Saludos, lectores…

Espero se encuentren bien en este casi fin de año. Aprovecho este espacio para comentarles la razón por la cual hace meses no actualizo las historias que tengo inconclusas: estoy en severa crisis y no sólo en el aspecto de este pasatiempo. Veo que cualquier esfuerzo que hago, de pronto, parece más una vociferación en el desierto, algo que a nadie importa. Y creo que en ese nadie empiezo a incluirme. De verdad, un esfuerzo así creo que no vale la pena, no tiene razón de ser. Siento mucho que lean esto. No sé si abandone este museo de lo inútil tal y como está, si continuaré decorándolo con algunas piezas que han de podrirse bajo el polvo, o si al final decidiré cerrarlo de forma definitiva y pretender que nunca existió, que nunca me emocioné al planear, al escribir, leer, releer, corregir y volver a leer.

De momento subo estos capítulos, el de Mazmorras y el de Un hato de criptas, porque ya los tengo escritos, porque los releí y no me parecen mal –aunque esto no es garantía alguna de calidad.

Muchas gracias a quienes este tiempo se asomaron a estos rincones: InatZiggy-Stardust, SakuraK Li, Mel-Gothic de Cáncer, Tot12, Derama 17, Geminisnocris, otros lectores que también pasaron por aquí en este tiempo.

Legatee: gracias por leer el segundo capítulo, espero que la universidad te esté dejando descansar un poco. Sí, una actualización divertida, el pececito tratando de robarle la novia al cangrejo pero nada más por molestar… En contraste, aquí habrá mucha tristeza, creo que ese es el destino de los dorados, jajaja, malo Kurumada, todos sufren, este dibujante ha de ser de la familia de Víctor Hugo.

Geminisnocris: gracias por asomarte a esta historia, amiga. Sí, estos dos amigos son muy raros, se han de molestar a cada rato, es como una amistad apache, los amé en la serie. Qué bueno que te gustó este pobre intento de humor, el que pongo ahora a tu consideración está cargado de tristeza, no podía ser de otro modo, muajajajaja, ¡sufre, cangrejo! Espero también lo disfrutes…

A todos, gracias por leer. Copyright a Kurumada por estos personajes tan geniales. Ahora sí, ya pueden pasar a leer.

(Nota: el título del capítulo y el epígrafe pertenecen al Réquiem de Mozart; pobre Masky, no pudo tener mejor fondo musical…)

Capítulo 3

Lacrimosa

Lacrimosa dies illa

Qua resurget ex favilla

Judicandus homo reus.

Huic ergo parce, Deus

Pie Jesu Domine

Dona eis requiem, Amen.

Un puño de tierra más sobre tu cuerpo vacío. Sobre mi propio cuerpo, Helena. A unos instantes de distancia extraño tu sonrisa como si no la hubiera visto en siglos.

Pronuncio tu nombre para conjurar mi soledad. ¿Me escuchas, en el Hades los muertos serán capaces de detectar la voz de quienes todavía tienen sangre en las venas? Hasta ahora nunca me había detenido a pensar en eso, hasta verte así, desmadejada y con esas ojeras y el eco de tus últimas palabras en los oídos.

Ojalá me escuches. Y ojalá también seas sorda para algunas de mis confidencias.

Así sabrás que sí, que era yo quien dejaba esa bolsa de monedas frente a tu puerta, pero que jamás lo admitiría; tengo una reputación que mantener, ¿sabes, Hel? Además no conseguía ese dinero de la mejor manera. Muchos bolsillos quedaron vacíos gracias a mis trampas.

Otro puñado.

Sería más fácil sepultarte usando la pala que ese anciano me alargó en silencio. Todavía lo veo con el brazo extendido, sosteniendo la herramienta, aunque no quiera; el amasijo de grietas que es su rostro me perseguirá hasta que cierre los ojos por última vez, de eso estoy seguro.

¿También lo viste?, ese sucio esperpento. Estuvo detrás de nosotros casi desde la enorme cripta. Sus pasos me molestaron no por los susurros sino por el engaño que significaban. Estabas viva, sólo inconsciente, quizás. Llevaba en brazos, con dirección a la tumba, a una joven viva. Tus latidos tronaban bajo la suela de los zapatones rotos de ese viejo, tu aliento era el rumor de sus pies arrastrándose. Más lo odié al llegar a este rincón.

Entonces fue el silencio, el golpe de la verdad entonces.

Muerta. Andreas, ese perro te había rematado frente a mis ojos al tiempo de atacar a Afrodita.

Frente a mí. Y estas débiles manos que tan sólo son capaces de brindarte sepultura…

Helena.

Esas tres sílabas en mis labios se parecen a los puñados que sigo arrojando, que tal vez arroje aun cuando estés ya fuera de mi vista.

Puñados de tierra mis palabras, mis palabras que ya no podrán herirte, que dejaré caer para deshacerme de este peso, de la culpa, Helena.

Eso espero.

Es algo egoísta, si lo piensas mejor: dejo en ti algo que no mereces y yo me alivio por partida doble, pues significará no cargar con ese lastre sobre la espalda y no verte llorar como lo hubieras hecho de escucharme cuando estabas viva.

Empezaré diciendo que antes nunca fui el benefactor anónimo de ninguna muchacha. Ellas, por el contrario, eran pequeños obstáculos en cada misión, insectos por los cuales no iba ni a molestarme ni a detener un ataque. Y ese presumido que te ayudó a escapar del hospital era tan sádico como yo, sólo que a él se le notaba menos.

Otro puñado. Tus hombros, tu pecho, están casi cubiertos. Ahora no eres sino un rostro de ojos cerrados y boca entreabierta. No quiero despedirme.

Háblame Helena. Dilo de nuevo. Tú nos dejabas el dinero, ¿verdad?, gracias, gracias de verdad. Repítelo, como en ese campo.

Repítelo. Despierta. Dime que soy un imbécil, porque sólo un imbécil sepultaría un cuerpo atravesado de aliento y palpitaciones. Dilo. Por favor. Y yo no responderé con ese qué dices, tonta, ya está bien, no hables más, sino con una sonrisa que, sé, ha de ser una débil sombra de las tuyas.

Pero ningún sonido brota de tus labios amoratados. Silencio, en este sitio no camina nada más que el maldito silencio, eso y la mirada del viejo, que de pronto aparece junto a nosotros y contribuye con su propio puñado de tierra diciendo: es una pena, una niña tan bonita.

Volteo a mirarlo. Que se largue, que se desintegre. Tengo tantas ganas de romperlo en pedacitos. Pero sólo puedo observar sus nudosos dedos apoyándose en la pala que antes me ofreciera. Qué tristeza, dice, y su voz parece brotar de esas uñas longevas, con el polvo de la muerte metido hasta la cutícula. No me conoce, sólo ve a un hombre de barba crecida sepultando a una muchacha, lo sé; de todos modos no quiero llorar frente a él.

Qué tristeza, repite, una niña. En la caverna de su voz apenas si distingo una biografía que no puede ser tuya. Una niña sola entre los hielos eternos de Asgard, un padre muerto que la nieve ha enterrado, asumiendo así las responsabilidades de un sepulturero, una madre ya mayor, muerta antes que el padre…

Y yo desvío los ojos y me encuentro contigo. Un cuerpo gris. No, no es tu vida la que ese viejo loco está narrándome, aunque podría serlo, con tanta soledad, y el odioso cielo de estos territorios que no se abrió sino hasta ahora, al igual que la tierra para tragarte. ¿Cuántos difuntos jóvenes habrá en los cementerios de Asgard?

Un puñado que cae sobre tus pómulos. Y la mirada del viejo sobre mí, sepultándome al mismo tiempo. Sin tomarlo en cuenta me inclino todavía más para limpiarte la cara y dejar un beso en tu frente, para rozar tus labios con los míos. Luego arrojo puños de tierra sin más interrupciones. Así desapareces pronto de mi vista, pero no de mis pensamientos. Helena.

¿Qué haré?

Antes de abandonar el cementerio, pongo una moneda sobre la palma del viejo, como si él fuera quien hizo el trabajo. Luego me echo la armadura a la espalda y camino sin rumbo. Cuando me doy cuenta, estoy cerca del puesto de flores que atendías. Al verlo blanco, cubiertas las mesas como si de fantasmas se tratara, me desvío hacia la callejuela de los bares y entro en aquel donde bebiera el primer día.

Parece mucho más oscuro que entonces, y más solitario. Arrastro los pies, dejo la enorme urna dorada a un lado y me acodo en la barra. El cantinero pregunta algo que no alcanzo a escuchar y yo digo sí. Unos momentos después, su mano regordeta clava un tarro de cerveza delante de mí. Cerveza, ron, vodka, no importa, bebo casi de un solo golpe, intentando sembrar de fuego mi garganta y no pensar en nada más que en la embriaguez, en lo amargo del líquido.

Pero no puedo.

Vuelves, Helena, vuelve tu rostro exhausto. Tu piel helada.

¿Por qué?

¿Por qué no puedo ser el criminal de antes y desentenderme de ti, pensar que eres uno más entre mis numerosos trofeos, un obstáculo pequeño e insignificante que no vale la pena salvar a fin de cumplir las órdenes del falso Patriarca?

Tal debe ser mi castigo: recordarte en vida, sentir tus palpitaciones entre los dedos.

De pronto no se me antoja beber, la cerveza me sabe a lágrimas. Así que abandono el tarro a medias, en la barra, dejo un par de monedas al lado y con la armadura a cuestas, camino hacia la pensión.

Afuera una tarde pletórica de sol se burla de mí, y al llegar a la casa donde me hospedo, la dueña pregunta por Afrodita. Asiento en silencio, una sonrisa chueca que sostengo hasta encerrarme en mi habitación.

A solas, coloco la urna de mi armadura junto a la cómoda y la observo. Cáncer; hoy aceptó pelear una vez más a mi lado, ahora permanece hundida en el triángulo de oscuridad que se forma siempre. Encerrada, pero no como si se tratara de una tumba; no como tú, Helena.

Sin querer las lágrimas corren por mi rostro. Me limpio con ambas palmas y observo la ventana, el sol. Se escuchan las voces del mercado. ¿Afuera sabrán que estamos muertos? Quizá no. O no reirían. De nuevo quiero ser un asesino. Matarlos. Que se callen. Todos en absoluto. Cada uno de ellos.

Con los puños apretados voy al baño, ante el espejo que me mostrara una barba rala sobre mi rostro, el mismo que ahora luce manchas largas hechas con lágrimas y con el polvo de tu sepulcro, Helena.

Volteo, no me gusta este nuevo rostro, esta nueva vida va perdiendo lustre de a poco.

Un resplandor atraviesa frente a mí. Por alguna grieta, la luz de la tarde se cuela para mostrarme el filo de una navaja.

La tomo sin pensar. La acerco a mi muñeca. La hoja brilla de nuevo, como si estuviera sintiendo la cercanía de mi sangre, de las venas de alguien que ya no está vivo. ¿Será así, estarás llamándome Helena, llamándome con una voz de iridiscencias y metal?

Cuando presiono la navaja a tal grado que siento un corte sobre la piel, oigo tus palabras. Las que me encargaste entregara a quienes te sobreviven. A mi hermano y mis hermanas… Dile… A ellos… Que unan sus fuerzas y sigan adelante… Las repite el perfume de unas flores anónimas y yo las tomo para mí, para usarlas antes de dárselas a sus legítimos dueños. No, no me voy a rendir, todavía tengo algo que hacer antes de irme pienso, observo la leve línea de sangre que escurre desde el corte de mi muñeca. Entonces, luego de limpiarme con una servilleta de papel, cambio esa navaja por una sencilla máquina de afeitar.

De nuevo el chorro de agua. No se lleva ni la culpa ni la tristeza, sólo el polvo del cementerio, y negra, lodosa a medias, se va por el drenaje manchando un poco la cerámica del lavabo. Mientras la observo me unto un poco de jabón y aferro la máquina de afeitar. Poco a poco voy deshaciéndome de la escasa barba. Cuando miro el fondo del espejo por segunda vez mi rostro está limpio. Aunque sigo teniendo los ojos enrojecidos.

¿Este es el dolor de los que se quedan? No quisiera sufrirlo.

Con el resplandor de la primera navaja todavía en el recuerdo vuelvo a la calle, mi armadura a la espalda. Protegiéndome. Otra vez parte de mí. Sin querer camino hacia donde las casas empiezan a ser pocas. Es el camino del cementerio.

Hasta ahora recuerdo lo vacío de tu entierro, Helena. Ni siquiera una roca, ni un madero que lo distinguiera de otros tantos, de elevaciones sin un cuerpo debajo, ¡qué idiota soy! ¿Cómo no se me ocurrió, cómo voy a reconocerte?

Cerca de la entrada, me doy cuenta de que no era necesaria ninguna señal. Mis pies conocen el sendero de tierra color ocre y el pasto ralo que llevan hasta la pared del fondo, hasta su esquina derecha. Ahí estás; el viejo me hizo favor de clavar su pala en uno de los extremos del montículo que construí con tus restos.

Se lo agradezco, así no voy a sentir que hablo con un completo extraño o con el suelo…

Helena. Volví. En la boca todavía tengo el gusto a hielo de tu frente y tus labios.

Ahora contestaré a tu pregunta. Afrodita no era mi amigo, tampoco era mi compañero de trabajo. Es mi hermano. Sólo podría definirlo con esa palabra, la que hace aún más honda mi culpa. Él no pelearía más, él estaba considerando vivir en aquella tranquila ciudad porque sería agradable, porque en nuestra vida pasada la sangre y la lucha habían sido las constantes. Luego se arriesgó sin que yo lo supiera, te sacó de ese hospital, me protegió y yo no fui capaz de impedir su muerte. De él sólo me queda una imagen: la de aquella enorme rama o raíz atravesando su pecho de lado a lado, rodeándolo para exprimirle el aliento, engulléndolo. Y no puedo evitarlo. Su rostro de desesperación, su urgencia para que escapara porque sin mi armadura las consecuencias podrían ser mortales. Mortales; para él fue así, Helena, y esa imagen tan atroz no se va, no se va cuando me gustaría recordarlo como en los momentos en que le ponía el brazo en los hombros a mi contrincante de póker y le decía ¿en serio va a jugar con este animal, señor?, si es un mísero tramposo, nada más véalo, debería tener cuidado con él, mucho cuidado, y el hombre no le creía aun cuando aquello era verdad, aun cuando desvalijé a más de uno como aquel inocente para comer, para el hospedaje y para llevar ante tu puerta el resto, en aquella pequeña bolsa que se impregnaba con el olor de la barra y de los vasos que el cantinero plantaba delante de mí, delante de Afrodita. También sería bueno recordarlo como cuando me molestaba porque, en medio de la noche, caminaba hasta tu casa, o como cuando decía que era mucho lo que te daba, que el hospedaje urgía, que el cantinero se iba a hartar de anotar en una cuenta nuestro consumo, y yo me volteaba para responderle que me importaba un pepino todo eso, que el dinero era para los tres y tú debías quedarte con la mayor parte por tus hermanos, y me encontraba con esa sonrisa retorcida suya, retorcida y burlona.

Mugroso pez. Ya no está. Se ha ido, igual que tú.

Helena. Sigues palpitando en mis labios. Sin embargo no respondes.

No hay remedio; salgo del cementerio sin haberte escuchado, camino hacia el puesto que atendías pero esta vez no me desvío. Las mesas no son ningún fantasma. Está ahí tu hermano, el mayor de los cuatro pequeños, una anciana de pañoleta le ayuda a distribuir los hatos de rosas rojas y blancas, los claveles. Me inclino hasta tener la mirada azul de ese niño delante de la mía. Unan sus fuerzas y sigan adelante, eso dijo tu hermana, repito para él como si se tratara de una plegaria. Lo sabe, quizá lo sospechaba; ya no perteneces a este mundo, no regresarás. Las lágrimas empiezan a recorrer sus mejillas. Llora pero se mantiene con el rostro en alto. Lo hará, cuidará de los menores. Es una promesa, como la que yo le hago sin hablar. Tu muerte no quedará impune, Helena; Andreas y el bastardo de su guerrero divino van a pagarla caro.

Entre el barullo del mercado, de pronto, encuentro tu voz, la que no me devolvió tu sepulcro. Flota entre las rosas. No sé quién eres pero agradezco tu amabilidad, en realidad no tienes por qué darme este dinero, pero te prometo que te lo devolveré algún día, dices, repites, como la última vez que dejé la pequeña bolsa ante tu puerta. Es una tristeza que dichas palabras ya no puedan cumplirse, pienso mientras vuelvo a ponerme de pie, mientras una brisa suave sacude las flores, tu medio de subsistencia y el arma del caballero dorado de Piscis.

Voy a vengarlos. A los dos. Lo juro por esta vida.