LO PROMETIDO ES DEUDA, HIJOS MÍOS… primero que nada, antes de que los duendes salten fuera del armario y me llamen a Narnia para derrotar a la bruja negra —porque la blanca ya pasó de moda… otzea, ¡actualizate, beibe!— quiero dedicar este humilde capítulo —tan corto de palabras como lo estoy yo de dinero en este momento— a una muy buena chica, que me ha sacado un par de sonrisas y me ha alentado a subir este capítulo:

Shadow Star-MA

¡Espero que lo disfrutes, chica, porque te aseguro que eres el único motivo por el cual he decidido subir a estas horas!

AHOOOOOORA SI… ¡HOOOOOOLA, HIJOS E HIJAS DE MIS PALABRAS, CUANDO OS HE EXTRAÑADO! (((mierda, sigues con el pendejo "os")))… ¡A TI TAMBIÉN TE EXTRAÑE, MI MALDITO LADO AMANTE DEL BULLYING!... ¡Los extrañé a todos!...

Bajo el poder que me confiere esta humilde cuenta de Fanfiction, declaro este fic… ¡Reabierto! (((Reabierto tu cu…)))… ¡A LEER!

Leyendas.

El viaje resulta largo, complicado y tedioso. Aburrido. Sin mencionar que deprimente.

Todo lo que ven son tierras secas y paisajes grises. El viento sopla fuerte, frío, pero seco. No hay rastro de humedad en el aire, como si no hubiera llovido en años. Una serpiente de oscuras escamas, avanzada edad y un pronunciado entrecejo arrugado les recibe en la entrada de aquel pequeño pueblo. Se presenta como Ryusei y su hostilidad, aunque disfrazada con una bien imitada cortesía, no pasa desapercibido. Sus ojos son marrones, como la tierra seca del suelo muerto, y recorren casi con desagrado a los cuatro Maestros de Kung Fu, antes de voltear e indicarles con un seco asentimiento que le sigan. Masculla algo, pero ninguno llega a entenderle.

El pueblo es una aldea de serpientes. Es pequeño y humilde. Las casas están maltratadas, a pesar de que la mayoría son recientes, puesto que los múltiples ataques han obligado a sus habitantes a reconstruirlas una y otra vez. Miseria. Es lo primero que notan. Se respira en el aire, como un aroma más, y se siente en el ambiente. El silencio y la carencia de ruido propio de un pueblo en guerra. El recorrido dista mucho de ser amable, teniendo en cuenta que ninguno de los pocos habitantes que se topan en el camino parece muy contentos con su llegada.

Los señores de familia le miran con hostilidad, las señoras con recelos, los niños con miedo. Tardan varios minutos en percatarse que las únicas mujeres que reptan por aquellas calles son señoras grandes, seguramente madres y hasta abuelas, no hay niñas junto a los niños, no jóvenes doncellas acompañando a sus madres.

Mono y Po comparten una mirada, solo para luego encogerse de hombro. No se sienten muy cómodos.

El aire del lugar es extraño. Se siente como si estuviera viciado, contaminado con algo, pero les es imposible determinar con qué. Tal vez es el resultado de vivir asustado, con el miedo de perder a tus seres queridos, reflexiona Po. Algo llama su atención. No comprende qué es, hasta que no lo encuentra: en una de las casas, a través de las celosías entre abiertas de una pequeña ventana, alguien le observa. Una muchacha. No ve su rostro —este está cubierto por una especie de velo oscuro—, pero si sus ojos: marrones, como el chocolate, y jóvenes.

Sonríe en dirección a la jovencita y le saluda con un movimiento de su mano, tal como haría en el Valle de la Paz. No ve su rostro, pero puede apreciar una sonrisa en el brillo de sus ojos.

Entonces, de un momento a otro, la joven desaparece de la ventana. Como si alguien la hubiera jalado para apartarla. En su lugar, se asoma una mujer de avanzada edad. Su madre, pues sus ojos son iguales a los de la muchacha, aunque más maduros y opacados por la edad.

La señora no lleva el rostro descubierto y Po puede ver con detalle la mueca de desprecio que le dirige, antes de cerrar la ventana con un fuerte azote. El ruido flota en el aire durante unos segundos, antes de apagarse y unirse al pesado silencio que todo lo llena.

—¿Todo en orden, Guerrero del Dragón?

Po no es consciente de haberse quedado parado en medio de la calle, no hasta que la voz de Ryusei —áspera, lenta y ronca, como si una lija le atravesara la garganta— le llama la atención.

Asiente rápidamente, retomando el camino.

—Sí, no es… nada.

—Perdonen el trato. El pueblo tiene… leyendas —prosigue Ryusei. Por su sonrisa, no es una disculpa sincera—. No tenemos muchos forasteros por aquí. Menos de otras especies. Esta es… una excepción.

Leyendas.

Po se queda colgado en esa palabra. Ignora el resto. ¿Qué tipo de leyendas podría llevarlos a tratar con hostilidad incluso a quienes están ahí para ayudarle?

Ryusei les lleva a una de las casas más alejadas, en el extremo opuesto a la entrada de la aldea. Se ve en buenas condiciones y amplia. No tiene jardín, pero sí unas pequeñas macetas a los lados de la puerta. En ellas, en medio de tierra seca, crece lo que parece un arbusto: bajo y compuesto por muchas ramitas delgadas. En la punta de muchas de esas ramitas, crece una flor de pétalos blancos y centro oscuro.

Es lo más vivo que han visto hasta ese momento.

—Entren, Maestros. Sora, mi señora, está adentro. Ella les atenderá —invita Ryusei, a un lado de la puerta abierta—. Descansen este día, el viaje es largo. Volveré más tarde.

Los cuatro maestros de Kung Fu se limitan a asentir.

En cuanto estuvieron adentro, la puerta se cerró a sus espaldas.

La estancia era amplia, de decoración sencilla e impersonal. No había ninguna pintura en las paredes, ni ningún retrato. Incluso parecía deshabitada, pero aquel pensamiento duró solo unos segundos en su mente, antes de que el estrepitoso sonido que hace la porcelana al romperse les sobresaltara.

Al otro lado de la estancia, en el umbral de una puerta corrediza, se hallaba una joven serpiente de escamas claras. Sus ojos eran oscuros, como los de Ryusei, y miraban con terror a los cuatro machos en la entrada de su casa. Frente a ella, en el suelo, algo parecía haberse hecho añicos —he ahí el origen del ruido—, tal vez una taza. Po y Grulla intentaron acercarse, con el pretexto de ayudar a recoger el desastre, pero se detuvieron al notar que la joven serpiente retrocedía a cada movimiento de ellos.

—Ho-hola… —tartamudeó Po.

Mono tomó la palabra por él.

—Tú debes ser Sora —dijo, con una sonrisa—. Nosotros somos…

—¡Mika, ¿se puede saber qué pasa?! ¡¿Qué es todo ese escándalo?! —siseó la voz de una mujer desde otra habitación. Sonaba molesta y severa—. Mika…

La mujer apareció por la misma puerta que la jovencita —que, por lógica, debería de llamarse Mika— y se detuvo junto a ella. Una serpiente de considerable edad, de ojos claros y duros, como las facciones de su rostro.

—Ustedes deben ser los Maestros del Palacio de Jade. —La mujer les recorrió con ojos duros y escudriñadores, antes de voltearse de vuelta hacia Mika—. ¡Vete tú, niña! —ordenó—. Disculpen, mi hija es joven. Ryusei dijo que vendrían.

Mientras la señora hablaba, la atención de los chicos se centró en Mika: la joven, sin mediar palabra, agachó la cabeza y se marchó, casi podrían decir que con prisas.

—¿Usted es Sora? —inquirió Mantis.

La señora no respondió y Mono apretó al insecto en su mano. ¡Tonto!

III

La señora —Sora, no tenían dudas— les enseñó el cuarto que ocuparían sin mediar palabra. Los condujo por un pasillo amplio, hasta una puerta corrediza, la cual abrió para que los Maestros de Kung Fu entraran. En silencio, la volvió a cerrar y ella quedó afuera. La habitación no era tan amplia como las demás, pero tampoco era pequeña. Lo suficientemente espaciosa para los cuatro, con un armario y un par de mesitas ratoneras. No había ventanas, pero el papel de las paredes era tan fino que les llegaba la misma luz natural que a los cuartos contiguos.

—Eso…

—… dio miedo.

Grulla y Po asintieron al comentario de Mono y Mantis.

Los seis futones en el suelo les indicaron que los señores esperaban a seis maestros. No le tomaron mucha importancia. De todos modos, eran pequeños y tuvieron que juntar tres para que le sirvieran da cama a Po.

Les tomó menos de un minuto instalarse. No llevaban muchas cosas. Sin embargo, ninguno dijo nada. Se miraron entre sí, incómodos, con la necesidad de hablar en sus miradas. Todos tenían algo para decir. Pero no podían. Se sentían observados, como si no estuvieran del todo solos en ese cuarto. Miraban a todos lados, nerviosos.

De vez en cuando escuchaban a Sora —o tal vez Mika— cruzar el pasillo, como un murmullo en el suelo. En algunas ocasiones, la serpiente se detenía frente a la puerta. Esperaba unos segundos y luego se iba, tal como había llegado. Parecía que los vigilara.

—¿No tienen la sensación de que sucede algo raro? —murmuró Mantis, mientras observaba la silueta de Sora alejarse.

—Si…

—Nadie parece fiarse de nosotros —se quejó Mono—, a pesar de haber sido ellos quienes solicitaran nuestra ayuda.

—Y a todo eso —habló Po— ¿qué se supone que hacemos aquí?

Silencio. Se miraron entre ellos, buscando en sus amigos alguna respuesta, hasta que su atención se centró en Po. Era el único que había leído con Shifu la carta.

Po se encogió de hombros.

—No era muy claro el mensaje —admitió.

—¿Eso…?

—¿O estabas demasiado ocupado dudando de tu paternidad como para prestar atención?

Las palabras de Mantis flotaron en el aire unos segundos, con la acusación impregnada en ellas, y la atención de Mono y Grulla se posó en él, regañándole con la mirada. Eso no había sido justo. Los tres conocían perfectamente las preocupaciones de Po, por más que este se negara a hablar de ello, pero eso no les daba el derecho de restregárselo en la cara.

Po miró a Mantis, inexpresivo, y desvió su mirada hacia una hilacha imaginaria en el futon. No respondió.

—Oye, Po… —intentó llamar Grulla—. ¿Estás bien?

Po asintió.

—Si. Bien. —Se colocó de pie, con un pequeño quejido—. Venga, salgamos. No podemos encerrarnos aquí todo el día.

Sin esperar la respuesta de nadie, Po se dirigió hacia la puerta.

Mono y Grulla, a espaldas de Po, propinaron un fuerte zape a Mantis. Este no hizo nada por defenderse. Lo tenía merecido.

Era un tema que hablaban los tres cuando se encontraban solos. ¿Creen que el hijo de Tigresa sea de Po? No era duda hacia su amiga —tampoco un motivo por el cual llegarían a darle la espalda—, sino el deseo de conocer los motivos que Po si parecía tener para dudar de Tigresa. Porque Po tenía que tener un motivo más sólido que el de la raza para desconfiar.

Sin embargo, fuera cual fuera la postura de los tres en el tema, no era algo que consideraran de su incumbencia y, por ende, tampoco algo que fueran a plantearle a Po. Él sabía por qué desconfiaba, solo él y Tigresa sabían lo que sucedía en su relación.

—¿Desean algo, Maestros?

Los cuatro machos pegaron notorios respingos en sus lugares.

No habían visto ni escuchado a Sora volver al pasillo, pero en cuanto Po abrió la puerta, la señora se encontraba allí. Con su rostro severo y sus ojos que parecían hechos de roca.

—E-esto… Nos pregutnabamos… —Po miró a sus amigos, nervioso.

—Nos preguntábamos si precisaban nuestra ayuda en algo —ayudó Grulla, no por eso menos nervioso—. Consideramos poco útil quedarnos aquí todo el día. Algo debe haber.

Sora miró a cada uno de ellos.

A Po le dio la impresión de que en él se tomó unos segundos más, pero la descartó como imposible.

—Por el momento, no hay nada en lo que puedan… ser útiles, maestros.

III

Cuando Sora se marchó de la habitación, ninguno de los cuatro se atrevió siquiera a asomarse a la puerta.

El ya familiar presentimiento cosquilleaba en sus estómagos y les pinchaba la nuca. Se quedaron en sus futones, hablando de vez en cuando entre ellos. Mantis no volvió a dirigirle la palabra a Po y este tampoco hizo algo por sacar conversación él. Se evitaron y fingieron que el otro no estaba ahí.

Fue Mika —con su velo cubriéndole el rostro y sus ojos siempre fijos en el suelo— quien entró a la habitación y les avisó que la cena estaba lista. Los cuatro maestros sonrieron en respuesta, pero antes de que alguno dijera algo, la muchacha ya reptaba fuera del cuarto. Parecía tener prisas. No les quedó más remedio que seguirla. Fue Mono quien se atrevió a acercarse a ella. Le daba curiosidad el porqué de su comportamiento, por qué actuaba como si temiera de alguno de ellos. Eso y que sus ojos le parecían muy bonitos.

—Emm… ¿Señorita?

—Por favor, Maestro Mono, le pido que mantenga su distancia. Me meterá en problemas.

Y aunque la voz de la chica era suave como los pétalos de una flor, transmitía la misma firmeza que la dura voz de su madre.

Mono se quedó congelado a mitad del pasillo, sin saber muy bien cómo se contesta a eso. Esa chica lo estaba alejando antes de siquiera permitirle que se acercara. Por su lado, pasaron Po y Grulla, ambos sonrientes, y le dieron lentas y pesadas —muy pesadas— palmadas en la espalda.

—Buena suerte la próxima, galán.

Mono se quitó a Mantis del hombro.

No veía a Sora ni a Ryusei por ninguna parte. El comedor estaba vacío y la estancia era demasiado silenciosa. Mika reptaba alrededor de la mesa baja, acomodando los platos humeantes de comida, y Mono le seguía.

—Creo que me ha mal interpretado —intentó de vuelta. Aunque, ¿mal interpretar qué?—. Los simios somos amables por naturaleza, está en mí el socializar y usted no me ha dicho su nombre.

—Maestro, por favor…

—Solo quiero saber qué es lo que le incomoda —explicó—. Así, tal vez, nosotros podríamos evitarlo. ¿No cree que sería una buena solución?

Mika se detuvo. Sus ojos eran jóvenes y curiosos —a Mono, por un momento, le recordaron los de Víbora—, pero estaban empañados por la cautela que solo el temor otorga.

—Váyanse —murmuró, solo a Mono, aunque su mirada paseó entre los cuatro maestros.

Mono ladeó la cabeza, sin comprender.

—¿A qué se refiere?

Pero antes de que Mika respondiera, la puerta de entrada se abrió. Ryusei estaba ahí y su mirada, fija en el simio, lucía mucho más hostil y agresiva que cuando llegaron esa mañana.