De vuelta de las vacaciones con nuevo fanfic y de los largos. Mientras publique este, ya que son muchas las que lo han pedido, voy a estar editando el fanfic de El sexo es más dulce contigo, lo que ya me está suponiendo un esfuerzo titánico. Por el momento, espero que os guste este e intentaré publicar una vez a la semana; probablemente, los domingos.
Capítulo 1:
Sus vacaciones se habían convertido en un auténtico infierno. ¿Cómo podía haberle sucedido algo semejante? Solo quería pasar unos agradables días de paz y tranquilidad en un resort caribeño. De repente, cuando creía que no podría sentirse más feliz, relajada y satisfecha, se había visto atrapada en mitad de una guerra civil. La única alternativa que le quedaba era encontrar el modo de escapar de allí; una tarea que cada vez se le antojaba más difícil y peligrosa.
Su nombre era Kagome Higurashi en honor a su difunta abuela paterna. Desde hacía dos años, trabajaba como directora administrativa de la biblioteca nacional más importante de los Estados Unidos. Para ella, ser bibliotecaria era apasionante aunque para tantos otros sonara aburrido. Eso sí, no negaría que su vida estaba constituida por una rutina repetitiva: todos los días se levantaba y se duchaba a la misma hora, desayunaba lo mismo, se vestía con la misma ropa aburrida, iba a trabajar, comía allí, volvía a trabajar, hacía los recados y regresaba a su casa. Una vez en casa, cenaba sentada en el sofá viendo alguna película excesivamente romántica junto a su gato. Quizás por eso decidió tomarse unas vacaciones aparentemente tan contrarias a su personalidad. Quería experimentar, hacer algo diferente. Sin duda alguna, dio en el clavo con sus vacaciones de aventura.
Vivía en el apartamento desde que tenía veintiún años, desde que empezó a trabajar en la biblioteca. Ya tenía veintinueve años y el éxito laboral deseado, pero muy poca satisfacción personal. Aunque su padre solía decir que toda en la vida llegaría, sentía que su vida se estaba acabando. Sin novio, sin amigas y con un gato seboso. Su madre intentaba que saliera más de casa sin comprender que no tenía con quién salir. Además, no estaba segura de poder afrontar más citas a ciegas preparadas por sus padres. Ya había salido con casi todos los hijos de los compañeros del trabajo de su padre y nunca había repetido la cita con ninguno de ellos. Sin embargo, ellos sí estaban casados en esos momentos, mucho incluso tenían hijos, mientras que ella estaba sola, escuchando todas las alarmas de su reloj biológico.
Cuando iba al instituto, era una estudiante normal y corriente. Sacaba buenas notas sin sobresalir de la media, se relacionaba lo justo con sus compañeros de clase y pasaba todos los recreos y las tardes libres en la biblioteca leyendo. Así pues, al terminar el bachiller, se decidió por estudiar biblioteconomía. El oficio más aburrido por excelencia o ese era el estereotipo al menos. ¿Qué hombre querría salir con una bibliotecaria? A los hombres les gustaban las mujeres guapas, inteligentes, atrevidas y divertidas. Al parecer, ella no tenía lo suficiente de cada una de esas cualidades.
El contraste entre su familia y ella no podría ser más notorio. Su padre trabajaba en la construcción desde que podía recordar y sus estudios eran poco más que primarios. No había puesto un pie en una biblioteca hasta que ella le mostró su lugar de trabajo cuando la ascendieron. Su madre daba clases de costura en una academia y era una gran cocinera. Se alegraba de haber heredado esas dos cualidades de ella aunque habría preferido ser tan sociable y extrovertida como ella a tejer jerséis para su gato y preparar tartas que devoraría sola. Su hermano mellizo era el tipo más afortunado de la tierra. Terminó la secundaria habiendo repetido dos veces, se metió en toda clase de problemas que uno pudiera imaginar y había tenido más líos de faldas que el mismísimo Bradley Cooper. Y, a pesar de todo eso, ¡tenía su propia empresa! Se las había ingeniado para montar un taller coches que se había hecho increíblemente famoso. En dos años había levantado todo un imperio que se extendía por todo el país y su cara aparecía plasmada en todos los carteles publicitarios de su taller. No era de extrañar que se sintiera fuera de lugar.
Le encantaba su trabajo. Ella escogió ser bibliotecaria y no se arrepentía de su decisión, pero su vida estaba vacía. Su gato era el único que la esperaba con ansias en casa a que volviera del trabajo. En realidad, normalmente estaba tan ansioso porque había vaciado su plato de comida. Vivía una vida sin emociones y no le parecía justo que una bibliotecaria tuviera que estar automáticamente excluida de todo ese tipo de historias de amor idílicas que vendía el cine. Quería encontrar el amor o, al menos, algún loco romance, una aventura. Algo que le recordara que estaba viva.
Así fue como tomó la decisión de irse de vacaciones a una isla perdida de la mano de Dios en la que le prometieron que habría muchos mojitos y hombres. En la agencia de viajes se lo pintaron como un lugar paradisíaco en el que una mujer podía olvidarse de todos sus problemas y vivir la vida. Al principio, fue así o lo habría sido si ella no fuera, como los hombres designan cruelmente, tan estrecha. Se hizo la remolona cuando tuvo oportunidad y perdió el tren. En mitad de una guerra no encontraría lo que ella buscaba sino que todo lo contrario si se descuidaba.
¿Por qué fue tan tonta? Si incluso cambió su aspecto para el viaje. Se cortó su recta y aburrida melena ondulada a capas y se desfiló el flequillo. Sustituyó sus gafas de pasta por unas lentillas. En el centro se hizo una depilación láser intensiva de todo el cuerpo en la que se gastó un verdadero dineral. También se hizo la manicura y la pedicura y, de paso, pidió cita en el dentista para hacerse un blanqueamiento. El último paso fue renovar su vestidor. No podía ir a un lugar paradisíaco vestida con sus rectas faldas largas y sus camisas de volantes. Terminó por renovarlo todo. En su maleta llevaba los bikinis más sexis, las faldas más escandalosas, los tops más ajustados y ni una sola chaqueta. ¡Nada de cubrirse!
Al llegar, se instaló en un maravilloso hotel con piscina climatizada, barra en el agua y hombres musculados buscando su próxima presa. Se puso un bikini diminuto y habló en un día con más hombres de los que había tenido el gusto de conocer en toda su vida. Todos ellos eran hombres atractivos y musculosos que solo buscaban una aventura. Justamente igual que ella. Se divirtió y se comportó como nunca lo había hecho. Fue desinhibida y coqueta, pero, a la hora de la verdad, se echó atrás. No invitó a ninguno a su habitación y ojalá lo hubiera hecho. Si hubiera sabido que aquello iba a suceder…
La mañana en la que estalló la guerra, se había despertado sin tener la menor sospecha. Las noticias y los periódicos no le dieron ni una pista. Se había vestido con un bikini, unos short vaqueros y un top blanco diminuto. Antes de tomar el sol en la piscina, decidió ir a dar un paseo por la ciudad. Todavía no había comprado ningún recuerdo para sus padres y para su hermano, así que se le ocurrió la idea de investigar un poco las tiendas y la clase de suvenires que vendían por allí para hacer algo de tiempo. Estaba en una tienda examinando un precioso telar cuando cayó la primera bomba.
El suelo tembló violentamente y se cayó de rodillas. Los otros clientes de la tienda también cayeron y gritaron asustados. Tras ese estallido, llegó uno tras otro y, cuando al fin hubo más de un minuto de paz, se asomó por la ventana para ver la calle por la que antes paseó destruida. Había algo que no sabía de esa isla, algo que en la agencia de viajes olvidaron comentarle. En ese lugar había una división política muy importante. Las dos ideologías llevaban años luchando entre ellas, provocando pequeños atentados a las bases del enemigo. Ese día, uno de los dos bandos decidió que ya era suficiente y se alzó con las armas. Ella se enteró de todo eso por un periodista que estaba documentando los hechos. Se cruzó con él momentáneamente y lo vio morir.
La muerte la perseguía desde que llegó a ese lugar. En la tienda, había intentado convencer a los demás clientes de que debían salir de allí, pero ninguno se atrevía a hacerlo. Todos temían que los atacaran. Aunque ella también temía que la atacaran fuera, tenía más miedo de que mientras estaban bombardeando la ciudad les cayera una bomba. Se hartó de esperar y salió de la tienda escondiéndose entre los escombros para avanzar sin ser vista. Cuando apenas se había alejado unos metros, escuchó el sonido de otra avioneta dirigiéndose hacia el lugar del que ella había escapado. Gritó e intentó hacerles señas para que salieran de la tienda inútilmente. Se quedaron allí. ¡Los muy idiotas se quedaron allí! Cuando la bomba explotó, la onda expansiva la lanzó a varios metros de distancia y se hirió en la pierna.
Desde aquel día, habían pasado ocho fatídicos días. Consiguió colarse en una farmacia abandonada y detuvo la hemorragia de la herida en el muslo. La desinfectó con cuidado, tomó unos analgésicos y la vendó. Había recogido muchas medicinas en una mochila que también había robado y se dirigía hacia la embajada de su país. Cuando al fin pudo llegar con la dificultad de su pierna y de tener que esquivar a los soldados, ya era demasiado tarde. La embajada estaba vacía, hacía días que la habían evacuado junto a los ciudadanos americanos que estaban de vacaciones.
De repente, se vio sola en un "país" desconocido en guerra, sin nadie que pudiera ayudarla, sin nadie que la protegiera. Estaba sola y en peligro. Intentó llamar por teléfono y pedir ayuda, por supuesto, pero las líneas habían sido cortadas. Buscó un ordenador sin percatarse de que tampoco habría señal de internet. Ya no había oficina de correos ¡Estaba totalmente aislada allí! Seguro que sus padres estaban muy preocupados por ella.
Apenas podía moverse cojeando. Intentaba caminar por sitios poco transitados, siempre lejos del sonido de la batalla. Así era como había acabado fuera de la ciudad, en los lindes. Buscaba comida en las cabañas abandonadas, se escondía en la vegetación y muchas veces incluso en el agua. Desearía poder regresar al hotel para cambiarse de ropa y buscar algo de comida comestible. Si una parte importante del ejército no se hallara allí… No quería ni imaginar lo que harían con ella si se acercaba. Estaba más segura donde se encontraba. Cuando todo aquello terminara, podría volver a salir de su escondite. De todas formas, seguro que sus padres ya habían llamado a la policía y habrían enviado soldados a buscarla. No permitirían que le sucediera nada a una ciudadana americana, ¿no?
En ese momento, estaba sentada entre unas rocas mientras esperaba a que su ropa se secara. Asqueada de llevar siempre las mismas prendas sudorosas y sucias, se había desnudado y había lavado la ropa en el río. El agua se había vuelto negra alrededor de sus prendas mientras frotaba con brío. Se había cubierto con una toalla que tomó "prestada" y esperaba sin apartar la mirada del camino por si algún soldado pasaba por allí. El sol estaba en lo más alto en esos momentos, pegando fuerte, y no debía tardar demasiado en secar su ropa.
Ella también se había bañado en el río. Fue un verdadero alivio sentirse limpia y fresca de nuevo. Lo único que le faltaba en ese momento para empeorar las cosas era tener el período y le faltaba poco más de una semana para eso. Había robado de una farmacia lo necesario para el momento. Se pondría enferma, muy enferma. Necesitaba encontrar un lugar en el que poder descansar sana y salva para entonces o tendría problemas.
Agarró el bote de crema solar, temerosa de que ese sol tan fuerte le quemara la piel. Ya no le quedaba mucha crema. Tenía que buscar otra farmacia cuanto antes. Justo estaba pensando en ello cuando escuchó a alguien silbar. Se encogió detrás de la roca en la que se encontraba y miró a hurtadillas el camino de tierra. A la distancia vio una figura oscura acercándose. A juzgar por la altura y la corpulencia, debía ser un hombre y estaba armado.
Se ocultó lo mejor que pudo entre las rosas y esperó con los dedos cruzados a que el soldado, fuera quien fuera, siguiera con su camino sin detenerse. Desgraciadamente, ese no era su día de suerte. Escuchó su silbido cada vez más y más cerca hasta que él debía encontrarse al otro lado de la roca en la que ella se escondía. Se le cortó la respiración en ese momento y el corazón empezó a latirle tan de prisa que por un momento temió que él pudiera escucharlo. Escuchó el sonido de sus ropas cayendo al suelo y, entonces, supo que su suerte empeoraba por momentos. El soldado había tenido exactamente la misma idea que ella. ¡Estupendo! Con todo el río que había, el soldado escogió justo el mismo tramo que ella.
Tendría que quedarse muy callada, sin moverse, hasta que él se marchara. Con un poco de suerte, no se le ocurriría la idea de rodear la roca, ¿por qué iba a hacerlo?
― ¿Qué es esto?
Vio un brazo desnudo y musculoso sobre su cabeza, estirándose para alcanzar algo.
― Parece de una mujer…
¡Maldición, su ropa! Había dejado su ropa allí para que se secara, ¿cómo pudo olvidarlo?
El soldado agarró su bikini y lo levantó para mirarlo. ¡Estaba acabada! Seguro que ya había descubierto el pastel. Debía estar deseando lanzarse sobre ella. Tenía que hacer algo, tenía que encontrar la forma de protegerse. Sus manos palparon desesperadas el suelo en busca de un arma, cualquier cosa que pudiera ayudarla. Dio con una piedra del tamaño de su mano. Era totalmente inútil contra un arma, mas, si conseguía despistarlo…
― ¿Hay alguien ahí? ― preguntó el soldado ― ¡No debe tenerme miedo!
Ya podía contarle ese cuento a otra.
― ¡La ayudaré!
No se lo creía. Esperó con el corazón en un puño a que el soldado desistiera, pero él continuó buscándola, llamándola. Fue entonces cuando decidió que tenía que atacar. Agarró otra piedra más pequeña y la tiró fuera para llamar su atención. El ruido atrajo la atención del soldado que giró la cabeza buscando el origen. Aprovechó el momento para levantarse y golpearlo con la piedra en la cabeza. El hombre cayó boca abajo sobre el suelo, inconsciente.
Se vistió en menos de un minuto, agarró sus cosas y le echó un último vistazo al soldado para asegurarse de que no estuviera en condiciones de seguirla. Tenía el cabello plateado manchado por la sangre de la herida que ella le había provocado. ¡Qué extraño! Nunca había visto a nadie con el cabello plateado. Le dio una patada para comprobar que en verdad no estuviera consciente, y, cuando él no respondió, salió huyendo lo más rápido que pudo con la pierna herida. La cojera era cada vez menor, pero todavía no se había curado del todo. Necesitaba más tiempo y reposo, algo que no podía permitirse.
En el fondo, le dio pena el soldado. Nunca había golpeado a nadie por ninguna razón y temía haber matado a ese hombre. Ese crimen pesaría sobre sus hombros el resto de sus días. No, tenía que ser fuerte. Lo hizo por supervivencia; eso era lo único que importaba. Antes de irse corriendo, le había robado el fusil. Ojalá no tuviera que usarlo nunca. Odiaba las armas. Si incluso hizo campaña contra el uso indebido de las armas, se manifestó frente a la asociación del rifle.
Caminó durante horas bajo el sol abrasador. Mojó la toalla en el río y se la ató a la cabeza. La crema solar dejaría de hacerle efecto en seguida y tendría que echarse más. Dudaba que le quedara suficiente para el resto de ese día. Además, con el calor, la herida le picaba y las vendas molestaban. Todo su cuerpo transpiraba como si no se hubiera bañado anteriormente. Odiaba ese lugar y a sí misma por haber tenido la grandiosa idea de desmadrarse. ¡Ahí tenía la aventura que tanto había deseado! Buen provecho, Kagome Higurashi. — se dijo a sí misma.
La aparición de una cabaña en el horizonte fue su salvación. Una cabaña significaba descanso, sombra, comida, paz. Ahora bien, también podría significar soldados. No había donde esconderse para acercarse sigilosamente a la casa, así que lo hizo por el frente. No tenía nada que perder. Solo le quedaba seguir hacia delante o volver hacia el soldado que había dejado cao horas atrás.
No apareció la sombra de nadie en las ventanas, ni un solo disparo, ni una amenaza. Podrían estar durmiendo, aunque le costaba creer que no dejaran a nadie de guardia. Dio unos golpecitos a la puerta y se preparó con el fusil. Si su vida dependía de ello, dispararía. Nadie contestó.
― ¿Hola?
Esta vez también habló mientras tocaba la puerta; tampoco contestó nadie. Las cosas empezaban a mejorar ese día. Giró el pomo de la puerta y la abrió con mucho cuidado.
― ¿Hay alguien?
No quería confiarse todavía. Entró poco a poco en la casa, turnando su mirada entre el interior y su espalda. Cerró la puerta tras ella después y respiró aliviada al estar en la sombra, en un lugar fresco. La cabaña era de una sola habitación, así que podía verlo todo desde su posición. Ella era la única ocupante. La única división se encontraba en la cocina y en el cuarto de baño. Había una pequeña y fina pared que le llegaba hasta la cintura separándola de la cocina, tipo cocina americana, y el baño era un pequeño cubículo en una esquina.
Se adentró en la cocina en primer lugar y empezó a abrir los armarios, ansiosa. Había mucha comida en conserva para su suerte. Cogió un abre latas y abrió una lata de alubias y una lata de melocotones en almíbar. También se abrió un bote de pepinillos. Se sentó en el suelo de la cocina con su manjar y lo comió con las manos por el ansia que sentía por dentro. Llevaba dos días sin comer, lo que ya se le antojaba un infierno. Sin dejar de comer, se levantó, y metió algunas latas en su mochila. Necesitaría provisiones por si no lograba encontrar comida en unos días.
Cuando se sintió satisfecha con lo que había guardado en su mochila, volvió a sentarse en el suelo, y continuó devorando su comida. Terminó el bote de pepinillos en seguida; después, cayó el de alubias. Bajó la comida con una botella de vino de las muchas que estaban almacenadas en los armarios del suelo y acababa de meterse en la boca su primer pedazo de melocotón en almíbar cuando escuchó el chirrido de la puerta abriéndose. Casi se atragantó. Estaba segura de que no era el viento porque no había viento y porque estaba bien cerrada.
Metió las latas dentro del armario abierto junto a ella sin hacer ruido. A continuación, se fue metiendo ella con mucho cuidado de no hacer el menor ruido. Cada vez que tenía un golpe de suerte ese día, lo acompañaba una desgracia. Colocó el fusil entre sus piernas e intentó cerrar las puertas del armario, pero harían un ruido totalmente innecesario, por lo que las dejó lo bastante cerradas como para que no se la viera. Desde la abertura, podría ver a quien entrada y estaría preparada para disparar si era necesario.
Se tapó la boca con una mano mientras escuchaba los pasos en la cabaña y masticó con sumo cuidado el pedazo de melocotón. ¡Estaba delicioso! Lamentablemente, en esa situación no podía disfrutarlo tanto como le hubiera gustado.
Los pasos se adentraron en la cocina hasta que vio unas botas y unos pantalones militares. Había visto muchos uniformes como ese, era un soldado del bando de los conservadores de ultra derecha. Bien, le había tocado un soldado de los peores. Empezó a rebuscar comida en los armarios del altillo, tal y como hizo ella anteriormente. Cogió las latas que ella había dejado y buscó el abrelatas. ¡Mierda, lo tenía ella! Por suerte, el soldado tenía mucha hambre y muy poca paciencia. No estaba dispuesto a volverse loco buscando. Abrió la lata con su navaja de una forma salvaje y violenta que la asustó. De encontrarla, si ella dudaba…
El soldado devoró los alimentos sin prestarle la menor atención a ninguna otra cosa. Solo fue al terminar con lo que tenía cuando se le ocurrió la idea de seguir inspeccionando los armarios. Ella tembló de miedo. Abriría su armario y la encontraría a ella dentro. Debía apuntarlo con el fusil y dispararle a la cabeza sin dudarlo si quería salir viva de allí. Sin embargo, la conciencia caía sobre sus hombros pesadamente. Podría haber matado ya a un soldado, no podía matar a otro. ¡Ella no era una asesina!
Se acercaba a su armario peligrosamente. Agarró las puertas entre abiertas, y empezó a abrirlas en el mismo instante en que ella fue consciente de que no podría disparar. El soldado la miró asombrado. Un segundo después, su cabeza reventó en un estallido violento que lanzó carne y sangre en todas las direcciones. Gritó sin poder evitarlo al ver su cabeza reventar, esparcirse manchando la cocina. Después, el cuerpo del soldado cayó en el suelo, muy cerca de ella, muerto. Alguien lo había matado, alguien le había volado la cabeza en un momento de descuido.
Podría haber sido ella. Ella misma había estado buscando comida de la misma forma descuidada y torpe que él. Los dos tenían mucha hambre y habían olvidado tomar precauciones para evitar que los atacaran por la espalda. Ella, al menos, dejó la puerta cerrada y pudo escuchar el chirrido, pero él debió de dejarla abierta. Consecuentemente, le volaron la cabeza. No creía que pudiera borrar esa imagen de su cabeza nunca.
Apartó la mirada angustiada de su cuello cortado en pedazos desiguales y de la sangre que manchaba el suelo y se llevó las manos a la cara para intentar retener las lágrimas. ¿Cómo había podido suceder aquello?
― Hola, bonita.
Apartó las manos de sus ojos como un rayo y se encontró con un soldado en pie vestido con el uniforme de la izquierda. Ese bando no era mejor que el otro aunque quisiera aparentarlo. En esa guerra, ambos se estaban comportando como salvajes.
― No deberías jugar con estas cosas. ― le arrebató el fusil de un tirón ― Podrías hacerte daño.
No pudo hacer nada para evitar que le quitara su única arma de defensa, nada excepto gritar pidiendo que se lo devolviera. En respuesta, se rio en su cara.
― ¿No querrás estropear tu bonita cara por accidente? Las armas no son para las mujeres.
Pensaba que la izquierda no era machista, en su país al menos no.
― Tenías miedo, ¿verdad? Por eso estabas escondida.
Sí, estaba escondida precisamente por eso. No había que ser muy inteligente para deducirlo.
― No pareces de aquí. ¿De dónde eres?
No abrió la boca para contestar, no le dijo ni una sola palabra. Eso lo enfureció. Gruñó como si fuera un animal, algo que no estaba muy lejos de ser, se acuclilló y la agarró. Intentó luchar contra él para mantenerse dentro del armario, pero no hubo forma de imponerse ante su fuerza superior. Terminó consiguiendo sacarla de allí con menos dificultades de las que estaba dispuesta a admitir. En cuanto la tuvo en pie, la atrapó entre la encimera y él.
― ¿De dónde eres?
Una vez más no habló. Entonces, le dio una fuerte bofetada. La mejilla le escoció por el dolor e incluso la notó hincharse. Estaba segura de que le quedaría marca por el golpe. De hecho, el sabor de la sangre en su boca que se deslizó en forma de un hilillo por su barbilla le dio una pista de cuál era el alcance de los daños. ¡Le había roto el labio!
― Te lo repetiré una vez más y espero que seas muy complaciente. ¿De dónde eres?
Esa vez se planteó más seriamente el romper su voto de silencio, pero no fue hasta que él sacó una navaja y se la acercó al cuello que se decidió.
― Soy de Omaha.
Aunque, en esos momentos, vivía en Washington D.C.
― ¿Dónde está eso?
― En Nebraska…
La miró insistentemente, pidiendo más especificaciones. ¿Acaso ese tío no sabía nada de geografía? Podía comprender que no supiera dónde estaba Omaha, no era un sitio especialmente conocido. No podía comprender que ni siquiera le sonara Nebraska. Cuando tardó en contestar, él volvió a amenazarla con su navaja.
― ¡Está en Estados Unidos!
― Americana, ¿eh? Ya decía yo que no te pareces a ninguna isleña, tu acento es diferente.
Claro que su acento era diferente. Su acento era diferente incluso donde ella vivía. Después de criarse en Nebraska y llevar viviendo ocho años en Washington D.C, se le habían mezclado ambos acentos. Solía crear bastante confusión respecto a su origen con los empleados a su cargo.
― ¿Y qué haces aquí? ¿Eres una espía?
― ¡No! ― se apresuró a contestar al verlo tan furioso ― Yo… Y-Yo estaba de vacaciones…
― ¿Una turista? ― aflojó un poco su agarre.
La estudió un poco más durante unos segundos y, después, la soltó. Le parecía tan remota la idea de que ella pudiera atacarlo por la espalda que le dio la espalda sin temores y dejó sus armas sobre la encimera. Su fusil estaba entre aquellas armas, no podía apartar la mirada de él, como hipnotizada. ¿Sería capaz de alcanzarlo? Y lo más importante, ¿sería capaz de disparar con él?
El soldado le lanzó un trapo blanco que cogió de la casa.
― ¡Límpiate la cara! ― le ordenó ― No me gustan las chicas llenas de sangre.
Se llevó el trapo a los labios y miró sorprendida la cantidad de sangre que le salía de la herida. ¡Maldito bastardo animal! En cuanto lo tuviera a mano, iba a hacerle pagar caro por eso. Ese soldado no se merecía que ella dudara, no se merecía que tuviera compasión de él. Desde que había aparecido, la había mal tratado, y tenía toda la pinta de que aquello iba a continuar así. No permitiría que él la matara; ella lo mataría a él antes. Estaba decidido.
― He oído que las americanas están dispuestas a hacer cualquier cosa…
Desde luego, había escuchado mal.
― Nunca he tenido la oportunidad de acostarme con una americana.
Mal asunto. Ese tipejo asqueroso quería hacer con ella algo más que matarla, algo que era mucho peor y no tenía escapatoria. Aquel soldado sucio, mal oliente y con la cara aplastada y poco atractiva como si lo hubieran molido a golpes, no era en absoluto su tipo. Aunque el que fuera su tipo o no, era el menor de los problemas en aquella situación. Su problema era que no pensaba acostarse con él por voluntad propia. Su alternativa era ser violada. ¡Bien, Kagome! — se dijo — ¡Estupendas vacaciones! Esa era la última vez que entraba en una agencia de viajes.
En ese momento, tenía muy pocas alternativas. Podía encogerse y esperar temerosa su destino o plantarle cara al soldado y arriesgarse a una muerte segura. Si tenía que morir, lo haría con dignidad, no violada por ese cerdo.
― No he podido estar con una mujer desde que empezó la guerra…
Pobrecito, ocho días sin echar un polvo. ¡Menuda desgracia! Ella llevaba años sin acostarse con un hombre. Seguro que hasta se le había olvidado cómo se hacía y no le apetecía recordarlo en ese momento. Además, dudaba que un hombre tan poco agraciado llevara tan poco tiempo sin mantener relaciones sexuales. No era precisamente la clase de hombre por el que las mujeres suspiraban. ¡Menudo fantasma!
― Tú estás muy buena…
¡Vaya! No esperaba llevarse un cumplido en mitad de una guerra. Se habría sentido halagada en otra situación a pesar de que lo considerara un cumplido soez y grosero. Ahora bien, estaban en mitad de una guerra y eso se lo estaba diciendo un soldado con muy malas intenciones hacia ella. ¿Qué alternativas tenía? Podría correr hacia la puerta, pero con su cojera él la alcanzaría en seguida. ¿Qué tal alcanzar las armas? Con cualquier arma de fuego le bastaría. Solo necesitaba un disparo y, lo más difícil, acertar en el blanco.
― ¿No dices nada? ― sonrió enseñándole sus dientes amarillos ― No importa. Admito que prefiero a las mujeres que no me dan la brasa.
La tentó a molestarlo con su "chachara", pero si a ella la estaba tratando de esa forma siendo de "su tipo", ¿cómo la trataría si se comportaba como toda una charlatana?
― ¿Te apetece un pitillo?
Sacudió la cabeza en una negativa. Nunca había fumado. No le gustaba ni el olor ni el sabor del tabaco. El soldado encendió un cigarrillo, arrancó con sus dientes el corcho de una botella y bebió un buen trago antes de darle la primera calada a su cigarrillo.
― Quítate la camiseta.
Se planteó negarse y conservar su orgullo hasta que él la apuntó con su pistola, dejándole bien claro que si bien prefería que su cuerpo estuviera caliente, no dudaría en tomarla fría. Con lágrimas que intentaba contener, se llevó las manos al borde de su camiseta y tiró de ella para sacársela por la cabeza. Llevaba la parte de arriba de su bikini rojo por arriba. Justo un bikini especialmente sexi diseñado para relazar sus pechos.
Él la miró como si disfrutara del espectáculo y le dio otro largo sorbo a su botella de vino. Con un poco de suerte, si lo entretenía, se emborracharía lo suficiente como para que pudiera tomar un arma. Se aferró con uñas y dientes a ese plan.
― No eres como las mujeres de por aquí… ― le dio otra calada a su cigarrillo ― Quítate los pantalones.
Bien, no le estaba dando mucho tiempo para emborracharlo antes. Debería buscar alguna forma de hablar y entretenerlo sin que la disparara. ¿Y si trataba de seducirlo? Tal vez, si se comportaba como una mujer atrevida, le gustaba, y continuaba bebiendo mientras que ella hacía tiempo. No perdía nada por hacer la prueba, estaba al límite en ese momento. Deseó haber ido a más discotecas donde aprender esos atrevidos pasos de baile con movimientos de cadera imposibles que volvían locos a los hombres. Necesitaba aprender a ser una seductora muy rápido.
Al final, no necesitó nada de eso. Sus cabellos se agitaron, sus oídos se estremecieron y el tiempo se detuvo a causa del sonido de una bala cortando el viento. La bala pasó rozando sus cabellos ondulados y se incrustó entre las cejas del soldado que la estaba forzando a desnudarse. La llama de la vida desapareció de su mirada en cuestión de segundos y se quedó en pie unos instantes antes de caer al suelo sobre el otro cadáver. De repente, había dos muertes en el suelo de esa cocina y un tercer solado a su espalda.
Cogió su top del suelo y volvió a ponérselo a una velocidad frenética. Después, se lanzó sobre la encimera para agarrar una pistola. Era mucho más manejable que el fusil y pesaba menos. El tercer soldado no llevaba ningún uniforme que ella pudiera reconocer y estaba cargado de armamento hasta las cejas. ¿Cómo podía llevar todo ese peso encima? Levantó la pistola antes de que su conciencia la avasallara y le apuntó. Tenía el seguro puesto, no sabía bien cómo quitarlo, pero el otro no tenía por qué saberlo.
― ¡Cálmese! ― gritó ― ¡Estoy de su lado!
No iba a picar. Al mirarlo con más atención, se dio cuenta de que era el hombre al que había dejado cao en el río, el hombre del cabello plateado. Era un alivio saber que no lo había matado, aunque, quizás, habría sido lo más inteligente. De todos esos hombres, él había demostrado ser el más persistente.
― ¡Márchese! ― exigió más en una súplica que en una orden ― ¡Dispararé!
― No, no lo hará. No sabe quitar el seguro.
Él dejó caer parte de su armamento en el suelo, sin temer en absoluto que pudiera atacarlo y se acercó a ella con las manos en alto para que pudiera verlas.
― Soy agente de la CIA. ― afirmó ― Conmigo estará segura. Deje que la saque de este lugar.
¿Cómo podía confiar en él? Estaba claro que no era isleño por su acento y porque no se parecían en absoluto a los otros, pero ya había sufrido demasiado en los últimos días. El hombre le pidió permiso con la mirada para bajar una mano y rebuscó en el interior de su chaleco antibalas hasta dar con lo que necesitaba. Extendió su mano con una cartera de mano, ofreciéndosela.
― Tiene que confiar en mí.
Con manos temblorosas, abrió la cartera y vio con un suspiro de alivio que en verdad era un agente de la CIA, un ciudadano estadounidense. ¡Estaba salvada!
Continuará…