Capítulo 1: La vida actualmente

"Los abajo firmantes: Yumi, Ulrich, Sam, Carlos, Jeremy, Aelita, William, Laura, Odd, Dorjan, Milly, Tamiya, Eva, Lysander, Sissi, Javier, Alicia, Emily, Paula, Andrea, Kuroko, Andrew, Hiroki y Johnny se comprometen a mantener su amistad, en todas las circunstancias y actitudes que han tenido hasta la fecha de hoy. Por un futuro en que todos estemos juntos, con amistad, sexo y todo lo que implica nuestro grupo".

Aelita Stones tuvo que intentar contener las lágrimas al encontrar aquel mítico papel, oculto entre un libro de Stephen King y otro de Stephen Hawking. Nunca pasaba más de una semana en que no se acordara de lo que había ocurrido con sus amigos. Y por supuesto, era un tema tabú. Y encontrarlo, justo en ese momento… En ese preciso momento. Mejor esconderlo nuevamente antes de que apareciera...

—¿Cómo van esas cajas? —preguntó Jeremy, entrando por la puerta. Aelita intentó guardar el papel, pero el chico se agachó a su lado antes de poder hacerlo— . ¿Qué has encon…?

A la chica no se le escapó que Jeremy tragaba saliva lentamente. Él también lo había pasado mal. Y no era para menos. Aquel fatídico día de cuatro años antes había sido el desmorone de todo su mundo. De tener que volver a empezar. De llegar al punto de no retorno. Apartó el papel de su vista, devolviéndoselo a Aelita, quizá más bruscamente de lo que hubiera querido.

—Cuánto tiempo sin ver esto, ¿verdad?

—Mucho. Será mejor que continuemos, ya nos quedan sólo las cajas de aquí.

Las pesadas cajas de libros acumulados durante años. Entre los que se compraba ella y los que se compraba él (que al final leían ambos) habían llenado una de las habitaciones de La Ermita. Eran los únicos recuerdos que faltaban por mover a las cajas. Estas irían a parar al camión de la mudanza, y se moverían al nuevo piso que se habían comprado en las afueras.

No había sido una decisión fácil, pero La Ermita, al final, siempre evocaba recuerdos dolorosos. Mucho tiempo habían estado sin sentirse del todo cómodos en su propia casa. Además, sabían que Anthea y el señor Delmas querían mudarse, ¿y qué mejor sitio que aquel? Así, podrían moverse ellos también e intentar olvidar a los fantasmas del pasado.

Sin embargo, para ambos era bastante difícil abandonar aquella casa. Habían pasado muchas cosas allí… desde su adolescencia más pura (e impura), a la juventud. Y ahora, apenas dos meses después de la boda, era el momento de abandonar aquel nido.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por uno de los rudos chicos de la mudanza, que entró y él sólo cargó con unos cien kilos de cajas para meter al camión, que aguardaba fuera con el motor apagado. El compañero, otro trabajador bastante menos musculado que él, entró en la habitación.

—¿Alguna caja más, jefe? —preguntó.

—Creo que no —dijo Aelita—. Ya lo tenemos todo dentro, me parece.

—Los muebles se quedan, nos dijeron, ¿no? —preguntó nuevamente.

—Sí, eso es. Voy a revisar un momento, pero creo que nos podemos ir en breve —aseguró Jeremy. Se incorporó, intentando controlar los sentimientos encontrados que tenía por haber encontrado la fotografía. Muy difícil. El simple recorrido por la casa le recordó la mítica noche de Halloween en que se había aliado con sus amigas para asustar a Odd y a los demás. Se preguntó dónde estaría su amigo. Olvídalo, se recriminó mentalmente, han desaparecido, y estás mejor así. Y era verdad. O era al menos su verdad. Caminó hasta llegar al desván y al comprobar que no había nada más que valiera la pena llevarse, volvió hacia abajo, donde Aelita esperaba con una maleta.

—¿Seguro que hacemos bien? —preguntó ella por enésima vez desde que aceptaron comprar su nueva casa.

—Claro que sí. La urbanización está recién construida. Conoceremos gente, seguiremos teniendo jardín… Y además, nos pilla más cerca del trabajo —dijo Jeremy, con una sonrisa.

A unos veinte kilómetros de su nuevo hogar, estaba el nuevo Centro de Investigación Físico, donde ambos habían sido aceptados nada más terminar sus carreras. Aelita tenía un laboratorio a su disposición como física teórica, mientras Jeremy era uno de los programadores junior que tenía el centro para mantener a punto los programas informáticos, pruebas algorítmicas, y -en sus ratos libres- asomarse a ver a su mujer y echar una mano, pues seguía siendo físico aficionado.

El camión de la mudanza se había ido ya cuando ellos montaron en su coche, un Smart de color azul cielo. Lanzaron una última mirada a la fachada de La Ermita, antes de poner el vehículo en marcha y alejarse. Ya no vivían ahí. Sus siguientes incursiones en la casa serían de visitantes. Era el fin de un ciclo que quizá había durado demasiado. Lo inteligente hubiera sido irse antes… pero era ahora cuando se lo podían permitir, claramente. Y eso estaba bien. El coche salió del garaje, dejando la mítica casa atrás.

En otro punto de la ciudad, empezaba el día en la casa de Ulrich y Yumi. La luz se filtraba a través de la persiana, que no estaba bajada del todo. Ella aún dormía, dentro de su camisón transparente, pero eso estaba a punto de cambiar. Ulrich rodó hasta quedar encima de ella y le dio un breve beso.

—Buenos días, mi amor —saludó el chico.

—Contigo siempre lo son —respondió ella, atrayéndole hacia si y besándole con pasión.

Quedaron largo rato disfrutando de su compañía, entre mimos y abrazos, hasta que oyeron un grito en la habitación continua. Un llanto. Yumi suspiró, con una sonrisa. Al fin y al cabo, el sollozo era de la pequeña criatura, fruto de su amor.

—Ya voy yo —se ofreció Ulrich. Se levantó de la cama, y se fue abotonando la camisa del pijama mientras iba a buscar a su vástago—. ¿Dónde está el hombrecito de la casaaaaa? —preguntó mientras entraba en la habitación de su hijo.

El pequeño Takeru Edwinera básicamente una versión infantil de Ulrich. Era su viva imagen, salvo por dos detalles: los ojos los había heredado de Yumi, tanto en color como en rasgos, así como una piel algo más pálida. El niño, de dos años, era la gran alegría de sus padres. Habían tomado la decisión de tenerle, como Yumi había manifestado como deseo tiempo atrás, una vez estuvieron bien acomodados. Ulrich tenía su clínica para masajes, que dirigía y trabajaba en ella con tres personas a sus órdenes, mientras Yumi había sucumbido al encanto de las pasarelas, quedándose en el mundo del modelaje. No había mes que su cara y cuerpo no apareciera en alguna revista. De esa forma ambos vivían bastante holgados económicamente.

El pequeño se tranquilizó al ver a su padre, y soltó su "grito de guerra" como lo llamaban. Con los padres que tenía, el pequeño había salido con genes de guerrero. Ulrich le alzó en brazos y le llevó a la cocina para que desayunaran. Yumi entró unos momentos después, mientras se ataba la bata. Puso la cafetera en marcha mientras Ulrich hacía las tostadas.

—¿Algún plan para este día? —preguntó Ulrich. En realidad, no tenía especiales ganas de moverse, pero si había algo que hacer, no podía resistirse.

—Creo que no —respondió ella—. Por un día nos podríamos quedar aquí. Además, esta tarde hay reunión de vecinos y no hemos ido a ninguna en todo este tiempo. Deberíamos conocerles.

—Sabes que si por mi fuera estaríamos en una casa, y no en un piso bajo con jardín —respondió Ulrich—. Además, van a hablar de... —hizo una pausa, mientras buscaba la circular que habían recibido—, pago de deudas atrasadas, mantenimiento de las zonas comunes... un aburrimiento.

—Qué mal se nos da ser adultos —bromeó Yumi—. A mi tampoco me hace especial gracia, pero tenemos que integrarnos con estas cosas.

Ulrich tuvo que darle la razón, a regañadientes. Para un día que tenían para descansar -pues entre diario no se pasaban tanto tiempo durmiendo-, tener que hablar con esa gente que no conocía de cuestiones económicas, le apetecía tanto como... "Como ser poseído por la scyphozoa de XANA", pensó, de broma. Y ese pensamiento ensombreció un poco su corazón.

Yumi pareció no darse cuenta mientras llevaba a Takeru al comedor. Ulrich se ocupó de la bandeja con el desayuno. El pequeño, obediente, se sentó en la pequeña silla que le habían comprado cuando cumplió dos años, y Yumi le untó las tostadas.

—Mañana tengo sesión de fotos por la tarde —dijo Yumi, más para ella que para los demás—. Me da una pereza... Envidio que tú sólo trabajes por las mañanas.

—Bueno, tenemos el domingo para descansar. Y siempre puedo recoger al niño, e ir a buscarte, y que cenemos por ahí —sugirió—. ¿Hace cuánto que no salimos a cenar fuera?

—Pues bastante, la verdad —concedió ella—. Y me parece buen plan. Justo ayer me enviaron a Facebook una sugerencia de un restaurante de comida tailandesa que tenía buena pinta... ¿Te importa si...?

—Adelante, —concedió él. Tenían el acuerdo tácito de no mirar los teléfonos sobre la mesa, salvo concesiones específicas.

Yumi alargó la mano para alcanzar su teléfono, mientras Ulrich "competía" con su hijo por ver quién terminaba primero de desayunar. Pero se alarmó al ver que la expresión de Yumi cambiaba de pronto.

—¿Pero qué...? —dijo, y fue a mirar la pantalla del teléfono. Y lo vio. Facebook había recatado de la hemeroteca una foto de Yumi con las demás chicas del antiguo grupo: Aelita, Sam, Milly, Tamiya, Alicia, Emily, Eva, Andrea, Paula, Sissi... y eso había provocado un doloroso recuerdo para ella. Prudente, Ulrich le quitó el teléfono de las manos con cuidado y lo apartó.

—Lo miramos luego, si quieres —propuso.

—Sí... Voy a darme una ducha, ¿vale? —dijo ella.

Ulrich asintió y tuvo que ver cómo su mujer se alejaba, entristecida, por una publicación desafortunada de un pasado que estaba más que enterrado. Maldijo para sus adentros, pero procuró que su hijo no se diera cuenta de que algo había pasado.

Alicia y Emily empezaban el día en el salón de su casa. Se habían mudado recientemente. Y aunque aún tenían cajas que ordenar, lo tenían todo lo bastante bien organizado para poder hacer un poco de yoga matinal, apartando una mesa. Estiraron lentamente los músculos de su cuerpo, atentas a la pantalla de su televisión, donde habían puesto un curso de yoga bastante bueno que habían encontrado por internet.

—¡Qué bien sienta esto! —exclamó Emily una vez terminaron—. Y ahora tengo un hambre que me comería un elefante.

—Igual te sentaría bien, has perdido mucho peso estos meses —le recomendó Alicia, por enésima vez en lo que iba de mes.

—Ya sabes que últimamente no me apetece comer mucho. Pero tampoco es que me haya quedado en los huesos…

—Claro que no, pero no quiero que tengas problemas de salud — dijo Alicia, e intentando que su novia se animara a comer, puso en funcionamiento la sartén y empezó a calentar pan para hacer tostadas.

"Maldita", pensó Emily, y con una sonrisa, empezó a preparar zumo de naranja para ambas. Mientras lo hacía, pensaba en lo larga que se le había hecho la semana. Había tenido bastante trabajo como profesora en una academia privada de inglés, algo nada desdeñable, y que agradecía por mantenerse ocupada. Alicia también había completado la carrera de filología inglesa, pero ella trabajaba en la universidad. Ambas habían compartido un año en Londres para perfeccionar su inglés, que hablaban con soltura ya.

—Creo que sé por qué estás así —dijo Alicia, una vez se sentaron a la mesa. De fondo, el presentador de televisión hablaba del pronóstico de turismo del mes siguiente—. ¿Hace cuánto que no hablas con Sam?

Emily, que se había llevado la taza a los labios, se detuvo, sin saber qué responder. Sí, Sam… Había perdido el contacto con ella. Bueno, quizá no tanto como perder. Eso sólo lo había perdido con los antiguos integrantes del acuerdo. Pero su amistad con Sam no se había visto tocada… Con la salvedad de que llevaban seis meses sin llamarse al teléfono.

—La semana pasada —mintió con descaro. Pero su novia la conocía demasiado bien.

—La semana que pasó. Que pasó hace medio año, querrás decir —la corrigió Alicia—. ¿Por qué no la llamas?

—¿Por qué no me llama ella?

—¿Por qué no la llamas tú y se lo preguntas?

—Vale, estoy empezando a enfadarme —advirtió la chica—. ¿Podemos dejar la conversación? Voy a ver qué hay en la nevera, habrá que ir a comprar —añadió sin dar tiempo a que la otra respondiera.

Dejó la taza sobre la mesa con cierta brusquedad, y se dirigió a la nevera. Aunque no le apetecía un carajo, como solía decir, empezó a tomar nota de lo que notaba que faltaba para poder comprar. Hasta que sintió un abrazo en su espalda.

—¿Sabes que todo lo que te digo es porque me preocupo por ti?

—Lo sé. Es sólo que se me hace duro… pensé que, incluso después de lo que ocurrió… Éramos muy amigas, y pensé que eso no cambiaría.

Alicia se limitó a abrazar más fuerte a Emily. Ambas estaban muy dolidas. Incluso Alicia estuvo algo alicaída un tiempo atrás, pues ella también había perdido contacto con su viejo amigo Carlos. Sin embargo, había conseguido sobreponerse al dolor. Ahora sentía que debía ayudar a Emily a conseguir lo mismo.

—Tenemos que salir por ahí —dijo finalmente—. Somos jóvenes. No podemos quedarnos todos los sábados viendo películas en la tele. Nos podemos permitir ir a tomar algo con más frecuencia, tenemos dinero para ello.

—Haces que suene tan fácil… aunque sé que tienes razón. Desde que volvimos de Londres apenas hacemos vida social.

—¡Por eso mismo! ¿Qué te parece si salimos en un rato a por unos vestidos nuevos y esta noche nos vamos a algún local de moda?

—Me parece bien. Pero lo de estrenar modelito… ¿es que pretendes salir a ligar? —bromeó Emily.

—Sí, contigo —rió Alicia, y aprovechó esa mejoría de humor de su novia para darle un suave beso.

Volvieron al comedor para terminar de desayunar y dejaron a medio hacer la lista de la compra. Siempre podían ir al día siguiente a por lo que necesitaran. Su estado anímico era prioritario.

Un poco más avanzada la mañana, se abría la puerta de un dormitorio. Odd salió en calzoncillos, somnoliento, y arrastró los pies hacia la cocina. Necesitaba un café. Preparó la cafetera, y la puso en marcha, mientras ponía sobre la mesa dos vasos de cerámica. Luego recordó un detalle y sacó un tercer vaso, esta vez para llevar. Dorjan se encaminó también hacia la cocina, más despierto que su novio, atraído por el olor de la bebida caliente, y con el pantalón del pijama recién puesto.

—Buenos días —saludó, y plantó un beso en los labios de Odd—. ¿Qué tal anoche?

—De maravilla —respondió este.

Unos momentos después salió una chica con el pelo cobrizo, vestida completamente, y con pinta de llevar prisa. Odd se apresuró en llenar primero el vaso para llevar y luego sirvió para Dorjan y para él mismo.

—Gracias —dijo la chica—. Tenemos que repetir otro día, pero ahora me tengo que ir —añadió. Pilló el vaso con una mano, su chaqueta con la otra, y dio un fugaz beso a ambos antes de salir por la puerta.

—Recuérdame por qué hacemos esto —dijo Dorjan, sentándose en una banqueta de la cocina.

—Porque de vez en cuando está bien tener sexo con mujeres también. Sobre todo si son así de generosas en la cama.

Ahí tuvo que darle la razón. Degustó el café. Mucho mejor que el de la oficina donde trabajaba. Pese a ser asesor financiero para una importante empresa de exportación de productos, los jefazos no cuidaban del todo los detalles con sus empleados. El ejemplo claro era aquella cafetera más vieja que andar a pie, y que Dorjan detestaba.

—¿Crees que vas a conseguir los días de vacaciones al final? —preguntó el rubio—. Lo digo por saber si tengo que reubicar o no los montajes de la macrosala de conciertos. Dijeron que no tenían prisa, pero no quiero que me adelante la competencia.

—Odd, casi el diez por ciento de la ciudad la cubres tú sólo. Bueno, y los que trabajan contigo temporalmente. Podrías perder ese trabajo y aún así, no pasaría nada.

—Prefiero no dormirme en la parra —respondió este, hundiendo una magdalena en el café, y dándole un bocado—. Con lo que me costó empezar…

—Ay, mi pequeño capitalista —bromeó Dorjan, como solía hacer cuando salía el tema del trabajo.

No obstante no se quejaban del nivel de vida que llevaban. Podían darse caprichos con bastante frecuencia (por lo general, esos dependían más de la carga de trabajo del rubio), así como ir al día con la letra del piso, tener un círculo social algo recogido… Y de vez en cuando, tantear los viernes por la noche por las discotecas para que algún nuevo amigo o amiga se uniera a ellos en la cama.

—Sigue llamándome así y tendrás que tener sexo con los billetes —advirtió Odd, sin poder ocultar cierto tono de broma.

—Nah, mejor sigo teniéndolo contigo. Y con los de las discotecas, claro.

—Por cierto, ¿dónde están mis auriculares viejos? —preguntó el rubio, cambiando de tema súbitamente—. Voy a ver si puedo arreglarlos.

—En tu CDC —respondió el otro—. Tu Cajón Desastre de los Cacharros —rió.

Tras soltarle un "jajaja" bastante irónico, Odd fue al salón y rebuscó en el gran cajón que había en el escritorio que habían acoplado allí. Apartó madejas de cables enredados y los encontró. Tiró despacio, intentando que el cable no se enganchara más de lo que ya estaba, y en ese momento lo vio: su antiguo teléfono. Lo sacó, con nostalgia. Ahí dentro estaban los números de sus antiguos amigos de Kadic, y todos los mensajes almacenados. Cuando había llegado el momento de seguir adelante, había decidido cambiar de número y dejarlo atrás.

Se preguntó por un momento si debía encenderlo. Sólo por saber si alguno de ellos había intentado ponerse en contacto con él. Por los viejos tiempos. Pero sabía que era imposible. Aquel aciago día había terminado con todo aquello. Lo volvió a guardar, y lo tapó convenientemente con los cables que no le servían.

Sam y Carlos subieron por el portal, arrastrando sendas maletas. Habían pasado los dos últimos días fuera de casa, por motivos laborales. Sam, o como se la conocía profesionalmente, la doctora Samantha, era una reputada doctora, socióloga, que se había especializado en ayudar a las parejas en crisis sexuales. Tenía cierta fama, lo que les había empujado a la decisión de huir hacia las afueras, para vivir más tranquilamente.

—Ha estado interesante la charla… aunque no he entendido nada de lo que han hablado —comentó Carlos, rebuscando en su bolsillo las llaves de su casa.

—Bah. Mucha tontería he escuchado yo —respondió Sam—. Cada día me da más la impresión de que volvemos al siglo pasado en lugar de avanzar.

Entraron y fueron directamente al dormitorio a dejar las maletas. Hecho eso, se dejaron caer sobre la cama, rendidos. Ella trepó hasta quedar encima de Carlos. Disfrutaron un momento del silencio.

—¿Crees que se te habrá acumulado mucho trabajo estos dos días? —preguntó—. Lo mismo ha salido algo interesante y te lo has perdido.

—La ley de Murphy, ¿no? —preguntó él. Se llevó la mano al bolsillo, sacó el teléfono, y comprobó el correo—. Veamos… "mi marido me engaña", "mi marido no duerme en casa", "mi esposa miente"… Cuando pensé en hacerme investigador privado me imaginé algo más al estilo de Sherlock Holmes, no la vida de un periodista del corazón.

Sam sabía que a su chico se le hacía pesado el trabajo. Algunas tardes en que no pasaba consulta se había quedado con él en el modesto despacho que había alquilado (en la planta baja del bloque vecinal), y había escuchado muchas historias que, por norma general, eran más celos infundados que realidad.

—Por cierto, deberíamos comer algo… Un café en el tren no es desayunar —le recordó ella.

—Vamos allá pues… aunque a estas horas, casi toca comer ya.

Y aunque tenía la intención de bromear, no le faltaba razón en cierto modo, de forma que prepararon un copioso desayuno-comida, a base de pan con queso, zumo, fruta y nata para acompañar. Hacía sol, de forma que salieron a la terraza para disfrutarlo. Tumbados en sendas hamacas, disfrutaron de la tranquilidad del paraje que tenían delante.

—Cualquier día empezarán ahí con las obras y nos tendremos que mudar de nuevo —dijo Carlos.

—Espero que no. Bastante se quejan mis pacientes por tener que trasladarse hasta aquí como para encima —rió Sam—. Aunque sería una lástima que destrozaran todo lo que vemos. Me da tanta paz que nos hayamos mudado aquí…

—A mi también.

—Por cierto, cariño… me fijé, antes del viaje, mientras hacía la maleta… que aún tienes guardado un álbum de fotos de… la gente de Kadic.

Carlos miró a Sam sin saber qué decir. Si bien era cierto que lo conservaba, en realidad hacía meses que no le echaba un vistazo. Simplemente no veía una razón de peso para deshacerse de él.

—No es que me parezca mal —se apresuró a añadir ella—. Pero me dio nostalgia…

—Lo guardaré mejor entonces —afirmó él—. Ni me acordaba que estaba perdido por el armario. Apenas lo miro…

Sam sonrió y decidió olvidarse de todo poniendo un poco de nata montada en la nariz de Carlos, como broma. El chico se hizo con el bote, y empezaron a tontear con la nata.

Eva y Andrew tenían una norma no escrita entre ellos: no molestarse mutuamente mientras uno estuviera en su dormitorio. Por ese mismo motivo, ella veía la televisión despreocupadamente, habiendo terminado sus quehaceres profesionales, mientras la puerta de Andrew seguía cerrada. Sabía que el chico se podía pasar horas seleccionando las mejores imágenes, buscando el mejor filtro para cada una, y hacer un trabajo perfecto.

Por fin oyó cómo se abría el dormitorio de su compañero de piso. Andrew apareció en el comedor, ojeroso, pero a todas luces satisfecho.

—Buenas noches —dijo él.

—¿Tanto has perdido la noción del tiempo? Es por la mañana.

—Lo se, pero estoy demasiado cansado… Voy a tomarme un vaso de leche caliente e irme a dormir.

—¡De eso nada! —advirtió ella—. Hay que ir a comprar.

—¿Y no puedes ir tú?

—No, porque tengo el coche en el taller. Además, lo he hecho dos semanas seguidas.

Andrew fue a la cocina, murmurando por lo bajini algo que Eva confundió con hebreo antiguo. Su compañera de piso se había vuelto demasiado controladora en ese aspecto. Se ocupaba de no dejar nunca nada sin hacer para que él no pudiera buscar excusas. Por suerte, fuera de la casa, ambos tenían su propia vida en la que no podían incluir mutuamente. Simplemente respetaban las normas básicas de la convivencia.

—Pensaba que anoche habías venido con alguien —dijo, mientras se acoplaba en su sillón, y engulló una magdalena.

—Sí, pero… Al final no nos gustamos tanto —respondió Eva, despreocupada—. Lo gracioso fue que me dijo que podríamos ver una película.

—¿Y qué le dijiste?

—Que se la viera en su casa.

Andrew sabía que Eva podía ser difícil con respecto a los hombres, especialmente tras una relación de seis meses que había tenido un tiempo atrás.

—Y también pensé que tenías más trabajo. ¿No tenía vuestro estudio ahora un concurso de cortos animados o algo así?

—Sí, pero se ha ampliado un poco el plazo, así que nos han dado algo de margen. Y me dejé el portátil y el teléfono en el trabajo para que no me molestasen.

El chico tuvo que reír. Él era incapaz de abandonar así su material de trabajo. La fotografía era su motor de vida, incluso en sus círculos sociales, pues disfrutaba de capturar los momentos para la posteridad. "Vive el momento", le recomendaban mucho, a lo que él respondía "Es mi manera de vivirlo".

—¿Te apetece que, aprovechando que salimos, comamos fuera? Estoy perezosa hoy… —dijo Eva.

—Me parece genial. ¿A un asador?

—...Pues claro —respondió la chica, tras meditarlo por unos momentos.

Laura realizaba el clasificado del papeleo semanal, al tiempo que William estaba en el sofá, haciendo reír a Luna, su hija pequeña. Pese a que la posición de ambos les permitía tener personal para ello (William dirigía ya una cadena de talleres en la ciudad, que le permitía tener un secretario que se encargaba de toda la parte burocrática; ella por su parte tenía una adjunta en la universidad para ayudar con la parte más pesada del trabajo), le gustaba comprobar que todo fuera bien.

—Vas a hacer que se mee encima si se sigue riendo —bromeó Laura, viendo como William levantaba a su hija en brazos varias veces, para risa de la pequeña.

—¡Debería hacer lo mismo contigo para que dejes eso! —dijo él, con optimismo, mientras volvía a alzar a su hija.

—Sabes que no me quedo tranquila si no lo reviso al menos por encima. Todos podemos cometer errores y…

—¿Vamos a por mamá? —preguntó William a su hija—. ¿Vamos a por mamá?

—¡Ni se te ocurra!

Pero de nada sirvió su queja. William, con su hija firmemente en brazos, corrió a por ella. Laura intentó escapar, pero el brazo de su marido la rodeó y la levantó por unos momentos, girando sobre sí mismo.

—Estás loco —dijo ella, repeinándose.

—Por ti y por ella —afirmó William—. En serio, Laura, no quiero que nos pongamos con temas de trabajo en casa. Tenemos el suficiente dinero para vivir tranquilamente cincuenta años.

—Ya, pero ¿y si una de tus gestiones la hacen mal? ¿Y si mis investigaciones caen en dique seco y me terminan despidiendo? ¿Y si…?

—¿Y si mañana me salieran tetas y me convirtiera en mujer? —ironizó William.

—Esto es serio…

—Yo también lo digo en serio. Laura… Desde que volviste a trabajar tras tu excedencia por maternidad, estás muy agobiada con ese tema. ¿No ves que estamos bien?

—¿Y el día que no lo estemos? No quiero que a nuestra hija le falte de nada…

William se acercó a ella, y quedaron así los tres abrazados durante unos largos momentos. La niña pequeña balanceaba la cabeza lentamente, como si estuviera sumida en la misma reflexión profunda que sus padres, que estaban en silencio.

—Nuestra hija está bien. Y necesita ver una madre que ría, no que esté siempre rodeada de papeles. Por eso decidí delegar, para no desatenderos. No querría que cometieras tú ese error.

—Tienes razón —afirmó ella con seriedad—. Tengo que relajarme un poco y disfrutar de nuestra hija. Al cuerno con el papeleo.

Y dejando todos los folios sobre la mesa, corrió al sofá, perseguida entre risas por William y Luna, riendo los tres.

El portal del nuevo edificio en que iban a vivir Jeremy y Aelita estaba atestado de las cajas de la mudanza.

—Deberíamos meterlo todo cuanto antes —dijo Jeremy—. Parece que va a haber reunión de vecinos aquí en breve y nos van a matar por inundar el recibidor.

—Pues apenas hemos empezado… —comentó Javier.

Él y Sissi eran los únicos que guardaban aún cierta cercanía con Jeremy y Aelita, debido en su mayor parte a la fructífera relación existente entre el señor Delmas y Anthea Hopper, motivo por el cual se habían ofrecido a echarle una mano con el tema de la mudanza. Sin embargo, seguían manteniendo una relación puramente de cortesía.

Aelita entró con otra caja, seguida por Sissi, que llevaba una de tamaño superior. Las amontonaron, intentando no acaparar más espacio aún.

—¿Y si abrimos la puerta y lo vamos metiendo todo en el piso? Ordenarlo es lo de menos y… —empezó la pelirrosa.

Pero no pudo terminar la frase. Una serie de ruidos indicó que varias puertas se abrían a la vez por el portal. Se oyeron pasos y el ascensor en movimiento. De pronto, de la puerta que había frente al piso de Jeremy y Aelita, salieron Yumi y Ulrich. Unos momentos después, Alicia y Emily aparecían por las escaleras. El ascensor se abrió, revelando que dentro estaban Odd y Dorjan. La puerta que daba acceso al garaje fue abierta, dando paso a Sam y a Carlos. De la calle llegaron Eva y Andrew, cargados con bolsas. Y un minuto después, de vuelta en las escaleras, William y Laura pararon detrás de Emily y Alicia.

Todo el grupo se miró de pronto, sorprendido, confuso, y con un extraño pálpito en la cabeza. El destino había querido que, sin saberlo, todos ellos terminaran viviendo en el mismo edificio.


Hola a todos. He vuelto, como se puede comprobar. Tras más tiempo del que e hubiera gustado, pero no dispongo de tanto como antes para poder escriibr con más soltura. Ya sabíais (por la nota al final de CLR) de qué iba a ir la trama, pero... me imagino que ninguno pensó que les juntaría así, ¿verdad? xD En el próximo episodio daré los detalles al respecto de la ruptura del grupo ;) Prometo no tardar 117 días en publicar nuevamente (como alejito480 me ha recordado amablemente mediante Twitter xD). Lemmon rules!