Su último saludo en el laboratorio
O el día en el que Mycroft tiene una confesión en su graduación.
Mycroft debería haberse sentido orgulloso de sí mismo, como todos sus compañeros lo estaban en esos momentos. Era el día de su graduación, al fin y al cabo; pero él, como siempre, es la excepción que confirma la regla.
No recordaba estar orgulloso, ni eufórico, ni siquiera contento.
Lo que recordaba era a su madre entrar como un huracán a su perfecto cuarto, despertarle a él y a toda la casa en el proceso, lanzarle un traje recién planchado al grito de «¡¿Por qué no me dijiste que hoy es tu graduación?!, ¡he tenido que chantajear a Sherly, por qué sois así!» y le lanzó a merced del frío londinense.
Con un termo lleno de café caliente y un par de galletas de canela caseras, por supuesto.
Obviamente, no entraba en sus planes asistir a la graduación. No le gustaban ese tipo de celebraciones banales ensalzando algo que era estúpido; ni siquiera entendía cómo hubo gente que suspendió o repetiría el año.
Todas sus quejas desaparecieron cuando vio a Lestrade en traje.
Greg deseó que el universo confabulase a su favor y le permitiese ver una última vez al mayor de los Holmes, hacer el ridículo y superarle de una vez por todas. No era algo difícil, había repasado el plan un millón de veces, ¡incluso tenía a Sherlock de su parte!
Gran aliado y amigo, si podía llamarlo así. En algún momento de esos dos años, habían empezado a llevarse bien y a conocerse sin necesidad de que Mycroft estuviese presente; la situación de su hermano pequeño se le hacía terriblemente familiar, pero el destino tuvo piedad de Greg y no tuvo que soportar tantos años callado.
Sí, todo su sufrimiento de amores de estos dos años se acabaría ese día.
Por eso, cuando les dieron las orlas a todos los estudiantes, Greg agarró con suavidad el brazo de Mycroft y lo arrastró fuera de la sala de ceremonias. Quería un lugar tranquilo y significativo: se dirigió al laboratorio.
—No acabo de comprender a qué viene esto exactamente, pero podrías haberlo hecho antes —dijo Mycroft. Su corazón golpeó las costillas de los nervios al escucharle—. Planeaba saltarme la graduación, no es como si pudiese escaquearme de mi madre, así como así.
«¡Gracias, gracias, gracias...!», lloró Greg a la nada.
—¡H-hola!, tengo algo que decirte —soltó atropelladamente. Encontró el suelo irónicamente fascinante, los pupitres e incluso la pizarra; todo menos el rostro de Mycroft. ¿Por qué le saludaba ahora?, ¿se le habría entendido?, ¿por qué demonios estaba haciendo eso? Si es que había que ser mendrugo.
Intentó tragar el nudo en su garganta.
—¿Y bien? —le apremió.
—Me gustas desde principios del año pasado, desde que me ayudaste con lo de Química, y...
Mycroft no pareció alterarse, al contrario. Un brillo de conocimiento apareció en sus ojos avellana; siempre aparecía cuando alguien le daba la razón o le confirmaban algo que ya sabía.
Eso le puso más nervioso.
—Quisiera seguir hablando contigo y manteniendo el contacto, y... —se atragantó con sus propias palabras, incapaz de proponer lo que quería.
—No me importaría salir contigo —afirmó Mycroft, leyendo sus pensamientos—; encuentro tu compañía muy gratificante.
—... No hables de esa manera como si fuese un bicho raro, por favor —suplicó dramáticamente Greg, aguantando las ganas de reír y de llorar.
—¿Era eso lo que intentabas decir?
Asintió.
No es como si se hubiesen dado el beso de sus vidas, declarado su amor a los cuatro vientos o algo increíblemente romántico. Mycroft le dio la mano antes de salir y la estuvo observando con cierta fascinación hasta que llegaron a la salida del instituto; su hermano menor les estaba esperando con cierta sonrisa maliciosa.
Había sido el cómplice, al fin y al cabo; el chivatazo a su madre fue idea suya.
La pareja no acababa de creerse lo que acababa de pasar, así como John tampoco. ¿En qué momento?, según tenía entendido y comprobado los Holmes eran la encarnación de Spock en la Tierra o algo así.
¿Cómo?
¿Qué había hecho Lestrade para encandilar a uno de los dos?
Por lo que pudo apreciar en la mirada avellana de Mycroft, esas respuestas serían un enigma que añadiría la chispa de magia entre ellos y a ojos del mundo. «Funcionarán», fue todo lo que susurró Sherlock antes de irse.
Se vio obligado a seguirle.