Esta historia participa en el reto "Tercer aniversario" del foro Alas Negras, Palabras Negras.

Condiciones para este capítulo: extensión (libre), frase (¿eres tan soñador como para querer enderezar el mundo?) y sentimiento (melancolía).


Capítulo III


El perfume de la sangre era delicioso por las mañanas.

Había estado persiguiendo un venado desde muy entrada la madrugada, olfateando su medroso rastro, rastreando sus huellas en el barro y en las hojas primero y en la nieve después. La cornamenta esculpió una herida fútil en la corteza de un arciano, el desenlace del huir desesperado con el corazón latiendo pesadamente en la garganta, escabulléndose del aliento del lobo que soplaba en su cerviz, incansable, insaciable y divertido.

Podría haberle cazado. Podría haber alzado una de sus poderosas zarpas y haberle partido el cuello en dos. Habría sido tan sencillo y eficaz como aburrido y le habría evocado los días en los que comandaba ejércitos en Cruce de Bueyes, el Bosque Susurrante y tantos otros campos de consagración y victoria.

No. El fin no era comer, sino liberarse, romper su propio asedio. Tenerlo bajo control. Le relajaba saber que manejaba la situación, enterrar las patas en la tierra y percibir las vibraciones ocasionadas por el apasionado galope del ciervo, correr tras él, asustarle, ponerle nervioso, arrebatarle el dominio… y cuando se sintiese a salvo y demasiado cansado para mirar atrás, para cerciorarse de que había perdido al enorme lobo de ojos amarillos, saltar sobre él y perforar su piel y su carne con la poderosa mandíbula hasta llegar al hueso.

Cuando se despertó descubrió que el hambre no se había saciado. Siempre le había parecido una circunstancia extraña. El otro lado de la cama estaba vacío.

—Olyvar —llamó. El escudero entreabrió la puerta y se asomó—. ¿Por qué no me has despertado?

—Alteza, no deseaba interrumpir su sueño —se excusó—, parecía muy profundo.

—Tráeme el jubón gris, el del huargo —ordenó ásperamente.

—Viento Gris ha regresado, Alteza —le comentó mientras le ayudaba a ponerse la prenda—. Ha estado comiendo de noche, por ahí, otra vez.

—Ya lo sé.

El escudero no hizo ningún gesto de incomprensión o extrañeza. Se había acostumbrado al tono brusco del rey y a la extraña relación que tenía con el huargo. Daba la impresión de que estaban conectados por una fibra invisible. Si antes prefería la compañía del animal, tras regresar a Invernalia era prácticamente la única que toleraba.

Robb se contentó con un desayuno frugal antes de atender sus obligaciones. Frey seguía llamándole «alteza» y pensaba en él como su rey, a pesar de que el Norte había quemado todas sus posibilidades de ser un reino soberano. El menester de regresar al hogar y echar a los hijos del hierro, recuperar sus tierras y volver a sembrar sus lamentablemente poco ubérrimos campos, los había apartado de la contienda y de toda negociación o parlamento. Era consciente de que la situación había disgustado a muchos, algunos lo culpaban de los ataques y le habían retirado su apoyo incondicional y otros contenían su opinión y mordían su lengua ante cambios y reformas. Todo el amor y respeto que le profesaron cuando le pusieron la corona sobre la cabeza se había disipado en gran medida.

Y él era el primero en disgustarse consigo mismo.

Cruzó el puente hasta la armería, donde varios hombres dejaron de entrenarse y lo miraron en silencio al pasar en señal de respeto. En cuanto les dio la espalda, escuchó como la danza de las espadas se reanudaba. Definitivamente era mil veces más fácil la batalla.

Hacía relativamente poco que había comprendido por fin el hechizo del Bosque de Dioses. A su padre le gustaba estar allí, frente al árbol corazón, limpiando a Hielo o meditando a solas. Robb conocía las historias de los dioses, las historias del Norte, pero no podía ver más allá de sus narices.

«Aquí murió el traidor —pensó—, de un solo tajo.»

Respiró profundamente por la nariz y se sentó frente al arciano. Este le devolvió la mirada con ojos melancólicos y enrojecidos. Le parecieron viejos y experimentados, como si hubiese visto a demasiados señores de Invernalia meditar bajo la jaula de sus ramas. «Posiblemente así sea —se dijo—, pero no ofreció consuelo ni consejo a ninguno de ellos, seguro.» En una ocasión su padre le había hablado de la importancia de la reflexión sobre los propios actos y la búsqueda interior de la verdad: «Podemos ser nuestros mejores mentores —le había ilustrado—. Escucha el juicio ajeno y valóralo sin olvidar considerar tus ideas.»

De eso hacía mil años o más.

—Robb —su madre se acercó con pasos lentos. Iba envuelta en una gruesa capa marrón para alejar el invierno, propósito inalcanzable dado que se desplomaba implacablemente sobre Poniente desde hacía un par de lunas—. El maestre Lyonel ha recibido un cuervo esta mañana —le informó. Era el nuevo maestre, un bastardo del Valle recién formado, joven, leal y discreto—. Es del Lord Comandante de la Guardia de la Noche.

—Jon —precisó—. Dámela.

Las cartas nunca le traían buenas noticias.

—¿Qué dice?

—Necesitan hombres fuertes para defender el Muro —suspiró—. No puedo enviarle ni a uno más. Tengo la sensación de que si lo sugiriese, mis señores pactarían para entrar en mi alcoba mientras duermo y clavar mi cabeza en una pica, en la torre más alta de Invernalia.

Catelyn asintió.

—Ya le has enviado a todos esos hijos del hierro. Ahora es tiempo de atender nuestras casas y reconstruir nuestros castillos.

«Cualquier tiempo pasado fue mejor» pensó, pero no lo expresó en voz alta. Su madre ya tenía suficientes fantasmas.

—Robb —su voz estaba impregnada de esa conocida entonación maternal. Iba a pedirle algo de buenas maneras, con insistencia y buenas maneras—. ¿No crees que deberías considerar con seriedad la idea de la descendencia?

Lo sabía. «Aquí vamos de nuevo.»

—Ya estoy casado, madre —respondió lánguidamente.

Roslin era una buena esposa. La había escogido su tío Edmure, de camino al Norte. Era cortés, dulce y sin gracia. Menuda, con la piel tan blanca como la nieve y grandes ojos castaños. Era bonita, sin duda, se llevaba bien con Sansa y había puesto mucho empeño en dirigir el castillo junto al mayordomo, escuchando atentamente todo lo que su madre tenía que enseñarle; pero Robb no la amaba. El amor se lo había quedado otra mujer, una muy diferente.

«¿Eres tan soñador como para querer enderezar el mundo?» la voz de su princesa le llegó de algún recóndito lugar. «No estoy soñando» le había respondido él con los dedos explorando sus mejillas.

—Desde hace un año —convino— e intimar con tu esposa más a menudo sería provechoso.

—Lo último que deseaba conocer en este momento era tu preocupación por mis deberes maritales.

—¡No puedes recluirte en la aflicción, en la nostalgia! —Estalló. Las mejillas se le estaban encendiendo—. A veces parece que has perdido la razón de vivir, hijo mío. Ya no tratas a los tuyos con el cariño y la dedicación de antaño. Te has ido cerrando cada vez más. Ahora eres lejano, cuando antes permanecías alcanzable. Pones demasiada distancia con los hombres a tu servicio.

—Habla la más indicada —criticó, severo—. Tú que preferías quedarte en Aguasdulces rodeada de tu propia pena, llorando las muertes de mis hermanos en vez de encargarte de tus compromisos. Yo hice todo lo que se esperaba de mí —afirmó. Empezaba a palpitarle la cabeza.

Catelyn dejó caer los brazos a ambos lados de su cuerpo. Ahuyentó las lágrimas en un esfuerzo de aparentar una fortaleza de la que ya no gozaba. Las arrugas poblaban sus manos y el cabello se le había llenado de hebras blancas. Había envejecido tanto en tan poco…

—Olyvar me dijo que ayer te pasaste el día entero en las criptas —Robb se serenó. Su madre no tenía la culpa—. Tus doncellas te tuvieron que llenar la bañera de agua caliente tres veces hasta que dejaste de tiritar.

—Extrañaba discutir con tu padre —confesó amagando una sonrisa—. ¿Has visto las estatuas de Bran, Rickon y Arya?

—No se parecen en nada.

—No —estuvo de acuerdo—, el escultor no les conocía.

Catelyn se sentó junto a él y le apartó los rizos pelirrojos de la frente. Era demasiado mayor para tener diecisiete días del nombre. A veces olvidaba que Robb no era Ned, e incluso Ned se había mostrado proclive a cierta melancolía en los años posteriores a la Rebelión. Solo los niños lo sacaban de su ensimismamiento y eso era exactamente lo que Catelyn quería para Robb.

—Creo que hace tiempo que no te digo lo orgullosa que estoy de ti. —Sintió que los ojos se le empañaban al besarle la sien.

Robb la tomó de la mano y la apretó con fuerza.


Lucy.