Los personajes pertenecen a Rumiko Takahashi.

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LUMINISCENCIA


[ Reto #1 ]

Kagura y Akago. Elemento: pesebre.
Akago se siente asqueado producto de su nueva misión. Kagura quiere respirar aire puro, sentir todo lo que los demás sienten.

[General]


—Los humanos son tan... patéticos.

Kagura lo miró apenas de reojo, sin prestarle mucha atención.

—Tan... tan terriblemente ridículos. Me dan asco.

La demonio vaciló, conteniendo al pequeño entre sus manos. No quería que los aldeanos escucharan al presunto bebé hablar de manera tan clara. Ya de por sí, presentaban un aspecto algo sospechoso (¿Naraku no podía crear niños de aspecto menos perturbador?), pero si alguien escuchaba a Akago decir cosas por el estilo, pronto tendrían una horda enfurecida contra ellos. No es como si no pudiera matarlos en un santiamén, pero eso arruinaría los planes de Naraku y, por lo tanto, ella pasaría un momento muy desagradable que prefería evitar.

—Míralos. Tan embelesados en sus asquerosas y ridículas celebraciones. Ni siquiera son propias de aquí.

—Cierra la boca, Akago. No queremos levantar sospechas, ¿recuerdas?

Akago bufó. Estaba encabronado de verdad con todos esas fiestas que había traído Kami-sama sabría quién desde Europa. Suficiente problemas tenían esos humanos con su propia gente como para aceptar extranjeros, y encima abrazar sus rituales.

—Creo que simplemente deberíamos matarlos a todos.

—No, a menos que Naraku así lo quiera. Recuerda porqué estamos aquí.

Akago sí recordaba porqué estaban allí. Y no le gustaba. No tenía nada que ver con oscurecer el puro corazón de Kagome y destruir el poco buen ánimo que tenía aquel grupo. Y él, que se creía tan cerca de lograr el objetivo. Luego, estaba Naraku. Que los enviaba a aquellas inútiles misiones. Demasiado preocupado por la amenaza que él y Hakudōshi significaban. Demasiado molesto con Kagura. Demasiado temeroso del peligro que corría su trasero. Enviándolo a observar costumbres humanas, a comprobar el estado de ánimo general, el temor, los malos sentimientos.

Extrañamente, en esa época los humanos parecían carecer de defectos, capaces de superar sus debilidades, de no recaer en sus temores. Todo era simplemente repugnante. Tantos buenos deseos y sentimientos positivos le daban asco. Por suerte, existían excepciones. En los últimos pueblos se habían producido unos cuantos suicidios: la gente rota, producto de las consecuencias de las guerras, se encontraba extrañamente aislados dentro de toda esa asquerosa burbuja de amor y sentimientos cursis.

—Si veo a alguien más dar los buenos días, vomitaré.

—Que no sea encima mío.

Akago alzó la vista para observar el mentón bien formado y los labios rojos de su «hermana». Los ojos bermejos miraban hacia adelante, astutos y concentrados en su misión. El demoníaco bebé sabía porqué: Naraku gozaba cada error cometido por Kagura, cada uno sin excepción. La demonio simplemente trataba de zafarse de otro eventual problema. Akago se preguntó vagamente si alguna vez ella sería capaz de sobrevivir a su inevitable destino. Concluyó sin más que no, que la sombra de Naraku (aquella que nacía en su propia espalda) se extendía hasta el final de sus días. Así como le ocurría a él. A Hakudōshi. A cada una de las extensiones.

Tal vez algún día lograría borrar al idiota de su «amo». Tenían posibilidades, Hakudōshi también lo intentaba con ganas. Akago no perdía las esperanzas de ocupar el lugar de Naraku, menos aún en esas épocas decembrinas, donde tantos humanos se regodeaban en ese mismo sentimiento.

—Señorita —habló una joven que se acercó a Kagura. La intensa mirada de su hermana posiblemente fue la causante del sobrecogimiento de la muchacha, pero logró reponerse. Después de todo, Kagura había sido capaz de camuflarse en la muchedumbre, con ropas más mundanas, ocultando sus orejas de elfo. Casi parecía una más—, ¿quiere tomar un asiento? ¿Quiere el bebé algo de comer?

Kagura no respingó, pero Akago pudo sentir que esos eran sus deseos. Kagura nunca había necesitado descansar. Y las necesidades alimenticias de Akago eran mucho más... peculiares que la de los bebés humanos.

—Solo... estoy respirando el aire.

—Oh, el aire de pueblo. Estas fechas son especiales —agregó la muchacha, mirando más allá—. Si cambia de opinión, acérquese a mi cabaña. Es mejor andar acompañada estos días, sobre todo con un bebé tan pequeño.

—Lo tendré en cuenta.

Kagura incluso le regaló una breve sonrisa. Akago no pudo evitar sonreír así mismo, fue una suerte que la muchacha no lo viera. Sus sonrisas no eran normales y la perturbarían. Él sabía, de todos modos, que nadie le prestaba atención. La gente deliberadamente miraba a otro lado. Porque le temían. Eran extranjeros parados en mitad del pueblo, después de todo. Observando meramente.

—Son tan... patéticos —repitió.

Kagura lo silenció con una mirada. Y Akago, en respuesta, se permitió vislumbrar el alma de su hermana. De verdad quería saber porqué ese silencio tan obstinado, y no era difícil averiguarlo. Ella estaba obligado a tocarlo, y la intimidad que se generaba al estar tan cerca del pecho de una persona era... era hasta obscena.

Reprimió una risita, pero nada pasó desapercibido para Kagura. Tener a alguien toqueteando tu interior no pasaba desapercibido. Ya sea física o espiritualmente. Eran ojos ajenos mirando lo intrínseco, lo más íntimo de ella. Era otra clase de violación. Pero Akago no intentaba dominarla ni oscurecer lo ya sombrío en ella. Solo estaba curioseando.

—Te gusta.

La demonio hizo caso omiso. No le gustaba hablar de sí misma, de lo que vivía, de lo que veía y sentía, y no le gustaba que nadie más lo hiciera tampoco.

—Te gustan las costumbres. Lo terrenal. Lo humano.

—Ya te he dicho que es mejor que guardes silencio estando aquí.

Akago se sentía lo suficientemente asombrado como para no guardar silencio. Dentro de Kagura había muchas cosas oscuras. Muchas cosas perdidas, podridas. Muchas cosas malas; tenía el corazón lo suficientemente pérfido para que él no tuviera diversión alguna, ninguna dificultad para controlarla. Y así mismo, había una clase de luz en su interior.

—Tú también... tú también eres patética, Kagura.

Kagura no dijo nada. Odiaba al pequeño engendro casi tanto como a Hakudōshi o a su mismísimo amo. No le faltaban ganas de decirle una o dos verdades, pero no quería problemas. Estaba cerca... estaba muy cerca de lograr la libertad. Todo estaba llegando a su fin de una vez, un fin precipitado. Eran momentos en los que no podía fallar.

Y sí, tal vez podría verla como patética. Como débil, o como una asquerosa rata que está a punto de ahogarse. Por ella, bien.

—¿Debería decírselo a Naraku?

La pregunta de Akago la dejó momentáneamente pasmada. La voz de Akago era peligrosa. Sus palabras eran una amenaza.

—No sé de qué hablas. Guarda silencio.

—De la esperanza tan patética que guardas. Estás tan cerca de ser tan ridícula como los humanos que nos rodean.

Esperanza.

Así que esa era lo que la llenaba últimamente. Sí. Esperanza y fe en Inuyasha y Sesshōmaru. Si había dioses dispuestos a escuchar su pedido, rogaría porque vencieran y la liberaran. Sesshōmaru. Él, él lo lograría, estaba segura.

—Me pregunto qué diría Naraku ante esa ilusión tuya.

—Me pregunto qué diría Naraku si te dejara en el pesebre aquel toda la noche, pequeño ingrato.

Akago apretó los labios. El comedero de los animales no era un lugar placentero ni siquiera para un crío humano, mucho menos para alguien como él.

—Akago, no olvides que no dejas de ser un bebé. Y, lamentablemente para ti, soy tu guardiana por ahora. Jódeme la vida, niño, y juro que morirás de una manera muy desagradable.

Los ojos violáceos del bebé miraron a su hermana con rencor. Kagura era consciente de que no debía cometer ningún error en esa recta final, pero mataría a Akago de ser necesario. De hecho, sería una satisfacción muy grande morir con su sangre en las manos. Además, no permitiría que él le estuviera chantajeando de ningún modo.

—Además, Naraku tampoco te tiene en estima. Si no quieres oler aliento de animal durante las próximas horas, guarda silencio de una vez. Y no vuelvas a tocarme de esa manera.

Kagura se proponía dejarlo en un pesebre, junto a un montón de animales malolientes. Y él, poderoso a pesar de su tamaño, nada podría hacer para impedirlo. A pesar de la oscuridad en el corazón de Kagura, no se podía permitir controlarla (aunque no fuera muy difícil). Naraku, por otro lado, no significaba ningún aliado. No quería darle información que pudiera servirle, incluso si era información sobre Kagura.

Guardó silencio y observó las risas de los humanos. Sintió la calidez del pecho sin corazón de su hermana, imaginó cómo serían los latidos de ese órgano. ¿Latiría de manera especial al percibir todo aquello alrededor, todo aquello que a él le repugnaba? Se imaginó que sí.

Porque Kagura estaba disfrutando de aquella misión. Kagura estaba alimentando sus esperanzas. Se estaba volviendo cada vez más terrenal, más sucia y humana.

Y a Akago aquello no le agradaba. A Naraku tampoco le agradaría si lo viera, si observara los ojos brillosos de Kagura antes las velas humanas, ante la risa de los niños, ante la vida que se veía en cada uno de los pueblos a pesar de toda la sangre, muerte y guerra que los rodeaba.

No le agradaba porque con la mera esperanza, Kagura estaba un paso más cerca de la libertad. Y Akago, como su creador, la quería controlada, rebelde, bajo sus pies.


Nota:

Tengo pensado hacer un solo fic con todas las viñetas con las que me anime a participar en el foro, así que esperen actualización (?.

Empecé a escribir teniendo como idea a Kagura dejando a Akago en un comedero de animales en venganza, pero finalmente terminó saliendo esto. Y me gusta el resultado, a pesar de decir casi nada.

Espero que lo hayan disfrutado, y también que se animen a dejar su comentario. :)

Hasta la próxima actualización,

Mor.