TE AMARE MIENTAS VIVA

III

Pasaron algunas lunas desde aquella tormentosa noche en la que Oscar y Alain se habían debatido a duelo. En las barracas nada había cambiado y además, no se sabía nada de Drezel. Las murmuraciones infundadas de los soldados aumentaban con el paso de los días, vaticinando un desenlace fatal para el que fuera su compañero. André había decidido hacer oídos sordos a estas murmuraciones, confiando ciegamente en la promesa de su comandante, con la atenuante de haberla visto entrar y salir varias veces del despacho del General Builé.

La rabia de Alain, -que confinado en la barraca daba la impresión de una fiera enjaulada- lo hacía sentir impotente ante lo inevitable, de modo que decidió romper el silencio que le ahogaba y se acercó a su compañero que lustraba sus botas sentado junto al ventanal; su gesto era sereno y despreocupado, una completa burla para el sargento, que tenía la firme intención de decirle todo lo que tenía atragantado desde aquella noche.

–No puedo entender como el amor puede cegar tu sentido de la justicia—Comentó indignad - Entiende que Lazal no volverá, y tú tienes que olvidarte de esa mujer. Definitivamente no tienes por qué arruinar tu vida por ese imposible. Sé que en tus recuerdos hay una chica que alguna vez mostró interés en ti, deberías dejar a la perra e ir a buscarla de una vez por todas.

– ¿Tu, te refieres a Helena? – Respondió André con una pregunta, la cual le hizo abandonar su rutinaria tarea. - De ella no sé nada, y no sabes cuánto daría por saber si aún está en París.

– Pues deja toda esta payasada del ejército y búscala. ¿Acaso crees que no me doy cuenta lo que estas padeciendo? Te observo, y sé que cada día vez menos y es que en tu condición no puedes enfrentar ni defender a nadie. Escúchame, ahora la victima de la tiranía de los nobles fue Lazal, mañana seré yo, y algún día serás tú.

André volvió a fijar su mirada en sus botas, simulando no escuchar las palabras sinceras de Alain. – El descanso de estos días ha hecho que mi ojo tenga momentos más prolongados de buena vista; eso me motiva para seguir escribiendo.

– Dicen que no hay peor ciego que el que no quiere ver, no solo te estás quedando ciego, sino que intentas ignorar lo inocultable. Me da pena que no quieras ver la realidad.

– ¿Qué pasaría si Lazal llegase a esta barraca? —Dijo poniendo las botas perfectamente lustradas a los pies de su litera, fijando toda su atención en el rostro de Alain. - ¿Eso sería suficiente para que dejes de insultarla y creas de una vez en su integridad?

Lo miró directamente a los ojos antes de responder y su expresión iracunda se duplicó. – Si él regresa, si resulta que la perra es inocente; juro por mi vida que la respetaré y seguiré sus órdenes como el soldado que decidí ser. Pero estoy seguro de que nuestro compañero no regresará.

– Necesito que me jures que cuidarás de ella cuando yo no esté, y que le entregarás las notas que estoy escribiendo —Dijo André con la misma determinación que le miraba, - No tengo a nadie y no confío en nadie, pero sé que cuando un hombre tiene palabra es garantía suficiente.

Alain permaneció en silencio varios segundos antes de contestar. Sosteniendo orgullos esa mirada decidida que le calaba hondo; supo que realmente le había tomado afecto a ese hombre obstinado, aunque sabía también que ningún efecto tendría prometer algo que jamás llegaría a realizarse, así que le respondió con aspereza:

– Si Lazal regresa, cumpliré con mi palabra y le entregaré tus notas a Oscar de Jarjayes.

Al escuchar esta afirmación, André estrechó la mano de su compañero, quien después de aquello se recostó en la litera buscando inútilmente conciliar el sueño.

La tarde empezó a caer paulatinamente sobre Paris, y la barraca en poco tiempo quedó en total obscuridad y silencio. André entendió que ese era el momento para continuar con su escrito.

/ María Antonieta de Austria y Luis XVI se habían convertido en los reyes de Francia, lo que trajo consigo una duplicidad en el trabajo. Intentábamos sobrellevar los cambios en las nuevas tareas, pero Oscar parecía estar de mal humor las 24 horas del día, y ¿cuál era el motivo del suplicio? Pues nada más y nada menos que los rumores sobre la especial atención de la reina hacia el Conde Hans Axel Von Fersen. Y es que el joven sueco, no solo se la había ganado a ella, sino que también se había ganado la confianza de la Comandante, visitándola frecuentemente en su casa, dedicando tardes enteras a sus charlas de nobles. Yo fui testigo de esas charlas, las que en realidad no me importaban, solo me daba curiosidad ver cómo se comportaban uno cerca del otro. Fersen era un perfecto orador, educado hasta para sonreír, atento y sereno. En cambio, Oscar parecía ser otra persona, se sonrojaba y sus bruscas carcajadas "masculinas" se convertían en una sonrisita dulzona, digna de cualquier jovenzuela casadera de palacio. En un principio todo aquello me resultó simpático, pero conforme pasó el tiempo, la presencia de ese hombre empezó a disgustarme. Pero es que yo no tenía por qué vigilar las visitas del condesito. Suficiente revuelo ocasionaba en Versalles y él no era quien lidiaba con las histerias de Oscar cuando alguien se atrevía a difamarlo a él y Antonieta, no señor, era yo y mi humilde sable los que pagaban la pena. Estaba fastidiado con todo este cuento del enamoramiento, ¿Por qué ella no se comportaba tan cándida conmigo? "André vamos a practicar esgrima", "André vamos a disparar", "André tráeme la pistola", "quieres que te derrote André". Ninguna de esas sonrisitas era para mí, solo gritos, quejas y mal humor.

Molesto le consulté si era imprescindible mi presencia en sus reuniones con Fersen, y alegremente me contestó que no, que bien hacía en ocupar mi tiempo en cosas útiles; ¡Claro! Era eso, era que mi presencia se constituía un fastidio para sus planes amorosos, de modo que decidí irme, ¿Que más útil que hacer mi propia vida lejos de ella?, y pensé en Helena, pues a ella yo sí le interesaba y ella sí me quería.

Pero resultó que no tuve mucha suerte esa tarde en París, de hecho, solo pude averiguar que mi dulce ya no trabajaba en la posada, y que ahora estaba al servicio de la marquesa de Brambury -una de las damas cercanas a la Familia Jarjayes-. Ese dato resultó más que interesante, pues la marquesa en más de una ocasión le había insinuado a Lady Jarjayes requerir los servicios de un apuesto joven como yo; por ende, esa mujer tendría que acordarse de este valet. Hum, el pequeño inconveniente es que no podría ir a su mansión esa misma tarde, teniendo en cuenta que la benevolencia de mi ama solo se limitaba a las horas diurnas que ella le dedicara al Conde; de noche tendría que cumplir con mis rutinarias labores de asistente en la guardia. Ni modo, tendría que buscar otra oportunidad, y esta llegó un par de días después cuando Fersen apareció durante el almuerzo. Cuando lo vi entendí que tenia desaparecer, por eso no desaproveché la oportunidad y me preparé para impresionar, vistiendo el mejor traje que tenía; También me peiné el cabello y lustré mi calzado; todo eso era necesario si pretendía lograr mi cometido, de manera tal que me enfilé hacia Paris sin avisarle a nadie, con las indicaciones necesarias para llegar directamente a la mansión de la marquesa de Brambury.

Cuando llegué a la imponente entrada, la sirvienta me informo que la dama no estaba, y que la única persona que me podría atenderme era su sobrina. No tuve más opción que entrevistarme con la joven que apareció intempestivamente en el salón, antes de que la sirvienta le informara quién era yo. Debo admitir que la supuesta sobrina de la marquesa poseía una exótica belleza, pues tenía los ojos verdes obscuros muy expresivos, los que hacían juego con una mirada fija y penetrante. Sus dedos eran largos y finos, sus labios carnosos y una figura voluptuosa. El tipo de mujer que podría embelesar a un hombre, tal me lo dijera el General Jarjayes en cierta ocasión.

– ¿Que lo trae por esta casa Monsieur?– Saludó la joven ofreciéndome su mano delicada.

– Disculpe mi intempestiva llegada, madame– Respondí antes de acercar mis labios a su mano. – Sería un privilegio para mí conocer vuestro nombre, antes de informarle los motivos de mi visita, mi lady.

– Señor mío– Contestó ella, con algo de rubor en sus mejillas – Debe saber que mi nombre es un misterio, el cual solo revelaré al caballero cuya noble casa y posición le permita disfrutar de mi compañía. Entonces, ese caballero podrías ser vos.

¿Caballero? ¿Noble posición? Lo que puede lograr un buen traje y un buen baño. Pensé.

– Disculpe mi lady, le informo que no pertenezco a ninguna familia noble.

– ¡¿Qué usted no es noble?!– Exclamó indignada con los ojos abiertos de par en par.

– No mi lady. – Me dirigí a ella ceremoniosamente – Solo soy un lacayo que sirve en Versalles. Mi nombre es André Grandier.

– ¿Y se puede saber a quién sirves?– Preguntó abandonando las formalidades con las que se había dirigido a mi tan solo unos minutos antes.

– Sirvo a la noble Familia Jarjayes, y soy el asistente personal de la Comandante de la guardia, Lady Oscar François de Jarjayes.

– ¿Así que tu eres el valet de esa mujer travestida?– Preguntó con renovado interés, buscando apaciguar la agitación de su pecho.

Pero ¿Cómo era eso de mujer tras… travestida? Pensé, e ingenuamente manifesté que no entendía a que se refería.

– Eso no importa—Dijo ella despóticamente, dejándose caer en el sillón de la salita. – ¿Qué quieres de esta casa? y ¿Por qué buscas a mi tía? – agregó.

– En realidad, quería solicitar el permiso de la marquesa, es decir, de su tía madame, para frecuentar a una de sus doncellas.

– ¿Tú? – Exclamó mirándome de hito en hito – No serás noble, pero eres muy apuesto y viril.

– Pero ¿qué?– Deje salir mi pensamiento en medio de un total desconcierto.

– No me mires con esa cara de inocente – continuó – ¿acaso no te has visto en un espejo? Tú eres de esas personas que no necesitan posición o dinero para tener clase. Eres como yo.

¿Cómo era posible que una dama de alcurnia se comparara conmigo?, Era cierto que mi estatura nada tenía que envidiar a un noble cualquiera, y que en Versalles las doncellas no pierden oportunidad de "requerir mis favores", pero notoriamente no podría ser un noble, solo había que reparar en mis manos callosas. Aunque claro, llevaba guantes. De todas formas esa mujer me pareció extraña y algo en ella me intimidó.

– Me gustaría volver a verte – Continuó dirigiéndose a mí con esa actitud sensual, poniéndose de pie, acercándose a mí seductoramente, rozando con sus largos dedos la mejor de mis chaquetas. – Eres muy apuesto y las mujeres como yo necesitamos calmar el fuego interno que nos consume. Desde que llegué a esta aburrida casa, no he tenido el placer de recibir a un hombre de verdad. Claro, está el detalle de tu posición, pero en secreto nada de eso me importa.

Podría ser ingenuo pero no estúpido. Esa mujer era extremadamente sensual, provocativa y astuta. Cualquier hombre en mi lugar se hubiese lanzado sobre ella como un sabueso. Pero estaba Oscar; me conoce tan bien, que en lo que canta un gallo se hubiera enterado de mis andadas. Hubiese sido un suicidio aceptar las insinuaciones de una chica de la nobleza, y con el susto que había pasado por culpa de la reina, prefería continuar con mi plan inicial y darme la oportunidad de conocer a una mujer de mi clase.

Respondí mirando hacia otra parte que no fuera su escote, retirando suavemente sus manos de mí:

– Me siento halagado mi lady, pero usted saber que no me está permitido tener ese tipo de relaciones con jóvenes de la nobleza.

–– Pero si nadie se va a enterar – Dijo ella pícaramente, y eso me molestó. Intentaba no decirle directamente que NO, pero tuve que hacerlo.

– Gracias. Pero no lo creo posible. Y con esto doy por concluida mi visita.

– ¡Espera un momento!– Exclamó, retomando su tono de voz inicial. El típico de los nobles. – ¿A cuál de estas asquerosas sirvientas deseas ver?

Respiré hondo. La sobrina de la marquesa parecía una bestia herida, dispuesta a derramar la última gota de sangre en su lucha. Su actitud corporal se tornó temeraria.

–Mi intención es que la marquesa me permita visitar a Helena Lazzinni.

-¡Helena!, ¿Esa flacucha inútil, harapienta y sucia?, Por ese remedo de mujer te has atrevido a rechazarme. ¡A mí!

Parecía que me hubiera tocado la pupila del ojo. Ahora no era una sola bestia herida la que estaba en aquel salón. Me ardió en el alma que llamara a Helena, inútil y sucia. ¡Cómo se atrevía!, Pero tuve que aguantarme para no gritarle lo que pensaba de ella y de sus proposiciones. No me olvidé de quien soy.

– Creo que lo mejor es que me retire. –Dije sin demostrar mi enojo, y no agregué el mi lady

– Creo que muy pronto verás a esa sucia en París, y no tendrás que venir a esta casa a pedir ningún permiso. Por otra parte, si algo de hombre tienes, olvidarás lo sucedido.

– No se preocupe. Haré de cuenta que no la he visto jamás. – Y diciendo esto, me retiré de la mansión de Brambury a toda prisa, seguramente encontraría algún modo de de ver a Helena.

Disgustado por no haber logrado ver a la marquesa y por el desagradable encuentro con su sobrina, instigué a mi caballo para que en poco tiempo me encontrara nuevamente en las calles del centro de París. Me detuve un instante para tomar aire, y dicho sea de paso, inventar alguna excusa para justificar mi atuendo en la mansión Jarjayes. Pero no alcancé a hilvanar la primera línea de mis mentiras, cuando sentí un palmeo en la espalda, uno fuerte y conocido. El de mi ama.

– ¡Hey! No te asustes, no soy un fantasma—Dijo sorprendida por mi sobresalto. - Pero mira nada más cómo es que te has vestido esta tarde. ¿Acaso hubo un baile al que no me invitaron?

Estaba asustadísimo. No sabía qué decirle. Con Oscar no funcionaban las mentiras fáciles. De hecho, no funcionaban ni las más elaboradas. Mi voz escasa de aire empezó a tartamudear – Este… yo, aquí, vine…

– Ya… déjalo así. – Dijo restándole importancia a mí dudosa respuesta. – Vine a recoger mis pistolas. Supongo que tú también viniste por ellas.

– ¿yo? ¡Ah, sí! Tus pistolas– Respondí aliviado.

– Bueno ya repararon la falla en la culata. Es preciso que nos reunamos en la mansión para probarlas. Así que deja de pavonearte por las calles con esa ropa, porque la debes usar esta noche.

– ¿Esta noche?– Pregunté extrañado.

– Así es – Respondió con hastío – Su majestad desea que la acompañe a uno de esos interminables y aburridísimos bailes, por eso es que debes venir conmigo, así podré soportarlo.

– Como ordene – Respondí, e inmediatamente emprendimos la marcha hacia la mansión.

Tan solo habíamos avanzado un par de cuadras, cuando de la nada – así como aparece la lluvia en Arras – apareció delante de las ruedas del carruaje una chica rubia, muy delgada y frágil.

La mirada alarmada de Oscar desde el interior del coche se cruzó con la mía, que iba a su lado en mi caballo. Ambos nos detuvimos y corrimos en auxilio de la joven.

Oscar se inclinó y la recostó en su regazo, para comprobar que efectivamente estaba consciente, y que para nuestra suerte no se apreciaban heridas de gravedad.

¿Estás bien, pequeña?– Preguntó con interés sincero al observar sus magulladuras.

Recuerdo que ese fue un momento hermoso y tierno de nuestras vidas. En aquella oportunidad la humanidad de Oscar fue inmensa.

– No, no ha sido nada, Monsieur. – Respondió la joven conmocionada.

– ¿Cómo te llamas?– Preguntó.

La muchacha enderezándose sobre el empedrado, la miró directamente a los ojos, pero no le respondió nada.

– Pregunté, cómo te llamas pequeña—Reiteró mi ama con dulzura.

– Rosalie, Monsieur. – Respondió ella al fin.

– ¡Que hermoso nombre tienes!– Exclamó aliviada, mientras ayudaba a la muchacha a ponerse de pie.

– Dime Rosalie, ¿Por qué una niña tan linda está junto al arroyo, arrojándose a cuanto carruaje se aproxima?.

– Noble señor, ¿No necesita una sirvienta para su esposa? O ¿compañía para esta noche? –Preguntó la joven, ignorando la pregunta.

– Pequeña no necesito una sirvienta y tampoco compañía femenina, y es que también soy mujer.

Rosalie casi se desmayó por la impresión que le causó saber que se trataba de una mujer con uniforme, pero contrario a disculparse, rompió a llorar desconsoladamente.

– ¡Me ofrezco por hambre!– Dijo entre sollozos – He buscado trabajo, Dios sabe que he recorrido cada calle de esta ciudad implorando, suplicando piedad. No exijo más que tener algo que llevarme a la boca y que llevarle a mi madre, pero lo cierto es que a nadie le importamos.

– ¡No! No digas eso por favor. – Dijo Oscar fervorosamente, como si lo que hubiese escuchado de labios de Rosalie no fuera cierto.

Me buscó con la mirada y yo en silencio asentí al comentario de la plebeya, pues era evidente que esa era la realidad en París. Hay que entender que esa no era la realidad de Oscar, pues hasta ese día había ignorado lo que sucedía fuera de Versalles. Tal vez por su dedicación a los reyes, o tal vez por ser una aristócrata, eso no lo sé; de lo que sí fui testigo, es que a partir de ese día se empezó a desatar la venda que le había impuesto su linaje.

Afanosamente buscó en su guerrera una moneda y se la entregó en las manos como señal esperanzadora. Rosalie, observó largamente la moneda que estaba entre sus manos y luego la apretó contra su pecho. – ¡Con esto podré comprar la medicina para mi madre! Gracias, muchas gracias señora- Repetía la desdichada, ahora llena de júbilo. – Dígame su nombre por favor.

– Oscar–.

Rosalie asintió y no dijo nada más, solo se acercó espontáneamente y la besó en la mano. Después, salió corriendo por la callecilla empedrada.

Oscar se quedó como petrificada y su gesto rápidamente se transformó en uno lleno de ira e indignación. Pero esta vez fue distinto, no empuñó su sable y no gritó. Solo dejó salir un par de lágrimas amargas, las cuales limpió raudamente. Aquella tarde fue única en mi vida, pues confirmé lo que siempre supe de ella, que aunque parezca ser una más de la corte, está llena de bondad y siente empatía por sus semejantes. Me sentí privilegiado de ser el único que la conoce como es en realidad.

Retomamos la marcha hacia la mansión. Ella en el carruaje, cabizbaja y pensativa, yo a paso lento en mi caballo. Cuando se adueñó del cielo el ocaso llegamos a nuestro destino, en donde se nos esperaba, con la mesa del comedor servida; ahí estaba mi abuela en soledad, ya que para variar, no estaban los señores de la casa.

Supuse que la comida le levantaría el ánimo, pero Oscar ni siquiera probó bocado. Mi abuela, entendió que algo le había sucedido a su niña, pero prefirió que fuera ella quien iniciara la conversación. Obviamente siguió sumergida en su silencio sepulcral, logrando así que todos nos sintiéramos incómodos. Hasta que mi abuela le comentó que el conde Fersen había estado esperándola tan solo un par de horas antes en el despacho.

– ¡Fersen estuvo aquí!– Exclamó al fin, recobrando el apetito y el brillo en su mirada. Brillo predominante en el rostro de la reina, y es que me parecía estar cenando con Maria Antonieta.

– Y eso que tiene de raro. – Acoté mientras masticaba una pieza de pollo – Ese condesito siempre anda merodeando por esta casa, no veo por qué el alboroto.

– ¡¿Pero qué dijo?! ¿Dejó algún mensaje para mí?, ¿Te mencionó algo sobre el baile de esta noche?

– No, mi niña– Respondió mi abuela algo sorprendida por el notorio y automático cambio en su semblante.

– Tomaré una siesta antes de prepararnos para el baile en palacio – Dijo Oponiéndose de pie, mientras con la mano se llevaba a la boca un trozo de pollo – Hazme saber cuando estés listo para salir —Dijo antes de retirarse a su habitación.

Asentí y seguí comiendo.

– Es evidente que mi niña está enamorada. – Comentó mi abuela, provocando una reacción brusca dentro y fuera de mí.

– ¿Cómo que enamorada? Oscar. ¿Oscar? Tú deberías dejar de tomarte la famosa copita de jerez entre comidas. Esa afirmación es ridícula.

– Nada de ridícula – Dijo mi abuela muy seriamente. – Tú eres hombre y no tienes ninguna experiencia en estas cosas, por eso te es imposible identificar las señales del amor. ¡¿Acaso no viste cómo cambió su expresión cuando le dije que el conde Fersen había estado esperándola?! y no creas que se me escapó el detalle del rubor en sus mejillas, todo es distinto en ella cuando ese hombre llega a la casa, se olvida hasta de ser un hombre en su presencia.

– Patrañas – Le dije simulando no creer en nada de lo que decía. Pero mi anciana y perspicaz abuela había resuelto el misterio. Eso era lo que estaba pasando ¡y en mis narices! Oscar al igual que su majestad, estaba enamorada del mismo noble sueco.

Asistimos al dichoso baile de esa noche. Maria Antonieta emperifollada hasta las orejas fue el centro de atención. Su objetivo seductor era evidente hasta para mí, porque se había puesto todo su arsenal de joyas para impresionar al conde. Y ¿qué decir de la estricta jefe de la guardia?, pues había hecho lo mismo, aunque con menos brillo y suntuosidad. Creyó que no me había dado cuenta de que llevaba el traje de gala sin que se lo pidiesen, y es que en definitiva, Oscar tenía el mismo objetivo de la reina, pero me alegró saber que el codiciado conde no asistió a la velada.

Entradas las tres de la mañana mientras tocaban en el gran salón en doceavo minué, recordé lo sucedido con la sobrina de la marquesa. Me era imposible no pensar en Helena y en las nefastas consecuencias que le traería mi encuentro con la pariente de su patrona. Me prometí buscarla apenas me fuera posible.

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Pasaron un par de días después del baile en el que no había estado presente en Conde Fersen. Oscar – malhumorada, para variar —Entró en las caballerizas para decirme su padre le había encomendado la búsqueda de unos documentos que le entregarían en París. Pensé de inmediato que esa era la oportunidad que había estado esperando para saber de Helena, por lo que me ofrecí solicito acompañarla.

El encargo del general, era el retiro de un salvoconducto especial que le entregarían a su hija en la armería, la cual se encontraba a escasa distancia de la mansión de Brambury. Cuando estuvimos muy cerca, escuchamos los gritos alarmados de varias personas que corrían en todas las direcciones. – ¡Fuego! ¡Fuego!,¡ La mansión arde en llamas.

Sentí un vacío en el estomago, un terror paralizador. – Helena – Fue en lo único que pensé en aquel momento.

– ¡Qué esperas André! ¡No te quedes ahí parado! Corre en busca de ayuda ¡Trae agua!—Me gritó.

Pero cualquier esfuerzo resultaría inútil, las llamas eran enormes y la edificación ya estaba prácticamente en las cenizas. Nos quedamos en el lugar a esperar el informe oficial. Mientras una angustia demencial me carcomía el alma.

Por fin se logró el fuego, y fue entonces cuando un uniformado de la guardia de Paris emitió el informe oficial, donde constaba que ningún sirviente se contaba entre las víctimas fatales, y que la única fallecida en el siniestro había sido la propia marquesa.

Fue como respirar por primera vez. La noticia me llegó como un bálsamo que calmó mis ansias, aun así decidí no perder más tiempo y le dije a Oscar que la alcanzaría en la mansión porque tenía que hacer algo importante.

Llegué rápidamente hasta la entrada de su casa, gritando – ¡Helena ¡! Helena estás bien! ¡Helena!.

Intempestivamente la puerta se abrió ante mí, dejando al descubierto el rostro desencajado de una mujer delgada y mayor. – ¡¿Se puede saber qué le pasa joven?!– Preguntó notablemente enojada, cosa que no me importó en lo más mínimo.

– He… Helena. ¿Dónde está? – La agitación me robaba el aire.

– Mi hija está aquí en su casa y en perfectas condiciones. ¿Quién es usted, y por qué viene gritando como un energúmeno?

– Ella está bien – Me dije en voz alta, retomando de a poco la calma. Y en ese mismo instante apareció Helena detrás de la figura de su madre, con el rostro desencajado.

– André, ¡¿Qué haces aquí?!

– Pensé que tú…

– Madre – Me interrumpió, apartando los brazos de su progenitora del marco de la puerta – Lo conozco, es un amigo mío. Su nombre es André Grandier.

– Pensé que te habías lastimado en la mansión de la marquesa. Ocurrió un incendio, y no te vi entre la multitud – Dije con la misma agitación con la que había llegado.

– ¡Como que un incendio!

– La marquesa fue la única víctima fatal.

– ¡Pobre de mí ama!– Exclamó Helena con pesar, dejando escapar algunas lágrimas.

– Es un milagro que no hayas estado ahí.

– Ya no trabajo en esa casa, la sobrina de la señora me echó.

– ¡Maldita serpiente!– Dejé salir con rabia lo primero que se me vino a la mente al recordar el rostro de esa mujer.

Helena esbozó una tenue sonrisa y aunque no dijo nada, supe le agradó mi reacción.

De repente se escucharon unos quejidos, los que provenían del interior de la humilde casa.

– ¿Qué pasa?– Pregunté inquieto.

– Es papá– Respondió con la voz en un hilo – Él se encuentra muy enfermo. No quiero ser grosera, pero creo que este no es un buen momento para vernos, lo mejor es que te vayas.

– Cómo es eso de que me vaya. Déjame ayudarte por favor, se de un médico que podría…

– Te agradezco la intención, pero esto lo tenemos que resolver nosotros. - Dijo Helena levantando la voz.

– ¡Pero Helena!

-No tengo nada más que decir André.

Diciendo esto cerró la puerta en mi cara, entendiendo que ya había tomado su decisión y tenía que respetarla. Por el momento era suficiente para mi saber que nada le había sucedido en el incendio, aunque me sentía culpable por el daño que le hubiese causado esa caprichosa aristócrata. Pero decidí no darme por vencido, regresaría cuanto antes a la casa Lazzinni e intentaría ayudar en lo que pudiese. Cuando estaba a punto de retirarme, la puerta de abrió de nuevo y por detrás de ella, aparecieron dos pequeños niños.

Volví sobre mis pasos y los saludé con un gesto, al hacerlo se pusieron muy nerviosos, y cerraron la puerta despacio, después se abalanzaron sobre mí, aferrándose fuertemente a mis piernas entre sollozos. Me hinqué a su altura y amablemente les pregunté qué les sucedía.

– Es horrible, ¡horrible!– Dijo uno de ellos.

– Papá está sufriendo, y nosotros no podemos hacer nada. - Dijo el otro.

– La medicina ayudará– Dije para intentar consolarlos, pero ellos cruzaron sus miradas y bajaron la cabeza. – No tenemos dinero para eso.

Como era posible que por dinero se perdiera la vida de un hombre, que además era el padre de dos niños pequeños. Esos niños que después vagarían por las calles cuando les faltara el sustento. Entonces recordé lo que había sucedido pocos días antes con Rosalie, y seguí el ejemplo de Oscar, sacando de mi traje una moneda de oro, la cual deposité en las manos de uno de los chiquillos.

– Entrégale este dinero a tu hermana. Úsenlo para salvar la vida de vuestro padre. –Susurré.

– Pero señor, nosotros no tenemos como pagarle. Mamá pensará que lo hemos robado.

– No, nada eso. Regresaré en cuanto me sea posible y hablaré con ella.

Los chiquillos asintieron y en sus caritas se dibujó una enorme sonrisa. Nunca antes me había sentido tan bien, me di cuenta de que podía hacer algo bueno por la gente, pese a no tener grandes riquezas o posición.

Volví a la mansión enternecido y satisfecho, aunque sabía que quizá mi acto de generosidad me traería problemas con ella.

Durante la mañana siguiente, se llevaron a cabo las exequias de la marquesa en la emblemática catedral de Notre Dame. La familia Jarjayes, – cercana a la difunta– fue una de las primeras en llegar al templo. En la primera fila estaba la sobrina de la fallecida, pero gracias a que solo soy un valet, pude evitar cualquier encuentro, solicitando esperar en el carruaje, pero no contaba con las órdenes de Oscar, quien me ordenó sentarme junto a ella durante la liturgia. Y ahí estaba esa mujer, vestida de negro, con un tocado del mismo color que le tapaba el rostro, no así el pronunciado escote.

La misteriosa sobrina lloraba dando grandes voces a los pies del féretro de la marquesa. Me dediqué a observarla detenidamente y supe que aquello no era más que una excelente actuación. Todo esto confirmaba mis sospechas de que era una mujer peligrosa, y que lo mejor era pasar desapercibido. Pero fue imposible, porque llegó el momento de las condolencias, y ahí me puse nervioso, actitud indisimulable, y aunque Oscar no dijo nada, me miró con extrañeza, como señal suficiente para entender que tendría que darle una explicación al respecto.

Al término de la misa, cuando estuvimos en las puertas de la catedral, Oscar se dirigió a mí, ansiosa por saber a qué se debía mi reacción. – ¿Conoces a la sobrina de marquesa?– Preguntó a quemarropa.

– Se lo mismo que sabes tú– Respondí esquivando su mirada.

– No disimules, de alguna parte conoces a Jeanne Valois.

Jeanne Valois. Ese era su nombre, y debo admitir que nunca antes una mujer provocó en mis tantas aprensiones.

– No la conozco. – Respondí maquinalmente.

– Espero que no te haya puesto nervioso lo que dejaba al descubierto su vestido, recuerda que estamos en un recinto religioso.

– ¡Pero qué clase de hombre crees que soy! – Dije molesto. ¿Era tan evidente que le había echado una mirada? En eso yo sé disimular…

Oscar esbozó una sonrisa, y se dio media vuelta cuando se escuchó el eco de unos murmullos que provenían del altar. De repente se escondió detrás de una columna. – André!– Susurró, y yo corrí a esconderme a su lado.

– Dime que la vista no me falla. El clérigo que habla con Jeanne, ¿No es el Cardenal de Rohan?

Agucé mi vista y lo confirme – Efectivamente él es y con ellos está uno de tus hombres.

– Sí, me saludó apenas llegué, ese es Nicolás de Motte. Me pregunto ¿Qué tendrá que ver el cardenal con la sobrina de la marquesa? y por qué Nicolás cuchichea con ellos...

– Eso es lógico –Dije con tranquilidad. – La joven debe necesitar el consuelo de Dios. En cuanto a Nicolás, no lo sé, quizá quiera servir de paño de lágrimas; cualquiera querría…

– ¡Déjate de estupideces!– Me reprendió aún escondida detrás de la columna. - Ese Cardenal no es una persona que goce de buen nombre. La misma Reina Maria Teresa lo expulsó de Austria, debido a que es un adicto al juego y a las mujerzuelas. Hay algo que no me gusta de estas tres personas. Nicolás no es el más fiel de mis subordinados, ya he tenido algunos roces con él en la guardia por su actitud altanera.

Nuevamente coincidimos en que la combinación de una joven con los ojos llenos de mentira y un prelado demasiado ambicioso podría resultar muy peligrosa.

Sentí que además de nosotros dos, había otra persona observándolos desde afuera. – Lo mejor será que nos marchemos– Susurré. Oscar aceptó mi sugerencia y ambos salimos de la catedral, pero nunca pensé que quien nos observaba fuera ella.

– ¡Helena!– Exclamé impresionado al verla.

– ¿Quién es esta joven André?– Preguntó.

– Eeee… esss

Pueden adivinar por qué el tartamudeo, ni en la más loca de mis pesadillas hubiera imaginado una situación así. Pero al mal paso, darle prisa, era el momento de que Oscar conociera a mi amiga personal.

– Te presento a Helena Lazzinni. Una de las doncellas de la marquesa de Brambury, también es una amiga mía.

– Es un gusto para mí conocerte – Dijo Oscar con sarcasmo, lanzándome una mirada de fuego.

–El gusto es mío, madame – Dijo Helena abandonado la tensión en su rostro. Observando detenidamente el rostro de mí ama, como si estuviese ante alguna aparición sobrenatural.

Una brisa tenue rompió el silencio incomodo de la escena, entonces Helena centro su atención en mi, con sus ojos inundados de lágrimas, suplicando tácitamente un momento a solas.

Oscar también percibió esa necesidad, y se retiró al carruaje, mencionando que dejaría a uno de los caballos para que regresase a la mansión una vez atendiera mis asuntos. Saludó a Helena como se hace con las damas en palacio, regalándole un cálido beso en la mano. Cuando el carruaje se perdió en la distancia, dirigí mi atención a Helena.

– Es bueno para mí volver a verte – Dije mirándole a los ojos, mientras busqué tomarle la mano. Pero apenas sintió el roce de mis dedos, se las llevo al pecho evitando así el contacto.

– He venido a darte las gracias por el gesto que has tenido con mi familia, pero quiero pedirte que no vuelvas hacerlo. Seremos humildes, pero siempre nos la hemos arreglado solos.

– Mi intención no fue ofenderos. Tu padre necesitaba urgentemente esas medicinas, y en ese momento tuve como hacerlo. Entiendo que tú apenas me conoces, pero quiero que sepas que cuentas conmigo para todo lo que necesites.

– En cuanto me sea posible te devolveré ese dinero– Dijo soltando sus manos, dejando que las tomara entre las mías, y que las lagrimas suspendidas, por fin resbalaran por sus mejillas.

– Eso ahora no es importante. Lo más importante es que tu padre mejore.

Helena se veía bellísima a pesar de su tristeza. Sentía que debía protegerla, que nada era tan importante en ese momento como para dejarla sola. Sentí deseos de llevarla lejos, de sentir su tibieza cerca de mí. – Ven conmigo– Dije mientras le secaba las con mi pañuelo delicadamente. Ella asintió y sobre mi caballo, llegamos hasta un lugar alejado de la ciudad a orillas del rio Sena.

Ese era uno de mis lugares favoritos, el cual frecuentaba en compañía de Oscar cuando éramos niños. En su suelo se había sembrado un manzano que con el paso de los años se convirtió en un árbol hermoso, cargado de las más deliciosas manzanas de toda Europa. Por otra parte, ofrecía una vista impresionante de la ciudad.

– Este lugar es bellísimo– Comentó Helena mirando al horizonte mientras una brisa elevaba sus bucles castaños.

– Me trae hermosos recuerdos, siempre que estoy preocupado, o que quiero escapar de mi rutinaria vida, vengo aquí. Este árbol trae a mi memoria los mejores momentos que he vivido junto a Oscar. Aquí fue donde nos convertimos en devoradores de manzanas expertos.

– Ella a pesar de su uniforme militar es una mujer hermosa. Como dijiste, es más hermosa que la reina.

– Es cierto que es linda, pero no es una persona fácil de tratar. Oscar ha sufrido muchas injusticias. Su padre le su identidad como mujer, educándola como un hombre. Es por eso que se exige a sí misma como si lo fuera y no se da cuenta que la vida tiene muchas posibilidades, que podría hallar en el mundo alguien que la haga feliz.

– Eso debe ser porque aún no sabe quién es ese alguien.

– Está enamorada de un noble. – Comenté con cierta molestia al recordar al conde Fersen – Pero él no es la persona indicada, ya que él ama a otra mujer.

– Ella y yo tenemos algo en común. André– Dijo de pronto acercándose más a mí. – Yo no he podido sacarme de la cabeza lo que sucedió en mi casa .

Mi corazón se agitó al escuchar su voz ferviente, al sentir su aliento tan cerca del mío. Era una sensación placentera percibir el temblor en todo su cuerpo; el calor que traspasaba su ropa. Me encontré inmerso en esas sensaciones, por lo que decididamente le tomé la barbilla y la estreché por la cintura. Mis labios se movieron despacio, hasta que se fundieron con los suyos con intensidad, me sentí extasiado. Cuando el beso llegó a su fin la abracé. Ella era el ángel que había llegado a mi vida para salvarme de lo prohibido.

– Será mejor que regresemos – Dijo Helena soltándose de mi abrazo. Su gesto ahora distinto, con una sonrisa que irradiaba esa paz que empezaba a extrañar.

– Te llevaré hasta tu casa, solo espero que no pienses mal de mí.

-Eso nunca.

En poco tiempo llegamos a la casa de los Lazzinni. En el umbral de la puerta nos estaba esperando la madre de Helena. Su gesto de disgusto me atemorizó.

– Usted de nuevo por aquí– Se dirigió a mí. – No queremos problemas con la nobleza.

- No mamá– Interrumpió Helena – Él no es…

– Sé quién es– Refutó – He visto a este caballero con los Jarjayes. ¿Le dijiste que en cuanto puedas le devolverás el dinero que dio a tus hermanos?

Helena asintió.

– Tu padre quiere hablar con este hombre.

Me quedé de una sola pieza. ¿Qué tendría que decirme el señor Lazzinni? Esta sería mi primera exposición de intenciones de cortejo. Pero ¿Qué es lo que se dice en estos casos?.

Los ojos de Helena suplicaban implícitamente que aceptara la invitación, y yo no podría hacer menos que dar la cara.

– Espera un momento – Me detuvo la mujer cuando me dispuse ingresar en la casa – Mi marido está muy delicado, por ello considero que es mejor que hable con usted cuando se sienta mejor. Helena es la luz de sus ojos, y no hay nada que ame más que su hija. Por eso le recomiendo que se prepare Grandier, y que tenga claro que es lo que le va a decir. Es evidente que no sabe a quién se enfrenta.

– Gracias, madame– Le dije y tragué seco. Pero ella tenía toda la razón, hubiese sido estúpido hablar sin un discurso preparado. Por otra parte, antes de adquirir un compromiso, tendría que hablar con mi único pariente vivo. Entonces me despedí de Helena y partí al galope a la mansión. Necesitaba tener esa conversación cuanto antes.

Llegué a la mansión y amarré mi caballo en el porche; crucé como alma que lleva el diablo el recibidor, pero alcancé a ver a Oscar que yacía de bruces sobre la mesa del comedor, con la botella de coñac medio vacía en su mano derecha, y en la izquierda la copa, sin rastros del licor.

– ¡Otra vez!– Exclamé– Ah, claro, soy su lacayo. – Y me dispuse a tomarla en los brazos para llevarla hasta su habitación en el segundo piso.

– ¡Estuvo esperándote toda la tarde!– Refunfuñó mi abuela que apareció en la escena. Sabe Dios de donde porque me llevé tremendo susto – Dijo que la vas a dejar, que no sabe que va a ser de ella cuando te vayas. ¿En qué andas metido, badulaque? ¡Eres un irresponsable!

– Shhh….La vas a despertar– Susurré. – Deja que la llevo a su habitación y te alcanzo en la cocina, hay algo de lo que tenemos que hablar.

De modo que cargue el cuerpo desmadejado en mis brazos y subí los cuarenta y ocho escalones renegando de mis tareas. Pensando en que ella era la ebria y yo el irresponsable, eso era tan injusto que la descargué cual costal de patatas sobre la cama y me apresuré a retirarle las botas, el cinturón y su casaca de la guardia. Al verla solo con su calza y su camisa interior me pregunté ¿En qué momento había cambiado su cuerpo? Oscar ya no era un muchacho espigado como yo. Definitivamente no, verla así era la tentación de tocar un hierro de marcar, recordando la imagen de sus curvas. ¡Oh, por Dios, no ahora!– Me reprendí.

– Fersen—Escuché de pronto la voz que salió de sus labios, melancólica y entristecida. Seguramente él también había apoderado también de sus sueños. Azoté la puerta al salir.

¿Y eso porque tiene que molestarme a mí? esto es enfermizo.

Bajé taconeando y me dirigí a la cocina, pensando en que nada tenía que ver yo con los enamoramientos de esa borracha, que ese era su problema y que tenía mis propios asuntos que atender. Pero cuando estuve en la cocina, me encontré con los ojos de mi abuela abiertos cual lechuza, esperándome sentada a la mesa del servicio, vigilando dos tazas de té humeante.

– ¿La cubriste?– Preguntó.

– Sí. Lo hice– Respondí de mala gana.

– Soy toda oídos ¿Dónde estabas metido y de qué me quieres hablar?

Por unos instantes dudé en responder, me la a imaginaba echándose sobre mí con una cacerola en la mano, vociferando insultos irreproducibles que escucharían hasta el salón de los espejos. Pero tomé valor y fui directamente al punto. – Conocí a alguien. – Fue lo único que pude decir.

– Conoces gente todos los días y no haces cita conmigo para contármelo ¿Se trata de una chica?

– Sí, una plebeya por supuesto, y muy hermosa. No en Versalles, en París.

– Déjame entender – Dijo mi abuela después de beber el primer sorbo del té. – Conociste a chica en París, que no pertenece a la nobleza y con ella te quedaste esta tarde, entonces ¿por eso era que mi niña decía que la ibas a dejar?

Los colores se me subieron al rostro, y no precisamente por vergüenza sino de rabia. Estaba hablándole de mí, no de Oscar ¿Es que toda mi vida tenía que girar en torno a su niña? – Me importa un comino lo que haya dicho esa borracha, este es un asunto mío.

– Nada es asunto nuestro – Dijo mi abuela muy seria, con la mirada fija en mi rostro. – Lo que nos pase también es asunto de los Jarjayes ¿Acaso no pensaste que tus aventuras pueden afectarla? Mira como se puso.

– Ya está bueno – Grité. – Que niña ni que niña. Oscar ya es una mujer hecha y derecha.

Retome de a poco la calma y bajé la voz – Abuela, conocí a una mujer que me atrae, que me ha dicho que me quiere, y yo estoy dispuesto a…, quiero cortejarla y necesito que me des tu bendición para ello.

– Sabía que este momento iba a llegar. André, eres mi único nieto y eres mi más grande tesoro. Todo lo que te haga feliz, me hará también feliz. Pero hijo, no te engañes y no pretendas engañarme– Dijo mi abuela pensativa, apartando la taza de sus manos.

– ¿No entiendo a qué te refieres?– Pregunté confundido.

– A que tú amas a Oscar. Yo lo sé. Pero aceptaré que cortejes a esa muchacha, porque el amor que sientes por mi niña nunca podrá ser.

– ¿Cómo voy amar a Oscar? ¡Estoy harto de ella! – Dije iracundo.

Pero en mi interior sabía que era verdad, y que mi abuela tenía la maldita razón. ¿Por qué tiene que estar clavada en mi alma como un puñal?, supe que no hay mayor desgracia que amar a quien no te ama. Esa noche en la soledad de mi habitación lloré de impotencia, lleno de rabia y desesperación. No sabía qué hacer, me sentía totalmente confundido. Solo me reconfortó saber que existía ese ángel que estaba dispuesto a esperar. Y lo mejor para mí, era aprender a corresponder su amor/.

André detuvo su escritura en ese punto. No solo porque le ardía la vista, sino porque vinieron a su memoria los recuerdos de su abuela, a la que extrañaba por demás.

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La mañana siguiente trajo consigo gran agitación en la barraca donde se encontraban los soldados del regimiento B. La hermana de Alain de Soissons, se había presentando en el patíbulo a despunte del alba, y todos – con excepción de André– se congregaron en las ventanas para deleitarse con la belleza de la muchacha, quien había solicitado al despacho de la comandante, una reunión privada con su hermano de carácter extraordinario. Media hora después regresó de su reunión el sargento donde lo estaban esperando con una catarata de preguntas sobre Dianne. Pero él no respondió ninguna, solo se recostó en su litera, cercana a donde estaba sentado André.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué esa melancolía? Parece que te han roto el corazón. – Comentó André, al notar la expresión en el rostro de Alain.

– Mi hermana ya es toda una mujer. Vino a decirme que se casará muy pronto.

– Pero esas son excelentes noticias, tú tendrías que estar feliz.

– Lo estoy, pero es que para mi ella siempre será la pequeña a quien debo proteger. En verdad me alegro por ella, pero aun así, me cuesta creer que pronto ya no la veré tan seguido como hasta ahora.

– No te preocupes, si tu hermana es feliz, seguramente tú también lo serás. Además debes saber que cualquiera de nuestros compañeros aceptaría gustoso el sacrificio de casarse con ella.

Alain esbozó una sincera sonrisa. Pero de pronto se sentó sobre su litera y preguntó a su compañero:

– ¿Escuchas eso?

-¡Lazal!...¡Lazal ha regresado sano y salvo! – Vociferaba uno de los soldados que venía corriendo por el pasillo.

Todos los que estaban adentro de la barraca se pusieron de pié para contemplar a la puerta que se abrió antes sus ojos descubriendo a su querido compañero Drezel, quien había sido apresado por la temible policía militar. Se abrazaron entre todos al soldado que ahora estaba de regreso en la barraca, tal lo había prometido la comandante.

– ¿Como le hiciste, Lazal? – Preguntó Alain cuando se apaciguó el cálido recibimiento.

– Yo no hice nada– Contestó el aludido con los ojos llenos de lágrimas – Si estoy libre, es por esa comandante mujer.

Cumplió con su palabra. Oscar es inocente – Se dijo Alain para sí, y observó detenidamente el rostro de André, el que sonreía confiado y sereno sentado sobre su litera. Supo que había llegado el momento de aceptar lo irrefutable, y a zancadas salió de la barraca con dirección a su despacho.

– He venido a expresarte mis sinceras disculpas Oscar François de Jarjayes. – Dijo al ingresar en el despacho sin anunciarse.

Oscar se levantó de su silla y asintió, para después acercarse a él y estrecharle la mano.

-Te aseguro que mientras el regimiento B esté a mi cargo, ninguno de mis hombres sufriría un castigo injusto.

Con esta declaración el Sargento entendió que era el momento de aceptar que la mujer que lo dirigía tenía palabra, y que a partir de ese día, obedecería sus órdenes sin basilar.

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Esa misma tarde, Oscar decidió agradecer personalmente la intervención del General Builé en el caso Drezel, y por ello decidió alcanzarlo en la opera de París. Pero no deseaba ir sola, y pensó en André, aunque todavía le guardaba rencor por lo sucedido entre ellos; De todas formas lo extrañaba necesitaba estar a su lado. Quería saber si ya no le dolían las heridas, que ella misma había ayudado a curar.

André quien recibió la orden, se vistió con el traje de gala de la guardia y esperó a la comandante en el patíbulo junto al carruaje que los llevaría a la opera. Apareció al poco tiempo, luciendo su deslumbrante traje de gala.

Quien los observaba desde la ventana de la barraca era Alain a quien le costó comprender cómo era que ambos se exponían al peligro de las calles de París, viajando en un carruaje de nobles y con semejantes ropas. Los observó alejarse y se quedó muy preocupado por lo que pudiera suceder.

En el interior del coche, André intentaba evadir la mirada penetrante de Oscar. Él sabía que ella tenía una sospecha firme de su padecimiento, y no quería que por ningún motivo quería confirmara su escasa visión. Lo más seguro era que le diera la baja del ejército y lo alejara de su lado, algo que no estaba dispuesto a soportar.

– Te queda muy bien el traje de gala– Comentó Oscar interrumpiendo los pensamientos de André, pero él André no alcanzó a responderle cuando se escucharon los gritos de una turba iracunda que se había puesto delante del coche, la gente embravecida, no les dio tiempo de aperarse de sable o revolver, por que los sacaron por las ventanas a tirones.

El cochero que los llevaba, cayó al suelo, y horrorizado de ver como los golpeaban, corrió hasta la ópera en donde informó en el palco de Builé, que la comandante Jarjayes estaba a punto ser asesinada. En ese palco también estaba Fersen, quien no dudo ni un instante ofrecerse con su regimiento para intentar salvar la vida de Oscar, ofrecimiento que en seguida acepto el general.

En el suelo, Oscar intentaba librarse de las manos de sus verdugos, pero ninguno de sus esfuerzos rendía fruto, hasta que observó el brillo de una espada que se abrió paso, y de pronto se encontró de bruces sobre un caballo, que le alejaba de la muerte y de André.

– Estás a salvo, aquí no podrán encontrarnos. –Dijo el conde agitado, descargándola en el suelo de un obscuro callejón.

– ¡Dónde está André! – Exclamó desesperada ante la mirada atónita de Fersen.

– Oscar no podemos salir–Suplicó el conde.

– Pero tenemos que salvarlo, no quiero que muera. ¡André! ¡Mi André!

El tiempo se detuvo en ese instante. Fersen estaba impresionado por los gritos desesperados de Oscar. - Le ama, y este es un amor tan profundo como el que yo siento por Antonieta –Pensó.

– Descuida yo lo salvaré – Dijo el conde abandonando sus pensamientos para subirse sobre el caballo, e ir en busca de quien estaba siendo ajusticiado.

Oscar aguardó en el callejón consternada por lo que sus labios habían pronunciado. Era imposible imaginar su vida sin André. Se dio cuenta de lo que sentía al verlo al borde la muerte. Supo que no entender ese sentimiento le angustiaba y le quemaba las entrañas. Se dio cuenta de lo que le sucedía, es que verdaderamente se había enamorado de su valet.

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– Mi nombre es Hans Axel Von Fersen ¡Yo soy el amante de la reina! – Gritó el conde a la turba. E inmediatamente los violentos se abalanzaron sobre él para tirarlo del caballo y darte muerte, olvidándose el cuerpo del soldado sobre la acera, al que ya le había preparado una soga de horca.

Hasta ese cuerpo agonizante llegó Oscar, desobedeciendo la orden del noble que los había rescatado. Se sentó sobre el suelo bañado de sangre, y reposó la cabeza de André sobre su regazo, se dio cuenta que estaba vivo y eso era lo único que le importaba. Le llenó de besos cada parte de su rostro y entre sollozos decía una y otra vez.

– Te amo, mi André.

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Los heridos fueron llevados hasta la mansión Jarjayes, donde los aguardaba una cuadrilla de médicos convocados por el general, quien después de constatar el estado de salud de su hija, se había retirado de la mansión en compañía de Fersen y su cuadrilla.

Oscar tenía en su cuerpo 32 moretones latentes que no dejaban de dolerle bajo su casaca. André por su parte tenía 19, más una enorme sutura en la cabeza.

Marón Glasse, llegó a los aposentos de su niña cuando todos los médicos se retiraron, con una taza de chocolate caliente, la cual reposó suavemente sobre la mesita de estar; ser acercó al lecho en donde estaba su niña y se enterneció al verla ya que había escuchado parte del relato de lo sucedido, cuando Fersen los entregó en el porche.

-¿Dónde está André?—Preguntó al sentir la mano tibia de la anciana sobre la suya.

- Él está muy golpeado, pero está vivo y descansando en su habitación. El doctor le recomendó reposo absoluto. También tienes que saber que el general Builé está enterado de vuestra situación, y por ello no será necesario que regresen a la barraca hasta que ambos se hayan recuperado.

-Necesito verlo.

-No hace falta que te esfuerces Oscar —Dijo André que apareció de pie en el umbral de la puerta.

-Estas a salvo, eso es lo único importante para mí. – Respondió mientras un par de lágrimas contenidas resbalaron.

-No te angusties, me acaban de informar que Fersen regresó sano y salvo a Versalles.

No, no es al conde a quien amo. Y no es por él que mi corazón se regocija. Sé que ni yo misma puedo creer lo que me sucede, pero sé que por lo que siento es que aun estoy viva. Me dejé llevar por el resentimiento y los celos, y hasta el borde de la muerte te arrastré; pensando que amaba a un hombre, el que nunca me dio esperanzas; mientras tanto tú sufrías en silencio por mi ignorancia y crueldad. Ahora que busco la forma para decirte que te amo y que siempre fuiste mi más grande amor, me faltan valor. Ahora entiendo y perdono todo lo que pasó aquella noche, tu desesperación y tu ira. Ya no puedo negarle a mi corazón, que solamente puedo ser tuya.

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Signos Referenciales:

Las cursivas corresponden a pensamientos de los intervinientes en la escena, como así también, a las impresiones que va teniendo André mientras escribe sus memorias.

NOTAS DEL AUTOR.

Como todos sabemos, la traducción que se llevó a cabo durante la época en la que se emitió el animé no fue la más exacta. Es decir, algunas situaciones se hicieron inentendibles por la mala traducción o "censura" que se apreció en la versión del animé en español. Por tal motivo apelo a quienes hayan visto la obra en idioma original con subtítulos; ustedes saben que en la escena del callejón, Oscar dice: "Mi André", Además, Fersen en ningún momento dice amar a Oscar, solo se emociona al comprender el amor que ella siente por André. Por eso, me permití hacer este importante cambio en esta edición, para poder establecer una coherencia de lo que sucede en realidad, lo que tiene conexión directa con acontecimientos que surgirán más adelante.

Gracias por su compresión y por leer estas líneas.

Fertuliwithejarjayes – 01/2016.