Hoooola, hijos de la sangre de un sol violador (¿

Hoy la lluvia me ha agarrado de buen humor (mentira, iba a salir a pololear y la puta orina de las nubes me lo cagó todo), así que, he optado por colocarme los lentes y sentarme frente a la portatil con una taza de café y mi Elmo recién nacido en el regazo.

Bien dicen, "que las musas te encuentren trabajando".

Al principio, pensaba escribir un par de capitulos de un par de historias. Pero, mientras intentaba explicar quien mato a Pepe Grillo y se robo al tigre volador de doña Estelita, esta idea comenzo a tomar forma en mi cabeza…

De hecho, es un One-Shot. Pero los One-Shot no me gustan, no tienen emoción, por lo que dividí la historia en tres pequeñas partes. Cortitas y ligeras, sin muchas vueltas, que subiré una vez por semana.

No es una historia en toda la regla, solo el relato de un secreto compartido durante años. Ella, que siempre estuvo sola, y él, que no podía concebir tal dolor para una niña tan pequeña.

Esta es mi despedida a las vacaciones.

¡NO ES GRULLAXTIGRESA! ¡NO HAY ROMANCE AQUÍ!

¡Leed!


Un entretejido de historias bajo la manga.

Grulla fue quien lo descubrió.

En ese entonces llevaba solo un par de meses en el Palacio de Jade. No conocía a nadie. Su relación con sus nuevos compañeros era meramente inexistente, en especial con aquella tigresa de bengala.

Era demasiado tarde y él se había quedado estudiando unos pergaminos. Volvía a su cuarto, cuando un sonido —tan débil que al principio le pareció haberlo imaginado— le llamó la atención. Era un sollozo. No un sollozo al pie de la letra, sino un sonido ahogado, como cuando nos mordemos la lengua y no queremos hacer escándalo, como cuando nos tapamos el rostro con la almohada para gritar y que nadie se entere.

No recordaba de quien era aquel cuarto —tal vez si lo recordaba, pero no lo pensó en ese momento—, cuando simplemente tomó la puerta y la abrió de un solo movimiento. No unos centímetros. No solo una pequeña rendija por donde mirar. La abrió por completo y lo que vio —a quien vio— le dejó por un momento paralizado en el umbral.

—¿T-tigresa?

Ella estaba en el suelo, sentada de espaldas a él.

El cuarto estaba sumido en las penumbras, pero Grulla alcanzó a distinguir la repentina tención en ella. De haber estado más atento —o tal vez menos oscuro— habría reparado en que ella no llevaba la blusa.

—Tigresa… ¿Te encuentras bien? —insistió.

—Vete.

Tigresa enderezó la espalda. Una de sus manos cayó pesada sobre el suelo, con la palma hacia arriba.

—Escuché… —dudó—, ¿necesitas ayuda? ¿Puedo…?

—No, no puedes. ¡Vete!

Su voz, ronca por el llanto, sonó como un gruñido… y Grulla no dudó cuando salió y cerró la puerta.

Había visto a esa chica —mucho menor que él, pero no por eso menos peligrosa— hacer cosas… cosas que habían logrado apaciguar los ánimos de Mono y Mantis por jugar bromas a todos los que pasaran por delante de las puertas del cuarto de alguno de ellos dos. Cosas asombrosas, pero que daban miedo. Nunca había visto a una muchacha tan fuerte y talentosa en los entrenamientos. Su destreza imponía respeto.

Esa noche no volvió a pensar en aquel pequeño incidente y a la mañana siguiente, cuando Shifu les saludó de pie al principio del pasillo, la tigresa de bengala no le dirigió ni una mirada. Él tampoco la miró. No demasiado.

Con los días, aquel episodio quedó guardado en el fondo de su mente, como un mero momento sin importancia que, con el tiempo, llegaremos a olvidar, como si nunca hubiera pasado. Y podría haberlo olvidado… podría. Pero no lo hizo. Tigresa habría tenido unos quince años en ese entonces —no estaba del todo seguro, solo eran sus propios cálculos— y él ya marchaba directo a la treintena. Como adulto, había cosas, pequeños detalles, que le era imposible pasar por alto.

Una tarde, luego de un combate entre Tigresa y Mono, Grulla se percató de que la chica estaba sangrando —solo era una pequeña mancha, diminuta pero existente, en la manga de la blusa que acostumbraba a usar en ese entonces—. Eso no tendría que haber sido nada preocupante, muchas veces se lastimaban con el entrenamiento, pero el detalle era el siguiente: Mono en ningún momento había logrado golpearla. Grulla podía haber asegurado que ni siquiera la tocó antes de que ella ganara el enfrentamiento.

No se lo dijo de inmediato. Esperó a que los demás se entretuvieran para acercarse a ella. Tigresa estaba de espaldas a él y pegó un respingo cuando la tomó por la muñeca izquierda.

—Oye, ¿puedo ver eso?

Grulla solía curar las heridas de los chicos. Supuso que ella le dejaría… pero no lo hizo.

Con un gruñido, Tigresa se soltó de un solo jalón —así, Grulla también descubrió que ella era mucho más fuerte de lo que aparentaba en los entrenamientos— y retrocedió una distancia considerable.

—No tengo nada.

—Estás sangrando —Grulla sonrió, amable—. Debo verlo. Déjame.

—No.

No… y se fue. Su salida fue acompañada por el fuerte azote de las puertas. Ese fue el segundo detalle: su manera de reaccionar. Tigresa era de naturaleza agresiva, pero nunca reaccionaba sin un motivo de peso de por medio.

Grulla ignoró las miradas de desconcierto de sus compañeros, como si le acusaran de haber molestado a la "más furiosa de los Cinco Furiosos", y continuó con su propio entrenamiento. Esta vez, no resultó tan fácil sacarse de la mente la imagen de aquella pequeña mancha de sangre. Fresca y reciente. Como si hubieran abierto una herida. Porque, junto a esa imagen, se instalaba el presentimiento de algo más grande.

Tigresa era demasiado cerrada en sí misma como para sacar alguna conclusión basándose en su comportamiento. Era imposible. Además, ella era cuidadosa. No se dejaba atrapar, las evidencias de su secreto eran tan pequeñas que podían ser pasadas por alto.

Pasarían meses antes de que Grulla tuviera, mínimo, una idea de lo que ocurría.

Para ese entonces, el asunto de Tigresa era ya un recuerdo vago, lejano y débil, una espina demasiado pequeña que fácilmente podría ignorarse —pero que estaba, estaba y pinchaba cuando algo, por más mínimo e insignificante, se lo recordaba—. Grulla acababa de entrar al Salón de Entrenamiento, en busca de un pergamino que había dejado olvidado, y Tigresa aún no se había percatado de su presencia.

Podía verla de perfil, sentada en el borde de las tarimas.

La manga de la blusa, en el brazo izquierdo, estaba remangada hasta la altura del codo y dejaba ver su antebrazo. Las garras de su mano derecha se deslizaban lentamente sobre la piel, entre el pelaje, dejando finas y largas líneas por las cuales la sangre no tardó en manar…

—¡¿Qué estás haciendo?! —graznó Grulla.

No lo pensó.

Entró de sopetón al lugar, a zancadas, y bruscamente tomó la mano derecha de Tigresa… entonces, lo vio.

No era un corte, no eran solo rasguños: la piel de sus brazos estaban llenos de ellos. Del izquierdo y del derecho. Ambos por igual. Algunos recientes, otros más viejos, otros ya cicatrizados. Era todo un entretejido de líneas —delgadas y otras más gruesas, rosas y pálidas— que se ocultaban entre el pelaje y debajo de la manga.

Grulla sabía que, de haberlo querido, Tigresa podría haberse soltado de su agarre. Sabía que ella podría haberlo golpeado y salir de allí. Sabía que, si ella se quedó quieta, si le permitió ir a buscar vendas y curarla, no fue porque no pudiera haber huido, sino porque no quiso. No quiso escapar.

/

El silencio era interrumpido únicamente por sus respiraciones mientras Grulla vendaba las muñecas de Tigresa, tal como lo había hecho por primera vez siete años atrás.

Las blusas de mangas largas habían sido remplazadas por el chaleco rojo hacía ya un par de años, pero al parecer, no se necesitaba de tela para ocultar el pequeño secreto. Nadie preguntaría por las vendas. Tigresa entraba día sí y día también, vivía sumergida en el Salón de Entrenamientos.

¿Qué podrían significar un par de vendas tontas?

Todos asumían que se había herido en los aparatos de entrenamiento o en algún combate. Nadie acertaba a la verdad. Pero, claro ¿Quién puede pensar algo como eso de buenas a primeras?

Grulla alzó la mirada: ante él, ya no se encontraba una jovencita, ya no era aquel rostro de rasgos infantiles. Tigresa era una mujer adulta, madura… y tonta, pensó, arrugando el entrecejo en dirección a la venda que acababa de colocar en la muñeca derecha de ella. Pequeñas manchitas rojas comenzaban a teñir la tela blanca, pero sabía que de eso ya se encargaría Tigresa de ocultar. Era toda una experta en ello.

—Esto no está bien, Tigresa.

Ella no alzó la mirada. Nunca le miraba al rostro.

—Muchas cosas no están bien —murmuró—. Muchas, Grulla. Esto no es nada.

—Te haces daño.

—Lo sé.

La misma conversación desde hacía ya siete años.

—¿Por qué lo haces? —Se atrevió a preguntar, aun conociendo la respuesta de antemano—. ¿Vale la pena el dolor, Tigresa? ¿Vale la pena herirte así?

Entonces, los ojos de ella miraron a los de él. Vacios, apagados. Tristes.

—No... No para ti. No espero que lo entiendas.

Y ya no dijo nada más.

No, Grulla no lo entendía... No de la misma manera que ella.

Usualmente, no necesitaba vendarla. Tigresa no solo era tonta, sino también meticulosa. Cuidadosa.

Con el tiempo —noches en vela, mañanas de sueño y entrenamientos en los que se mantuvo pensativo, prácticamente dejando a sus compañeros que le derrotasen en combate—, Grulla llegó a trazar un patrón en las heridas de los brazos de Tigresa. Una historia. Halló un significado.

Aquellas leves, apenas notorias, eran momentos de ansiedad. Solo eran raspones, suaves, como si se hubiera rascado repetidas veces en un mismo lugar sin ser consciente de ello.

Había cortes más delgados y ligeros, como un zarpazo accidental. Eran los que más abundaban en cantidad. Eran castigos autoimpuestos: cuando fallaba en el entrenamiento, cuando la derrotaban, cuando algo no lo hacía bien. Cuando fuera que Tigresa lo considerara necesario.

Al final, estaban los cortes más notorios, aquellos que sangraban de manera peligrosa, como el que acababa de vendar, y dejaban marcas visibles entre el pelaje. Esas —que habían dejado dos cicatrices en su brazo derecho y tres en el izquierdo— eran llanto no derramado. Era dolor oculto. Sentimientos reprimidos bajo la creencia de la coraza propia del guerrero. Eran las veces que habia llegado a su propio límite.

Grulla conocía el motivo de tres de esas cicatrices.

Una se la había hecho a lo quince años, cuando tuvieron su primera misión como Cinco Furiosos: habían fracasado y Shifu, señalándola a ella como la principal responsable, le había acusado de no poner suficiente empeño, echándole en cara que, si algo pasaba a sus compañeros, era responsabilidad recaía sobre quien fuera que guiara el grupo —ella—.

Otra a los diecisiete, luego de haber aguantado toda la cena los comentarios de Mono y Mantis —ninguno mal intencionado, claro, solo parte de las bromas de mal gusto que aquellos dos solían gastarse— respecto a su aspecto poco femenino y su poca predisposición para entablar relaciones sociales.

Y la tercera —aún fresca y recién vendada— se la acababa de hacer, en la soledad que ofrece el Salón de Entrenamientos a esas horas, luego de que aquel panda fuese nombrado Guerrero Dragón.