¡Hola! Antes que nada, y gracias a su amable interés, deseé hacer un fanfic nuevo sobre mi OTP más reciente, Rey - Kylo Ren/Ben Solo, ambos personajes de Star Wars: The force awakens. Este fanfic es AU, es decir, los personajes son ellos mismos, pero la historia se desarrolla en la época actual, fuera del mundo de Star Wars propiamente establecido. Así mismo, usaré algunas situaciones del canon de la Saga para no perder la visión de que todos son personajes de ésta, pero si aclaro también que la intención de este AU es darle una salida distinta a varias ideas que no pueden encajar dentro del universo de Star Wars propiamente dicho y tener la oportunidad de darle a ambos personajes un acercamiento mucho más profundo a través de su autoconocimiento y del conocimiento mutuo. La música es importante y como en mi otro fic "Hades&Persephone", aquí también jugará un papel crucial.
Sin más explicación, espero les agrade.
Dedicado a NK.
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Capítulo I: Death and all his friends
"… No I don't want to battle from beginning to end
I don't want a cycle of recycled revenge
I don't want to follow Death and all of his friends…
And, in the end, we lie awake, and we dream of making our escape.
And, in the end, we lie awake, and we dream of making our escape…"
"Death and all his Friends" fragment by Coldplay
Ansiedad. Desesperanza.
Como estudiante de una maestría en Letras, mi mayor sueño es terminar con ella. No la culpo. Y sé que nadie tampoco puede culparme a mí por querer acabarla. El dinero nunca abunda para una veinteañera que paga el alquiler, debe pagar su seguro vehicular y sus gastos generales con un trabajo en la biblioteca de la zona.
Alquilo un pequeño departamento y vivo sola.
A veces el silencio es el más ensordecedor sonido y para ahuyentarlo, escucho música gran parte del tiempo que permanezco aquí.
No deploro mi soledad, la valoro, convivo con ella a diario y me gusta. Pero no siempre. En ocasiones desearía no aceptar que he pasado demasiado tiempo ahuyentándola con música.
A veces salgo de mi casa, al parque. Cojo algún libro y me siento en el parque cercano o viajo en autobús hasta una de las plazas comerciales, compro un café y leo. Es mi forma de mezclarme con el mundo. Me ayuda a crear.
Quiero pensar que soy algo así como una escritora de sueños. Los míos.
A veces son sueños agradables, carentes de los sinsabores de la vida real. Y me gusta lo que hay en ellos. Otras veces son sueños aterradores, no necesariamente llenos de criaturas diabólicas ni de lugares obscuros. Son sueños que dan esa sensación de ser acosado, perseguido por una fuerza más grande que todo lo bueno que se conoce. Son sueños llenos de voces desconocidas que susurran miedos o deseos ocultos, que resuenan internamente pero que, al tratar de traducirlas al lenguaje de la vida diaria, son imposibles de dilucidar.
Vivo sola desde que tengo memoria. Primero en un orfanato, lugar en el que prácticamente no entablé relaciones importantes y una vez que cumplí los veintiún años, en el departamento que alquilo.
Debo aceptar que no tuve problemas para tener el empleo que tengo o para encontrar un lugar donde vivir, cosas que por lo usual son complejas y requieren tiempo y esfuerzo. Es algo en mí que siempre me ha llamado la atención porque no creo ser la clase de persona que sobresalga demasiado en nada. Pero lo cierto es que, cuando necesito algo y lo necesito pronto, siempre lo obtengo. A veces me pregunto si sólo porque lo pienso demasiado es que lo consigo.
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Esta mañana me ha pasado algo peculiar.
Descubrí que tengo un vecino nuevo. No tenía la menor idea de que nadie se había mudado al complejo, porque el departamento contiguo al mío tenía unos diez años sin ocupar según mi casera y no parecía que nadie fuese a ocuparlo. Pero, al salir a trabajar, dos jóvenes, unos años mayores a mí, ya transportaban cajas y muebles a la puerta que, entreabierta, parecía dejar a la vista lo que yo ya pensaba: Tendrían mucho trabajo para retapizar las paredes descascaradas.
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Ambos eran altos, pero el de cabello negro mucho más. Su piel blanca, contrastaba delicadamente contra lo obscuro de su vestimenta, que consistía en una sencilla camiseta de lo que parecía algodón obscuro y unos jeans. Sus pies lucían unos zapatos tenis de agujetas, sencillos y cómodos. En general, las personas comunes visten de ese modo, por eso llamó tanto mi atención. Parecía que hacía ejercicio, porque sus brazos lucían fuertes. Tenía rasgos característicos e interesantes y particularmente su cabello me impresionó mucho, porque brillaba y caía en ligeras ondas hacia atrás como si estuviera hecho de satín. Cargaba una caja cuando pasé, con el jumper de mezclilla más aburrido que poseía. Era sábado y no iba a arreglarme demasiado para trabajar; los sábados sólo hacíamos inventario medio día. Mi cabello estaba recogido y llevaba colgado el bolso en el hombro, los audífonos cruzados en el cuello y un termo lleno de café. El suéter que llevaba puesto era negro, ligero y tenía pequeños puntos de color menta. No tenía ganas de buscar demasiado y me había puesto unos flats de color menta.
En efecto; los sábados son los peores días para darle la bienvenida a cualquier nuevo vecino.
El otro joven era alto, aunque como mencioné, no como el primero; pelirrojo, más delgado que su acompañante, de piel blanca y ojos azules, parecía irlandés o escocés. Vestía una camisa casual y pantalones de gabardina con mocasines de gamuza y llevaba en sus manos una cafetera que parecía más una escultura. Ambos al toparse conmigo repitieron en un mismo tono de voz y casi al mismo tiempo un "Buenos días" y continuaron con sus labores. Sonreí con timidez, contesté el saludo de la misma manera y aunque mi vista se cruzó con la de ambos, confieso que la puse más en el chico de cabello negro, que me miró un momento, y luego hizo una mueca muy ligera con sus labios, ladeándolos un poco. Supongo que podía considerar eso una… ¿Sonrisa?
Parecían llevarse bien y tenían un comportamiento cercano.
¿Serían pareja?
Confirmé al bajar las escaleras y llegar a los escalones de la entrada que alguno de ellos hacía ejercicio porque, del camión de mudanzas, estaban bajando los de la compañía un equipo múltiple de ejercicio ya armado y parecía bastante complejo.
Trabajé rápido y al pasar el mediodía, me retiré de la biblioteca cerrando los archivos en que había trabajado. El salón de archivonomía estaba atestado de cajas por revisar, pero se hacían diez por semana, de modo que, al final del semestre, todas estuvieran listas para auditarse.
Me despedí de la señorita Kanata, una mujer pequeña de cabello corto y anteojos demasiado gruesos que estaba de intercambio apoyando en las labores de archivo durante los sábados y salí apresuradamente. Hacían falta cosas en mi nevera y sabía que no iba a llenarla, pero debía ir al banco, retirar dinero y luego al supermercado a por víveres, los más baratos y suficientes para lograr llegar al final del mes.
Soy una persona con una rutina definida. Voy al mismo banco, al mismo cajero, salgo por la misma puerta y me dirijo al mismo supermercado, a dos cuadras del complejo de departamentos donde vivo. Incluso siempre uso la misma caja para pagar mis alimentos.
Al salir del banco, subí de nueva cuenta a mi auto; crucé a moderada velocidad las dos avenidas que dividían la biblioteca de mi hogar y llegué al supermercado. Al entrar por la puerta principal, noté que había poca gente, como era usual los sábados a mediodía; tomé un carrito y me dirigí a la panadería.
Tenía la intención de cenar un panini, lo que los italianos consideran un sándwich, por lo que caminé por el pasillo de perecederos. Largas filas de latería diversa se mezclaban y las etiquetas naranjas con los precios en los estantes refulgían. La fuerte luz hacía relumbrar las baldosas y me concentré en el pensamiento de que brillaban demasiado. Por eso, al llegar al final de la fila, fui incapaz de preveer que iba a chocar con otro carrito.
El estruendo me asustó un poco y caí al suelo sentada, intentando levantarme casi de inmediato y con la inmediata intención de disculparme con el otro cliente por mi distracción.
Al levantar la vista, el joven de cabello negro que había conocido horas atrás me tendía la mano, con una expresión de preocupación, pero con la risa bailando en la comisura de sus labios. Sus ojos obscuros brillaban, igualmente con la obvia intención de sonreír ante mi despiste. No debo añadir que me sentía avergonzada, por lo que, en vez de guardar silencio, comencé a hablar atropelladamente a manera de disculpa.
- Oh… Hola… Ehm… De verdad, perdona… Verás, estaba un tanto distraída y no me he fijado que ibas a dar la vuelta y… - El joven me miró fijamente. Asumí eso como que estaba molesto, por lo que me sorprendió lo que dijo luego de que no sabía que más decir y quedé callada abruptamente.
- No te preocupes, fue algo insignificante. ¿Serás mi vecina, no?
- Así es… - dije aliviada – Tú y tu novio parecen muy agradables. ¡Ah! – Y recordé por fin que no me había presentado, mientras su mano me ayudaba a levantarme – Yo soy Rey.
Su rostro cambió un poco. Fue un cambio fugaz, de un segundo. El tiempo suficiente para que yo fuera capaz de notarlo.
- Ben – Dijo simplemente y de pronto, una risa fresca y profunda, cálida y agradable dejó sus labios y se dejó escuchar – Huxley no es mi novio – dijo esto con un ligero tono escandalizado – ¿Cómo es que has asumido que somos pareja? ¿Es que luzco tan afeminado? – Esto último lo dijo sarcásticamente, engrosando la voz, haciéndola parecer más profunda de lo que ya era.
Sin poder evitarlo, sonreí.
La verdad es que yo no lo encontraba nada afeminado.
- Lucen bien juntos y… Supongo que lo asumí porque soy una prejuiciosa – y nuevamente sonreí. Ahora tenía dos razones para estar avergonzada. Quizá le había insultado llamándole homosexual. Algunos hombres ven amenazada su hombría cuando se les otorga una orientación sexual que no tienen.
- ¡Vaya broma! Le diré a Huxley lo que piensas; seguro estará complacido de ver que su comportamiento para ahuyentar a las mujeres realmente funciona – Y una de sus manos se situó justo sobre su pecho – Me disculpo si te lastimé. No tenía ninguna intención de hacerte caer.
Sus palabras eran sinceras y eran lo adecuado según la situación y el momento. Pero la frase "Me disculpo si te lastimé" removió un extraño sentimiento de tristeza y vulnerabilidad al que no estaba acostumbrada. Respondí como cabría responder.
- No te preocupes, siento haber estado distraída – y tomé mi carrito, dirigiéndome a la panadería – Hasta luego, Ben – Levanté la mano y dirigí entonces el carrito fuera de su alcance. No pude ir muy lejos.
- ¡Oye!
- ¿Sí? – Volteé a mirarlo y estaba situado justo detrás de mí.
- ¿Me permites invitarte un café? Por haberte orillado a conocer el suelo – y sonrió. Esta vez no era sólo una mueca, sino realmente una sonrisa amable.
Sentí que me subió el calor a la cara y para evitar que lo notara, bajé los ojos un instante tratando de controlar mi reacción. Luego de un instante, asentí.
- Pero si he sido yo la que… - Objeté, como era adecuado hacerlo; en realidad sí había sido yo la culpable, pero como era adecuado también, Ben me interrumpió, insistiendo.
- ¿De veras crees que soy gay, no es así?
Sonreí de oreja a oreja. La sensación que me proporcionaba hablar con él se sentía tan amable, tan familiar, que me obligaba a sonreír. Era una sensación nueva, como cuando conoces a un amigo de toda la vida. No debo exagerar cuando digo que nunca he tenido muchos amigos, tal vez ninguno.
- Está bien. Yo debo hacer las compras, no hay nada en mi nevera y la semana siguiente tengo que estudiar así que no tendré mucho tiempo para hacerlas entonces. ¿Te parece bien si lo bebemos después de eso? Y no, no creo que seas gay – y reí.
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Al final, terminamos haciendo las compras juntos. Ben se ofreció a pagar las mías, pero, aunque eso me supondría ahorrar algo de dinero, no iba a dejar que un, apenas conocido, pagara por mí, así que me negué. Ben no insistió y al salir de la tienda, subimos a mi auto, un viejo Audi de deslucido color beige.
Al llegar a mi departamento, Ben se apeó de mi auto y de inmediato sacó las bolsas de papel del asiento trasero, esperándome para cerrar mi auto en el estacionamiento. Entonces caminamos al elevador. La recepción estaba vacía; sólo el perro del vigilante, un amigable beagle, parecía dormir apaciblemente junto a ésta. Apreté el botón del elevador, que ahora parecía más iluminado de lo normal y ambos subimos. Procuré mantener mi vista lejos de Ben, porque, dicho sea de paso, el parecía no quitar la suya de mí y acepto que no estoy acostumbrada a tanta atención. No soy la clase de persona que los muchachos observan y cuando lo hacen, no me interesa.
Este no era uno de esos casos.
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Ben no es precisamente conversador.
Detrás de la taza de café, sin embargo, noté cómo, más allá de esforzarse en hablar para entretenerme, realmente estaba disfrutando de la conversación, como si jamás hablara con nadie. Eso me pareció realmente extraño porque, por su apariencia, podría decirse que es un joven realmente atractivo y sabe muchas cosas, cosa que encontré refrescante.
La cafetería se veía igual que siempre; mesas y sillas de madera barata, grandes ventanales, los mismos meseros de siempre, la misma cocinera. Bebimos café y comimos galletas de canela hasta la medianoche. Luego salimos de allí, y caminamos a casa.
- Bueno, creo que ha sido un buen día. He conocido a una vecina hermosa y agradable – Lo miré algo asombrada por el cumplido y sentí las mejillas enrojecer – Ahora, señorita vecina – y señaló mi puerta – Debes estar cansada. Buenas noches.
- Ehm… Buenas noches, Ben. Qué descanses – y ante sus buenos deseos, sólo sonreí, abrí la puerta con mis llaves y entré a mi departamento. Lo último que vi fue su rostro. Tenía una expresión serena y afable.
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Una luz roja. Una luz azul. Espadas de luz cortando el viento.
Un fuerte dolor de cabeza. Podía escuchar su voz taladrando mi cerebro, invadiéndome, desenmarañando mi sufrimiento interno.
Nieve. El sudor frío. Los árboles muertos. La obscuridad.
Sólo sus ojos refulgían contra las luces de colores.
Había furia en ellos. No furia hacia mí. Furia hacia el universo. No hacia mí.
La sensación de frío en la garganta y de pronto, la calma.
Las luces se apagaron, la tierra se abrió.
Sangre.
Y era Ben, alejado por una enorme gruta en la tierra, quien había salpicado de sangre mis manos, que sostenían una luz azul contra el obscuro cielo impío.
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Sentí que había dormido de más. Era domingo y realmente no tenía que hacer nada.
Los recuerdos del sueño que tuve me golpearon unos segundos, en que permanecí en la misma posición. Nunca había soñado nada parecido.
Pero, después de todo, no era inusual. Los acontecimientos del día anterior, en sí mismos, ya estaban completamente fuera de mi rutina, así que, bien podría justificarse que soñara algo como eso tomando en cuenta que apenas hacía algunas horas, había conocido a una persona con la que había intimado más que con ninguna otra en toda mi vida.
Cierto. Ben vivía enfrente. Y no tenía un novio.
Ante esta idea, una enorme sonrisa me cruzó el rostro.
No la cuestioné. Tener amigos sin pareja hacía las cosas más simples, porque no estaban preocupados por atender a otra persona, no son hostigados con los horarios ni con largas llamadas telefónicas. Tenían tiempo para salir, divertirse y conversar.
La idea absolutamente egoísta de tener un amigo realmente me agradaba y no iba a dejar ir la oportunidad.
Me di una ducha y comí un panecillo con un vaso de leche, mientras repasaba mi sueño. Los elementos importantes eran claros y las sensaciones, vívidas. La nieve se fundía en mi piel y la sentía derretirse en mis brazos que parecían moverse con rapidez, moviéndose como si la luz azul que sostenían, los controlara. Y la voz de Ben, modulada, profunda y obscura, muy obscura, resonaba en mi mente con la misma claridad del canto de los pájaros en la rama que se mueve en mi ventana y golpea el cristal cuando llueve.
El sol entraba a raudales por la ventana de la cocina y mientras observaba a través del cristal, un pensamiento me cruzó la mente, obnubilándome unos momentos.
"Huevos revueltos y jamón…"
No había sido propiamente un pensamiento. Era una especie de… Sensación. Certeza. No era antojo. No estaba respondiendo a un impulso de hambre o gula. Era como un susurro. Como cuando la Muerte y todos sus pequeños y fastidiosos amigos hacen una fiesta y hablan y hablan sin parar.
Y sonó la puerta. Tres golpes. Golpes cortos, rápidos.
El sonido me sacó de mi hilo de pensamiento abruptamente, tan abruptamente que me asusté. Pero ese susto no fue nada al lado de lo que sentí cuando, viendo por la mirilla de la puerta de color verde obscuro, pude observar que Ben estaba fuera, y esperaba que le abriera. Al abrir, su rostro estaba, si no serio, sí extrañado.
- ¡Hola! ¿Te gustaría desayunar conmigo? Sé que es algo tarde, pero si no has desayunado, hay un lugar al que puedo invitarte donde hacen los mejores huevos con jamón frito en todo Seattle, quisiera consultarte algo, así que, con el desayuno, pago por tu ayuda. ¿Qué dices?
Huevos revueltos y jamón.
El pensamiento que resonó en mi mente, sin duda había estado en la de Ben. Aunque no era preciso, ciertamente era extraño, pero bien podría ser una coincidencia.
Acepté la invitación y luego de unos minutos, en que Ben esperó en el sofá de la entrada, salí de mi apartamento y cerrándolo, nos dirigimos a un restaurante que, como bien dijo, tenía los mejores huevos, de hecho, revueltos con jamón frito de todo el estado de Washington.
Parecía que Ben tampoco quería renunciar a su nueva y flamante amiga.