defensivo. Antes de que la masa de acero quebrara en mil pedazos su cráneo, abandonó el ataque a escasos centímetros de su rostro. Respiró ahogada, con el sudor empapando su frente. La mirada oscura de su contrincante se cruzó con la de ella. Acto seguido, bajó el arma y ambos ojearon directamente al capitán. Éste cruzó los brazos decepcionado.

—De acuerdo, de acuerdo. Lo has pillado. Te he juzgado mal, eres más lista de lo que aparentas —sacudió su mano—. Si no vas a ofrecerme diversión, márchate. Me importa un comino tu delito, tengo asuntos más importantes que tratar.

Meredy se quedó patidifusa, asimilando su atípica noche. Su presunto adversario se arrimó y comentó con un leve susurro:

—Hazle caso antes de que cambie de opinión.

Tras pronunciarse desde sus oscuros labios se dio la vuelta para dirigirse junto al resto de sus compañeros hacia el interior de la insula. Al oír su voz, la memoria de Mer se activó. Su complexión, la angustia aglomerada en su achocolatada mirada, su acento norteafricano al hablar … Por supuesto que lo conocía, pero ¿cuál era su nombre? ¿Se lo había dicho? Volvió la vista hacia el colgante palpitante bamboleando sobre su pecho: un dragón azabache iluminado por dos rubíes como ojos.

—El dragón… ¡El Dragón de Acero y la Pantera Indomable! —exclamó.

El individuo paró en seco y viró su cuerpo hacia Meredy.

—¿Qué has dicho?

—T-tú —titubeó—, eres el hombre de la casa de esclavos, diez años atrás. Estoy segura —dio un saltito infantil, emocionada—. Nos regalaste esperanza cuando más la necesitábamos —alzó sus manos al cielo, agradecida— ¡Oh, Artemisa! ¿Has escuchado mis plegarias?

El africano se arrimó estupefacto, aproximándose con cautela.

—No… hace muchos años que no comparto esa historia. ¿Cómo? —se fijó en su acuosa mirada esmeralda— Tú… sí. No es posible —abrió la boca de puro asombro y se dirigió al líder de los piratas—. Capitán, ignoro si su hermano es quien dice, pero conozco a esta muchacha y doy fe de que el emperador se apropió de ellos cuando eran unos niños. Sucedió el mismo día que me convirtieron en esclavo y, como ya sabes, nadie más que tú conoce mi pasado. A excepción de los dos niños que hallé en la casa de esclavos, cuando pensé que mi muerte estaba próxima.

Meredy asintió y el de cabello bicolor mutó el brillo de su mirada. Se acercó hasta ellos, tocando con sutileza su melena con expresión reflexiva.

—Así que la ratita mentirosa dice la verdad, al menos, respecto a vivir en la domus imperial. Aunque dudo mucho que el emperador convirtiera a un esclavo en su heredero.

—No somos esclavos —él alzó una ceja, incrédulo.

—¿De veras? No te importará demostrármelo, ¿no? —ella asintió dubitativa, pues no sabía exactamente a qué estaba accediendo— ¡Muy bien! Todos arriba, la señorita desea mostrarme su «verdad» —la cogió del brazo, murmurándole cerca del oído—. A Precht le encantaba dejar huella en sus propiedades.

La manera en que pronunció su nombre le heló la sangre. Estuvo a punto de renunciar y marcharse, pero retuvo las ganas y se armó de valor. Si lograba convencerles, las llevarían hasta Egipto. Lo cierto es que Meredy ignoraba que los esclavos fueran marcados por sus dueños, pero se calló para no evidenciar todavía más las diferencias sociales.

Ascendieron de nuevo por los peldaños hasta llegar a la planta superior. A esas horas de la noche, corría una ligera brisa acentuada por la humedad en las paredes. Unas mujeres de avanzada edad colocaban pedazos de madera sobre el brasero a medio apagar. El capitán la arrastró a un lado; ahora que la distancia era mínima, supo que no era muy alto para ser hombre. No obstante, su belleza competía con las esculturas de mármol tan perfectamente esculpidas y sus ojos grises helaban a quien osara enfrentarlos.

El resto de la tripulación aguardaba fuera de la estancia, pues Meredy sólo había accedido si abandonaban la sala. Con un pulso tembloroso se tragó la humillación y alzó su túnica para que el joven la inspeccionara.

—Tranquila, chiquilla. Me interesa tanto el cuerpo femenino como a un león un pedazo de lechuga. Anda, vístete. Ya veo que no eres una esclava.

Chasqueó los dedos anunciando al grupo de hombres el permiso de entrada justo cuando Meredy se recolocaba la túnica, buscando cubrir la rotura del lateral. Ahogó un chillido al dañarse la muñeca magullada y la presionó con fuerza. Ante la euforia de la batalla casi había lo había olvidado. El de cabello bicolor caminaba de un lado a otro, meditando.

—Si no eres una esclava supongo que podríamos exigir una recompensa, claro que intuyo que sólo tu hermano pagaría por ella. Aunque, por tu edad imagino que ya estás casada…

—Mi marido se encuentra también en Egipto —la fulminó con la mirada. Obviamente, detestaba las interrupciones.

—¿Puedes demostrármelo? —espetó malhumorado.

—Cualquiera con la información pertinente sobre lo ocurrido en la domus puede afirmar que, en efecto, ambos se hallan en Egipto.

—Mmmm… quizá deberíamos poner rumbo al reino del sol —el rostro de Mer se iluminó—. De cualquier modo, tengo una cuenta pendiente allí. De acuerdo, no perdemos nada por intentarlo. No obstante, si tu familia rehúsa de ti, te abandonaré a tu suerte.

—¡Muchísimas gracias! —exclamó entusiasta y al hacerlo se dañó más la muñeca.

—¡Partiremos hoy mismo! Recoged vuestras cosas —anunció el pirata.

—¡Imposible! ¡Juvia y Richard no están aquí!

—¿Richard? —preguntó el bicolor ignorando el nombre de la primera— ¿No me digas qué estás asociada con ese bastardo?

—¡No hables así de él! —increpó la muchacha.

—¿Que no qué? —bufó— Ese mequetrefe no hace más que robarme mis negocios con Racer cuando más necesito sus servicios. Hasta hoy; al fin lo hemos capturado.

—¡Suéltalo! ¡Sólo cumplía mis órdenes! Requerí su ayuda para comunicarme con… mi amado esposo —incluso a ella le sonó extraña la expresión.

—No me lo puedo creer —frotó sus ojos, hastiado— Debería haberte cortado el dedo cuando tuve oportunidad. Ahora vales demasiado —añadió despreocupado— tendrá que pagar él. Cuánto lo siento, un pobre liberto mutilado…

—¡No! Por favor, te lo ruego. ¡Perdónale! —Meredy aparcó su orgullo a un lado e incluso se arrodilló ante el pirata.

Su interlocutor fingió que reflexionaba mientras se acariciaba el mentón.

—Tengo muchos guerreros, pero pocos hombres que realicen con eficacia las tareas comunes. Quizá… sí… su vida podría ser perdonada, siempre y cuando me jure lealtad y se una a mi tripulación.

La idea le dolió, se había acostumbrado a la compañía de Richard. Sin embargo, era preferible a la mutilación.

—Lo hará. Yo misma le convenceré si es preciso —él asintió desinteresado, detectando al momento el embuste—. ¡Lo has vuelto a hacer! Ya le habías convencido de esa posibilidad, ¿verdad?

Por primera vez durante la noche, el hombre mostró sus dientes en una complaciente sonrisa. Dos de ellos eran falsos, pero todos estaban perfectamente alineados.

—Querida, un pirata vive de la mentira.

La rabia de la chica le salpicó en la muñeca, sintiendo una punzada cuando la apretó sin querer con tal de apaciguar su lengua. Poco a poco, comprendía el valor del silencio en los momentos oportunos.

—Bien, señores y damisela. Preparad vuestras pertenencias, esta misma noche partiremos hacia Egipto.

—No nos iremos sin Juvia —insistió.

—¿Es que no sabes hablar sin interrumpir? ¿Y quién demonios es esa Juvia que no dejas de invocar?

—Ella es… —frenó pensativa, pues en el fondo era su esclava personal, aunque ella no la consideraba como tal— lo más parecido que he tenido a una madre desde que la mía fue asesinada.

—Qué tierno —murmuró monótono—. Vamos, recoged.

—¡No! —se interpuso en medio de su camino— Juvia asesinó al emperador y si la encuentran, la matarán.

—Tu historia se vuelve más variopinta conforme la cuentas. Pero —la empujó a un lado mientras organizaba al grupo—, aunque fuera cierto no sería la primera noble que mata a otro de su calaña, ni mucho menos el primer emperador asesinado.

—¡Juvia no es una patricia, sino una esclava!

Todos se giraron a contemplarla. El primero en romper el hielo fue Lyon.

—¿De verdad quieres salvar la vida de una esclava? —asintió— Cuando podrías marcharte sin necesidad de volver al palacio.

—¿Qué tiene eso de malo? —el plateado arqueó las cejas, desconfiado. Meredy suspiró agotada— No me importa su estatus, la amo por quién es. Ha sido como mi madre, siempre ha interpuesto mis necesidades a las suyas. Le debo la vida y pienso traerla sana y salva. No sé qué camino nos deparan los dioses, puede que haya sido una ilusa al desconocer la realidad del mundo exterior. Pero si existe una posibilidad, por remota que sea, de ofrecerle una vida mejor, lucharé por ambas.

—Un discurso muy emotivo, sin embargo… —el líder de la tripulación extrajo una daga antes de que Meredy tuviera tiempo a reaccionar y se la colocó en el gaznate. Tanto Lyon, como el africano intentaron frenar a su capitán, pero éste no dudó en acorralarla contra el muro. Meredy intentó escapar echando cuanto pudo su cuerpo hacia atrás, chocando contra la pared— Curioso que recurras a la esclavitud para ganarte mi confianza. Dime que no eres una espía de palacio, que no buscas desbaratar los planes que tanto empeño he dedicado y que ese cerdo de Precht yace muerto como afirman.

Apretó con más fuerza el arma sobre el contorno de su cuello. Meredy no se sometió; alzó el mentón, valerosa, dedicándole una mirada penetrante. Ella misma provocó que el filo se clavara ligeramente contra su piel y un hilito carmesí se dibujara en él.

—Si tanto lo detestas creo que puedo ofrecerte un adelanto más atrayente que el oro —él suavizó el contacto.

—Pocas cosas agradan a un pirata más que el oro y la plata. ¿De qué se trata?

Meredy, sin apartar la mirada, se dirigió a su captor.

—Lyon, tráeme mi peluca, por favor.

El chico titubeó, pero accedió cuando su capitán se lo permitió con un gesto de cabeza. Una vez en su posesión, introdujo los dedos femeninos en su interior, despegando con cuidado un pequeño rollo de pergamino. Al abrirlo, mostró una especie de mapa en miniatura.

—Identifico el odio hacia Precht a la legua, porque ha convivido conmigo durante años. Desconozco el vínculo que os une y no me importa. Pero sé de buena mano cuán satisfactorio es hacer pagar a alguien por el daño infligido. No puedo ofrecerte venganza, pues ya está muerto. Pero, sí una ofensa a su memoria. Conociéndole, pocas cosas lo indignarían tanto como una burla a su orgullo. Si alguna vez tuvisteis la intención de atacar el palacio, ésta es vuestra oportunidad. Ahora que todos le «lloran» y con la atención desviada, yo os puedo ayudar a entrar. Siempre y cuando, accedáis a llevarnos con vosotros hasta Egipto. Aunque para ello, necesitaré tiempo para encontrar a Juvia, por eso os pido dos lunas más para encontrarnos aquí —señaló un punto del mapa.

El hombre la observó escéptico, mutando su expresión en una sonrisa burlona.

—¿Me estás diciendo qué irrumpa en la domus imperial y profane un culto religioso sólo para vaciar un rencor del pasado? ¿Acaso no tienes miedo de la reacción de los muertos, niña?

—Les temo más a los vivos. Y lo mismo espero de piratas. Además, la diosa Artemisa me protegerá.

—¿Una diosa doncella? ¿No crees qué perdiste sus favores al desposarte? —inquirió con sorna.

—Anhelo la esperanza de que haga una excepción, al menos hasta hallarnos a salvo.

—¡Ja! Ignoro si eres una arrogante o una ilusa. No sé qué te hace pensar que puedes confiar en nosotros. Si lo deseo, puedo arrebatarte ese mapa y asaltar el palacio por mi cuenta.

—La cuestión es —sonrió— que nadie más aparte de mí comprende el significado de los símbolos dibujados en él —añadió, solemne—. Por algo soy su autora. Y no soy tan estúpida como para compartirlos todos; os indicaré solamente los esenciales para ejecutar el plan de rescate. El resto es cosa vuestra. Sólo con atacar el palacio acarreareis tal ofensa que durante siglos se recordará a Precht más por vuestra presencia que por sus vivencias. Es más, seguro que el tiempo distorsiona los sucesos y empieza hablarse del emperador que cayó ante la tripulación del temible pirata… —hizo un gesto con la mano, esperando que el aludido respondiera.

—Macbeth, la pesadilla de los mares —murmuró con falsa modestia.

—Eso mismo. Visualízalo —alzó su mano sana hacia las estrellas—: un pirata más famoso que el gobernante de todo un Imperio. Dudo mucho que en los años venideros exista otro que arrebate tal gloria a los líderes de un territorio. Eso por no mencionar los numerosos esclavos que podrían ser liberados y adherirse a tu causa, así como los libertos que, como Richard, no tienen adonde acudir una vez liberados del peso de las cadenas.

Meredy sonreía mientras agradecía internamente que Richard hubiera aprovechado el trayecto en educarla con conocimientos sobre la organización social del Imperio, así como la problemática de los libertos. Su interlocutor la miraba seriamente, escudriñándola con sus ojos grisáceos como si destripara sus pensamientos. Acto seguido, aligeró la tensión de su gesto y se echó a reír.

—Soy lo suficientemente pícaro como para olfatear tus engaños. Sin embargo, admito que has despertado mi interés, lo cual es un buen comienzo para una principiante —la rodeó por los hombros con una mano y se dirigió a sus compañeros—. Chicos, compartid el vino que nos queda y preparad una copa para esta muchacha. Lyon trae vendas para su muñeca. Es medianoche —mostró sus dientes, misterioso—, la hora de los negocios.

•••

Le escocía la mano. Bajó las vendas que muy cuidadosamente le había colocado reposaba el ungüento esparcido por la dolorida y rojiza muñeca. Pese a que el aroma era insoportable, los efectos calmantes de las hierbas impregnaban la piel y la hinchazón se rebajó. Mientras la curaba, Lyon le había explicado que su interés por la naturaleza no le venía de siempre, pues se había desarrollado al iniciar su aventura marítima. A menudo, les herían en batalla, por lo que precisaban conocimientos en la materia. Con el tiempo, obtuvo experiencia con las propiedades de las plantas y las incursiones en tierras extrañas favorecieron la adquisición de nuevas especies. Aunque no era un experto, ni la medicina era lo suyo, Meredy debía admitir que se defendía con decencia. Bastaba con observar los enfermos que yacían a su alrededor, algunos de los cuales mostraban ligeras mejoras tras la ingesta medicinal.

En la misma estancia, se encontraba el africano ayudando a un anciano inválido. La griega clavó sus verdosos ojos en él, deseosa de mantener una conversa.

—El mundo es pequeño en ocasiones ¿no crees? —ella desvió la vista hacia él y asintió en silencio.

—Casi le había olvidado —dijo refiriéndose al hombre de oscura tez—. Horas después de nuestra conversa, mi hermano accedió a convertirse en una especie de hijo adoptivo del emperador. Ignoró el consejo de tu compañero y se dejó llevar por la ambición. Y ahora que soy adulta… me pregunto si también por su sed de venganza.

—¿La misma que has empleado para dirigir a nuestro capitán? —ella le miró contraída, pero Lyon negó con la cabeza— En realidad, no me molesta. Comprendo la rabia que le mueve. A quien no entiendo es a ti —Mer alzó las cejas, desorientada y Lyon agachó la cabeza mostrando una expresión seria no vista hasta ahora—. No os esclavizó, pero le detestas. Convirtió a tu hermano en su heredero y, aun así, invitas a una panda de piratas a invadir la ceremonia en su honor y ensuciar su recuerdo. ¿De verdad lo haces para salvar a tu amiga o se trata de una pequeña venganza encubierta? Podrías haber escapado, llevarnos hasta allí. Aun podrías hacerlo. En el fondo, te mueve lo mismo que al resto de mortales. Dime pues, ¿qué te diferencia de tu hermano de aquel entonces?

—Nada —admitió—. Jellal obró, por un lado, porque encontró la mejor de las opciones disponibles y, por otro, movido por su furia interna. No existe duda de que compartimos la misma sangre. Una parte de mí, por insignificante que sea, celebra la muerte de Precht. Incluso si ese hombre fue el padre de… alguien importante para mí. Incluso si la deshonra de su memoria le causa dolor. Soy horrible, ni en estos momentos puedo aplacar mis imperfecciones. Pero, no miento cuando afirmo que mi prioridad es Juvia. Doblegaría mis principios a cambio de su vida. Aunque eso me convierta en un ser despreciable.

—No —posó su mano sobre ella con una muestra de compañerismo—. Eres sólo una simple mortal. Esclava de tus impulsos y prisionera de tus debilidades. Nadie nace libre, Meredy. Cada cual lleva un peso distinto en sus cadenas, aunque algunos las percibamos más que otros.

—Vuestro capitán… perteneció al difunto emperador ¿verdad? —para su sorpresa Lyon le sonrió.

—¿Aún no te has percatado? Meredy, todos aquí pertenecimos a alguien en el pasado. Somos una tripulación de ex esclavos —ella aguantó la respiración, el mundo era un foso sin fin que comenzaba a engullirle. Sin duda, le quedaba mucho por aprender. Lyon ladeó su cabeza, en dirección al africano— Ve y habla con él si tanto lo deseas. No te morderá, a menos que le des razones de peso. Su sabiduría siempre viene bien.

—No sé si merezco tal cosa. Ya son dos las veces que he traicionado a alguien querido y mucho me temo que esta desagradable sensación permanecerá conmigo por siempre.

—Lo hará —Meredy clavó sus ojos en él. Su perfil serio delató una conexión con su pasado, aunque por su silencio dedujo su negativa a compartirlo—. Anda ve, aprenderás otra perspectiva a través de sus ojos.

Se levantó y aproximó al africano, quien precisaba ayuda con el anciano que auxiliaba. El de piel oscura fijó la mirada en ella, ahora con la pintura blanca que cubría sus párpados emborronándose por el rostro. Guardaba las distancias con ella, pero en cuanto la tuvo delante, esa lejanía pareció quebrarse cual montañas de hielo desprendiéndose ante la fuerza latente del amanecer del verano. Su paz irradiaba sosiego y, por extraño que fuera, sus ásperas manos se tornaban algodón al sostener al enfermo. Meredy sujetó el caldo que yacía a sus pies y con una cuchara de madera lo tendió a los labios del moribundo.

—Gracias por dar la cara por mí —murmuró. Lo miró de reojo, comprobando su tenue sonrisa— ¿Por qué lo has hecho?

—Supongo que tu grito de auxilio me ha recordado a las veces que bramé por la pérdida de mi hermano. Me ha costado recordaros, pero aún sigue intacto en mi memoria el vago recuerdo de un par de niños asustados —pasó los dedos sobre las frágiles hebras del anciano—. Me recordabais tanto a nosotros… —la contempló y el mundo se frenó en su profunda mirada— Algún dios, de entre todos los existentes, ha decidido nuestro reencuentro y no dejo de preguntarme el por qué. Dime, ¿conoces tú la respuesta?

El fornido hombre limpió la baba del viejo a la espera de una contestación. Meredy negó con la cabeza.

—Le supliqué a Artemisa que me otorgara fuerzas e imagino que ésta es su respuesta.

—Comprendo —comentó pensativo—. ¿Logró librarse tu hermano de su pesada carga? ¿Ha vivido en paz? —ella negó de nuevo, esta vez con pesar.

—Creo firmemente que lo que hizo fue cargar con el sufrimiento de ambos. Ahora la sé. Me reservó la furia, a cambio de engullir mi dolor. Permitió que nos distanciáramos y lo repudiara con el único consuelo de mi bienestar. Sacrificó lo único que le quedaba —sollozó— por mí. Y ahora me arrepiento de mi insolencia. Quiero que lo sepa, necesito reunirme con él. Todos juntos. Con Juvia y Richard emprendiendo una nueva vida, en otro mundo. Ojalá con nuestra llegada Jellal olvide esta tierra y entierre sus rencores. Pero para pedirle eso, debo de ser mejor. No es justo requerir cuando yo no soy capaz de cumplir mis exigencias. Hoy he traicionado a una amiga. No, a una amante. Y no dejo de preguntarme si existe otra alternativa, pero mi mente sólo me susurra ésta como la única vía posible. No puedo salvar a Juvia yo sola, no cuando carezco de recursos. Os necesito, más cuando el tiempo se agota. Me digo que la desesperación me inclina hacia la traición, pero me cuestiono si esa no es otra de mis mentiras. Por ello, he decidido cambiar. Si logramos escapar seré mejor persona. Tomaré tu consejo del pasado y me pisaré sobre un camino de paz. No más rencores, no más traiciones. Sólo libertad. Pero de momento, éste es el camino que escojo. El de la desesperación, que espero se torne esperanza. No estoy orgullosa de mi elección, pero no me queda más remedio que aferrarme a vuestra colaboración.

—Obras bien —le dedicó una tierna sonrisa—. Puede que el recorrido no sea como esperabas, pero tengo el presentimiento de que al final lo lograrás. Ahora, para dar el primer paso, empieza con una buena obra a tu alcance. Este hombre se muere y de él no quedará nada en la tierra más que sus huesos. Regálale tu tiempo. Que el consuelo de su alma sea morir acompañado —se levantó—. Mientras tanto, comprobaré si tu carro ya está preparado. Lyon te acompañará en el trayecto hasta la ciudad. A todo esto, mi verdadero nombre es Pantherlily, úsalo en lugar de mi apodo, pues es el nombre que me dio mi hermano Gajeel y emplearlo honra su memoria.

La de cabello rosado asintió y divisó su partida. Se agachó hasta el hombre que reposaba sobre su regazo. Rodeó su torso escuálido, temiendo romper en pedazos su castigada piel. Con un suave susurro le dedicó palabras de sosiego y cantó como en el pasado hizo su madre a las puertas de su muerte. Las lágrimas le cayeron claras y se expandieron sobre el cadavérico rostro del anciano. Con una mueca agradecida en los mustios labios, el viejo abandonó el mundo y Meredy cerró sus cristalinos ojos.

La muerte traía vida. Era el ciclo que los dioses decidían. Su señal, su ofrenda, su destino. «Todo saldrá bien. Todo saldrá bien».

Parte subterránea de la domus imperial

El frío calaba en sus huesos, colándose en sus mugrientos pies descalzos. Había perdido las sandalias cuando la llevaron a rastras, en consecuencia, la suciedad se mezclaba con la sangre de sus heridas, aunque las bajas temperaturas desviaban la atención del dolor. El vaho escapaba de sus resecos labios y se apelmazaba en el ambiente, invisible al mirar de los mortales. Seguramente, apenas habían transcurrido unas horas desde su encierro, un día, como mucho. Mas, parecían eones. Al principio, le costó acostumbrarse al hedor fusionado con la humedad, aunque los sentidos se adaptaban a las miserias a un ritmo aterrador.

Oyó el «puuum» «puuum» desolador. Otra vez, ese pobre desgraciado sufría un episodio de locura. Por mucho que lo escuchara, Juvia no terminaba de acostumbrarse. De tanto en tanto, balbuceaba el nombre de su hermana y se golpeaba contra lo primero que ubicaba. La pared, los barrotes, el escaso inmobiliario que le rodeaba. Después, le sucedían los gritos y berridos cual animal acorralado y el llanto desgarrador. Siempre lo mismo, como un ciclo sin retorno. A esas alturas, deducía que «Ultear» era la única palabra aprendida por el muchacho, pues Juvia había intentado dialogar, desencadenando otro episodio violento del joven.

Antes de ser prisionera, ignoraba su existencia. No se atrevía a llamarlo hijo de Precht, ni siquiera para sus adentros, por si la simple mención deshonraba su memoria. Bastante rencor le guardaría su espíritu. Además, durante sus delirios antes de morir, él mismo había negado su paternidad. De ser así, ni Ultear, ni el de dorada cabellera tenían vínculo alguno con el emperador, aunque, desde luego, los amaba lo suficiente como para mantenerlos a su lado. Incluso al joven enfermo, pues cualquier otro lo hubiera arrojado por un precipicio nada más conocer su condición. Claro, que ella jamás hubiera permitido que viviera en condiciones insalubres como aquellas. Por desgracia, las sociedades no contemplaban una idea diferente, pues si un hijo nacía con defectos visibles debía desecharse antes de convertirse en una carga o una deshonra. Era la ley y la palabra de los dioses. Se cuestionó sobre su propia cultura ¿actuarían de igual modo? No lo sabía, ya que nunca tuvo constancia de un caso similar. Aunque, quizá se debiese a que ellos también los eliminaban.

Durante las últimas horas había meditado sobre ello y mucho más. De no truncarse su camino, hubiera dirigido flotas, engendrado hijos frutos del matrimonio con otro rey de los mares, de igual condición que su padre, habría honrado las estrellas y cultivado su mente, aprendiendo de las enseñanzas del mar, bebiendo de la magia del océano. En su lugar, se enamoró del hombre equivocado, desencadenando una guerra civil, dio a luz a una hija ilegítima… todo, para enterrarlos a ambos. Tras la pérdida, juró olvidarse de su pasado, mas, éste permaneció intacto en su memoria. Pese a borrar las huellas de la antigua Juvia y aceptar su sino, jamás los olvidó. Por el contrario de sus suposiciones, halló la felicidad junto a Meredy, siendo responsable de su crianza. No era la familia ni la vida que hubiera deseado, pero la griega se había convertido en su niña. Acompañó la súplica con una oración en su lengua materna: «Gray-sama, guíela hacia su seguridad. Pronto Juvia os acompañará y desea morir en paz».

De pronto, escuchó unos pasos descendiendo hacia las mazmorras guiados por una tenue iluminación. Su compañero de celda enmudeció, pegándose a los barrotes como un niño a la falda de su madre. Obviamente, esperanzado de que la visita fuera de Ultear. Gimoteó cuando quien se presentó fue un hombre de cabello azabache. Zeref les contemplaba desde las sombras, iluminado por una antorcha, cuyas llamas exaltaban una serie de magulladuras que atravesaban su rostro. En cuanto supo que era él, la peliazul le dio la espalda, pero éste se colocó frente a su celda. Nunca le gustó su expresión austera y ahora directamente la atemorizaba.

—Hija de los pueblos del mar —inició—, poco he hallado sobre tu cultura, mas, algunos afirman que os especializasteis en magia prohibida en el Imperio. ¿Qué sabes de eso?

—¿Cómo está Meredy-sama? —a Juvia no le interesaba las inquietudes del varón, por lo que se centró en lo único que le importaba. Zeref profirió un ruidito que bien podría ser una sonrisa burlesca.

—Marchó de palacio; te ha abandonado.

Las lágrimas de Juvia le complacieron, pero su satisfacción se disipó cuando le acompañó una sonrisa dichosa.

—Gracias —murmuró. Zeref pensó que se lo decía a él, aunque la mujer hablaba realmente con su difunto amor—. Juvia espera que Meredy-sama halle la felicidad que tanto anhela.

—¿Te alegras por abandonarte a tu suerte? Serás duramente juzgada y ejecutada por tu crimen, lo sabes ¿no?

—A Juvia no le importa, siempre y cuando Meredy-sama esté bien. Juvia puede morir en paz y reunirse con su familia.

Zeref deslizó los dedos sobre los barrotes, presionando el acero con insistencia.

—Eso ya lo veremos —comentó misterioso—. No me gusta perder el tiempo. Necesito tus conocimientos mágicos para proceder. Si colaboras, te ofreceré una muerte indolora.

—Pero es que Juvia no puede ayudarle —aclaró—. Jamás fue instruida en tales artes.

—¿Y Meredy podría hacerlo? —la azulada lo miró finalmente a los ojos.

—¿A qué se refiere?

Zeref mostró una sonrisa maquiavélica, apoyándose contra los hierros y alzando la cabeza. Las llamas dotaban a su vista de un brillo rojizo en sus ojos negros.

—Meredy regresará. Su honor heroico la obliga a hacerlo. Me veo en la obligación de confesarte que la he ofrecido como regalo a cierto aliado. Puede que la próxima vez recibas una visita suya o —le mostró su aperlada dentadura— de segmentos de ella.

Con la espalda rígida, la mujer se levantó decidida y se plantó ante él. Su pulso acelerado bamboleaba bajo su pecho, su cabello sucio le caía desperdigado sobre la espalda y su vestido no era más que una tela andrajosa ceñida a sus curvas. Aun así, imponía. Le regaló una mirada que creía enterrada, junto a la Juvia del pasado, con sus ojos azules centelleando cual mar embravecido tras la tormenta. Su voz sonó ronca y desafiante:

—Haga lo que considere con Juvia, pero si se le ocurre rozar si quiera a Meredy-sama, ya sea usted o cualquiera de sus secuaces…

—¿Qué harás? ¿Invocar una ola que inunde la ciudad? No tienes con qué amenazarme.

—No subestime el poder de una madre —Zeref rio.

—No eres su madre, esclava.

La mujer se sintió herida, pero mantuvo la compostura. El poder de Zeref no le amedrentaba. Tiempo atrás, fue valiente y aventurera, esa versión no podía haber muerto por completo. Simplemente yacía dormida. Y si Meredy la necesitaba, la despertaría. Sin importar cómo. Había llegado la hora de tomar las riendas y convertirse en la heroína de la historia. El azabache la escudriñaba atentamente, dibujando una mueca de soberbia en su magullado rostro.

—¿Y bien?

—Juvia ya le ha dicho que no puede ayudarle —le contestó entre dientes. El aludido rio.

—De acuerdo.

Viró hacia el muchacho demente, quien ante la tensión se había desestabilizado, emitiendo sonidos irritantes. Zeref le golpeó con la antorcha con la finalidad de acallarle. Las llamas le subieron por el brazo mientras chillaba retorciéndose de dolor.

—¿Por qué ha hecho eso? —instó alarmada. Se arrodilló en el suelo ante los barrotes que separaban ambas celdas— Ruede por el suelo, joven. La arena apagará la fogata.

El rubio gritó exaltado, Juvia ignoraba si su inteligencia permitía comprenderle, pero, finalmente, obedeció hasta chocar con el cubo reservado a sus necesidades. La orina apagó las llamas y el pobre sollozó agazapado, envuelto en suciedad. No se diferenciaba de cualquier mendigo que hubiera visto, lloriqueaba como un bebé y ni la risa sardónica de Zeref silenciaron sus gritos de desolación. Juvia giró su desgarrado rostro hacia el causante y murmuró con voz quebrada:

—Precht-sama realizó terribles acciones en su vida, ganándose su mala fama a conciencia. Pero, el verdadero monstruo tras el hombre siempre fue usted, Zeref-sama.

Él le dedicó una última mirada orgullosa antes de marcharse.

—No soy un monstruo, soy el dios que traerá las tinieblas de nuevo a este devastado mundo. En el futuro, hablarán de mí como el salvador de una era. Y tú colaborarás, esclava. O tu última cena será tu niñita en bandeja.

Parte superior de la domus imperial

La luz delineaba un circulo resplandeciente, envolviéndola cual halo protector. Sus llamas centelleaban inestables, aposentadas sobre un cilindro de cera sobre la mesilla. La calidez de su aroma se fusionaba con el romero que decoraba las paredes. En un lado del suelo, descansaba una bandeja intacta, formada por frutos del bosque, unas costillas de cerdo bañadas en miel y una buena copa de vino blanco. «Las comodidades adecuadas para un huésped con prestigio» repitió para sus adentros la oración defendida por su captor.

Ultear se cubrió la cabeza con la sábana y gritó de rabia. Las lágrimas se le colaban por la garganta, dejando un gusto salado y amargo a la par. Tenía el descaro de bautizar aquel espacio claustrofóbico como un aposento esculpido en mármol de la mismísima Alejandría, cuando no era más que una celda revestida de falsas comodidades. Con insolencia no dudó en afirmar que actuaba por su bienestar, mas Ultear sabía que la retenía con la finalidad de que mantuviese el pico cerrado. Sabía demasiado, pero no lo suficiente como para arrebatarle la vida. No, existía otra razón: la necesitaba para usarla como moneda de cambio. Había fingido ser su confidente para que danzara al son de su canción, utilizándola a su antojo. Los hilos del marionetista ostentaban un poder mayor del imaginado, pues con un frágil susurro había provocado su confinamiento, alejándola de todo contacto con el exterior. A ella, a la hija del emperador. ¿Cómo osaba si quiera a jugársela mientras el cuerpo de su padre reposaba todavía en palacio? La cólera y la tristeza se apoderaban de su sino, sacudiendo los cimientos de su alma. Gritó histérica, pero una sacudida retumbó en su vientre e, inmediatamente, apaciguó sus nervios. Asustada, presionó donde se hallaba su pequeño, pues lo último que deseaba era perderlo a él también.

Tras el sacrilegio ejercido por la morena en el velatorium del patriarca de Roma, los dirigentes de las familias exigieron su expulsión de la estancia. Siguiendo sus peticiones, la enviaron hasta los aposentos de Zeref. En cuanto lo tuvo delante, la joven lo abofeteó repetidas veces hasta que su mano se enrojeció tanto como la mejilla de éste.

¡Bastardo malnacido! ¡Me has utilizado! ¿Cuánto tiempo hace que conspiras contra mi padre? ¡Exijo respuestas! —le había reprendido.

En ese momento, Zeref sólo rio. De nuevo, esa expresión estúpida de su rostro que emanaba superioridad como si encarnara a uno de los tres grandes de su fe. Su impasibilidad provocó un arrebató de ira aún mayor. Algo que él esperaba; algo que ella pasaba por alto. Aprovechó la fugaz rabieta de la joven para reclamar ayuda, alegando que la fémina experimentaba un período de histeria fruto del padecimiento tras la pérdida paterna. La simple mención de la enfermedad que eruditos reservaban en exclusividad para el género femenino la encolerizó más. Entre gritos y sacudidas fue arrastrada hacia la habitación donde se hallaba encerrada en contra de su voluntad. Una vez dentro, el azabache le prometió respuestas a cambio de sosiego y ella accedió a regañadientes. Si fingía amoldarse a sus ideas, quizá la liberaría de nuevo. Mandó intimidad, con el fin de que la conversa fuera entre ambos y nadie más. Zeref la invitó a sentarse en la cama, a su lado.

No sé qué pasa por tu cabeza, querida. Pero comprendo que la conmoción de los hechos te nuble el sentido. De cualquier forma, lo mejor para ti y el bebé es que descanséis aquí hasta que finalice la ceremonia.

No es necesario. Haré lo que me pidas. Pero, por favor —tenía los ojos hinchados y enrojecidos—, no me encierres aquí.

He concertado un matrimonio con una monarquía vecina, para ti —ignoró la súplica de la mujer—. En cuanto el ritual acabe, celebraremos vuestro enlace.

¿Y qué hay de mi esposo? —alzó de nuevo la voz. En cuanto hubo pronunciado su preocupación, abrió la boca, despavorida— No es posible… ¡Lo planificaste desde el inicio! Tú convenciste a mi padre para enviarlos fuera, me manipulaste para que creyese que Juvia lo había asesinado…

Zeref colocó de nuevo esa sonrisa serpenteante y Ultear sintió su sangre hervir.

Amiga mía, cuánto lamento que no seas capaz de admitir tus acciones. Si alguien ha condenado a Juvia, esa eres tú —suspiró, como si le enseñase a contar a una niña pequeña—. Aunque no me extraña, siempre las observaste con recelo, preguntándote por qué ninguna mujer desarrollaba el instinto maternal contigo, tú, que creciste sin madre.

¡No es cierto!

¡Por supuesto que lo es! Te morías de envidia. Mientras fingías apreciar su vínculo, por dentro anhelabas su separación.

¡No!

Siempre juntas, amigas confidentes. Y la pobre Ultear sintiéndose cada vez más sola, con un padre que no tenía en cuenta sus ideas, con un amigo —posó su mano sobre ella, pero ésta la apartó airada— que no dudaba en arrebatárselas.

¡Cállate!

Muy en el fondo, ambicionabas una esclava tan fiel y valiosa como Juvia. Por esa razón, has cambiado con frecuencia las tuyas en tu frenético intento por encontrar un equivalente que te sirviera, con tu patética búsqueda de atención.

¡Basta ya! —se cubría los oídos, acongojada.

Sólo expongo la verdad, Ultear. Tú has condenado a Juvia. No te equivoques, eso me gusta —se acercó hasta su oído, echándole el aliento diabólico arrastrado por sus palabras—. Eres tan despreciable como yo; te odias tanto a ti misma que eres incapaz de amar, hasta el punto de traicionar a la única mujer que te ha querido, entregando a la que ella considera su madre.

¡SILENCIO!

La furia le otorgó la fuerza necesaria para abalanzarse sobre él entre un estallido de gritos y embestidas. Le golpeó la cara con todas sus fuerzas, a la vez que lo maldecía aclamando a las fuerzas de la naturaleza que le cedieran el fulgor necesario para extinguirle. En algún momento, los guardias irrumpieron y la retuvieron, amarrándola a la cama. Limpiándose la sangre naciente de los zarpazos que Ultear había dibujado sobre su rostro, ordenó que trajeran una infusión que amortizara los nervios de la fémina. Pese al forcejeo, le introdujeron el brebaje a la fuerza. Después de toser y casi ahogarse, su bravura se apagó hasta percibir todo su cuerpo en reposo. Las lágrimas fluían sobre las mejillas como una presa de agua desatada.

Una vez solos de nuevo, Zeref la divisó de pie, chasqueó la lengua y negó con la cabeza.

No era necesario tanto teatro, Ulty —le recorrió una arcada al escuchar el apelativo cariñoso—. Consuélate con que esta habitación presume de mejores condiciones que la roñosa celda donde ocultas a tu hermano —la morena le oteó con verdadero terror y él se encogió de hombros—. Admito que desconocía su existencia hasta hace poco, aunque me viene muy bien.

Por favor… —su voz sonaba seca, pues le costaba dialogar debido a los efectos de la bebida— Es inofensivo… tiene… tiene la mente de un niño. No le hagas…

Los labios del varón se curvaron en una sonrisa. Acarició los mechones de pelo oscuros que caían sudorosos sobre la piel aterciopelada de la joven. Un gesto dotado de ternura, si no fuera porque el demonio ocultaba sus garras tras los dedos de seda.

Querida mía, eso no depende de mí. Se buena chica y yo haré mi parte.

¿Cómo con M… Mer…? —apenas podía pronunciarse ya. El resplandor en sus ojos heló la sangre de la chica— No… juraste…

Que no seré yo quien la dañe. Jamás osaría faltar a mi promesa.

Ultear se removió bajo escalofríos y sudores frenéticos. Cuán ilusa había sido. Había encerrado a Meredy en la boca del león y su intuición le indicaba que el felino de grandes fauces presumía de dorada melena. Todas las mujeres de la domus estaban atadas a un funesto destino. A modo de despedida, Zeref besó su frente, un gesto emponzoñado en felonía, para, acto seguido, dejarla reposar.

Descansa, lo necesitas por partida doble. Si te comportas como es debido, en unas horas mandaré desatarte y encomendaré tus platos predilectos.

Antes de cerrar la puerta, los efectos somníferos la obligaron a cerrar los ojos y no fue hasta que despertó que comprobó que Zeref había cumplido lo prometido, pues las cuerdas ya no amarraban sus extremidades y a sus pies se hallaban delicias culinarias. Pese a su liberación, seguía sintiéndose atada. Agazapada en la cama y sin probar bocado, no había hecho más que llorar. Su mayor tormento era darle parte de razón a Zeref, pues había entregado a Juvia sin escrúpulos, enviando a una inocente a la palestra, así como traicionando la confianza de Meredy y exponiéndola al peligro. No podía evitar meditar sobre qué habría hecho ella en su lugar. De seguro que con sus dotes de batalla hubiera combatido hasta triunfar o caer. Incluso Juvia, en su condición desaventajada de esclava, se las hubiera arreglado mejor, ya que acostumbrada a las durezas de la vida, había fortalecido su cuerpo y alma. Sin embargo, ella, que sólo había crecido rodeada de lujos, carecía de habilidades para salir de una situación como aquella. Ojalá su educación hubiera sido distinta. De ser así, tendría posibilidades de escapar, salvar a Mer e impedir la ejecución de Juvia. Revertiría cada uno de sus errores, convirtiéndose en una heroína digna de aquellas admiradas por Meredy.

Bajo los efectos restantes del somnífero, su mente divagó imaginando ensoñaciones imposibles. Consciente de la improbabilidad de que un suceso de tal calibre aconteciera, se levantó furibunda, deambulando por el habitáculo como si fuera una alimaña encerrada en una jaula. A diferencia de las féminas mencionadas, carecía de herramientas con las que solventar sus problemas, por lo que sólo le quedaba pasear entre las cuatro paredes a la espera de un milagro. Tropezó con la bandeja de comida, en consecuencia, la agarró y la estampó contra la pared, iracunda. Los alimentos se desparramaron por el muro, dejando una mancha pegajosa tras su paso. Abrió los ojos, las ideas brotaron cual flores en primavera.

No tenía nada; salvo su ingenio.

A las puertas de la ciudad de Roma

Regresaron por el mismo camino, si bien el recorrido parecía diferente. Desconocía la procedencia del carro, quizá fuera originario del hurto o quizá de la donación de los propios inquilinos de la insula. Los detalles carecían de importancia, pues el nerviosismo la devoraba viva. Al fin, divisaba un atisbo de luz. Habían acordado un pacto: Richard quedaría bajo custodia de los piratas y Meredy regresaría a palacio, donde colaría al grupo desde dentro. Les había proporcionado un nuevo boceto de mapa, que explicaba a Lyon mientras se dirigían a su destino. Sin embargo, se había guardado para ella el acceso a los tesoros de la domus, así como reservado el espacio donde reposaba el cuerpo del difunto. De esta manera, ambas partes se aseguraban un aval por si los planes fracasaban. Meredy perdería su oportunidad de escapar y se despediría por siempre de la presencia de Richard; y el capitán derrocharía la ocasión de profanar la memoria del odiado emperador. A su parecer, la joven perdía mucho más, pero no tenía más opción que aceptarlo.

Durante el viaje, el tipo que la había secuestrado ya no le parecía tan arrogante, pues había dado la cara por ella y se había posicionado a su favor.

—¿Por qué me has ayudado? —Lyon se encogió de hombros.

—Supongo que me he enamorado perdidamente de ti —colocó su sonrisa zorruna—. ¡Es broma! ¡Que no se te suba a la cabeza! Aunque, me caes bien —la oteó con gesto serio—. Para la mayoría los esclavos son meras pertenencias reemplazables. Juvia es afortunada de tenerte.

—Gracias —le dedicó una mirada cómplice—. Por todo. No eres tan capullo como pensaba.

—¿Significa eso qué tengo posibilidades de conquistarte? —alzó una ceja, seductor.

—Jamás —rio—. No eres mi tipo.

—Creo que acabas de pisotear mi ego —le enseñó los dientes con aire burlesco—. Pero, puedo conformarme si me ofreces tu amistad. De cualquier modo, ya hemos llegado. No puedo acercarte más a palacio. ¿Te las arreglaras sola? —Meredy asintió— Seguro que sí. Recuerda cuidar esa mano, cuando nos reencontremos te cambiaré los vendajes.

—Nos vemos en dos lunas —él asintió y se marchó.

Mer bajó del carro, asegurando la peluca en su cabeza y recolocándose la ajada túnica que le habían prestado. Pese a que la hinchazón había menguado, seguía doliéndole. Por fortuna, había recuperado su puñal, enfundado y guardado a buen recaudo sobre su cadera. Era la primera vez que Meredy deambulaba en solitario de madrugada. Lo más inquietante era el silencio absoluto de las calles. La ausencia de alborotos y murmullos le acompañaba como una sombra pesada, cuya fuerza reavivaba sus temores. Las aceras cuadricularas de Roma sostenían unos cimientos anclados en soledad, una ausencia que colocaba sus sentidos en alerta. A menudo, oía a los esclavos comentar en el palacio el alboroto de las noches callejeras, con los carros transitando desde horas muy tempranas para iniciar la jornada laboral.

Con el paso acelerado logró alcanzar los contornos del palacio. Con la agonía de un tiempo volviéndose eterno en su garganta, bordeó con cautela sus muros de cemento macizo, fijándose, desconfiada, en la ausencia de centinelas alrededor. Tragó saliva, la niña asustadiza que habitaba en su interior y que acallaba sus temores, luchaba por salir al exterior y tomar el control. Con zancadas tan amplias como sus cortas piernas le permitían, volteó buscando la retaguardia donde se ubicaba una trampilla secreta. Al escuchar unas voces antes de girar por el lateral, dio media vuelta, encaminándose en la dirección contraria. Por muy rápido que fuera, sentía que los susurros le pisaban los talones, siempre a punto de devorarla. De pronto, el murmullo desistió, siendo abrazada por el silencio sepulcral de minutos atrás. Se arreplegó contra el muro, sigilosa, con la intención de asegurar su partida.

No había nadie.

Cuando giró su rostro, se le paró el corazón. Su anatomía se tensó, agudizando la punzada en la muñeca malherida. El consejero del emperador, Zeref, le oteaba con sus negras orbes a una distancia prudencial. Desde el puente de su nariz hasta la mejilla derecha lucía una colección de arañazos recientes.

—Según las leyes del Imperio, toda fémina, incluyendo nobles, que merodee sin permiso ni presencia de un varón con autoridad sobre ella, perderá su derecho a castigo alguno para quienes atenten contra su persona. Pues ella y sólo ella, se convierte en la responsable de dicha ilegalidad y todo cuanto le suceda recae sobre su culpa.

Meredy agarró aire, paralizada como estaba, para tratar de responder con entereza:

—¿Qué insinúas con ello? —el azabache negó con la cabeza.

—Un simple recordatorio. Por las posibles consecuencias.

La joven colocó la mano instintivamente sobre el arma, pero aulló de dolor ante el resentimiento de la herida. «¡Maldito idiota! Ya podría haberme herido la otra» se lamentó. Zeref, sin duda alguna, se percató de sus intenciones belicosas.

—No voy a pelear contigo. Llevo horas esperándote, Meredy. Casi hasta el alba. Se considera un ultraje deshonrar a un difunto tras su muerte, aún más, si hablamos del emperador.

—¿Es ese mi crimen? —intentó sonar desafiante. Zeref tardó en contestarle. En su lugar estiró su cuello, como si estuviera realizando simples estiramientos matutinos y aquello no fuera con él.

—En realidad —sus ojos punzantes parecían inyectados en sangre—, se te acusa de alto crimen. Cómplice de asesinato. Tu esclava espera su sentencia, no obstante, tú podrías librarte si colaborases…

Meredy no le dejó terminar. Agarró su puñal con su mano sana y, aunque no la controlaba demasiado bien, se abalanzó contra su oponente en cuanto supo del peligro que corría Juvia. Antes de alcanzarle si quiera, una lluvia de flechas dibujó una esfera a su paso. Alzó los verdosos ojos, hallando en lo alto del muro a los centinelas antaño ausentes. Viró su cabeza, buscando una alternativa. Quizá si corría lo suficiente hallase otra vía. Puede que Artemisa le sonriese de nuevo y la guiase hasta la tripulación. Sólo entonces, iniciaría negociaciones para irrumpir a la fuerza en palacio y rezar para que el ataque no salpicase a Juvia y Ultear.

Intentó efectuar dicha estrategia, pero flechas y lanzas puntiagudas frenaban su paso. Divisó de soslayo a Zeref, impasible y erguido como una estatua colosal de mediana estatura. «Cobarde» escupió entre pensamientos, con la sangre hirviéndole por dentro. Esquivó una flecha y lanzó a correr justo cuando algo se incrustó en su cuello. Aulló, tropezó y cayó al suelo. La mano le palpitaba, inflamada y herida, cuando la usó para extraerse el objeto invasor de su pescuezo. Era un dardo, pequeño, tallado y decorado delineaba las fauces de una bestia. Lo lanzó al suelo, enfurruñada, levantándose tan rápido como pudo con la intención de marcharse. Las flechas buscaban acorralarla, mas, zigzagueó para despistarles hasta que sus piernas dejaron de responderle.

El ataque cesó, pero su cuerpo se sacudía en descargas y desobedecía sus órdenes. Sentía las extremidades dormidas, recubiertas de calambres. Giró su rostro, con el sudor frío embadurnando su frente. Zeref alzaba dos dedos en el aire, señalizando el final de la contienda. «Una trampa» trató de musitar, pero su voz apenas se desprendía de sus labios al hablar. Se esforzó por levantarse, reuniendo las escasas fuerzas que le quedaban. Se alzó temblorosa, como un cervatillo recién nacido escapando del lecho maternal. Zeref asintió hacia alguien que Meredy tenía detrás, pero ésta no pudo entornar su cuerpo en dirección de la amenaza. En un abrir y cerrar de ojos, unas manos frías rodeaban su figura femenina. Quiso defenderse, logrando como única respuesta que su cabeza pendiese hacia atrás cual peso muerto a la deriva. Se encontró de bruces con el individuo que la retenía.

Sus salvajes mechones dorados se esparcían sobre sus hombros con un aspecto más indómito del habitual. Las fogatas que tenía por ojos, centellearon como la sangre en el éxtasis de la guerra, excitadas cual animal persiguiendo a su presa. Su boca formó una sonrisa hambrienta, preparada para engullirla. Meredy deseó insultarle, pero apenas balbuceaba. El único estimulo permitido fue la lágrima que murió en su mentón.

La noche se tornó fría cuando el hombre se la llevó a horcajadas a los recónditos más oscuros de sus aposentos.


N/A:

Para la gente que lee el fic desde el principio y no lo recuerda: Pantherlily aparece en el capítulo cinco de la historia, cuando Mer y Jellal eran todavía peques, capturados por esclavistas y a punto de ser adquiridos por el emperador. Desde ese capítulo estaba deseando escribir éste porque ya tenía claro el retorno del personaje como pirata de la tripulación de Macbeth.

Quiero comentaros una cosa respecto a los siguientes capítulos, pues me gustaría ofreceros un mini regalo por el apoyo recibido. No es gran cosa, pero es lo que puedo ofreceros por ahora xD La cuestión es que el siguiente capítulo, el número 19, será desde la perspectiva de Egipto, pero sólo mostraré los sucesos de alrededores de palacio y el interior de éste. Es decir, del grupo que se ha quedado allí, puesto que, si lo recordáis, el Jerza, Cobra, Minerva y Mira han partido en dirección a la costa para defenderla del ataque romano. Mi pregunta es la siguiente:

¿Queréis qué el capítulo 20 muestre lo que sucede en la costa egipcia o queréis que continúe con los sucesos de Roma y siga alternando como siempre?

De esta manera, el capítulo 19 será desde la perspectiva de Egipto enfocado en el palacio (y publicaré en diciembre). Y el 20 os lo dejo a vuestra elección 😊

Me gustaría regalaros un capítulo doble, pero ante mi escaso tiempo esto es lo único que puedo ofrecer de momento. Ya había dicho que no es gran cosa xDD

En cuanto a lo sucedido en este capítulo... bueno, no todo tiene por qué salir mal ¿no? Aún hay esperanza (?) lo descubriréis en el siguiente capítulo desde la perspectiva romana muhahaha. Por cierto, he batido records y éste es el capítulo más extenso que he escrito nunca, así que pido perdón por ello

Si veis fallos o faltas no dudéis en avisadme, por favor. Gracias por el apoyo, os dejo con la info histórica.

Aclaraciones históricas:

-Insula/ae (singular, plural): son el equivalente en la actualidad a los bloques de piso. Hay que tener en cuenta que, desde el punto de vista demográfico —y esto se aplica también en la actualidad—, la población humilde crece a un ritmo más acelerado en comparativa a las altas esferas de la sociedad. Esto es así, porque desde siempre han existido menos recursos para el control de natalidad en el porcentaje más humilde de la sociedad. En consecuencia, se construían ínsulas, es decir, bloques de piso de peor calidad, con pésimas condiciones, con el objeto de aglutinar el mayor número de familias posibles. Pese a que el Imperio estaba muy avanzado en cuanto a medidas de higiene e ingeniería, en general, lo cierto es que no invertían para que estas condiciones se cumplieran también para los más desfavorecidos. Y éstos, representaban la masa más grande de la población. Vamos, como ahora xD La cuestión es que estos edificios llegaban a tener hasta 7 pisos, 8 incluso en época del César, cuya calidad provocaba innumerables derrumbamientos e incendios, por no hablar de las infecciones ya que los desperdicios se acumulaban a su alrededor. Todo esto a cambio de un costoso alquiler. A raíz de los muchos problemas que surgieron debido a las pésimas condiciones se elaboraron leyes que buscaban una duración más longeva de las insula, como por ejemplo que éstas tuvieran una separación entre ellas para que en los derrumbamientos u incendios no se produjese el efecto dominó (aunque las excavaciones arqueológicas han demostrado que, a menudo, se saltaban la ley y las construyeron como mejor convenía). Hay que tener en cuenta que al ser la parte más numerosa de la sociedad tenían que darle pequeños avances para que calmaran los humos. Uy, eso me suena a actualidad de nuevo xD

Otra opción para apaciguar las amenazas de revueltas era mediante leyes que les obligasen a emigrar hacia las colonias romanas con la excusa de repoblarlas de romanos, pero cuyo verdadero objetivo era deshacerse de la masa poblacional disconforme. prometían una situación diferente en tierras fértiles y se deshacían de los problemas del Imperio.

Por otro lado, las insulae solían albergar tabernas, que en este contexto hace referencia a las tiendas, pues muchos trabajadores vivían donde se localizaban sus comercios. También, se veían rodeadas de calles anchas ubicadas a las afueras de la ciudad. En el caso del capítulo, la insula en la que están es una abandonada hace mucho tiempo atrás, por eso no tiene otras a su alrededor. Y como éstas, las escaleras solían estar en la parte externa, muchas veces construidas de cualquier manera, llegando a ser laberínticas. Al carecer de chimenea interna (las domus solían tener) para calentarse encendían fuego en braseros, por eso estaban llenas de humo siempre.

Por cierto, una de las maneras más factibles de hacer fortuna en Roma era comprando tierras, ya que éstas se invertían para la construcción de insulae, que eran baratas de hacer, pero sacaban un beneficio muy alto. Eran los mismos propietarios quienes se aprovechaban de las necesidades de los pobres colocando alquileres desorbitados. De nuevo, otro paralelismo con nuestro presente.

Para quien lee la historia en wattpad os adjunto una ilustración de un modelo de insula:

-La diosa Ishtar que menciona Macbeth es una divinidad babilónica enlazada al amor y la belleza, pero que ¡atención! Se le considera una deidad bélica xD También es la diosa protectora de la prostitución.

-Las leyes que menciona Zeref son reales. Si una mujer, independientemente de su estatus, era agredida o violada fuera de los dominios del hombre que tenía derechos legales sobre ella (fuera padre, hermano, esposos o hijo) se le consideraba la única culpable. Eso también me suena respecto a la actualidad xD

Y hasta aquí por hoy, os dejo la bibliografía y si tenéis alguna duda me comentáis. Gracias por leer, siento el vómito de palabras. ¡Hasta diciembre!

Bibliografía:

Como los links no funcionan os pongo títulos:

-Los problemas de la vivienda en Roma de Eduardo Montagut.

-Problemas de vivir en una insula romana por Laura Díaz López.