TE AMARÉ MIENTRAS VIVA
I
Hoy parece un día normal en las barracas del regimiento B de la Guardia Francesa. En las calles de París, el ambiente pasa de tranquilo a desesperante por el calor del sol que anuncia lluvia torrencial. Yo estoy recostado sobre mi cama escribiendo estas líneas, mientras mis compañeros juegan a las cartas, indignados por el nombramiento de una mujer como su nuevo comandante.
Al escuchar lo que dicen de Oscar, no puedo evitar inquietarme.
Escribo estas líneas pensando en mi futuro. No es muy prometedor si te encuentras en una barraca del ejército esperando una orden, y si tomamos en cuenta los disturbios, simplemente llego a la conclusión que nuestros sueños no son más que finas cortinas de humo a las que el viento disipa rápidamente. Sí, soy un hombre joven y soy parte del pueblo, pero decidí enlistarme impulsado por este sentimiento descabellado.
Al observar el paisaje a través de la ventana pienso que la vida se me va en un suspiro. Con nostalgia recuerdo mi infancia en Arras, a mis padres, a la familia Jarjayes y a mí querida abuela.
¡Cómo me hubiera gustado tener hijos!, seguramente les habría enseñado el verdadero valor de la nobleza; les diría que esta no se haya en un título real o en el reconocimiento del pueblo. No. Lo cierto, es que la verdadera nobleza se refleja en las acciones sinceras de corazones desinteresados.
Recuerdo también aquella época en la que me di cuenta de lo que hoy es mi razón de ser.
Tenía aproximadamente diecisiete años, de los cuales diez habían estado al servicio de los Jarjayes. Disfrutaba muchísimo de la compañía de Oscar y de las enseñanzas de mi abuela, pero también padecí el régimen disciplinario del General. Él es un hombre al que admiro, pues su carácter y determinación me inspiran el mayor de los respetos. No obstante, debo que admitir que en ocasiones he llegado a odiarle.
¡Ah! ¡Cómo olvidar aquel día en Versalles!
/Por entonces era el asistente de Oscar, el comandante de la guardia imperial, encargado de la seguridad de la delfina, María Antonieta. Llegó al establo de palacio un enviado de su majestad, –el príncipe Luis de Francia– para comunicarme la orden de preparar el caballo de la familia real, porque la defina había solicitado tomar sus primeras clases de equitación.
Un escalofrío me estremeció, pues el solo hecho de imaginar que algún accidente podría ocurrirle a quien sería la próxima reina de Francia, me recordaba lo insignificante que mi vida podría resultar entre sus manos. Sin despedir esa sensación de angustia, el mensajero insistió para que condujera el caballo hasta el jardín de Marte. Suspiré, y emprendí la marcha a paso lento.
Mientras caminaba, divisé a un grupo de aristócratas que asistían al evento del día. Dentro del grupo, distinguí la presencia de Oscar, y la del noble sueco Hans Axel Von Fersen. Ambos vigilaban cada movimiento de la princesa, Fersen, con un brillo especial en los ojos.
Saludé con una venia a su majestad y cumpliendo a cabalidad con la tarea impuesta, le comenté algunas reglas básicas de equitación, por ejemplo, cómo debía sujetar las riendas y lo más importante, cómo conducir el caballo. Debo admitir que ella ni siquiera nos miraba y es que verdaderamente nos estaba tomando el pelo; parecía que su único interés, era demostrar hasta dónde podía llegar enfrentándose con la favorita del Rey.
De todas maneras, Oscar y yo nos aseguramos de mantener la vista atenta ante cualquier estúpido movimiento. ¡Pero la vida es irónica! Apenas Maria Antonieta se afirmó de la rienda, el animal se desbocó y nada fue suficiente para evitar el desastre. Oscar, testigo de todo lo sucedido, reaccionó al instante acudiendo en su rescate.
Poco sé de lo que sucedió cerca de la rivera del río, ya que el único pensamiento que cruzaba por mi mente, era mi cabeza al filo de la espada. (1)
Minutos después el comandante apareció con la princesa en los brazos. Gritos y lamentos hipócritas se escucharon por doquier. Todos los nobles partieron en procesión a los aposentos reales siguiendo el paso cansino de mi ama. Varios médicos fueron citados para corroborar el estado de salud de la delfina, y el lacayo André Grandier, fue llevado por cuatro soldados a las mazmorras del palacio. Ahí tendría que aguardar el juicio de su majestad, quien seguramente no le daría mayor valor a mi vida.
Las horas que viví ese fatídico día fueron interminables. Realmente estaba asustado, pero a pesar de ello, solo pensaba en el dolor que sentiría mi abuela al enterarse de mi suerte y en la vergüenza que sentiría Oscar por mi causa.
Abandoné mis pensamientos cuando la potente voz de uno de los guardias me anunció que debía presentarme en el salón de los espejos, donde el Rey Luis XV anunciaría mi sentencia. Por ello pregunté
– ¿y Oscar? ¿Cómo está el comandante?
– Lo más importante en Versalles es la familia real, y por quien deberías de preguntar es por la delfina que sufrió las consecuencias de tus errores, sirviente miserable. – replicó agriamente el guardia. El hombre estaba irritado y no se contuvo de escupirme en la cara para luego empujarme dentro del salón.
Me sentí indefenso en aquel nido de víboras cuando los ojos de la corte se clavaron en mí. Pensé que había llegado el último día de mi vida; y en mi fuero interno estaba molesto, pues era una vida que se extinguiría por causa de los caprichos de una niñata inconsciente.
Pero ahí no terminó el calvario.
Recuerdo como los aristócratas se burlaban y vociferaban terribles pronósticos de sobre mi suerte. Me reproché el hecho de haber estado tantas veces en ese lugar, pues hasta ese momento me había sentido como uno de ellos.
Interrumpió mis reflexiones el anuncio de la presencia del Rey, quien mirándome desde lejos -como se mira a un gusano-, me sentenció a muerte por ser el causante de las "graves" heridas que había sufrido su nuera. Cuando el monarca concluyó su discurso, la puerta del salón se abrió de par en par y todo el murmullo acusador se acalló de golpe ante la presencia de lo que parecía un ángel lleno de luz, la que atravesó el salón como si fuesen rayos, y tras de esa luz enceguecedora se oyeron estas palabras:
– Si ha de condenar a muerte a este hombre, debe correr el mismo destino su servidor de la noble familia Jarjayes. Deberá tomar también mi vida, su majestad.
Jamás me imaginé que de sus labios saliera semejante declaración, la vi abrirse paso entre los nobles y arrodillarse. Oscar, mi dueña, la hija del general Jarjayes ofrecía su vida a favor de la mía.
Conmocionado escuché también la declaración de Von Fersen, quien por motivos que desconozco, se atribuyó parte de culpabilidad en los hechos.
Me atreví a mirar directamente los ojos del Rey, cuyo rostro se había enrojecido por la ira, y entonces una pequeña figura atravesó la escena hasta los pies de Luis XV. Era nada más y nada menos que la causante de todo, la princesa Maria Antonieta, que con lágrimas en los ojos le imploraba piedad por mí vida, por la de Oscar y la de Von Fersen. A su majestad le fue imposible ignorar tal petición, y ante las murmuraciones resurgentes de los nobles, y en contra de su propia voluntad, ordenó la anulación de mi sentencia.
Parece increíble pero así ocurrió. El sirviente de la noble Familia Jarjayes logró salir con vida en aquella oportunidad, un hecho que marcó mi vida para siempre.
Cuando el rey abandonó el salón, Oscar me miró de reojo. Correspondí a su gesto con ternura, y en silencio le agradecí su vital intervención. Pero jamás imaginé que su cuerpo desfallecería después de mostrarse invencible.
Mi reacción fue desesperada, en ese momento me olvidé de todo y la tomé entre mis brazos rumbo a la mansión. Cuando atravesé el umbral, apareció mi abuela quien al ver a Oscar bañada en sangre empezó a gritar desesperada. Acto seguido, apareció en la antesala el general quien me arrebató de los brazos el cuerpo de su hija para llevarlo presuroso hasta la habitación. En breve apareció un médico en la escena.
Qué decir de mí, estaba ansioso por saber lo que le ocurría. Nunca había sido presa de tanta desesperación, la que finalmente me empujó a irrumpir en los aposentos, importándome muy poco la reacción del General. Me introduje silenciosamente en el preciso momento que el médico ordenaba a las doncellas disponer una tinaja con agua limpia, solicitando exclusivamente a mí abuela retirar la camisa ensangrentada. Como era de esperarse, mi abuela le clavó su mirada encendida al general, quien percibió sus reproches y se retiró cabizbajo, ignorando mi presencia por completo. Sin embargo, mi abuela ya había tomado cuenta de mi incursión
– ¡Y ustedes dos que esperan!– Gritó entre lágrimas – ¡¿Es que acaso piensan quedarse ahí parados?! ¡Mi niña se desangra!
– ¿Qué niña?– Escuché una voz en la habitación que me pareció conocida, así que me interné abiertamente hasta los pies del lecho, y fue entonces cuando me encontré con la de la figura de Fersen, quien se paseaba como Pedro por su casa. Me irrité muchísimo cuando lo vi, y es que su presencia constituía un verdadero atrevimiento; ¡Oscar jamás lo hubiese permitido!, Él era prácticamente un desconocido.
– ¿No me escuchó, monsieur?– Ordenó mi abuela entre sollozos.
Me acerqué hasta él y le indiqué con un gesto donde estaba la puerta. Ambos salimos de la habitación y nos quedamos de pie sin decir nada. De repente el sueco empezó a interrogarme, su gesto ampliamente desconcertado.
– ¿Por qué André?, ¿Por qué tenemos que salir? Es que no lo entiendo, ¿Por qué esa mujer dijo "mi niña"? ¿Es que acaso Oscar es…?
Me quedé en una sola pieza, estaba muy sorprendido, su desconocimiento sobre Oscar acrecentaba la rabia se me subía a la cabeza. Sentí tantos deseos de golpearlo, pero claro, eso era imposible, por ello permanecí callado mientras él escrutaba mis ojos.
– ¡El comandante es una mujer! – Exclamó tomándose la cabeza con las manos – ¡Como pude ser tan estúpido!
Y no le culpo en su estupidez, para ese hombre solo existía una mujer en la que reparaba detalle.
¡Pero qué rayos me importaban las conjeturas de Fersen y sus nuevos descubrimientos! Yo estaba devastado y me sentía culpable por el sufrimiento de Oscar. De modo que lo dejé solo en el hall imbuido en su incredulidad y corrí hasta los establos para echarme a llorar como un niño, recriminándome una y otra vez mi torpeza.Y hasta ahí llegó mi abuela, quien se acercó a mí con el rostro sereno, esbozando una leve sonrisa.
-Mi niña recobró el sentido- Sentenció.
Suficiente motivo para enjugar mis lágrimas y querer salir corriendo a verla, pero una mano firme me tomó sorpresivamente por el brazo.
– André, Oscar es la hija del general y tú debes ocupar el lugar que te corresponde.
¿A qué se refería mi abuela con eso?, pero no, ese no era el momento de ponerme a pensar en sus dichos; a mí lo único que me importaba era ver a Oscar. De modo que me solté bruscamente de sus manos y corrí hasta llegar a la habitación, abriendo la puerta como una ráfaga otoñal.
Oscar estaba dormida, y se la veía tan frágil que me arrodillé a su diestra, como si estuviera ante la presencia de un santo; estaba enajenado en medio de mi regocijo, que no dejaba de contemplarla. Hasta que finalmente abrió sus ojos, siempre tan azules y briosos como el océano, arrebatándome una sonrisa a la que correspondió apretando mi mano, dejando salir su voz aun debilitada
– André...- Fue lo único que pudo decir, y mis lágrimas contenidas se precipitaron.
– ¿Te sientes bien?– Pregunté llevándome su mano tibia al pecho.
– Claro que sí – Respondió débil, sin quitar su mirada de mí.
– ¡Nos diste un gran susto, comandante!–
Intervino Fersen –Siempre inoportuno, arrebatándome ese único momento —.
– No, no fue para tanto – Respondió Oscar, soltándose automáticamente de mi mano, centrando toda su atención en el conde.
– Durante el accidente sufrí una caída, pero no hay de qué preocuparse, digamos que solo fue un rasguño, nada que me impida continuar con mis labores. André, ayúdame a enderezarme.
Obedecí, después de todo era yo el culpable de su estado, si me pedía la luna, de alguna forma se la hubiera dado.
-Oye, Tú debes ser el primero que se salva de una muerte segura en Versalles – Comentó animada, como si se tratase de una charada. Y ¿Qué podría reclamar yo? bien merecido me lo tenía, aunque eso no evitaba que me consumiera la rabia, y el deseo inmenso de refutar su comentario.
– Vamos, amigo – Dijo Fersen palmeándome el hombro – Cambia esa cara.
¡Para rematar, el condesito se había dado cuenta de mi histeria! Pero no, esta vez no se me iba a escapar; esta vez sí le presentaría a su delicado rostro los puños de un francés, y en el mismo momento en que me disponía a golpearlo apareció el general con su cara de ponqué para lanzar sobre mí una nueva burla.
-Debería darte un collar para adornar ese cuello afortunado – Comentó el viejo.
¡Basta!, eso era lo máximo que podía soportar. Tenía que salir de esas cuatro paredes, o volvería a ser juzgado por el rey sol, acusado de cometer un triple homicidio.
Ríete ahora Oscar, pero algún día seré yo quien ofrezca mi vida por ti—Pensé antes de salir nuevamente de su habitación.
Agitado bajé por las escaleras hasta llegar a las caballerizas. No le pedí permiso a nadie para irme lo más lejos que pudiera. Fustigué a mi corcel para que me hiciese desaparecer. Solo quería olvidar, y para eso necesitaba embriagarme.
En menos tiempo del que me lleva normalmente llegué al centro de París. Me detuve unos instantes a orillas del Sena. Desde ahí observé a la gente que transitaba por la calle aledaña y empecé a ver las cosas de otra manera. Lejos estaban esos caminos polvorientos, del lujo y el brillo de Versalles. La gente de Paris estaba sumida en una desesperación que yo ignoraba, y que a nadie parecía importarle.
Aquella imagen fue como una sacudida, el puntapié inicial –diría yo—para cuestionarme sobre la vida que llevaba hasta ese momento, y sobre cuánto tiempo más podría continuar haciéndome de la vista gorda.
Retomé mi rumbo sobre el caballo a paso lento, y sin darme cuenta me fui abriendo paso en medio de la gente. Algunos bajaron la cabeza cuando los miré, y no pude evitar sentirme extraño.
-Solo esto me faltaba—Pensé. –Suficiente tengo con la tensión de la mansión. He venido a emborracharme, y eso es lo que voy hacer.
Sacudí mi cabeza y decidí avanzar rápidamente por la avenida principal. Conforme avanzaba, llegaba a mis oídos lo que parecía un alboroto de palacio, de modo me enfilé para encontrar su origen.
Llegué a lo que parecía un restaurant muy concurrido. Amarré mi corcel en la entrada –Donde reconocí a varios valet – e ingresé algo inquieto. Notablemente era una taberna, pero no una cualquiera; el lugar estaba atestado de nobles, y por extraño que parezca, me sentí muy reconfortado. Es que ese, era el único ambiente que conocía.
Aun así me introduje silencioso, pero decidido. El salón era lujoso, intimidante. Esa impresión me hizo caer en la cuenta de que había ido solo y que de seguro no sería bienvenido sin el acompañamiento de los Jarjayes. Era consciente de que si alguna de esas personas me reconocía, me acusarían de rebeldía con mis dueños, y eso significaría un oprobio, además de unos cuantos azotes.
No podía arriesgarme a tanto de modo que busqué afanosamente salir de ahí; y fue entonces cuando mi espalda tropezó con la bandeja de una camarera, la que llevaba un menaje especial que cayó al suelo causando un ruido estruendoso.
Reaccione preso del pánico, y maquinalmente me incliné para reunir los pedazos de porcelana.
– ¡Noble señor por favor, no!, Por favor, no se incline usted, deje que yo me encargue. – Escuché una vocecita angustiada. Me levanté confundido.
– Mi señor, no quiero que usted se lastime por culpa de una plebeya. Por favor, pase al salón principal. Veré de pagar por este agravio – Continúo diciendo la chiquilla, ahora con los ojos llenos de lágrimas.
-¡Ven!— dije sin reparar en ella, tomándola de la mano para arrastrarla por el hall, lejos, muy lejos del salón.
Sin darnos cuenta llegamos hasta la cocina, y estando allí respiré hondo. Ya estábamos fuera de peligro.
– ¿Cómo te llamas?– Pregunté, ahora fijando mis ojos en su rostro. Y entonces me encontré con una belleza exquisita; tan avasallante, que me dejó sin aliento. Sus ojos tenían el color de la miel, y su mirada estaba llena de luz y juventud.
– Helena.
Me respondió con la voz el un hilo. Como si la hubiese regañado. Volvió a inclinarse a mis pies, repitiendo esas palabras de clemencia que me parecieron graciosas.
– Por favor noble señor, veré cómo pagar por mi error.
– Pero qué dices pequeña – dije inclinándome.
– Yo no soy noble, mi nombre es André Grandier y soy el sirviente de la noble Familia Jarjayes.
La muchacha esquivó mis manos y se puso de pie, mirándome con recelo.
– Noble señor, no se burle de mí. Un sirviente jamás portaría la ropa que usted lleva.
Sonreí.
– Digamos que soy el lacayo personal del comandante de la guardia imperial y por eso es que…
Estaba a punto de exponer la razón por la cual parecía una lámpara encopetada, cuando escuchamos unos pasos presurosos acercándose. Nuevamente me atemoricé, lo suficiente para que Helena me escondiese en el patio contiguo a la cocina. Mientras me ocultaba ahí le dije en susurros:
– No te mentí, soy un plebeyo-.
– ¿Es cierto lo que dice?– Preguntó confundida.
– Créeme – Respondí.
– ¡Helena… Helena!, ¡¿Donde está la orden que te pedí….?! – Escuchamos la voz de una mujer que se acercaba gritando.
Agitada por la inminente llegada de la mujer asintió. – Está bien, monsieur. Entérese de que he pasado un susto tremendo.
-Vaya! Parece que no solo yo he vivido uno de los días más temerarios de mi existencia – Expresé en voz alta.
– Shhhhhh – Me acalló tapándome la boca, aun presa del pánico.
– Perdóneme, pero tengo que dejarle. La señora me está llamando y debo continuar con mi trabajo – Susurró.
Asentí, pero no me contuve de preguntarle cuando podía volver verla.
Ella, con un leve rubor en sus mejillas, me respondió:
– Puede encontrarme aquí desde temprano en la mañana. Trabajo hasta muy entrada la noche y salgo a eso de las diez. Vivo con mi familia en una casucha, cerca de fuente de la plaza le Blanc. ¿La conoce?
– Sí, creo que sí – Respondí.
Nuevamente se escucharon los gritos demandantes.
– Discúlpeme André, pero debo irme. Fue un gusto conocer a un plebeyo que viste tan bien. Adiós.
Sonreí ante el comentario.
– Gracias señorita. Para mí también fue un placer conocerla y por favor, no vuelva a decirme monsieur; solo soy André.
Enseguida abandoné la posada a hurtadillas, y cuando estuve lo suficientemente lejos del lugar, eché un vistazo atrás lo raro fue que sentí un cosquilleo en mi pecho, acompañado de una sensación distinta. Pero por fin había obtenido tranquilidad, y sin haber bebido una gota del alcohol, y es que ya no lo necesitaba. Lejos había quedado mi rabia después del afortunado encuentro con esa muchacha. Definitivamente eso había lo más extraordinario que me había sucedido en un día lleno de sorpresas.
Caí en la cuenta de que la luna había caído sobre París, supe que era el momento de regresar a la mansión. No obstante, me prometí volver y buscar a Helena.
En poco tiempo me encontré cerca de mi destino, pero desaceleré mi carrera cuando vi un corcel sin jinete. Me pareció extraño, de modo que recorrí con la mirada todo el perímetro, y fue entonces cuando logré ver entre las sombras a una silueta que se tambaleaba. Me quedé congelado al descubrir que se trataba de general, quien se encontraba tan ebrio que apenas podía mantenerse en pie.
– André, ¡¿Eres tú André?! ¿De dónde vienes a esta hora? ¿Y porque carajos estás solo?- Me miró con los ojos entrecerrados intentando reconocerme.
– No vengo de ningún lado general – respondí, bajando rápidamente de mi caballo, prestándole mi hombro para que se estabilizara. – ¿y, usted?
– Yo… yo soy el General Jarjayes y hago lo que me place – Dijo desdeñosamente agitando los brazos, intentando soltarse de mí. – Tú no deberías hacer esas preguntas tontas– Agregó
– Sí, amo – contesté.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para subirlo en mi caballo, y mientras nos íbamos acercando a la entrada principal de la mansión, el general pareció recobrar el sentido – el que había perdido sin darse cuenta - y desde su escandalosa posición me dijo:
– André… veo que ya eres todo un hombre. Has crecido mucho. Yo a tu edad, ya era un experto espadachín. Auguste de Jarjayes ya se había enlistado en la guardia real como era la tradición de la familia. – Levantó la mano apuntándome con el dedo, moviéndolo de arriba abajo. – Yo a tu edad ya mataba hombres, y era distinguido en la corte. Pero… – Dejó de mover su dedo y miró hacia su casa – Me faltaba algo. ¿Conoces a esas creaturas que se pavonean en tus narices, cuya piel sedosa todo varón que se respete quiere tocar?
– ¡¿Eh?!
– ¿Esas que con una mirada hacen que pierdas el juicio?
– ¡Creaturas! – Exclamé confundido – No señor, no sé a qué se refiere.
– André… ¿¡Acaso no sabes?!– Me miró con sorpresa. – ¡Te hablo de las mujeres, hombre! – Echó un vistazo a su casa sin dejar de exponer su punto.
– ¡Ellas son la perdición de los hombres! Esas malditas doblegan nuestra voluntad para que terminemos haciendo lo que ellas quieren. Dime ¿Has disfrutado de la compañía de una mujer?
No entendía a qué se refería el general con todo ese absurdo argumento, pero inmediatamente se dibujó en mi mente el rostro de Oscar y de Helena, a quien había conocido esa misma tarde.
– ¡Vamos, André! Responde– Gritó de pronto el general sacándome de mis pensamientos. – ¿Conoces alguna mujer?
De inmediato le contesté:
– No, mi señor. No conozco una mujer. No así como usted piensa. Yo soy muy joven todavía.
Trató de levantar el rostro que estaba echado de bruces sobre la silla. Me di cuenta que esbozo una sonrisa lastimera. Supe que mi explicación no había sido la mejor, y hasta me sentí avergonzado de mis escasas palabras, por lo que decidí agregar:
– Las únicas mujeres que conozco son sus hijas; y con la única que tengo trato es con Oscar, a quien le debo fidelidad y respeto.
El General se movió bruscamente. Tenía los ojos enrojecidos y desafiantes, actitud que se adueñó de su ebrio semblante. – ¿Cómo es que te has referido a Oscar?
Me quede callado, comprendiendo su reacción.
– ¡Estúpido!, ¡Yo tengo un hijo! ¿Acaso no sabes quién es el mejor espadachín de Versalles? ¡Campesino idiota! Tú… no sabes nada de nada.
Quizá el viejo tenía razón o tal vez no. Pero en ese momento lo mejor era no responder. Concluí que lo más sensato era seguir su juego. Todo resultaba más inteligente que llevarle la contraria y provocar sus arranques. No estaba interesado en protagonizar alguno de sus episodios. Definitivamente prefería quedarme callado. Aunque reconozco que en su estado me habría sido fácil darle un puntapié para que se callara, que seguramente no recordaría al día siguiente. Ya era tiempo de que aceptara que su hija no es un hombre. Pero claro, soy el sirviente.
– ¿Desea que lo lleve a sus aposentos? – Pregunté.
– Sí, André– Contestó afirmándose. – Llévame a mi cama, con mi mujer. Hoy deseo perder la cabeza.
– General – dije con algo de temor mientras lo llevaba a rastras hasta su habitación – Lamento informarle que Lady Jarjayes no está en la mansión. Su presencia fue requerida en el palacio.
– Ya veo – Dijo mirándome con la expresión endurecida.
– Muchacho, no te olvides lo que te voy a decir. Una mujer es como un misterio insondable, el que rara vez un hombre logra comprender; y lo es más, cuando esa mujer está fuera de tu alcance.
Me detuve y él se irguió como si la borrachera desapareciera de repente. Entendí en el acto lo que quiso de decirme.
– Recuerda esto muy bien y que no se te olvide. Yo solo tengo cinco hijas, y te prohíbo que te dirijas a Oscar como si fuera una de ellas ¿lo has entendido…?.
Bajé el rostro enrojecido de ira.
– ¿¡Lo has entendido!? – Gritó.
– Sí. Sí general, lo entendí.
– Vamos muchacho, déjame ya…
Con dificultad logré abrir la puerta de la habitación, y lo arrojé con violencia sobre su cama. – Ahora recuéstese y descanse, mañana será un largo día – dije mientras le quitaba las botas y lo cubría con una manta.
– Espero que pruebes lo que es una mujer para que me des la razón.
Suspiré al terminar mi humillante tarea. El desgraciado se quedó dormido pronunciando frases inentendibles. Cerré la puerta y no pude evitar esbozar una sonrisa, pues me imaginaba la cara que tendría el viejo la mañana siguiente. Pero En mi mente seguían resonando las palabras del general – ¿Que habría querido decirme con probar una mujer?– Salí de mis pensamientos cuando percibí una mirada fría sobre mí.
– ¿Qué pasó con mi padre André? – Preguntó Oscar con ese tono autoritario que usa en la guardia.
– Lo encontré casi en el suelo cerca de la mansión. Está completamente ebrio.
– Eso no es raro en él– dijo ella con tristeza, mientras se sostenía el brazo que el médico le había inmovilizado.
Hubo un breve silencio, y luego empezó a olfatearme cual sabueso.
– ¿Qué hacías a esta hora fuera de la mansión, y con quién estabas?
Me molestó muchísimo su actitud al preguntar, y le respondí con aires de independencia. – Ya que lo preguntas, te diré. No quise seguir escuchando tus burlas y por ello decidí alejarme y dar un paseo. Necesitaba distraer mi cabeza. Haber estado al borde de la muerte me hizo pensar en muchas cosas. De hecho, he llegado a la conclusión, que ha llegado el momento de empezar a conocer el mundo; un mundo que está lleno posibilidades fuera de los muros de Versalles.
– ¿Posibilidades?– Exclamó para sí misma, y sus ojos se perdieron mirando hacia la ventana, como si su mente se hubiese ido a otra parte por un breve instante.
– ¿Y será que esas posibilidades, incluyen a las mujeres que conoces en París?– concluyó sin abandonar su posición frente al ventanal.
– Oscar, ¿y tú cómo sabes?
– Lo acabo de oír de labios de mi padre – dijo. En seguida se dio la vuelta y con el brazo sano me tironeó de la manga arrastrándome hasta su habitación.
– ¡Bien, es verdad!– Grité lleno de rabia, soltándome de su mano.
Hoy conocí a una joven en París. Su nombre es Helena y es muy hermosa… y es una plebeya como yo.
Me observó con los ojos entrecerrados, acusándome con un gesto desconfiado.
– ¡Qué más quieres que te diga! – Exclamé. – ¡Ah sí! ¡¿Tú querrás saberlo todo verdad?!
Pero no me respondió. Lo que acrecentó mi ira.
– Helena trabaja como camarera en una de esas casas lujosas donde los nobles como tu se reúnen. Conocerla fue lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo.
Sus ojos desconfiados cambiaron después de escuchar mis palabras impetuosas.
– Está bien, André – dijo volviéndome la espalda. – Solo espero que no descuides tus responsabilidades. No olvides que eres mi asistente y que no debes volver a cometer errores. Además, te recomiendo no echar en saco roto las palabras del general. Ten mucho cuidado con las mujeres, a veces puede ser muy peligroso confiar en ellas
– ¿Lo dices porque también eres mujer...?
La habitación quedó en completo silencio; sabía que esa era una pregunta importante. Tragué seco y me mantuve de pie, firme ante ella, esperando su respuesta sin apartar mis ojos de los suyos. Noté que su mirada se tornó más azul que de costumbre, con un destello como dagas afiladas, las cuales penetraron en mi pecho y me estremecieron.
– ¡Pero qué dices, André – Respondió con desdén regresando a su posición indiferente . – Si quieres permanecer a mi lado, sin provocarle un serio disgusto a tu abuela, debes mantener tu bocaza bien cerrada.
– Está bien comandante Jarjayes– dije dirigiéndome a la puerta de su habitación – Continuaré a su servicio, pero seguiré viendo a esa muchacha, y tendré cuidado, como me ha recomendado. ¿Desea que le traiga su chocolate? –Pregunté antes de retirarme, pero Oscar no me respondió.
Regresé a mi habitación liviano, como si me hubiera quitado un peso enorme de la espalda. Y aquella noche, dormí con la tranquilidad de haber hecho lo correcto. No podía ser deshonesto conmigo, ni con ella. Simplemente no se lo merecía.
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Pasaron algunos días desde el incidente en Versalles y el rostro de Oscar parecía haber tomado un nuevo brillo. Empecé a sospechar que algo extraño le sucedía, lo que acrecentó mi deseo de averiguar el por qué. Su actitud férrea había cambiado casi por completo, incluso, se dirigía a su padre con aplomo, y no paraba sonreír cuando cabalgaba hacia el palacio… ¡hasta se había dedicado a cortar rosas!, ¡cosa que jamás había hecho! Tal era su actitud, que hasta en los pasillos los guardias comentaban como de una mañana a la otra la comandante los había empezado a tratar con esa amabilidad propia de las mujeres.
Todos esos comentarios me exasperaban, pues yo la prefería irónica, explosiva y demandante; así, como había sido siempre.
Me enfadé conmigo mismo al caer en la cuenta que estaba desperdiciando mi tiempo pensando en ella, pues me había estado ignorado por días, y escasamente me saludaba. Con el único que mantenía distancias era conmigo. – ¿Qué es lo que estoy haciendo aquí?– me dije. Entonces decidí volver a París en busca de posibilidades. Lo más seguro era que mi ausencia fuese pasada por alto.
Cabalgué sin pausa en dirección a la ciudad, y desde lejos vi a una multitud embravecida, la cual había irrumpido en un mercado de verduras llevándose todo cuanto había. Niños y mujeres buscaban entre el polvo del suelo algo para comer. La escena que se quedó bien grabada en mi memoria, era una aberración. El hambre que se vivía, era muy contrario a lo que ocurría en el palacio de Versalles, donde la comida y la bebida abundaban.
Cabizbajo y sintiendo vergüenza ajena, me conduje sin rumbo por las calles hasta que llegué a la plaza Le Blanc. Recordé que cerca de ahí podría encontrarme con Helena, de modo que dejé pasar el tiempo.
Estuve sentado en un banco de la plaza hasta que se hicieron las diez de la noche, y fue a esa hora que pude ver a Helena caminado presurosa hacia su casa. Sentí una gran alegría cuando me aseguré que era ella, y desde donde estaba grité:
– ¡Helena!
Detuvo su marcha y me reconoció al instante. Yo corrí presuroso hasta alcanzarla, y cuando estuve frente a ella la saludé con una sonrisa. – ¡Qué bueno volver a verte!
Ella correspondiendo a mi cordialidad respondió:
– Lo mismo digo, André.
Deposité en sus manos un beso, e hice una venia, como se acostumbra en el palacio. Noté como sus mejillas se ruborizaron.
– Qué galante. Muchas gracias. Pero creo que mis manos estropeadas no merecen ser besadas.
– ¡Oh! discúlpeme, no fue mi intención ofenderla. – Dije con torpeza.
– No me ofende – Dijo mirándome a los ojos. – Es solo que no me esperaba verlo hoy, no a esta hora. Ya ha pasado algún tiempo desde que le conocí en la posada.
– Si, es cierto. Presento excusas, lo que ha sucedido es que aumentó el trabajo y…
– Ha, No se preocupe; la verdad es que cada día el trabajo en la posada es más duro, y la paga de los tributos a la realeza hace que muchas veces tenga que amanecer trabajando para poder comer. Hoy he salido temprano de casualidad…
Me sentí incómodo y recordé la reacción de la gente aquella tarde en París, el afortunado día que la conocí.
– Pero no quiero ahogar su entusiasmo con mis penas. – Agregó retomando su dulce mirada.
– Usted casi es un noble. Mírese, tiene el porte, la estatura, las costumbres y todo lo que se necesita para estar en Versalles. Debe ser maravilloso el palacio. Dígame, ¿Cómo es la princesa? ¿Es tan bella como todos dicen?... Cuénteme de Versalles, monsieur – Suplicó.
– Es verdad que Versalles es hermoso—Respondí mientras empezamos a caminar- Pero contrario a lo que todos piensan, el brillo y suntuosidad de sus muros, están manchados del fango, de la envidia y de la hipocresía que se respira. Desde el último hasta el primero de los nobles, vive al pendiente de lo que hace la familia real, y para ellos no existe otra realidad. Toda la corte vendería su alma al diablo por pertenecer al círculo íntimo de su majestad, y eso me repugna.
– ¿Y el comandante al que sirves? – Preguntó con ojos expectantes – ¿También él vendería su alma al diablo?
– No, claro que no – Respondí y una leve sonrisa se dibujó en mi rostro.
Oscar es diferente, ella es una persona de gran corazón, llena de virtudes. Su belleza es realmente asombrosa, superando con creces a todas las mujeres del palacio, incluso a la delfina. La comandante tiene la voluntad y la fuerza de un titán, y con solo una mirada deja al descubierto tus emociones. Ella es única.
– ¿Más hermosa que Maria Antonieta?– Preguntó avivando su interés en conocer más detalles. – Es decir, que el noble al que sirves es una mujer. Ho por Dios, ¡Una comandante mujer! – Exclamó.
– Sí – Respondí orgulloso. – Aunque Oscar viste el uniforme de comandante, igual que todos los hombres que sirven en la guardia real, es toda una mujer.
Helena permaneció en silencio, con la mirada fija en mis expresiones. No supe que hacer, solo me quede esperando alguna reacción, la que conocí segundos después, cuando afirmó que evidentemente albergaba un sentimiento especial por mi ama, y no dudé en corroborar su apreciación.
– Es verdad – Dije. – Crecí junto a ella, y contrario a lo que todos piensan, me ha tratado como si fuera su hermano. Oscar es una persona admirable.
– Pero André, yo no me refería a ese tipo de aprecio.
La miré desconcertado– ¿A qué tipo te refieres?
Ya no eres un niño. Quiero decir, que no es un secreto los cambios que sentimos a esta edad. Ahora es cuando empezamos a sentir ciertas cosas por las personas del sexo opuesto. Es como si las apreciáramos de otra manera, incluso, anhelamos su presencia, su voz, su compañía…
Sonreí ante el comentario. Me parecía escuchar las palabras de una niñata de palacio, con su cabecita llena de palabrería romántica.
– Pues no creo que eso me pase a mí, y mucho menos a Oscar. Pese a que la comandante tiene corazón, también tiene un carácter difícil, siempre terminamos discutiendo y… Quise decirle que terminábamos a los golpes, pero no lo creí prudente. En fin, no estamos aquí para hablar de ella. Prefiero que me hable de usted. Cuénteme, ¿Acaso, le ocurre?
– Pues en realidad no sé si deba decírselo precisamente ahora. - Respondió tomando distancia de mí, que sin darme cuenta había tomado un lugar junto a ella, en el primer banco que habíamos encontrado vacio.
– Perdón, no quise importunarla. Recién la conozco y ya estoy preguntando sobre su intimidad – dije avergonzado.
– No tienes por qué disculparte, solo necesito estar segura de contártelo en el momento apropiado. Por el momento puedo decirte que no conozco muy bien a esa persona, pero cada vez que la veo, no puedo dejar de temblar, y siento que mi corazón quiere salir por mi garganta.
– Es usted muy expresiva – Dije sintiéndome intimidado por la forma en que había pronunciado esas palabras. – Quien quiera que sea el hombre que le inspire esos sentimientos, deberá sentirse muy halagado.
Helena esbozó una sonrisa modesta.
– Sabes el día que te conocí, salí de la posada rumbo a la mansión donde trabajo. Cerca del portal me encontré con el General Jarjayes que estaba completamente ebrio. El me hablo de las mujeres, y me dijo que eran creaturas que te hacen perder la razón y que pueden llegar a dominar las emociones de un hombre. No le entendí muy bien, pero con eso logró inquietarme. Cerró su discurso diciéndome que el día que pruebe una mujer entenderé todo.
Helena se tapó el rostro con las manos. – ¡Creo que el general está completamente loco! ¿Cómo puede hablar así? No creo que una mujer pueda dominar los sentimientos de un hombre. Además no es momento de preocuparse por esas palabras. Ya descubrirás más adelante si él tiene o no la razón.
– Eso cierto, todo a su tiempo– dije satisfecho.
Ambos nos quedamos en silencio. Ella observando la naturaleza, y yo embelesado mirándola. Helena era hermosa y me atraía, no podía negarlo. Un leve frío recorría mi cuerpo al sentir su piel tan cerca de la mía.
De pronto se puso de pie y me dijo que debía irse, pues tres hermanos pequeños aguardaban su llegada para cenar lo que hubiera conseguido en su día de trabajo. Me ofrecí para acompañarla hasta su casa y ella aceptó de buena gana.
Llegamos caminando hasta el portón , le pregunté si podía visitarla nuevamente y ella aceptó gustosa. Me dijo que durante la semana siguiente no tendría que acudir a la posada, por lo que tendría un pequeño receso en sus labores. Me invitó a tomar el té para la próxima vez que nos viéramos/.
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– Arriba, pelotón – Ordenó el Brigadier en la barraca del regimiento B, por lo que André tuvo que ocultar rápidamente el libro de sus memorias, y tomar su puesto en la formación.
– En media hora deben estar preparados con todo lo necesario. El nuevo comandante realizará la primera revista de tropa, y tenemos que causar una buena impresión.
– Sí, señor – Contestaron los soldados al unísono. En cuanto el Brigadier abandonó la barraca, uno de los soldados dijo con sorna:
– Yo no asistiré a esa revista. No pienso recibir órdenes de una mujer.
El resto del pelotón se hizo propia esa decisión y rodearon a quien había hecho público el pensamiento colectivo de la guardia.
Pasada media hora, solo uno de los aludidos asistió a la revista. No era ningún otro que André Grandier, el único que se presentó firme ante la comandante Jarjayes. Pero Oscar al no ver el resto de su compañía en formación, ordenó a su ex valet que regresara a la barraca. Cuando André regresó, todos sus compañeros le miraron con desdén. Pero él ignoró las recriminaciones que le lanzaron y se recostó en su catre.
Era de esperarse que todo esto sucediera, pero tienes que ser fuerte para demostrarles quién eres y cuanto vales.
André no acababa de dedicarle en el secreto de su alma estas palabras a Oscar, cuando ella se apareció en la barraca, retando al filo de su sable, a cualquier hombre que se atreviera enfrentarla. Muchos de los presentes se mostraron atemorizados ante su actitud desafiante debido a que abiertamente admitió ser una persona violenta, sin miedo y dispuesta a todo.
Sentenció a toda voz, que el que resultase ganador tendría que ceder a las peticiones del contrincante, las que se resumen en la siguiente demanda:
Si ella vencía, todos sin excepción debían asistir a la revista. Pero si perdía, tendría que abandonar su puesto en la Guardia Francesa inmediatamente.
Heridos en su orgullo, los soldados deliberaron sobre quien debía ser el que la enfrentara en el duelo, y como era de esperarse, todos – excepto André – ignoraban las habilidades de la aristócrata con el sable.
El duelo inició y con solo dos estocadas Oscar derrotó a aquel impertinente subordinado, y tal se pactó, todos concurrieron a la revista programada.
Aquel primer encuentro se había resuelto a su favor, y fue con su implacable determinación que ganó de a poco el respeto de sus hombres. De todos, menos de uno, que no se mostraba convencido de su capacidad para el cargo.
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Sucedieron algunos días tranquilos después del enfrentamiento en las barracas, y ese fue el momento propicio para que André retomara su escritura, aunque él se mostraba inquieto por la tensión que se vivía en las calles de París. Y es que no era para menos, Luis XVI había convocado la Asamblea General, y nadie, ni siquiera un soldado de la guardia podría ignorar tan importante acontecimiento.
Pero tampoco se podrían desconocer los reclamos del pueblo volcado en las calles, por lo que el miedo a enfrentarlos se fue generalizando entre los hombres del ejército, ya que muchos de ellos eran el sostén de "esas" familias.
Turbas enteras, conformadas por sus madres y hermanos estaban armadas con palos, azadones y piedras, pidiendo en un solo grito justicia e igualdad, y nadie podría haber hecho oídos sordos.
"Han pasado varios días desde que sentí mi corazón desfallecer cuando vi a Oscar enfrentándose con bravura a uno de los hombres más fuertes del regimiento. Ella sabe que la amo, y sabe por qué estoy aquí.
He venido a protegerte, déjame cuidarte. ¡¿Cuando verás en mí el hombre que necesitas?! Ese anhelo es lo único que me da fuerzas para seguir. Pero ni siquiera puedo cumplir la misión que me impuse… mi ojo derecho cada día se apaga".
André intentando distenderse, dio vuelta esa hoja y siguió escribiendo su historia.
/– ¿Dónde has estado? Te esperé por más de media hora. ¡¿Que tanto tienes que hacer en la mansión?! Sabes que te necesito como mi asistente.
– ¿Es que no me puedo separar de ti un solo día? ¿Acaso me estás extrañando?– dije con sarcasmo.
– Deja de decir sandeces – Contestó de mala gana.
Una victoria, la Oscar de siempre re apareció, pensé.
– A que llegas último.
– ¡¿Eh?!
– Demuéstrame que jinete te has convertido André, o debo llamarte… ¡tortuga!
La improvisada carrera fue a todo galope, por lo que al cabo de quince minutos, nuestros caballos estaban exhaustos. Entonces nos detuvimos en el camino junto al arroyo.
– Te gané… – Dijo agitada, retomando de a apoco el aire.
Sonreí. Esas carreras siempre terminaban igual.
Caminamos un largo trecho por la orilla y nos sentamos a lanzar piedritas, -como solíamos hacerlo cuando éramos niños-, pero sabía que esa era señal que solía hacer mi ama cuando algo le inquietaba. Por lo que permanecí a su lado en silencio esperando que me expresara su inquietud.
– ¿En dónde estuviste André?, sé que no estabas en casa.
– Eres muy observadora – Respondí.
– ¿No vas a decirme qué estabas haciendo?– Preguntó sin dejar de lanzar piedritas.
– Es cierto, no estaba en la mansión. Entendí que no me necesitabas en Versalles, y por eso decidí salir a pasear. Estuve en París desde la tarde y tuve que esperar hasta las diez para encontrarme con Helena.
– ¿Helena?
– Recuerdas la muchacha que conocí…
– Así que su nombre es Helena – Dijo volviendo sus ojos hacia mí, abandonando su inútil actividad. – ¿Ella es linda?
– Lo es– contesté sin titubeos – Pero no se compara…
– ¿Con quién?– interrumpió mis palabras, y mi siguiente lanzamiento.
– Pues no se compara con las damas de la corte, por supuesto.
Mentí.
– André, ¿Qué sientes cuando la ves?
– Pues no sé – Respondí desconcertado. – Ella me trasmite paz y hace que me sienta... cómo decirlo, ¿contento?... es difícil de explicar.
– ¿Solo eso?
– Debo confesarte que cuando ella me mira con sus ojos miel, un frío recorre mi cuerpo, lo que me ha sucedido pocas veces.
Se quedó callada reflexionando y de repente preguntó: – ¿Entonces, eso es lo que se siente?
– No logro entenderte Oscar. Hablas y preguntas cosas extrañas… ¿Te sucede algo?
– No, no es nada André, son cosas que no tienen importancia.
Levanté las cejas sin lograr comprender a qué se refería. – Si tú lo dices. Pero no me puedes negar que has cambiado. Tanta amabilidad, el "sorprendente aroma de las rosas", ¿Qué es lo que sucede contigo?
Respondió temblorosa – ¿A qué te refieres?
– ¡Como que a qué me refiero! Desde el día de incidente con Maria Antonieta, algo en ti a cambió; en todo el palacio se comenta sobre tu extraña amabilidad, y tu nueva sonrisa…
– Son ideas tuyas, André. – Contestó.
– No puedes negármelo, yo sé que algo te sucede. Podrías decírmelo, si no te molesta. Tú sabes que puedes contar conmigo.
– No me pasa nada– dijo evadiendo mis palabras. – Lo que realmente me tiene preocupada es la salud de su majestad. Los médicos de Versalles no saben porque está enfermo y temo por su vida.
– No te preocupes por el rey– Dije con tranquilidad – Recuerda que hierva mala nunca muere.
– No es momento de bromas. – Dijo esbozando una sonrisa mientras retomaba su lugar a mi lado.
– Entonces deja de ser tan curiosa y no me estés preguntando lo que yo hago en París.
– Lo que tú hagas me tiene sin cuidado– Agregó empujándome.
Solté una carcajada.
–Necesito que de ahora en adelante estés conmigo en el Palacio, quiero que seas mis ojos cuando no esté presente en la corte. Tengo la sospecha que los allegados al rey están tramando un plan en su contra, y temo por los príncipes.
Asentí. Pese a los cambios respecto a su conducta varonil, no había dejado de estar atenta a los detalles.
Lo que sucedió después, lo atesoro como uno de mis recuerdos más preciados.
Preocupados por la situación en Versalles, mirábamos en silencio las ondas que dibujaban en el arroyo.
Oscar observaba su reflejo en el agua y de repente se detuvo a observar el mío.
Sentí que indagaba cada parte de mi mente, y ante la tensión, mi corazón empezó a latir, más agitado que nunca. Esa fue la primera vez que sentí la necesidad de abrazarla, y lo hice, aunque una parte de mi esperaba su rechazo.
Pero sucedió todo lo contario, me permitió reconfortarla con mi cuerpo, y solo se limitó a recostar su frente sobre mi hombro. Estuvimos uno pegado del otro por varios minutos, y noté que en su rostro se reflejaba el más extremo de los cansancios.
Le sugerí que lo mejor era regresar a la mansión, y ella con los ojos entrecerrados aceptó mi propuesta.
Hubiese querido que ese momento no terminara nunca, y muchas preguntas se cruzaron en mi mente– ¿Acaso sentía yo, lo mismo que Helena?
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La mañana del siguiente día desperté con las fuerzas renovadas. Partimos rumbo a Versalles, y mientras galopaba junto a mi ama, venían a mi memoria los recuerdos de la noche anterior a orillas del arroyo. Dirigí mi atención a sus cabellos dorados acariciados por el viento. Parecían una fina cortina de dulces fresias. La imagen mental era la de una diosa. Me sonrojé.
Cuando llegamos al palacio todo era confusión. Las cortesanas de la princesa y el séquito del rey tenían sus caras desencajadas. Presintiendo que algo grave sucedía, mi ama me pidió mantenerme alerta ante cualquier movimiento sospechoso. Terminó de darme las instrucciones, cuando los médicos que se encontraban en los aposentos del rey aparecieron en el pasillo, y con pesar anunciaron ante la corte que el monarca tenía la enfermedad de las ronchas y que ellos ya nada podían hacer por él.
Madame Du Barry – una dama que en varias ocasiones había querido ensuciar el nombre de Oscar – se abrió paso entre la gente y se introdujo en habitación real cerrando la puerta tras de sí, desatando una catarata de murmuraciones que jamás podía faltar. Oscar que sentía una gran antipatía por esa mujer, le miró contristada, y no se atrevió a intervenir.
Los miembros de la corte indignados ante el comportamiento de la Condesa, se retiraron de la antesala. Dejando en la soledad de la guardia a mí ama.
– Creo que debemos irnos– Dije a su oído.
– Me quedaré custodiando la puerta. – Contestó tomando su lugar.
Comprendí su reacción, aunque hubiese preferido llevármela a rastras. En realidad, poco y nada me importaba lo que le pasara a Luis XV, ese hombre que agonizaba, era el mismo que me había sentenciado a muerte.
Pero la devoción de Oscar por servir a sus majestades, era obsesiva y me molestaba. Me parecía injusto que siendo tan joven desperdiciara sus mejores años al servicio de Maria Antonieta .Obviamente ¡¿quién era yo para hacerla entrar en razón!?.
Abandone los aposentos de su majestad, y esperé toda la noche en la entrada del palacio; en ese lugar –y en un estado deplorable- me interceptó el Conde de Gerodelle, quien además era el oficial de confianza de la comandante.
Me saludó a la manera de los nobles y acercándose sobre su caballo me preguntó por Oscar.
– Se niega abandonar los aposentos del rey– Respondí sin dar mayores explicaciones.
– No tiene sentido que la esperes. – Me dijo mientras miraba con preocupación hacia la ventana de su majestad.
– Si quieres, puedes acompañarme, iré hasta mi casa a fin de presentar el informe el estado de salud del rey a mi familia. Tú deberías darle aviso al general.
– Sí, creo que es lo mejor.
Salimos del palacio en dirección a la mansión. Nuestros caballos a paso lento se abrían paso despejando la niebla. Mientras avanzábamos, observaba al Conde, cuya mirada fija al frente,- tan fría como la de Oscar- no dejaba de inquietarme. De repente, dejó de mirar hacia el camino.
– André, desde hace mucho tiempo he querido preguntarte varias cosas. Entre ellas, me gustaría saber de tu familia. Desde que conocí a la comandante, te he visto a su lado y a pesar de siempre nos cruzamos en el palacio nunca hemos conversado de hombre a hombre.
– Tiene razón– respondí con una sonrisa, aunque me sentí incómodo. – Nací en Arras, y al cabo de unos años mis padres fallecieron. Después, mi abuela me trajo con la familia Jarjayes para convertirme en el compañero de juegos del niño de la casa y desde entonces, Oscar y yo nunca nos hemos separado.
– El general y su idea de que Oscar es un hombre – Dijo el Conde esbozando una leve sonrisa. – Pero dime, ¿Cómo es tu relación con los señores? Con la comandante especialmente.
– Supongo que como la de todo sirviente – comenté – aunque con ella todo es muy diferente, pues nos tenemos absoluta confianza.
Gerodelle frunció el entrecejo notablemente. Pensé en que lo mejor sería hablar sobre alguna de mis aventuras junto a "la comandante" y así lo hice. Fue una excelente idea, pues el conde no pudo evitar las risas cuando le conté sobre aquella vez que escondimos la peluca del general, y tuvo que presentarse en Versalles sin ella. O la vez que nos escabullimos de la mansión con los monaguillos de la posesión. Cabe mencionar que no dejé de hablar ni un solo instante, pero tampoco dejé de observarlo detenidamente. Aquella, fue la primera vez que vi un brillo especial en sus mirada, y fue desde ese día que empecé a sospechar de sus sentimientos e intenciones. El conde no me había interrogado por mera curiosidad. Él necesitaba información de Oscar para acercarse de forma personal, y la pregunta que me hizo después terminó de confirmar mi sospecha
–¿Conoces a alguna mujer que te robe los pensamientos y que te haga estremecer cuando estas a su lado?
Bajé el rostro para que no se diera cuenta del rubor en mis mejillas. La pregunta que me hacen todos- pensé
– Discúlpeme conde – Dije con la voz en un hilo. – ¿A qué debo su pregunta?
– Como sabes siempre he sido un hombre solitario y considerando mi edad, he pensado cortejar a una mujer, o conocer alguna de manera íntima. He leído algunas obras y me gustaría experimentar los sentimientos que en ellas se describen.
– Eso me parece muy… ¿varonil? – Dije intentado disimular lo graciosas que me resultaban sus palabras. – Pero, excúseme ¿en qué puedo servirlo?
– Por supuesto que tú no puedes ayudarme. Suponía que ya habías conocido a una mujer de la que te hubieras enamorado.
– Soy muy joven Conde, y mi única responsabilidad es servir a su comandante.
– Disculpa mi impertinencia Grandier. – Dijo avergonzado. – Haz de cuenta que no hemos tenido esta conversación.
– Despreocúpese. – Miré hacia la bifurcación en donde se dividirían nuestros caminos. – Temo que aquí debemos separarnos– dije.
– Agradezco tu compañía, Grandier.
– Que tenga una buena noche Conde.
Tomé el camino a la mansión al galope y mientras me alejaba decía dentro de mí:
El estirado Conde, ¡Hablándome de mujeres! Esa la cosa más inimaginable del universo.
Llegué a la mansión y después de cambiarme de ropa me senté junto a la ventana de mi habitación a esperar el regreso de Oscar, pero las horas pasaban implacables ante mis ojos y no la veía llegar. Empecé a temer lo peor cuando observe que algunos relámpagos que cruzaron el cielo, entonces tomé la decisión de regresar al palacio.
Pero no fue necesario volver, pues en el momento en el que me dispuse a salir, llegó mi ama sobre su caballo. Las ojeras opacando el azul de sus ojos.
– ¿Cómo estás? ¿Sucedió algo?– Pregunté mientras ella descendía del caballo.
Hizo un gesto extraño con la cabeza y sin voltear a mirar subió por las escaleras hasta su habitación, dejando la puerta abierta. Entendí que necesitaba desahogarse, por lo que fui hasta la cocina y le preparé una taza de té, la cual reposé sobre la mesita de estar junto a la ventana, cerrando la puerta de la habitación tras de mí. El sonido de la lluvia y el viento acariciando el bosque era lo único que mis oídos percibían. Oscar estaba de pié frente al ventanal, inmóvil. Me acerqué, con la intención de que notara mi presencia.
– El Rey agoniza, André – Dijo con la voz entrecortada, empuñando las manos. – Me siento tan impotente. Nadie, nadie en este país puede hacer algo para salvarlo de los brazos de la muerte.
– Tienes que conservar la calma. – Dije cercándome más hasta rozar su camisa con mí pecho.
Me miró a través del reflejo de la ventana. – Estoy tan cansada– Dijo abrazándose. Y entonces, no pude evitar apoyar mis manos sobre sus hombros, lo que provocó una reacción brusca e inmediata.
– Me voy a dormir– dijo alejándose hacia el lecho.
– ¿Necesitas algo más?– Pregunté desde el lugar de mi incursión sin quitar mis ojos de su cuerpo.
– No, gracias. Intentaré dormir.
Asentí, y en ese momento supe que lo mejor era retirarme. Tenía un enorme nudo en la garganta, pues inocentemente me había hecho la ilusión de que se aferraría a mi abrazo y buscaría mi consuelo. Pero no fue así. Oscar realmente había cambiado.
Que puedo decir lo que lo que sucedió el resto de la noche; en resumidas cuentas no dormí. Me desvelé pensando en su estado. Intentaba cerrar mis ojos, pero una y otra vez se dibujaban en mi mente las imágenes de aquella vez en el arroyo. También la imagen reciente de su cuerpo perfecto y sereno mirando caer la lluvia frente al ventanal, y mis manos sobre su piel, tan cerca. Mi cuerpo reaccionaba frente ese estímulo mental. No pensaba en nada, solo en sus labios, su pelo, su perfume.
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Desperté a la mañana siguiente sobresaltado y con la cara mojada. Lo primero que vi fue el rostro de Oscar con el ceño fruncido, de pie frente a mi cama con la jarra en la mano.
Sin darme tiempo de estirar los brazos me ordenó a gritos preparar los caballos, pues ya era cerca del medio día. Me levanté como pude y me vestí rápidamente.
Cuando llegamos al palacio un sacerdote entró en los aposentos del rey. Después de media hora el clérigo salió gritando:
– ¡Apartad de Versalles a Madame Du Barry! ¡Será la única manera en que vuestro rey descanse en los brazos del señor!
De inmediato busqué con la mirada a Oscar, quien corrió con sus hombres detrás de los nobles que irrumpieron en los aposentos reales.
Me quedé en el hall esperando ansioso a que mi ama saliera de la cámara real, cuando los guardias de palacio sacaron del brazo y a rastras a la condesa, quien se había negado abandonar a Luis XV en los últimos momentos de su agonía.
– ¿A dónde se la llevan? – Pregunté.
– El Duque de Orleans ordenó su detención en las mazmorras. —Dijo uno de los soldados.
Tras ellos y agitada salió Oscar quien me ordenó al oído. -Síguelos. Yo me quedaré custodiando a su majestad.
Obedecí, y salí corriendo por los pasillos del palacio. Intenté seguir a los guardias pero no logré alcanzarlos. Entonces corrí hasta los jardines y allí me encontré con una multitud de nobles que esperaban el anuncio de la muerte de su rey. Y este anuncio no se hizo esperar, pues en ese instante y ante mis ojos se extinguió la llama que representaba su vida, la que se divisaba desde abajo apostada en el opulento ventanal. La reacción de la multitud fue despreciable. A ninguno de ellos le importó el sufrimiento de ese hombre. Nadie se lamentó. Por el contrario, los nobles estallaron de júbilo.
Nada tenía que hacer ya. Lo único que me importaba era sacar a Oscar de ese lugar. Cuando me encontré con ella – En el pórtico del aposento real- de sus ojos brotaban lágrimas sentidas, las cuales se limpiaba en seguida.
Le dije que huyéramos de ahí, pero me pidió que partiera solo hacia la mansión y que le diera aviso al general. También me dijo que se quedaría en el palacio, y que lo que más deseaba era dirigir el cortejo fúnebre hasta la catedral/.
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– André, alguien ha venido a verte. Te esperan en el patio—Sacudió el Sargento Soissons a su compañero que estaba sentado en una banquera, escribiendo en su libro.
– Gracias Alain. Seguro que es mi abuela. Dile por favor que ya estoy con ella.
La visita de su única familia fue un momento muy esperando por André. La extrañaba muchísimo, pues él sentía que era a la única persona que podría importarle.
– Abuela, ¿Cómo estás? ¡Qué feliz me haces!– La saludo con un abrazo efusivo.
– Te traje comida y ropa limpia- Dijo Madame Grandier enseñándole una canasta.
– Gracias, la verdad es que la comida que sirven a los guardias es horrible. – Dijo abriendo las servilletas que envolvían el pan y el queso fresco.
– Ya quisiera que estuvieras en casa. Porque, hijo. ¿Por qué decidiste enlistarte? –Pregunto la anciana con un dejo de tristeza en los ojos.
-Tu sabes porque.
– No es necesario que respondas. – Dijo mirando hacia el edificio de los oficiales. Permitiendo que sus ojos grises se llenaran de lágrimas. André también dirigió su atención al mismo edificio, observando a su comandante que caminaba por el pasillo.
– ¿Sucede algo que deba saber?
– No sé si deba decírtelo, pero tarde o temprano te vas a enterar. – Respondió la anciana enjugando sus lágrimas. – En toda la mansión corre el rumor de que mi niña contraerá matrimonio.
– ¡Casarse! ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Con quién?- Preguntó exaltado, tomando bruscamente a su abuela por los hombros.
La anciana presa de las manos de su nieto, respondió con la voz entrecortada – El Conde de Gerodelle le ha pedido la mano al General, y él se la ha concedido.
– Ya veo – Dijo el soldado retomando la calma. Intentando contener las ganas de salir huyendo.
– Esto debe ser muy duro para ti – Dijo la anciana tomando entre sus manos el rostro de su nieto.
¿Cómo puede ser de otro hombre?, ¿Cómo puede ignorar todo lo que he hecho?
– Gracias por la visita, abuela.
Sin dar tiempo para decir algo más, salió corriendo por el pasillo, atravesando el patíbulo, hasta encontrarse solo. En esa soledad, invadido por una profunda tristeza dejó salir lágrimas amargas -¡Por qué!.. ¿Por qué no puedes ser mía…?—Decía entre sollozos, una y otra vez.
Cuando regresó a la barraca, André se encontró con un grupo de soldados, que indignados por los supuestos privilegios que le facilitaba la comandante, le increparon. Pero él no prestó atención a los reclamos de sus iguales. En ese momento estaba lleno de furia y desesperanza.
-Visitas privadas en medio de la semana. ¡Claro!, privilegios exclusivos para la nobleza. – Dijo uno de ellos.
- No estoy dispuesto a darles explicaciones sobre lo que haga. –Respondió André.
Pero su respuesta – cargada de furia—no hizo más que provocar la indignación de sus compañeros que lo tildaron de soberbio y se abalanzaron sobre él, llenándole la cara de golpes. André se defendió como una bestia feroz, dejando salir con cada puño todo el dolor que sentía, pero su ataque no fue suficiente para contrarrestar la golpiza que le propinaron los soldados; por lo que fue necesaria la intervención del sargento.
La algarabía de la gresca, llegó hasta los oídos de Oscar, quien llegó corriendo a la escena deteniéndose ante el cuerpo de André que estaba de bruces en el suelo. Alain con gritos de autoridad logró disipar al grupo, ante el rostro endurecido de quien les dirigía. Todos los soldados se detuvieron al verle, y salieron de la barraca cabizbajos en completo silencio. Todos menos Alain, quien se hincó ante el cuerpo herido.
– Ve hasta donde ha llegado este hombre – Dijo mientras observaba André, dirigiendo su comentario a Oscar que no mostró un ápice de preocupación.
– Oscar no te cases por favor. Te suplico que no te cases – Dijo de pronto André con la poca voz que le quedaba.
– ¡Tienes que dejar de amar a esta mujer que se viste como un hombre!- Gritó Alain desconcertado. Pero lo cierto era que nada de lo que dijera nadie le importaba. Las heridas que latían en el cuerpo del lacayo, no eran tan dolorosas como las heridas abiertas en su corazón.
Alain de Soissons intentaba entender como seguía al servicio de una persona que no mostraba compasión por él o si quiera cariño. Se molestó muchísimo consigo mismo y con su compañero de filas. Pero la mirada llena de ira se la dejó a Oscar, evidenciando su descontento al tropezar con su hombro deliberadamente al salir de la barraca. La Comandante permaneció inmóvil ante la provocación de su Sargento, hasta que dejó de escuchar el taconeo de sus botas alejándose. Luego se acercó hasta el cuerpo ensangrentado de André y lo tomo entre sus brazos.
– No me digas nada. Intentaré llevarte hasta la enfermería. - Y con gran esfuerzo logró echarse sobre los hombros el espigado cuerpo de su valet.
En la enfermería del cuartel le suturaron las profundas heridas, y lo acostaron en una cama. La comandante permaneció en todo momento a su lado, incluso cuando se quedó profundamente dormido. Varias horas después, André abrió los ojos, y se encontró de lleno con el rostro de Oscar, al cual le costó apreciar, pues uno de los golpes había atenuado el notable problema de su ojo.
– ¿Te encuentras bien? –Escucho esa bella pregunta que venía de los labios de la mujer que amaba.
– ¿Te casarás con él?– Preguntó. La angustia volvía a presentarse dentro de su ser.
– Deberías aceptar el consejo de tu compañero. Creo que él tiene razón. Tú debes dejar de amarme.*
Está historia continuará…
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Signos Referenciales
Se reemplazó el término guillotina, porque su uso en Francia se dio a partir del año 1792. El primer ajusticiado de esta forma fue un bandido de caminos llamado Nicolás Jacques Pelletier, el 27 de mayo de ese mismo año. La última ejecución efectuada en Francia con este método, tuvo lugar el 10 de septiembre de 1977.
Símbolos adicionales:
-Cuando se observe el detalle "/" indica el inicio y la finalización de lo narrado por André en sus memorias.
-La separación con "Circulos" Indican el cambio de tiempo en las escenas, ya sea en la narración del protagonista o en el capitulo en general.
-Algunas cursivas, corresponden a pensamientos improvisados del protagonista.
NOTAS DEL AUTOR
Saludo a mis lectoras para presentar una versión revisada del fic que titulé "Te Amaré Mientras Viva" Inspirado en el animé "La Rosa de Versalles",- propiedad de Riyoko Ikeda- escrito durante el año 2012 y 2013.
Considerando que aquella publicación fue mi "primer escrito oficial", y que observé varios errores de redacción y narración; decidí revisar cada uno de los capítulos a fin de ofrecer un relato de calidad. Manteniendo el espíritu original de la historia, la que muchos conocen y que otros han decidido conocer.
Quiero agradecer a mi Beta – Krimhild K. – ya que sus consejos y su ayuda incondicional facilitaron este trabajo, -que de hecho no tiene remuneración, más que la satisfacción de contar una historia-, basada en una vida alterna de André, donde él mismo nos relata sus aventuras, incluyendo – por su puesto—los sucesos ocurridos durante la pre- revolución.
Espero que este fic los atrape, y desde ya informo que es muy bienvenido cualquier comentario y/o sugerencia que deseen hacer.
También pueden hacerlo a en redes sociales, buscando mi seudónimo. "Fertuliwithejarjayes" o simplemente, Fernanda Jarjayes.
Nuevamente, GRACIAS por leer estas líneas.
01/2016.