AVISO POR MEGAFONÍA
En la función de hoy, el papel de Adam será interpretado por el encantador y terrible Enjolras, con el angelical Combeferre en el papel del ángel Aziraphale y el no tan demoniaco Courfeyrac como el adorable demonio Crowley. Ellos serán Les Amis de L'ABC, y el duque Hastur será interpretado por Montparnasse, mi villano favorito. Perro no aparece en esta obra. Disculpen las molestias.
DRAMATIS PERSONAE
Combeferre (un Ángel)
Courfeyrac (un Demonio)
Enjolras (el Adversario, Destructor de Reyes, Ángel del Pozo sin Fondo, Príncipe de este Mundo, Padre de las Mentiras, Vástago de Satán y Señor de las Tinieblas)
Grantaire (Grantaire)
Cosette (un Ángel)
Marius Pontmercy (un Fan de Napoleón)
Joly, Bossuet, Feuilly, Jehan, Bahorel (unos Estudiantes -o eso creen sus padres-)
Montparnasse (un Demonio)
Jean Valjean (un Padre Normal)
Gavroche (un Niño)
Y
Estudiantes, Ángeles, el general Lamarque, Santa Claus, la Muerte, el profesor Blondeau, un Cartero, el Pueblo, la Guardia Nacional, Actores Shakesperianos, un Coro de Villancicos, las Huestes del Infierno
ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
Sube el telón. París. Noche cerrada. Entra Combeferre
…que va camino de su casa al dudoso resguardo de un paraguas que ha visto demasiados vendavales y puede que incluso algún que otro rayo. Bajo el brazo lleva un paquetito de papel marrón atado con cordel que contiene las famosas pastas de las religiosas del hospicio de la Pitié-Salpêtrière, donde trabaja como médico. En ausencia de una señora Combeferre, las piadosas monjitas se desviven por el bienestar doméstico del doctor, un joven encantador y de modales demasiado refinados como para estar, en opinión de las monjitas, bueno…, "interesado" en casarse. Vamos, que seguramente es uno de esos caballeros, comentan las veteranas del convento mientras las novicias las escuchan con ingenuo desconcierto.
Pero no son maliciosos sus cuchicheos. Las buenas mojas adoran a este doctor que ha llegado al hospicio como caído del cielo y que parece obrar milagros con los enfermos. Lo cierto es que la mayor parte de sus éxitos se deben a la dedicación y al talento ya que, como él sabe demasiado bien, los verdaderos milagros suscitan preguntas y un horrible montón de papeleo. No obstante, la burocracia está a punto de convertirse en una disciplina muerta. Igual que todo lo demás, por cierto.
Mientras camina bajo la lluvia, Combeferre es acechado por una misteriosa figura. No es que su presencia tenga nada de particularmente acechante; no se oculta tras el cuello alto de un abrigo largo o bajo el ala ancha de un sombrero. Sencillamente, algunas naturalezas parecen inclinadas al acechamiento en general, a ser posible estando ocultas entre la maleza o camufladas en las ramas de un árbol repleto de tentadura fruta madura.
El misterioso desconocido es un joven atractivo e impecablemente bien vestido. No lleva un paraguas, pero la lluvia no ha estropeado su elegante sombrero ni su pelo rizado a la moda del momento. Es porque, justo donde él se encuentra, no está lloviendo.
―Buenas noches, querido ―lo saluda Combeferre, cerrando tranquilamente su paraguas al descubrir el singular microclima.
Courfeyrac le devuelve el saludo con un aire alicaído que difiere mucho de su habitual jovialidad.
―No te hacía en París en esta época del año ―comenta Combeferre, que sabe que prefiere pasar los inviernos en lugares más soleados―. ¿A qué debo este placer inesperado?
―Llámame cuervo de mal agüero, pero me ha parecido que sería un detalle avisarte ―responde Courfeyrac.
Colgada del brazo lleva una cesta del tamaño aproximado de un pavo de navidad. Combeferre encuentra un poco excéntrica aunque tentadora la idea de ir de picnic a medianoche, pero por la expresión sombría de Courfeyrac no se hace ilusiones.
―Oh, no ―comprende entonces.
―Sssí ―suspira Courfeyrac, que tiende a sisear cuando está preocupado o cuando trama algo.
―Así que... ¿Va a empezar?
Courfeyrac lo mira con evidencia. "Empezar" no parece el término más adecuado.
―Sí, claro ―comprende Combeferre, que todavía lo está asimilando.
―Con lo prometedor que parecía este siglo ―se lamenta Courfeyrac―. Con todos esos antros de perdición proliferando por todas partes: cafés-concierto y cabarets y bancos...
―Has trabajado muy duro por esta ciudad ―tiene que reconocer Combeferre, a quien siempre ha estimulado un poco de sana competencia.
―Y ahora que las pelucas empolvadas estaban pasando de moda.
Por culpa de las pelucas Courfeyrac se pasó la parte más interesante del siglo pasado durmiendo. Él no necesita dormir, como tampoco tiene necesidad de comer o beber, pero se ha acostumbrado a los pequeños placeres de la vida terrenal y le gusta echar un sueñecito de vez en cuando. Se echó una siesta a principios de 1789 después de un suculento almuerzo y se despertó en algún momento de 1793 porque en la calle estaban armando un jaleo terrible. Y tan Terrible.
―La comunidad científica estaba haciendo tantos progresos ―suspira Combeferre, compartiendo su amargura. Ha estado siguiendo con entusiasmo las nuevas teorías naturalistas sobre la evolución de las especies y ahora nunca sabrá cómo acaba la cosa―. Los humanos tienen una imaginación fascinante, ¿no crees? Ven un pájaro patoso o un lagarto flotante y se les ocurren toda clase de ideas.
―A veces eres bastante cínico, ¿lo sabías? ―comenta Courfeyrac―. Como con ese tipo... Gala... Gani... ya sabes, aquel italiano tan rarito.
―Galileo ―recuerda Combeferre con una sonrisa condescendiente―. Una mente brillante, ya lo creo.
―Sí, oh, sí, muy ocurrente. Menudo elemento. Le diré que le mandas recuerdos.
Combeferre suspira. Igual que Courfeyrac, ha pasado demasiado tiempo alejado de las... Altas Esferas, por así decirlo, y ya siente que la Tierra, con todos sus pequeños defectos y maravillas, es su hogar más que el Cielo. Y dentro de poco ya no existirá.
―Es una lástima, pero ¿quiénes somos nosotros para discutir? Se trata del Plan.
―El Plan... ―repite Courfeyrac desdeñosamente―. A veces me pregunto si realmente existe un Plan o si van improvisando sobre la marcha.
―No blasfemes ―lo riñe Combeferre.
―¿O qué? ―dice Courfeyrac, pateando un guijarro―. ¿Qué más pueden hacernos? Seis milenios trabajando duro, tentando a las almas más incorruptibles, haciendo prosperar la Empresa y de repente te dan la cesta y adiós muy buenas. ¿Para qué tanto esfuerzo, digo yo? Si al final todo se reduce a lluvias de sangre y océanos hirviendo.
―Nos queda algo de tiempo ―dice Combeferre, deseoso de ayudar. Su tendencia natural a hacer el Bien no discrimina a nadie, ni siquiera a su antiguo enemigo y actual rival (un término mucho más competitivo y adaptado a los nuevos tiempos), que extraoficialmente es su aliado ocasional y frecuente compañero de fatigas. El suyo es un trabajo solitario.
―Un cuarto de siglo, más o menos ―le dice Courfeyrac, totalmente despreocupado al darle una información tan confidencial―. Quizá aún esté a tiempo de tentarte.
La idea parece animarlo, pero su mirada traviesa choca frontalmente contra el muro de desaprobación de Combeferre.
―He estado pensando en echarlo al río ―le confiesa Courfeyrac después. Es un pensamiento muy arriesgado, pero no le preocupa decírselo a él.
Pero Combeferre niega con la cabeza.
―Los cestos en el río son una forma probadamente ineficaz de evitar los Destinos Escritos ―le explica―. Créeme, pasó en Egipto. Y en la Atlántida.
―¿La Atlántida? ―dice Courfeyrac con un parpadeo de incomprensión―. Creí que se había hundido en las profundi... Oh.
―Sí ―admite Combeferre con pesar―. Y los Atlantes sí que eran fascinantes de verdad. ¿Sabías que descubrieron que la conductividad…?
La cesta emite un leve gorjeo interrumpiendo la perorata que se disponía a soltar para cierto alivio de Courfeyrac, aunque si tuviera que elegir (si lo obligaran bajo amenaza de muerte lenta y dolorosa), escogería una eternidad de escuchar aburridas teorías científicas refutadas por otras teorías igual de aburridas antes que la misma eternidad sin… bueno, sin nada.
―¡Al diablo! ―estalla―. Yo me tomo unas vacaciones. Entrego el paquete y me voy a emborracharme a Sodoma. O a Gomorra, quizá. Sodoma era un poco vulgar, pero Gomorra tenía clase, si no recuerdo mal.
―No has estado por allí últimamente, ¿no? ―le pregunta Combeferre.
―No en los últimos dos o tres milenios. ¿Por qué?
―Por nada ―murmura Combeferre con aire culpable, y se aventura a levantar la tapa de la cesta y a asomarse.
Su contenido le devuelve la mirada desde unos ojos intensamente azules. Esa carita sonrosada aureolada de rizos dorados es lo más semejante a un querubín alado que Combeferre ha visto fuera de un mural pintado al fresco. Por lo demás, parece un bebé perfectamente normal.
―Así que eres tú... Tú vas a provocar el Apocalipsis y el fin del mundo tal y como lo conocemos, ¿eh, granujilla? Cuchi, cuchi, cuchi... ―dice Combeferre haciéndole cosquillas y haciendo reír al niño antes de que Courfeyrac retire el cesto con fastidio.
―¡Por favor! No le hagas "cuchi cuchi" al Adversario, Destructor de Reyes, Ángel del Pozo Sin Fondo, Príncipe de este Mundo, Padre de las Mentiras, Vástago de Satán y Señor de las confundes.
Combeferre mira al bebé con gesto pensativo… y después de mucho pensar su mirada encuentra la de Courfeyrac, que se la devuelve desde unos ojos casi dorados y casi (no del todo y a la vez demasiado) humanos.
―¿Estás pensando lo mismo que yo?
Courfeyrac le dedica una mirada asombrosamente elocuente con una ceja arqueada.
―Dímelo tú ―le sugiere curvando la comisura de los labios―. ¿Qué estoy pensando?
Sí, sí, ya. Él se lo ha buscado…
―Estaba pensando ―prosigue Combeferre, cambiando de tema demasiado rápido― en adoptar una medida salomónica.
Courfeyrac frunce el ceño intentando adivinar.
―¿Quieres… construir un templo por el que los creyentes en un mismo dios y en la misma religión en esencia luchen y se masacren inútilmente durante siglos? ―Courfeyrac chasquea la lengua con fastidio―. Se me tendría que haber ocurrido a mí.
―No es eso.
―¿Quieres, um… seducir a la reina de Saba? Porque me temo que te llevo ventaja.
―¡No! ―dice Combeferre, exasperado―. Me refiero a dividir al bebé en dos.
Courfeyrac abre los ojos con horror.
―No literalmente, espero. ―Aunque, pensándolo bien…―. O sssí…
Combeferre decide hacerse cargo del cesto por precaución.
―Hablo de una cuestión de influencias ―trata de explicarle―. La tuya, como tu trabajo que es... Y la mía. Quizá tú y yo no podamos impedir que suceda. En cambio, Él…
―¡No tiene por qué querer! ―comprende Courfeyrac. Combeferre asiente con la cabeza.
―No tiene por qué.
Courfeyrac medita sobre ello. Parece una idea descabellada, incluso desesperada, pero podría funcionar. De hecho, solo le encuentra una pega: se le tendría que haber ocurrido a él.