Disclaimer: Los personajes de Shingeki no Kyojin pertenecen a Hajime Isayama. Este Fanfiction es escrito sin fines lucrativos.

Advertencias: Yaoi (temática homosexual). Universo alterno. Palabras altisonantes. Ambientado en 1960.

Pareja: Eren/Levi o Ereri

Notas del capítulo: POV de Levi. Referencia a música francesa y a múltiples lugares en Francia: el Quartier Latin o Barrio Latino, Notre-Dame, el Pont Neuf, la Sainte-Chapelle, el río Sena, entre otros. Algo de fluff y Eren acordeonista.

A Altaria Blue e Ireth. Igni, gracias por su tiempo, sus palabras, por estar ahí.


Olor a París

- 1 -

¿Lo recuerdas, Eren?

¿Recuerdas esta ciudad donde nos conocimos?

Las calles del Quartier Latin gritan tu nombre y buscan tus pasos. ¿Cómo decirles que no estás aquí? Demonios, ellas gritarían, porque después de diez años se han acostumbrado a tus pasos como las alturas a las nubes. El cielo te busca entre el mar de cabezas y llora al no encontrarte. Así ha estado toda la semana, con inmensas nubes negras que se pasean sobre la gente y con potentes ventarrones que arrasan con las ramas, con la basura, incluso con la tranquilidad de los parisinos. La ciudad se ha vuelto estúpidamente gris e infinitamente vacía.

Y duele, no sabes cómo duele.

¿Te acuerdas? Nosotros marcamos cada rincón de París, dejamos besos ocultos en cada uno de los callejones y, al anochecer, nos escondimos como dos imbéciles en los brazos del otro mientras veíamos las luces de las farolas reflejadas en el agua del Seine, desde el Pont Neuf. Fui tan jodidamente feliz cada segundo… y cada pedazo de Francia lo supo. Aunque nunca tuviera que sonreír para demostrártelo; tú eras capaz de leer mi felicidad incluso sin mis expresiones, con las que nunca aprendí a llevarme bien. Cada recoveco de Francia fue testigo de cómo me moría por ti, de lo importante que fuiste, de lo mucho que me quisiste. Fuiste lo mejor que me pudo pasar.

1957. Doce años después de la guerra, pero la ciudad aún seguía resurgiendo entre los escombros. Eras un mocoso cuando te conocí, pero no uno cualquiera: Eras el chiquillo que hablaba un francés casi vomitado y desparpajado, un mocoso apasionado por la música francesa y, por aquel entonces, te instalabas en una esquina de Notre-Dame, donde los transeúntes te dejaban alguna moneda cuando no te pisaban. Eras tan increíblemente pequeño, y tocabas tan mal el acordeón, el cual se veía dos veces más grande que tú. Al principio, no me di cuenta de que eras un niño: Parecías un acordeón gigante con pies dando vueltas por la catedral, tocando canciones horribles. Quién diría que terminarías volviéndome loco por ti… volviéndome adicto a ti; a tu bendito y, por qué no, también maldito ser.

Yo era un par de años mayor que tú, tal vez cinco o seis. Tendrías unos siete años en aquella época, eras un niño mugroso y abandonado que soñaba con entrar al Conservatorio de Música de París pero que, irónicamente, sólo contabas con el dinero suficiente para comprarte diariamente un pan que terminabas compartiendo con las palomas que descansaban en la fuente Saint-Michel, con tu soledad y tus ojos caídos de tristeza, porque sabías que nadie pasaría por ti a la catedral, ni un padre, ni un tutor, ni nadie. Estabas solo en el mundo, habías recorrido el corazón de Francia en todos tus años ahí y lo conocías mejor que los mismos franceses.

Tenía catorce años la primera vez que te hablé. Te conocía como el chiquillo del acordeón, como toda París. Al principio, sólo pasaba por tu lado ignorando tus intentos de conquistar a la gente con tu música pero, cuando me acerqué a ti por primera vez, me encontraba devastado por la muerte de mi madre y cabreado con todo el mundo. Pensando que el mundo era mierda. Que las palomas eran mierda. Que tu acordeón era mierda. Que tú eras mierda y todos lo eran. Tenía tanta hambre y tenía poco de haber empezado en el mismo trabajo que llevó a la muerte a mi madre, a venderle mis noches al mejor postor… y, maldición, estaba tan infeliz. No sé si te hablé porque quise desquitarme contigo, o porque quería que me vieras y me inyectaras tus ganas de vivir. Mis ojos ya habían visto demasiada porquería por catorce años, y tal vez querían purificarse en los tuyos por un segundo.

—… Deberías bolear zapatos, mocoso. Tocas horrible el acordeón. Si la música vomitara, se oiría como lo que estás tocando.

Entonces, miré mi reflejo en los ojos esmeralda, esos ojos pintados de inocencia y un toque de abandono. Estabas tan solo… y, en ese entonces, yo no sabía nada de ti, y me pareció tan fácil tratarte como basura sólo porque no te conocía.

Cuando cumpliste siete años, le pediste a tu padre que te llevara a conocer Francia… pero no contabas con que la muerte lo esperaba en una calle de París, montada en un auto fino que te arrebató lo que más querías en el planeta… desamparándote y dejándote sin saber cómo regresar a tu natal Alemania, sin identificación, sin saber francés, sin nada.

Tal vez no comprendiste mis palabras aquel día, porque no te molestaste, sólo te fuiste tocando lejos de mí aún más horrible que antes. Ése era tu sueño y ni siquiera mi crítica venenosa te lo iba a arrebatar. Siempre fuiste un hombre de metas claras, Eren, y luchaste por lo que más querías en la vida. Brillabas por ti mismo y, algún día, los encandilarías a todos.


Era navidad y la nieve cubría paulatinamente la ciudad. El río Sena estaba congelado, pintoresco como una escena blanca, azul y gris como tu piel en ese momento: Tenías las manos tan agarrotadas por el frío que no podías sostener tu instrumento, ni a ti mismo. Cuando te encontré, el invierno te había derrotado: Estabas agazapado en una esquina, sacudiéndote con desesperación al sentir cómo tus huesos se congelaban. Creí que morirías; toda la calle lo creyó. En aquel entonces, miles de niños morían en Francia por el frío, la desnutrición, el abandono, las enfermedades, que un niño más no haría la diferencia. Aunque ése fueras tú.

Ésa fue la primera expresión de amabilidad que tuve en mi miserable vida. Cogí la única frazada vieja que tenía en mi casa, fui hasta ti y te la aventé, pero no te diste cuenta. Tenías congelados hasta los sentidos. Al notar que no te movías, te tomé por el cuello de la camisa y te arrastré hasta donde yo vivía, tu cuerpo dejando un camino entre la nieve del callejón, hasta que llegamos a mi casa de un solo cuarto y una ventana con barrotes oxidados. Yo sólo tenía catorce años. No tenía nada que ofrecerte más que mi juventud y mi miseria.

Aquel día, no supe por qué no pude dejarte morir. Tal vez ya te quería. Quién sabe. Nunca lo entendí.


Jamás fui bueno cuidando de nadie, ni siquiera servía para cuidarme a mí mismo. Lo único que sabía hacer era defenderme de los ataques de los demás y evitar que me mataran; pero no sabía alimentarme bien ni sabía cuántas horas era recomendable dormir… Lo único que sabía era limpiar. Mi madre se la pasaba gimiendo en los callejones por tanto tiempo que, si no hubiera sido porque yo limpiaba la casa, nos hubieran comido los gusanos a los dos. No es exageración: Tras la guerra, las condiciones de salud e higiene en Francia eran deplorables y miserables, por no decir las peores del mundo.

Pasaron los años y, aunque nunca te lo dije, mejoraste demasiado en el acordeón. Ya no te veías tan ridículo al tocarlo, incluso cogías el instrumento con seguridad y delicadeza, con un aire más profesional. El niño de nueve años se volvió uno de once. Cerca de la iglesia, interpretabas las canciones clásicas de siempre: Sous Le Ciel de Paris, Les Feuilles Mortes… sabías que ésas te garantizaban un par de monedas, además de los éxitos de Piaf, que en aquel tiempo oscilaba entre una reina y, a la vez, una innombrable.

Eras bueno en el acordeón, de verdad.

Increíblemente bueno.

Y una tarde, así nada más, desapareciste.

Nadie en toda Francia te volvió a ver.


1966. Fue en la estación del metro central, en la Porte Dauphine, donde el destino vomitó un milagro.

En aquellos días, sentía que me estaba resfriando muy seguido por las lluvias constantes, los ventarrones de otoño y mi desinterés en mi propia salud. Pero cuando estás solo, sencillamente, esas cosas te dejan de importar. Trabajaba en una tienda de té en una época en la que a nadie le importaba el té, pero ya no podía más con mi anterior ocupación: Estaba enfermo de follar por unos pocos francos con cualquier imbécil que pagara; enfermo de que se corrieran dentro de mí; enfermo de limpiarme entre las piernas cuando había dicho explícitamente que no se vinieran dentro de mí; enfermo de las mujeres que engañaban a sus maridos y se quejaban de ellos conmigo: "Si mi esposo tuviera tu edad", "si tuviera tu cara", "si tuviera tu voz". Una noche, simplemente no me presenté a la misma calle en donde me vendía; en cambio, entré a una tienda de té. Y ganaba tan mal, que a veces no completaba para el billete de metro y tenía que caminar dos horas hasta mi intento de casa.

Hoy estaba celebrando que me habían pagado —y con 'celebrando' me refiero al privilegio de tomar el metro que apestaba a orina de rata y al aliento a queso añejo de los pasajeros—, pero así era: La Gran Francia, la capital del perfume, apestaba peor que el carajo.

Y la vida —no conforme con haberme hecho nacer en la ciudad más apestosa del mundo—, decidió hacer pasar un ventarrón que me arrebató el boleto de la mano justo cuando iba a pasarlo por la máquina, llevándoselo lejos, hacia el otro lado de la barra de seguridad, donde los pasajeros abordaban ese metro que pasaba cada hora. El accidente me arrancó un interno "¡puta madre!" mientras mis ojos se quedaban fijos en el boleto a diez metros de mí, burlándose por su escape exitoso, en la parte de la estación a la que yo no podía acceder.

Suspiré pesadamente al ver que el viento se lo llevaba más lejos, hacia las vías del tren.

"Perfecto. Ahora mi puto boleto se va a suicidar" pensé amargamente, preparado para ver cómo el boleto saltaba hacia las vías y así contemplar el fin de su vida. Sin embargo, contrario a mi expectativa, miré un zapato pisarlo y detener bruscamente su recorrido. Una figura de pelo castaño se agachó, la única persona en la estación; el resto había abordado el metro que acababa de partir. ¿Qué acaso no lo había tomado? Fue lo que me pregunté mientras veía al sujeto inclinarse a recoger el boleto.

—Perdona, ya me había subido, pero vi que tú-

Sus palabras murieron al verme, así como las mías al verlo.

Unos ojos verdes asombrados; no, impactados. Estupefactos.

—… ¿Levi? —Preguntó, sin aliento.

No pude parpadear. Mi mente tenía alojado a un mocoso de once años, con la espalda torcida por el peso del acordeón… y no podía reconocer a ese joven mucho mayor, de dieciocho, alto y de espalda recta, con un estuche musical. Parpadeé como si fuera una especie de ilusión o pesadilla, para limpiarme los ojos de esa mentira visual…

—Levi, ¡¿eres tú?! —Me preguntó el sujeto, con la misma sonrisa que tenía aquel mocoso del acordeón. Exactamente la misma.

De prisa, me tendió el boleto que hice pasar por la máquina, notando sus ojos verdes intensamente clavados en mí. La mirada de Eren siempre había sido estúpidamente intensa… todo había cambiado y, a la vez, todo seguía siendo absurdamente igual.

Todo.

—… Hola. —Me saludó, con una sonrisa cálida— Sí eres Levi, ¿verdad? Me sentiría muy tonto si no lo fueras…

Absolutamente todo.

Incluso su cabeza agacharse de vergüenza.

Incluso su estupidez.

—No sabes… el gusto que me da verte. ¡Me da tanto gusto! —Gritó, lleno de júbilo, su cuerpo expresándolo en movimientos exagerados con las manos.

Incluso su manera de jalarme hacia él.

Incluso sus abrazos.

Incluso su calidez.

—No me abraces… —Murmuré, sin mirarlo, aunque bastante tarde, cuando estaba siendo estrujado entre sus brazos. Su mano perdida en mi pelo negro, sus dedos apretándolo.

Incluso mis respuestas.

"No me abraces", cuando una maldita parte de mí quería decir "no me sueltes".

Incluso su manera de ignorarme cuando le decía que no me abrazara.

Todo igual.


—Logré mi sueño, Levi.

Me confesó más tarde, mientras atravesábamos el Pont des Arts rumbo al Museo de Louvre. Mi mirada estaba perdida en las olas del río Sena conforme caminábamos, el sol reflejado en el agua como un río de luces. Mientras tanto, Eren sonreía al ver los candados a los lados del puente, puestos por gente idiota para inmortalizar su amor cuando era más probable que —por el peso de los candados— las verjas del puente se desprendieran en el futuro, hundieran un maldito barco y mataran a toda la tripulación. Pero bueno, la gente enamorada es así de descabezada. Especialmente Eren, quien miraba los candados con una sonrisa suave. Así era él: Siempre se fijaba en cosas estúpidas. Siempre sonreía por razones estúpidas.

—… Tu sueño. —Repetí sus palabras, sin interés— ¿Conseguiste un trasplante de cerebro?

Y, como antes, mi amargura lo hizo reír, en lugar de ofenderlo.

La risa de Eren seguía tan fresca como siempre.

Tan malditamente fresca.

Me di vuelta para esquivar aquella risa, mis ojos grises regresando al oleaje débil del Seine, mientras él me decía:

—Me ofrecieron una oportunidad en el Conservatorio de Berlín. Estaba tocando en la calle… —comenzó a contar— cuando un maestro en la Sainte-Chapelle me habló. Noté que tenía un fuerte acento alemán, y le conté en alemán lo que me pasó al llegar aquí. Me ayudó a regresar a Berlín, a entrar a la escuela; él acababa de perder a su hijo, como yo perdí a mi padre. —Me explicó, suavemente.

—Oh. —El castaño sonrió ante mi respuesta corta y seca. Nunca fui demasiado expresivo, y el tiempo no había cambiado eso.

—Ahora gano un poco mejor. El acordeón es más difícil de lo que pensé. —Admitió, con pena.

—Siempre te gustaron las cosas difíciles. —Recordé, vagamente, para luego sentir una intensa mirada sobre mí.

—Tal vez… por eso regresé a buscarte, Levi.

Volteé a verlo. Así pasaron algunos segundos, un contacto visual ininterrumpido y las olas del Sena chocando repetidamente contra las bases del puente.

Eren había crecido tanto, pero sus ojos seguían siendo las mismas joyas malditas. Su esencia intacta. Su estupidez. Su pureza. Su inocencia. Todo seguía igual.


—¿Sigues viviendo en el Quartier Latin?

Sólo asentí, esperando que no me pidiera que lo llevara a mi casa. Acababa de descubrir una nueva gotera, y mi hogar olía a humedad, a pobreza y a agua estancada.

—¿No tienes que trabajar hoy? —Me preguntó, y le expliqué que mi turno del día había terminado. La tienda de té abría y cerraba temprano: En realidad, a nadie le importaba el té, mientras que a todos en la época les importaba el acordeón, Aznavour y Piaf.

De pronto, lo sentí tomarme por el brazo antes de decirme:

—Acompáñame al Boulevard Saint-Germain, hemos estado caminando por horas. Déjame llevarte al Café de Flore.

—No me alcanza. —Declaré.

—Yo te invito.

—No, Eren.

—No aceptaré un no.

—No seas terco, diablos.

—Bueno, sólo ven conmigo. Pediré algo y lo dividimos, no puedo acabarme un baguette solo.

Mentira. Sus orejas lo delataban como dos semáforos en rojo.

Pero, además de mentira, noté que ése era un intento desesperado de Eren por que lo acompañara. Suspiré con pesadez, metiéndome las manos en los bolsillos y acomodándome la bufanda negra, al sentir el viento enfriarse conforme oscurecía más; mirando cómo Eren sonreía cuando decidí seguirlo, y cómo hablaba y hablaba sin parar.

Su estúpida sonrisa era una de las mejores cosas en París, aunque no se lo dije. Habíamos pasado por el Pont Neuf, por el quai d'Orsay, por el Louvre… pero era su sonrisa lo que tenía fresco en mi mente, por alguna razón. Tal vez porque era lo más puro y verdadero que había visto en París.


Fin del capítulo 1.

Notas: Hola. Aquí desenterrando un fic que inició el año pasado y quedó pausado; hasta que, en una cafetería, escuché « La Vie en Rose » de Édith Piaf que me empujó a acabar el capítulo (generalmente amo todo lo de Piaf). Originalmente iba a ser un one-shot, pero tal vez se pudiera dejar en two-shot. Una disculpa por las inconsistencias de tiempo, intenté investigar pero seguro se me escapó algo. Cualquier comentario o crítica constructiva es bienvenida.

Un abrazo y gracias por leer.