"Vale la pena matar, vale la pena morir, vale la pena ir al infierno. Amén"
—Sin City
Lo primero que Levy pensó al ver a Makarov es que parecía uno de esos duendes de los que hablan los cuentos. Los que escondían oro en los huecos de los árboles y se lo regalaban a los humanos que se portaban bien con ellos. Una criatura menuda, y con un espeso bigote blancuzco, casi de la misma envergadura que sus espesas cejas.
Además tenía ese olor dulzón a madera de pipa y a la hierba oscura que en ella fumaba. Sus ojos, pequeños pero despiertos, siempre miraban con gran curiosidad. Y también algo de recelo.
A pesar de todo fue un hombre muy amable; Levy no tardó en comprender porque todos lo llamaban abuelo, y también se animó a hacerlo tras unos meses. Makarov la acogió con cariño, y compartió con ella todos los gruesos y antiguos tomos de la biblioteca del edificio. Levy casi llora de la emoción al ver los libros. Tantos tipos, tantas historias e información junta, que sería imposible de leer en una vida, puede que tampoco en dos.
Pronto se acostumbró a la monótona vida de "el hogar", pues así era como lo llamaban Lucy y Gray. Había tres reglas que lo regían: No abrir las puertas principales sin permiso, no abrir las ventanas ni dejar que pase la luz durante el día; y, la más importante de todas, no entrar en la habitación de Erza.
Para un niño, aquello era como una invitación a la aventura, como un caramelo atado a un hilo. Sin embargo, ni Lucy ni Gray habían intentado adentrarse en los aposentos de la dama pelirroja. Cuando Levy se lo propuso, más curiosa por lo que podría haber dentro que emocionada por la aventura, lo único que recibió fue dos negaciones rotundas y miradas nerviosas.
Tampoco le importaba mucho, el hogar era lo suficientemente grande como para entretenerla y mantener su mente alejada de la habitación prohibida. Y la verdad era que, casi nunca estaba sola. Fueran Gray o Lucy, Makarov, o Erza. Contadas veces había estado sin alguien. Quizá aún tuvieran miedo de que le pasara algo. Muchas veces tenía extraños punzadas de dolor en la cabeza, y un día tuvo una angustiosa y horrible sensación que la obligó a buscar por todo el edificio un cuaderno negro sin título o nombre. Sólo Lucy pudo convencerla de que jamás había tenido nada parecido.
Acabó llorando entre espasmos incontrolables hasta que amaneció.
Sin duda Lucy era un gran apoyo. Pensar en ella le producía una sensación extraña; como una especie de hormigueo cálido en el pecho. Siempre que le sonreía, Levy no podía evitar contagiarse de su felicidad. Incluso se había sorprendido sintiendo celos por cómo Gray la miraba algunas veces.
Algo francamente estúpido, estaba segura, pues Lucy y ella eran inseparables. Incluso dormían juntas casi todas las noches. Levy no había vuelto a tener pesadillas desde que tenía la agradable sensación de cogerle la mano a Lucy en la oscuridad. Era como un talismán.
Un valioso talismán.
Aunque Gray y Lucy no eran los únicos ocupantes del hogar. También había una chica joven, tendría unos veinte, de cabello castaño largo y que casi siempre se encerraba en su cuarto. Cuando salía, solía oler a licor y se empeñaba en echarles las cartas del futuro. Hasta que Erza se la llevaba de vuelta.
Según Lucy le había contado, Gildarts la había acogido como su hija al encontrarla vagando por las calles. Era simpática; aunque siempre la miraba con un deje de lástima en los ojos.
Tampoco había vuelto a ver a Gildarts, y tampoco estaba segura de reconocerle. Sus recuerdos de aquella noche era cada vez más borrosos según pasaban las semanas. Y cada vez le preocupaba menos.
Tras un año en el hogar, los retazos del mundo exterior se habían borrado de su memoria. Pasaba los días levantándose a las ocho para estudiar latín y matemáticas con Erza, a media mañana comía con Lucy y Gray y después pasaban dos horas jugando a juegos de mesa o colándose tras las cortinas para observar el exterior. Por la tarde, Makarov venía a recogerla y estudiaban ciencias y astronomía. Levy les preguntó a Lucy y Gray por qué ellos no estudiaban. Lucy le dijo que prefería pasarse el día escribiendo y dibujando. Y Gray afirmaba que todo lo que tenía que saber ya se lo había enseñando su padre.
Por lo poco que Levy había podido averiguar, Gray llegó al hogar de una forma diferente a ella y Lucy. Su padre era la única familia que tenía, pero un día no volvió a casa. Lo único que le dejó a Gray fue una dirección, y una carta para Makarov. Llegó y se quedó. Jamás hablaba de su padre más de lo necesario, pero Levy sabía que le echaba de menos.
Ella también tenía padres... Aunque ya no estaba tan segura.
—Yo tenía una madre —le contó Lucy una vez—. Tenía la sonrisa más bella del mundo y una voz dulce como la seda. Cantaba como los ángeles... Y... No sé... Creo que murió.
A veces Levy la envidiaba por tener un recuerdo, por precario que fuera, de su vida antes del hogar. Ella sólo podía preguntarle a Gildarts, si es que éste volvía algún día.
Su vida se volvió agradablemente insulsa y repetitiva y, así, llegó el día en el que cumplió los catorce años.
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Nada más despertarse notó los enormes ojos de Lucy clavados en ella. Sonrió, desperezándose con movimientos gatunos.
—Va, dilo.
Lucy soltó una risita nerviosa, sus mejillas se colorearon de rojo.
—¡Hoy es tu cumple! —chilló, loca de felicidad—. ¡Felicidades! ¡Felicidades, Levy!
Levy apenas pudo protegerse de su lluvia de besos y ambas se revolvieron, riéndose y abrazándose.
—¡Oh, se me olvidaba! —exclamó, saltando de la cama y corriendo hacia la puerta—. Ahora vengo, ¡no te vayas!
Levy negó, riendo. Se dispuso a salir de la cama pero un dolor la detuvo. Se sujetó el bajo vientre, exhalando un gemido de dolor. Sintió algo húmedo deslizarse por la cara interior de sus muslos.
—¡Lucy! ¡Lucy! ¡Ayuda! —gritó, horrorizada.
Lucy abrió la puerta con una gran sonrisa, que se desdibujó en seguida al verla. El paquete cuadrado, atado con un enorme lazo rosa, se le cayó de sus manos.
—¡Levy! ¡¿Qué te pasa?! —apremió, acercándose a ella. En cuanto vio la mancha color bermellón en la sábana se tranquilizó. Suspiró y esbozó una sonrisa tranquilizadora—. Tranquila, Levy. Es sólo el periodo.
—¿El... Qué? —murmuró, confusa.
—Significa que ya eres una mujer. No hay nada por lo que preocuparse.
—Pero...¿No es mucha sangre? ¿No es peligroso?
—No creo que nadie se haya muerto por eso.
—Pero... ¿A ti te ha pasado antes?
Lucy asintió, como si fuera lo más normal del mundo.
—Me vino hace unos años.
—Oh... Ya.
—Bueno, te llevo un año.
—No es un año. Son siete meses y siete días —refunfuñó, cruzándose de brazos.
Ella sonrió, ayudándola a levantarse.
—Ven, vamos al baño y te lo explico.
Después de cuarenta minutos de inconclusa explicación, Levy aprendió que tendría que sufrir eso cada mes más o menos, y que era irremediable. Y muy molesto. En ese momento se preguntó porque Makarov no se lo había explicado en sus clases de biología.
—A lo mejor le da cosa. No es algo de lo que los hombres quieran hablar.
—Aún así tendrá que explicármelo alguien. Debe de haber una razón para todo esto.
—Bueno... Cana me dijo que es como una especie de protección del cuerpo, algo que te prepara para tener bebés —Levy reprimió una mueca de desagrado—. Y te crecen las tetas... —susurró, tocándose el incipiente pecho preadolescente.
Levy observó el busto de Lucy. Así que por eso a ella le habían salido antes. Se palpó el suyo. Nada, absolutamente nada. Ahogó un gruñido.
—Bueno, da igual —afirmó, recogiendo el paquete del suelo—. Toma, es un libro.
Levy sonrió, rompiendo el paquete con expectación. Dentro había un tomo de cuero negro y letras doradas, rezaba: "Criaturas de la noche y otros mitos"
—Ala... Siempre he querido leer algo de fantasía —susurró, hojeando un par de páginas—.Gracias.
—Me alegro. Conseguí que Cana me lo trajera del exterior.
A Levy se le iluminaron los ojos al oírlo. Abrazó el libro con fuerza, como si hubiera cobrado el doble de valor.
—Ojalá pudiéramos salir... Aunque fuera por cinco minutos.
—Eso es muy poco, al menos tendría que ser una hora —afirmó, guardando el libro en su armario con muchísimo cuidado.
—Sí... —murmuró Lucy, cerrando los ojos—. Una hora estaría muy bien.
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No podía estar equivocándose. Era demasiado obvio.
Erza se tapaba la nariz con un pañuelo de seda, como si dijera con asombrosa delicadeza que alguien apestaba. Levy se olisqueó, preocupada de que fuera ella. Pero olía a jabón; se había duchado después del "incidente"
Sin embargo Erza tenía el ceño fruncido, y sus muñecas temblaban levemente, haciendo imposible la tarea de cortar la jugosa loncha de beicon de su plato. Estaba claro que algo la molestaba. Algo que olía.
Cuando Levy iba a preguntarle a Lucy si olía raro, ella se levantó de golpe. Sus ojos hacían todo lo posible por no mirarla, y Levy se sintió horrible
—Lo siento —siseó, en un hilo de voz—. No me encuentro muy bien, será mejor que me retire a mi cuarto. Continuad sin mí. Nos veremos en la cena.
Se marchó como una exhalación. Levy removió su chocolate, apesadumbrada.
—¿Quég de pashadá? —increpó Lucy, con media tostada medio masticada en la boca. Tragó, mirándola—. ¿Y tú? ¿Te has enfadado con Erza o qué?
—No que yo sepa.
Lucy la miró extrañada, pero no dijo nada más. En silencio, se terminó la tostada que le quedaba. Lanzándole rápidas y recelosas miraditas su amiga.
—¡Ey, chicas! —exclamó una voz. Lucy sonrió al verle—. Esto... Felicidades, Levy —murmuró, algo avergonzado.
Levy sonrió en respuesta.
—¿Dónde estabas? —increpó Lucy.
—Me he dormido. Pero menos mal que lo he hecho... He descubierto algo increíble —afirmó en susurros, recreándose en la expectaciones que había creado—. Y será un perfecto regalo de cumpleaños.
Levy sintió como su corazón se aceleraba. Erza y su actitud habían quedado relevadas a otro plano. Al fin y al cabo era su cumpleaños, su día, y nada ni nadie podría estropearlo.
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La brisa ascendió como un torrente desenfrenado. Levy cerró los ojos, dejando que su pelo revoloteara al son del viento. Aspiró sonoramente, no creía que fuera cierto. Como un metro por debajo de la cornisa se extendía un ancho tejado de color parduzco. Y, un poco más abajo, una enorme marabunta de gente llenaba los callejones de gritos, murmullos y canciones.
Era música para sus oídos.
—Vaya... —balbuceó Lucy, con los ojos chispeantes—. ¿Cómo...?
—Alguien se ha dejado la ventana abierta —dijo, sonriendo con orgullo—. Ya sabéis como pesan los postigos, es imposible para nosotros abrirlas pero... Ésta lo estaba.
Los tres volvieron a mirar a sus alrededores, a la explosión de colores, luces y sonidos que embotaban sus cerebros. Sedientos por lo desconocido, hambrientos de nuevas sensaciones, nada se les escapaba.
Levy señaló el vuelo de una cigüeña sobre ellos. Lucy les dijo que el instrumento que tocaba aquel juglar era un chirimía. Gray les avisó para que vieran como un ladronzuelo intentaba robar un brazalete, sin mucho éxito.
—Y esto no es lo mejor.
Antes de que pudieran preguntarse qué podría haber mejor que aquello, Gray se sentó en el borde de la cornisa y, cogiendo aire, saltó hacia abajo.
Levy exhaló una exclamación y Lucy gritó, horrorizada. Pero Gray apenas se llevó un débil dolor en los talones. Sonrió, extendiendo los brazos con un hálito de victoria.
—¡¿Qué haces, Gray, estás loco?! ¡Apresúrate y sube! —chilló Lucy, arrodillándose para tenderle la mano.
—¿Por qué? Makarov ha salido, Cana está encerrada en su cuarto, seguramente con dolor de cabeza, y a Erza no la he visto en todo el día. Y esa ya es una buena señal.
—Ni la verás —gruñó Levy—. Se encontraba mal y dijo que pasaría el día descansando.
—¿Ves? Jamás tendremos otra oportunidad.
Lucy los miró, agarrándose del marco de la ventana. Levy le tendió la mano. La expectación brillaba en sus pupilas. Lucy tragó.
—Pero sólo una hora —susurró, recelosa.
Levy sonrió y tiró de ella para que se sentara. Gray se acercó y la cogió de las piernas.
—Tranquila, yo te cojo.
Ella asintió y, tomando aire, se tiró.
Apenas tardó una décima de segundo en caer. Los brazos de Gray la abrazaron con seguridad y ella se ruborizó un poco. Dio unos pasos, sus zapatos chocando contra las tejas con sonidos quedos, el olor de la gente, a pan recién hecho, a flores, a humedad, a pescado fresco. Sonrió.
Tras ella Levy fue la última en bajar, y los tres se tomaron unos minutos para recomponer sus respiraciones.
—¿Y ahora qué? —preguntó Levy.
—Ahora a buscar una forma de bajar. Vamos, por allí he visto que había algunos puestos con toldos.
Levy se dispuso a seguirle, pero entonces sintió como apresaban su mano. Se giró, encontrándose a una Lucy nerviosa e ilusionada a partes iguales.
—No me sueltes , ¿vale?
Ella sonrió, apretando un poco el agarre.
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La sensación seguro que era idéntica a la que tendría una roca en medio de una violenta riada de agua fría. Claro que las rocas no sentían, que Levy supiera.
Procuraba no alejarse de Gray, pero la verdad es que era un poco complicado. Lucy la seguía muy de cerca, agarrándose con gran fuerza. Estaba segura que mañana no podría escribir con esa mano. El cielo estaba lleno de nubes opacas, y la luz tenía una especie de filtro suave. No hacía mucho calor, y circulaba el aire. Era un día perfecto para salir a la calle, y se notaba. Los empujones y las maldiciones la acompañaban con cada paso que daba, pero le importaba un comino.
—¡Levy, espera!—apremió Lucy, tirando de ella para que se detuviera frente a un puestecito artesanal. Sobre la mesa había un montón de abalorios y figuritas de diferentes materiales. Olía fuertemente a cuero y a incienso. Levy se fijó en una montaña de libros antiguos con ojos de cazador. Se aseguró de que Lucy estaba entretenida con unas pulseras de piedras de colores, y se deshizo del agarre.
Ninguno de los libros tenía título, y estaban llenos de dibujos y símbolos de una lengua desconocida. Aunque había algunos párrafos escritos en latín.
—¿Interesada?
La ronca voz de la vendedora hizo que pegara un respingo, ahogando un gritito. La mujer vestía una gruesa capucha de fieltro verde que apenas dejaba ver su boca. La enorme túnica también le tapaba las manos y le llegaba hasta el suelo. Levy se preguntó si no tendría muchísimo calor así vestida.
—Un poco —concedió, nerviosa—. ¿Cuánto cuesta?
Le extraña movió los hombros mecánicamente, como si se riera.
—No se pueden pagar de la forma convencional, me temo.
—Pero entonces no sé que... —se detuvo, pues sus ojos alcanzaron a ver una encuadernación negra en una caja llena de lámparas artesanales. Su cuerpo se movió por instinto, atraído, como si su conciencia se hubiera quedado atrás y todo lo viera como un tercer espectador. Tan sólo estaba a unos centímetros, alzó los dedos, expectante, su garganta reseca.
—¡Levy!
Sintió como una jarra helada se vaciaba sobre ella. Parpadeó, confusa, ya no había ninguna libreta negra allí. Se giró hacia Lucy y palideció. Y en los ojos de su amiga vio reflejado su propio terror. Una sombra, negra y deforme, se extendía detrás de la rubia, rodeándola.
Gruesas lágrimas surcaron sus mejillas. Toda ella temblaba. La pulsera que desde hacía sólo unos segundos estaba mirando se le escurrió de sus dedos temblorosos.
—Levy... —suplicó, aterrada.
Y entonces una mano emergió del homúnculo de sombra, una mano pequeña y delicada, que se posó sobre el hombro de Lucy.
Ella cerró los ojos, sintió como su corazón amenazaba con colapsar, y rezó porque su madre estuviera esperándola en la otra vida.
Hasta que sintió un fuerte ráfaga que la empujó hacia adelante, cayendo sobre la mesa. Levy se apresuró a ayudarla, insegura sobre lo que acababa de suceder.
Se oyó potente crujido, como si algo se hubiera astillado contra la pared, y el silencio de miles de voces se cortó en un sólo segundo. Levy se concentró en Lucy, y en la extraña mancha oscura que había en su hombro derecho. La rubia aún temblaba, sudorosa, y su piel tenía un preocupante tono grisáceo.
—¡Han matado a una niña!—gritó alguien. La maraña de gente arremetía entre sí para acercarse a la escena, atraídos por el morbo del asesinato.
Entre una enorme mancha de sangre y restos de huesos, yacía una chiquilla de pelo azulado, tirada como un muñeco desmadejado. Una mujer se acercó a ella para comprobar si estaba viva, el resto murmuró, expectante. Pero su pecho no se movía.
—Está muerta —susurró la mujer, negando con tristeza—. Apartaos todos, darle un poco de respe...—. Sus ojos se abrieron en una mueca de horror segundos antes de que la cabeza se deslizara por el cuello cercenado, cayendo al suelo con un sonido chapoteante. Del cuello surgió un torrente de sangre a presión y el cuerpo descabezado se desplomó sobre el suelo.
Cundió el pánico. La gente se alejó, algunos salieron corriendo, y otros observaron, hipnotizados, como el cuerpo de la niña se movía sobre sí mismo, encajando huesos y tendones con sonoros "chac". Y como ésta se levantaba, con el cráneo abollado y las muñecas destrozadas como si nada hubiera pasado.
Entonces alguien gritó, y una enorme y afilada onda trituró a todos los que estaban a menos de tres metros de la muchacha. Sólo entonces la gente huyó, despavorida, pisándose unos a otros en un intento por salvar la vida. La chica, cuyo rostro había quedado violentamente ensangrentado por la carnicería, recogió lo que parecía ser una sombrilla con volantes del suelo. El mango se rompió en sus manos. Chasqueó la lengua.
—Eso te pasa por jugar sucio.
Ella sonrió, portando lo que quedaba de sombrilla con suma elegancia. El azul claro de la tela resaltaba grotescamente con las manchas sangrientas.
—Ay, Natsu, Natsu —canturreó, caminando sobre los cuerpos como quien camina sobre amapolas—. Sólo sabes montar escenas, ¿verdad?
El aludido sonrió, saliendo de detrás de uno de los pilares. Su cabello rosáceo ondulaba suavemente, y aquellas pupilas negras chispeaban, salvajes. Atada al cuello, una inmaculada bufanda blanca resaltaba como un copo de nieve en una chimenea llena de hollín.
—Y tú sólo sabes utilizar las cartas de otros —replicó, encogiéndose de hombros—. No era necesario matar a tanta gente.
—Malditos hipócritas —siseó ella—. Por eso no os soporto —Su cuerpo se desdibujó en una décima de segundo, abalanzándose contra él. Natsu apenas consiguió apartarse antes de que la potente fuerza arremetiera contra el pilar, destruyéndolo como si estuviera hecho de arena.
Él miró a sus lados, acuclillándose en posición defensiva.
—¿Qué pasa, Natsu? ¿Estamos nerviosos?
El frunció el ceño como toda respuesta.
—Tranquilo... Hoy no eres mi objetivo.
Y entonces Natsu lo notó; cómo el viento parecía cambiar de dirección de repente. Cómo el polvo formaba un remolina justo en un puesto, justo en aquel donde estaban las dos chicas.
—Mierda.
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Y aparece Natsu (wuooaahh *ovación*... Vale ok)
¿Qué creéis que le pasaba a Erza?
¿Alguna idea sobre el libro?
¿Y qué ha pasado con Gray?
Todo esto y más, la próxima semana ;)
Como siempre se agradecen los comentarios, son gasolina para el escritor.