¡Hola a todos! El último capítulo de esta historia. Espero que lo disfrutéis y tengais unas felices fiestas y un muy buen inicio de 2016 :D

¡A disfrutar del último!


Emma entró en su antigua habitación y lo primero que vio fue que la alfombra estaba bien puesta. También se dio cuenta de lo pequeña y trágica que parecía la habitación. Y, aunque eran suyos, la pequeña radio que había en la estantería y los almohadones del sofá del estudio le parecieron tan personales como una firma que hubiera hecho mucho tiempo atrás y que luego hubiese olvidado. Como las dos o tres maquetas que colgaban de las paredes y que deliberadamente evitó mirar.

Se fue al banco, sacó cien de sus últimos doscientos dólares y se compró un vestido negro y un par de zapatos.

Pensó que al día siguiente llamaría a Ruby y quedaría para devolverle el coche de Regina, pero no ese día.

La misma tarde quedó con Ned Bernstein, el codirector de escena de la comedia inglesa cuyos decorados hacía Harkevy. Cogió tres de las maquetas que había hecho en el Oeste y también las fotografías de Llovizna para enseñárselas. Si conseguía un trabajo de ayudante de Harkevy no ganaría suficiente para vivir, pero de todos modos habría otras fuentes de ingresos, otras que no fueran trabajar de dependienta en ningunos almacenes. Estaba la televisión, por ejemplo.

El señor Bernstein miró su trabajo con indiferencia. Emma le dijo que aún no había hablado con Harkevy, y le preguntó si él sabía si Harkevy iba a coger ayudantes. El señor Bernstein dijo que eso era cosa de Harkevy, pero, por lo que él sabía, no necesitaba más ayudantes. El señor Bernstein tampoco sabía de ningún otro estudio de decorados que necesitara a alguien en aquel momento. Y Emma pensó en su vestido de sesenta dólares. Y en los cien dólares que le quedaban. Le había dicho a la señora Osborne que podía enseñar el apartamentó todas las veces que quisiera porque ella se marcharía. No tenía ni idea de adonde iría. Se levantó para irse y, de todos modos, le dio las gracias al señor Bernstein por haber visto su trabajo. Lo dijo con una sonrisa.

-¿Por qué no prueba en televisión? -le preguntó el señor Bernstein-. ¿Lo ha intentado? Es más fácil entrar ahí.

-Esta tarde iré a ver a alguien al Dumont -contestó. El señor Donohue le había dado un par de nombres el pasado enero. El señor Bernstein le dio algunos más.

Luego llamó al estudio de Harkevy. Harkevy le dijo que ya se iba, pero que podía dejar sus maquetas en el estudio y él las vería al día siguiente por la mañana.

-Por cierto, mañana a eso de las cinco hay una fiesta en el Saint Regis en honor de Geneviéve Cranell. Si quiere venir… -dijo Harkevy, con su acento entrecortado, que le daba a su suave voz una precisión matemática-. Al menos así mañana nos veremos seguro. ¿Puede venir?

-Sí, me encantaría. ¿Dónde está el Saint Regis?

El leyó la dirección de la invitación. Suite D. De las cinco a las siete.

-Estaré allí a las seis.

Colgó el teléfono tan feliz como si Harkevy le hubiera ofrecido asociarse con él. Anduvo las doce manzanas hasta su estudio y le dejó las maquetas a un chico joven, distinto del que había visto en enero. Harkevy cambiaba a menudo de ayudantes. Miró el taller con reverencia antes de cerrar la puerta. Quizá él la dejara ir pronto por allí. Quizá al día siguiente.

Fue a un drugstore de Broadway y llamó a Ruby, a Nueva Jersey. La voz de Ruby le sonó muy distinta de cómo le había sonado en Chicago. Regina debía de estar mucho mejor, pensó Emma. Pero no le preguntó por ella. La llamaba para arreglar el asunto del coche.

-Si quieres, yo puedo ir a buscarlo -dijo Ruby-. ¿Pero por qué no llamas a Regina y le preguntas? Sé que le gustaría saber de ti -dijo. Parecía que Ruby estaba dando marcha atrás.

-Bueno… - Emma no quería llamarla. ¿Pero de qué tenía miedo? ¿De oír su voz? ¿De la propia Regina?-. De acuerdo, le llevaré yo el coche, a menos que ella no quiera. En ese caso, te volveré a llamar.

-¿Cuándo? ¿Esta tarde?

-Sí. Dentro de un rato.

Emma fue a la puerta del drugstore y se quedó allí de pie un momento, mirando el anuncio de Camel con la gigantesca cara que exhalaba anillos de humo como donuts gigantes. Miró los largos y sombríos taxis maniobrando como tiburones en el tráfico de la tarde, el batiburrillo familiar de carteles de bares y restaurantes, señales, escaleras principales y ventanas, aquella confusión rojiza y parduzca de la acera que se parecía a otras miles de calles de Nueva York. Se acordó de haber paseado una vez por una calle en la zona de las calles Ochenta Oeste, de las fachadas de los bajos edificios de arenisca, abarrotados de humanidad, de vidas humanas, algunas empezando y otras acabando, y recordó la sensación opresiva que habla tenido y cómo había echado a correr para salir a la avenida. Hacía sólo dos o tres meses. Ahora el mismo tipo de calle la llenaba de una tensa excitación, la hacía sumergirse de cabeza en ella, ir por la acera llena de los carteles y las mar quesinas de los teatros, deprisa y a empujones. Se volvió y fue otra vez hacia las cabinas de teléfonos.

Un momento después oyó la voz de Regina.

-¿Cuándo has vuelto, Emma?

La voz le chocó breve y nerviosamente, pero luego ya no sintió nada.

-Ayer.

-¿Qué tal estás? ¿Igual que siempre? -Regina parecía contenerse, como si hubiera alguien delante, pero Emma sabía que no había nadie.

-No exactamente. ¿Y tú?

Regina esperó.

-Pareces distinta.

-Es verdad.

-¿Voy a verte? ¿O no quieres? Una sola vez -dijo. Era la voz de Regina pero las palabras no parecían suyas. Eran cautas e inseguras-. ¿Qué te parece esta tarde? ¿Has traído el coche?

-Esta tarde tengo que ver a un par de personas. No me dará tiempo -dijo. ¿Cuándo se había negado ella si Regina quería verla?-. ¿Quieres que te lleve el coche mañana?

-No. Puedo ir yo a buscarlo. No estoy inválida. ¿Qué tal va el coche?

-Está en buena forma -dijo Emma -. Ni un arañazo.

-¿Y tú? -preguntó Regina, pero Emma no contestó-. ¿Te veré mañana? ¿Tendrás tiempo por la tarde?

Quedaron en el bar del Ritz Tower, en la calle Cincuenta y siete a las cuatro y media, y colgaron.

Regina llegó un cuarto de hora tarde. Emma se sentó a esperarla en una mesa desde donde pudiera ver las puertas de cristal que daban al bar, y al final vio a Regina empujar una de las dos puertas, y sintió que la tensión surgía en ella como un pequeño y sordo dolor. Regina llevaba el mismo abrigo de piel, los mismos zapatos de ante negro que calzaba el día en que Emma la vio por primera vez, pero en esta ocasión lucía un pañuelo rojo sobre su rubio pelo. Le vio la cara, más delgada, alterada por la sorpresa. Esbozó una leve sonrisa.

-Hola -dijo Emma.

-Al principio no te reconocía -le dijo, y se quedó de pie un momento junto a la mesa, mirándola, antes de sentarse-. Es muy amable por tu parte aceptar verme.

-No digas eso.

Llegó el camarero y Regina pidió un té. Emma pidió lo mismo, mecánicamente.

-¿Me odias, Emma? -le preguntó Regina.

-No -dijo. Olía levemente el perfume de Regina, aquella dulzura familiar que ahora le era extrañamente desconocida, porque ya no evocaba lo mismo que antes. Dejó en la mesa la caja de cerillas que estrujaba entre los dedos-. ¿Cómo iba a odiarte, Regina?

-Supongo que podrías odiarme. Al menos, me habrás odiado durante un tiempo, ¿no? -dijo Regina como si confirmara un hecho.

-¿Odiarte? No -contestó. No exactamente, podría haber dicho. Pero sabía que los ojos de Regina leían en su cara.

-Y ahora, te has hecho mayor, con peinado de mayor y ropa de mayor.

Emma miró los ojos grises, ahora más serios, en cierto modo nostálgicos pese a la seguridad de la orgullosa cabeza. Luego bajó la vista, incapaz de ahondar en ellos. Todavía era hermosa, pensó Emma con una súbita punzada de sentimiento de pérdida.

-He aprendido algunas cosas -dijo Emma.

-¿Qué?

-Que… -Emma se detuvo porque la imagen del retrato de Sioux Falls obstruía súbitamente sus pensamientos.

-¿Sabes? Tienes muy buen aspecto-le dijo Regina-. De pronto te has revelado. ¿Será porque te has librado de mí?

-No -dijo Emma rápidamente. Frunció el ceño ante el té, que no le apetecía. La palabra «revelado» le hacía pensar en nacer y la incomodaba. Sí, habla vuelto a nacer desde que dejara a Regina. Había nacido en el instante en que vio el cuadro en la biblioteca, y su grito ahogado de entonces era como el grito de un bebé, arrastrado al mundo contra su voluntad. Miró a Regina -. Había un cuadro en la biblioteca de Sioux Falls -le dijo. Y le habló del cuadro simplemente, sin emoción, como si fuera una historia que le hubiera ocurrido a otra persona.

Regina la escuchó sin apartar los ojos de ella. La observó como si observara a alguien a distancia sin poder evitarlo.

-Es extraño -dijo Regina -. Y terrible.

-Sí que lo fue -dijo Emma. Sabía que Regina lo entendería. Vio simpatía en sus ojos, y sonrió, pero Regina no le devolvió la sonrisa. Todavía la miraba-. ¿Qué piensas? -le preguntó Emma.

-¿Qué crees tú? -dijo Regina cogiendo un cigarrillo-. Pienso en aquel día, en los almacenes.

Emma volvió a sonreír.

-Fue tan maravilloso cuando te acercaste hasta mí. ¿Por qué lo hiciste?

Regina esperó un momento.

-Por una razón tonta. Porque eras la única chica que no estaba ocupada. Y porque no llevabas bata.

Emma soltó una carcajada, Regina sonrió levemente, pero de pronto pareció otra vez ella misma, tal como habla sido en Colorado Springs antes de que pasase nada. Emma se acordó de la palmatoria que llevaba en el bolso

-Te he traído esto -dijo, dándoselo-. Lo compré en Sioux Falls.

Emma la había envuelto en papel de seda blanco y Regina lo abrió sobre la mesa.

-Es encantador -dijo Regina -. Es como tú.

-Gracias. Pensé que te gustaría.

Emma miró la mano de Regina, el pulgar y la punta del dedo mediano sobre el fino borde de la palmatoria, como solía pasar los dedos por el borde de los platillos de las tazas cuando estaban en Colorado, Chicago y otros lugares olvidados. Emma cerró los ojos.

-Te quiero -dijo Regina.

Emma abrió los ojos pero no levantó la vista.

-Sé que tú no sientes lo mismo por mí, Emma. ¿Verdad?

Emma sintió el impulso de negarlo, pero ¿podía? No sentía lo mismo.

-No lo sé, Regina.

-Es lo mismo. -Su tono era suave, expectante, esperando una afirmación o una negación.

Emma miró fijamente los triángulos de pan tostado que había en un plato, entre ellas. Pensó en Henryetta. Había aplazado el momento de hablar de ella.

-¿Has visto a Henryetta?

Regina suspiró. Emma vio cómo su mano se retiraba de la palmatoria.

-Sí, el domingo pasado la vi una hora o algo así. Me parece que puede venir a visitarme un par de tardes al año. De Pascuas a Ramos. He perdido totalmente.

-Creí que habías dicho unas cuantas semanas al año.

-Bueno, es que hubo algo más en privado entre Robin y yo. Me negué a hacer el montón de promesas que él me pedía y la familia también se metió por medio. Me negué a vivir según una lista de estúpidas promesas que ellos habían confeccionado. Parecía una lista de delitos menores. Aunque eso significara que me iban a apartar de Henry como si yo fuera un ogro. Y así ha sido. Robin les contó a los abogados todo, todo lo que aún no sabían.

-¡Dios! -susurró Emma. Podía imaginarse lo que significaba que Henryetta apareciera por la tarde, acompañada de una institutriz vigilante aleccionada contra Regina, probablemente advertida de que no debía perder de vista a la niña. Seguro que Henry lo entendería todo muy pronto. ¿Qué placer podía haber en visitas así? Emma no quería ni pronunciar el nombre de Robin-. Hasta los del tribunal han sido más amables, ¿no?

-En realidad, ante el tribunal tampoco prometí nada. Me negué allí también.

Emma no pudo evitar sonreír, porque estaba contenta de que Regina se hubiera negado, de que siguiera siendo tan orgullosa.

-Pero no fue un juicio, sino una discusión, una especie de mesa redonda. ¿Sabes cómo nos grabaron en Waterloo? Clavaron una especie de clavo en la pared, probablemente cuando llegamos.

-¿Un clavo?

-Recuerdo haber oído a alguien dando martillazos. Creo que fue al acabar de ducharme. ¿Te acuerdas?

-No.

-Un clavo -sonrió Regina - que recoge el sonido como un micrófono. Él tenía la habitación contigua a la nuestra.

Emma no recordaba los martillazos, pero recordó la violencia de todo aquello, destruyendo, haciendo añicos…

-Ya se ha acabado todo -dijo Regina -. Casi preferiría no ver más a Henry. Si no quiere venir a verme más, yo no lo exigiré. Lo dejaré a su elección.

-No puedo imaginar que no quiera verte.

Regina enarcó las cejas.

-¿Hay alguna manera de predecir lo que Robin hará con ella?

Emma se quedó en silencio. Apartó la vista de Regina y vio un reloj. Eran las cinco y treinta y cinco minutos. Pensó que si se decidía, tenía que llegar a la fiesta antes de las seís. Se había vestido para ir, con su vestido negro y un pañuelo blanco, los zapatos y los guantes negros, todo nuevo. Que poco importante le parecía ahora la ropa. De repente recordó los guantes de lana verde que la hermana Alicia le regalara. ¿Estarían aún envueltos en papel de seda en el fondo de su arcón? Quería deshacerse de ellos.

-Hay que superar las cosas -dijo Regina.

-Sí.

-Robin y yo vamos a vender la casa y he cogido un apartamento en la avenida Madison. Y también un trabajo, aunque no lo creas. Voy a trabajar para una tienda de muebles de la Cuarta Avenida, me encargaré de las compras. Algunos de mis antepasados deben de haber sido carpinteros. -Miró a Emma-. Bueno, es un trabajo y me gustará. El apartamento es bastante grande para dos. Esperaba que te gustara y que quisieras venir a vivir conmigo, pero supongo que no querrás.

A Emma le dio un vuelco el corazón. Como el día que Regina la había llamado a los almacenes. Algo respondió dentro de ella, contra su voluntad, la hizo sentirse muy feliz y orgullosa. Orgullosa de que Regina tuviera el valor de decir cosas así, de que Regina no perdiera el coraje. Recordó su osadía al enfrentarse al detective en la carretera comarcal. Emma tragó saliva, intentando apaciguar los latidos de su corazón. Regina ni siquiera la había mirado. Estaba aplastando el filtro de su cigarrillo en el cenicero. ¿Vivir con Regina? Había sido imposible una vez, cuando era lo que más deseaba en el inundo. Vivir con ella y compartirlo todo, veranos e inviernos, pasear y leer juntas, viajar juntas. Recordó los días en que estaba enfadada con Regina y se la imaginaba proponiéndoselo y ella diciéndole que no.

-¿Te gustaría? - Regina la miró.

Emma se sintió al borde de un abismo. El resentimiento había desaparecido. Sólo faltaba la decisión. Un hilo fino suspendido en el aire, sin nada que tirase de él en uno u otro extremo. A un lado Regina, y al otro, un interrogante en el vacío. En el lado de Regina todo sería distinto, porque las dos eran distintas. Sería un mundo tan desconocido corno lo había sido al principio aquel mundo que acababa de vivir. Pero ahora no había obstáculos. Emma pensó en el perfume de Regina, que de día no significaba nada. Como hubiera dicho Regina, un espacio en blanco para llenar.

-¿Y bien? -dijo Regina sonriendo impaciente.

No -dijo Emma-. Creo que no. -«Porque me traicionarías otra vez.» Eso era lo que había pensado en Sioux Falls y lo que había intentado escribir o decir. Pero Regina no la había traicionado. Regina la quería más que a su hija. Esa era na de las razones por las que no había hecho ninguna promesa. Estaba jugando, como jugaba el día en que intentó sacarle todo al detective, y también entonces perdió. Ahora veía cambiar la expresión de Regina, con leves signos de sorpresa y contrariedad, pero tan sutiles que quizá sólo ella fuera capaz de percibirlos. Durante un momento, Emma no pudo pensar.

-¿Es tu última palabra? -dijo Regina.

-Sí.

Regina miró su encendedor, que estaba sobre la mesa.

-Muy bien.

Emma la miró, deseando alargar las manos, tocarle el pelo y acariciárselo con fuerza entre sus dedos. ¿No habría notado Regina la indecisión de su voz? A Emma le entraron ganas de echar a correr, de salir por la puerta hasta la acera. Eran las seis menos cuarto.

-Esta tarde tengo que ir a una fiesta. Es importante porqué puedo conseguir un trabajo. Estará Harkevy -dijo Estaba segura de que Harkevy le iba a dar trabajo, le había llamado a mediodía para hablarle de las maquetas que habla dejado en su estudio. A Harkevy le hablan gustado todas-. Ayer también me hicieron un encargo para televisión.

Regina alzó la cabeza, sonriendo.

-Mi pequeña hormiguita. Me da la sensación de que te va a ir bien. Hasta tu voz parece distinta.

-¿De verdad? -Emma dudaba. Cada vez le parecía más difícil quedarse allí sentada-. Si quieres, puedes venir a la fiesta, Regina. Es una fiesta enorme que se celebra en una suite de un hotel. Es para darle la bienvenida a la protagonista de la obra de Harkevy. Seguro que no les importa que lleve a alguien -añadió. No sabía muy bien por qué se proponía. ¿Por qué iba a querer Regina ir a una fiesta si antes nunca quería?

-No, gracias, querida -dijo Regina negando con la cabeza-. Mejor vete sola. La verdad es que he quedado en el Elysée dentro de un minuto.

Emma recogió sus guantes y su bolso. Miró las manos de Regina, las leves pecas desparramadas sobre su piel. Ya no llevaba el anillo. Miró también sus ojos. Tenía la sensación de que no volvería a verla. En menos de dos minutos se separarían en la acera. - El coche está fuera. Saliendo a la izquierda. Aquí tienes las llaves.

-Ya lo sé. Lo he visto antes.

-¿Te quedas? -le preguntó Emma-. Pago yo.

-No, pago yo -dijo Regina -. Vete si tienes prisa.

Emma se levantó. No podía dejar allí a Regina, sentada a la mesa con las tazas de té y los ceniceros.

-No te quedes. Sal conmigo.

Regina la miró con sorpresa.

-De acuerdo -dijo-. Hay un par de cosas tuyas en casa. ¿Quieres que…?

-Es igual -la interrumpió Emma.

-Y tus flores, y tus plantas -dijo, pagando la cuenta al camarero-. ¿Qué pasó con las plantas que te regalé?

-Las plantas que me regalaste… se murieron.

Los ojos de Regina se encontraron con los suyos un insume, y Emma apartó la vista.

Se separaron en la acera, en la esquina de la avenida Park con la Cincuenta y siete. Emma corrió por la avenida, adelantándose a las luces que irradiaban tras ella montones de coches, emborronando su visión de Regina, que se alejaba por la otra acera. Regina se alejaba despacio, pasó la entrada del Ritz Tower y continuó. Emma pensó que tenía que ser así, sin un solo apretón de manos y sin mirar hacia atrás. Luego vio cómo Regina cogía la manija de la puerta del coche y recordó que la botella de cerveza aún seguiría allí, recordó el ruido que hacía mientras subía la rampa del túnel Lincoln al llegar a Nueva York. En aquel momento había pensado que tenía que sacarla antes de devolverle el coche a Regina, pero luego se le olvidó. Emma se apresuró hacia el hotel.

La gente ya atravesaba las dos entradas hacia el vestíbulo y un camarero tenía dificultades para arrastrar la mesita con las cubetas del hielo hasta el salón. Había mucho ruido en los salones. Emma no veía a Harkevy ni a Bernstein por ninguna parte. No conocía absolutamente a nadie, excepto a un hombre, una cara, alguien con quien había hablado hacía meses para un trabajo que no se llegó a concretar. Emma se dio la vuelta. Un hombre depositó un vaso largo en su mano.

-¿Estaba buscando esto, mademoiselle? -le dijo ceremoniosamente.

-Gracias -dijo. Pero no se quedó con el hombre. Le parecía haber visto al señor Bernstein en un rincón. Mientras se abría camino hasta allí se cruzó con mujeres que llevaban enormes sombreros.

-¿Es usted actriz? -le preguntó el mismo hombre, siguiéndola a través de la multitud.

-No, escenógrafa.

Allí estaba el señor Bernstein, y Emma se abrió paso entre varios grupos de gente y llegó hasta él. Él le tendió una mano cordial y regordeta, y se levantó del radiador donde estaba sentado.

-¡Señorita Swan! -exclamó-. La señora Crawford, la directora de maquillaje…

-¡No hablemos de trabajo! -chilló la señora Crawford.

-El señor Stevens y el señor Frenclon. -El señor Bernstein siguió y siguió y ella tuvo que saludar a una docena de personas y preguntarles cómo estaban al menos a la mitad-. Y también Ivor, ¡Ivor! -llamó el señor Bernstein.

Allí estaba Harkevy, una figura delgada, con un rostro delgado y un fino bigotillo. Extendió una mano para saludarla.

-Hola -dijo-. Me alegro de volver a verla. Sí, me ha gustado mucho su trabajo. La noto ansiosa. -Se rió un poco. ¡

-¿Le ha gustado lo bastante como para hacerme un hueco?

-Si quiere que se lo diga -dijo él, sonriendo-, pues sí, le haremos un hueco. Venga mañana a mi estudio a eso de las once. ¿Puede?

-Sí.

-Luego me reuniré con usted. Ahora tengo que despedirme de esta gente que se va -dijo, y se marchó.

Emma dejó su copa al borde de una mesa y buscó un cigarrillo en su bolso. Ya estaba. Miró hacia la puerta. Una mujer rubia, con el pelo peinado hacia arriba e intensos ojos azules, acababa de entrar en la sala y estaba provocando un pequeño remolino de excitación en torno a ella. Se movía con gestos rápidos y decididos, volviéndose a saludar a la gente y a estrechar manos. Emma se dio cuenta de que era Gencvieve Cranell, la actriz británica que protagonizaría la obra. No parecía la misma de las pocas fotografías de cine que Emma había visto. Tenía la típica cara que había que ver en movimiento para que resultase atractiva.

¡Hola! ¡Hola! -le dijo a todo el mundo mientras miraba a su alrededor, y Emma vio su mirada posarse en ella un instante y le produjo un leve shock, algo parecido a lo que había sentido al ver a Regina por primera vez. En los ojos azules de aquella mujer vio el mismo relámpago de interés que había habido en los suyos -lo sabía al ver a Regina. Y esa vez fue Emma la que siguió mirando y la otra quien apartó la vista y se dio a vuelta.

Emma miró el vaso que tenía en la mano y sintió un repentino calor en la cara y en las puntas de los dedos, un reflujo interior que no era sólo de sangre ni sólo de pensamiento. Antes de que se la presentaran supo que aquella mujer era como Regina. Y era hermosa. Y no se parecía al cuadro de la biblioteca. Emma sonrió mientras tomaba un sorbo de su copa, un largo sorbo que la ayudase a recobrar sus fuerzas.

-¿Una flor, madame? -le preguntó un camarero, tendiendo hacia ella una bandeja de orquídeas.

-Muchas gracias.

Emma cogió una. Tenía problemas para prendérsela y alguien -el señor Fenclon o el señor Stevens- la ayudó.

-Gracias -le dijo ella.

Gereviéve Cranell se acercaba a ella con el señor Bernstein detrás. La actriz saludó al hombre que estaba con Emma cono si lo conociera muy bien.

-¿Conoce a la señorita Cranell? -preguntó el señor Bernstein a Emma.

Emma miró a la mujer.

-Me llamo Emma Swan -dijo. Y cogió la mano que ella le tendía.

-¿Qué tal está? ¿Así que usted se ocupa de la escenografía?

-No, sólo formo parte del equipo.

Emma sentía aún el tacto de aquella mano cuando se la soltó

Se sentía excitada, loca y estúpidamente excitada.

-¿Alguien podría traerme algo de beber? -preguntó la señorita Cranell.

El señor Bernstein le hizo el favor, y luego acabó de presentar a la señorita Cranell a la gente que tenía alrededor y que aún no la conocía. Emma la oyó decirle a alguien que acababa de bajar del avión y que tenía las maletas en el vestíbulo y, mientras hablaba, Emma la vio mirarla un par de veces por encima del hombro de los que la rodeaban. Emma sintió una emocionante atracción hacia la nuca de Geneviéve Cranell, hacia el gracioso y descuidado gesto de su nariz respingona, el único rasgo despreocupado de su fino rostro clásico. Tenía los labios bastante delgados. Parecía alerta e imperturbablemente segura. Pero Emma sintió que aquella Geneviéve Cranell quizá no volviera a hablarle durante la fiesta precisamente porque quería hacerlo.

Emma se abrió paso hacia un espejo que había en la pared, y miró su reflejo para comprobar que todavía llevaba bien el pelo y los labios.

- Emma -dijo una voz cerca de ella-. ¿Te gusta el champán?

-Claro. - Emma se dio la vuelta y vio a Geneviéve Cranell-. Por supuesto.

-Claro. Muy bien, pues dentro de unos minutos sube a la seiscientos diecinueve. Es mi habitación. Tenemos una pequeña fiesta privada allí.

-Me sentiré muy honrada -dijo Emma.

-No malgastes tu sed con bebidas vulgares. ¿Dónde te has comprado ese vestido tan encantador?

-En Bonwitt. Es una locura.

Geneviéve Cranell se rió. Ella llevaba un traje de punto azul que sí parecía una locura.

-Pareces muy joven. ¿No te importa que te pregunte qué edad tienes?

-Tengo veintiún años.

-Increíble -dijo, abriendo mucho los ojos-. ¿Es posible que alguien tenga veintiún años?

La gente miraba a la actriz y Emma se sentía halagada, terriblemente halagada, y el halago se mezcló con lo que sentía o podía sentir hacia Geneviéve Cranell.

La señorita Cranell le ofreció su pitillera.

-Por un momento, había pensado que eras menor.

-¿Y eso es un delito?

La actriz sólo la miraba a ella, sus ojos azules le sonrieron por encima de la llama del encendedor. Pero cuando volvió la cabeza para encenderse su propio cigarrillo, Emma intuyó repentinamente que Geneviéve Cranell no significarla nada para ella, nada aparte de aquella media hora en la fiesta. Se dio cuenta de que la excitación que sentía en ese momento no continuaría y que no la evocarla más tarde desde otro tiempo u otro lugar. ¿Cómo lo sabía? Emma contempló la estilizada línea de su ceja rubia mientras el humo empezaba a salir de su cigarrillo, pero allí no encontró la respuesta. Y, de pronto, Emma se vio invadida por una sensación de tragedia, casi de arrepentimiento.

-¿Eres de Nueva York? -le preguntó la señorita Cranell.

-¡Vivy!

Los que acababan de llegar rodearon a Geneviéve Cranell y la arrastraron. Emma sonrió y apuró su copa. Sintió la primera oleada de calor del whisky subiendo en su interior. Habló con un hombre al que le habían presentado el día antes en el despacho del señor Bernstein y con otro que no conocía. Miró a la entrada que había al otro extremo del salón, una entrada que en aquel momento era sólo un rectángulo vacío. Y pensó en Regina. Tal vez volviera para preguntárselo una vez más. La antigua Regina lo hubiera hecho quizá, pero la nueva no.

Regina debía de estar en su cita del bar Elysée. ¿Con Ruby? ¿Con Stanley McVeigh? Emma apartó la vista de la puerta como si temiera que Regina reapareciese y ella tuviera que decirle otra vez que no. Aceptó otra copa y sintió que el vacío de su interior se llenaba poco a poco con la certeza de que, si quería, podría ver a Geneviéve Cranell muy a menudo. Y aunque ella no volvería a involucrarse con nadie, tal vez podría sentirse amada.

-¿Quién hizo los decorados de El Mesías perdido, Emma? ¿Te acuerdas? -le preguntó un hombre que había a su lado.

-¿Blanchard? -contestó ella ausente, todavía pensando en Geneviéve Cranell con un sentimiento de repulsión, de vergüenza por lo que acababa de ocurrírsele, y que sabía que no le volvería a pasar. Escuchó la conversación sobre Blanchard y otros, e incluso participó en ella, pero su conciencia se había detenido en una maraña en la que una docena de hilos se mezclaban e intrincaban. Uno era Dannie. La otra Regina. Otro era Geneviéve Cranell. Uno seguía y seguía fuera de la maraña, pero su mente estaba atrapada en la intersección. Se inclinó para que le dieran fuego y sintió que caía un poco más profundamente en la red, y se agarró a Dannie. Pero el fuerte hado negro no llevaba a ninguna parte. Lo sabía, corno si alguna voz agorera le dijera en su interior que no llegaría muy lejos con Dannie. Y la soledad la barrió como un viento misterioso, como las tenues lágrimas que de pronto le anegaron los ojos, demasiado tenues, lo sabía, para ser advertidas mientras alzaba la cabeza y miraba.

-No te olvides. -Geneviéve Cranell estaba junto a ella, dándole golpecitos en el brazo y repitiendo deprisa-: Seiscientos diecinueve. Nos vamos. -Empezó a marcharse y se volvió-, ¿Subes? Harkevy también irá.

Emma negó con la cabeza.

-Gracias, pensaba que podría, pero me he acordado de que tengo que ir a otro sitio.

La mujer la miró sorprendida.

-¿Qué pasa, Emma? ¿Algo va mal?

-No -sonrió, avanzando hacia la puerta-. Muchas gracias por invitarme. Seguro que volveremos a vernos.

-Seguro -dijo la actriz.

Emma fue a la habitación contigua al salón y cogió su abrigo de la pila que había sobre una cama. Salió corriendo por el corredor hacia la escalera. Pasó junto a la gente que esperaba el ascensor, entre ellos Genevieve Cranell, y a Emma no le importó si la veía o no lanzándose por la amplia escalinata como si huyese de algo. Sonrió para sí. Sintió el aire frío y dulce en la frente. Oía su leve rumor como el de unas alas que se deslizaran junto a sus oídos y se sintió volar por calles y aceras. Hacia Regina. Y quizá Regina ya lo supiera en aquel momento. Porque otras veces Regina había adivinado cosas así. Cruzó otra calle y allí estaba la marquesina del Elysée.

El jefe de camareros le dijo algo en el vestíbulo y ella le contestó:

-Estoy buscando a una persona.

Se quedó en el umbral, mirando por encima de la gente, hacia las mesas del salón donde sonaba un piano. La luz no era muy intensa y al principio no la vio, semioculta en la sombra, contra la pared más lejana, de frente a ella. Regina tampoco la vio. Habla un hombre sentado frente a ella y Emma sabía quién era. Regina se echó el pelo hacia atrás. Emma sonrió: aquel gesto era Regina. Era la Regina que siempre habla amado y a la que siempre amaría. Oh, y ahora de una manera distinta, porque ella era distinta. Era como volver a conocerla, aunque seguía siendo Regina y nadie más. Sería Regina en miles de ciudades y en miles de casas, en países extranjeros a los que irían juntas, y lo sería en el cielo y en el infierno. Emma esperó. Después, cuando estaba a punto de avanzar hacia ella, Regina la vio. Pareció contemplarla incrédula un instante, mientras Emma observaba cómo crecía su leve sonrisa antes de que su brazo se levantara, de repente, y su mano hiciera un rápido y ansioso saludo que Emma nunca había visto. Emma avanzó hacia ella.


Hola a todos, hemos llegado al final de esta magnífica historia. Espero que la hayáis disfrutado y me comentéis que os parece el final, os diré, como curiosidad que este libro "Carol o El precio de la sal" es el primer libro de temática homosexual con final feliz ya que "la novela homosexual de entonces tendía a tener un final trágico. En general, solía tratar de hombres. Uno de los personajes principales, si no ambos, tenía que cortarse las venas o ahogarse voluntariamente en la piscina de alguna bonita mansión, o bien tenía que decirle adiós a su pareja porque había decidido elegir la vía recta." Como dice la propia Highsmith en el epilogo.

Gracias por leer y para finalizar os voy a dejar con otra frase del epilogo y con la que se despide Highsmith de esta obra maestra:

"Me alegra pensar que les dio a varios miles de personas solitarias y asustadas algo en que apoyarse."