Epílogo
"Enséñeme, por favor."
¿Qué hacía este niño en su casa? ¿Cómo permitió su esposo que entrara? Ah, cierto: él estaba trabajando. Desde que ella se fue, su esposo no había podido quedarse mucho tiempo en casa. Todo se había vuelto tan monótono, tan risible hasta cierto punto, que ya nada le brindaba ningún gozo.
¿Cuánto tiempo había sido? Quizá semanas, puede que hasta meses. Bien podrían haber sido años y ni lo hubiese notado. Lo que sabía era que su niña no volvería; que la perdió por los delirios de un loco al que siguieron como ovejas, como corderitos asustados. Perdió a la luz de su mundo por buscar la del siguiente.
Todos sintieron la gran bofetada de la realidad el día que la policía llegó en busca del hermano Ghetsis, cuando hablaron con esos niños, con quienes fueron sus hijos adoptivos. Y ahora el hombre estaba tras las rejas, ¿Pero y qué? Eso no le devolvería a su hija, nada repararía el daño que hizo ese hombre.
Pero ahora, estaba este niño frente a ella. Este niño rubio, de grandes ojos verdes y corta estatura.
"Yo sé que los últimos meses no han sido fáciles." Dijo el niño. No, ese niño no sabía. No podía imaginarse la desolación, el sentimiento desgarrador de perder una parte de ti, de sepultar bajo tierra un futuro, un montón de sueños inconclusos y promesas sin cumplir. "Y sé que es osado de mi parte. Ella era mi mejor amiga; era la artista más asombrosa que jamás conocí."
"No doy clases."
Debió agradecerle al niño; por un instante su mente vagó a sus días como interprete. Unova fue su casa, la cuna del arte a nivel mundial. Rememoró con gusto los vientos y las cuerdas, los tambores y las voces; historias de un pasado que compartió con su hija y que, como ella, no volverían. El niño suspiró, triste, decepcionado. Se puso de pie e hizo una corta reverencia. Caminó hasta la puerta y después se detuvo.
El niño desenganchó de su cuello una pequeña cadena y después caminó de regreso, para dejar la pequeña joya sobre la mesa. Ella conocía esa cruz: fue ella quien se la regaló a su hija, después de todo. Y entonces fue que recordó a este niño. Este niño tenía un nombre, uno que su hija solía repetir todo el tiempo. Él era su mejor amigo, quien la encontró en la tina, quien no pudo moverse o pronunciar palabra alguna cuando llegaron a casa esa noche y su esposo estuvo a punto de matarlo.
El niño dio media vuelta y volvió a la puerta.
"Ella fue mi rival." Murmuró el niño. "Es mi deber aspirar a ser tan buena como lo era ella. Y solo lograré eso aprendiendo de quien aprendió ella."
Tomó la cruz en su mano, antes de levantarse y caminar hasta el rubio. Le palmó el hombro y lo invitó a la sala. Le señaló al piano.
"Siéntate." Y así lo hizo, para después quitar la tapa que cubría las teclas. "Toca." Una vez más, obedeció. Eligió la primera pieza que se le vino a la mente, música que para ella no tenía un signficado. Pero luego, unos segundos después, cambió el ritmo y la nota, a algo que ella conocía bien.
"Cuando el mundo… al girar." Murmuraba ella. Fue entonces, que el cabello rubio del niño se oscureció; cuando sus ojos se tornaron marrones y ese semblante duro se suavizó. Cuando este niño dejó de ser un niño; cuando vio en él a su niña.
Nunca recuperaría a su hija, de eso estaba segura. Pero podía tomar a este niño bajo su ala, impartirle los mismos conocimientos que su hija obtuvo durante toda su vida, conocerlo, quizá quererlo como lo hizo su hija alguna vez. Y quizá juntos podrían encontrar un escape a su dolor.
El niño miró por encima de su hombro, después de terminada la pieza, y sonrió.