IV

Cuando Sherlock despertó, su cuerpo estaba firmemente entrelazado con el de John. Tomó una fuerte respiración, parpadeando para aclarar la vista, mientras estiraba el cuello para poder ver por encima de la manta blanca que le cubría.

Ambos estaban tumbados sobre las mantas, John boca abajo, con su camiseta del ejercito y los pantalones arrugados hasta las rodillas de dar vueltas en la cama, y él seguía con la misma ropa con la que entró en la habitación. Seguía estando en posición fetal, acurrucado de lado en la cama, mirando a John. Hizo falta que parpadeara dos veces más y se acostumbrara a la luz, para distinguir que lo que le cubría no era una manta, sino el ala derecha de John, lo suficientemente grande para tapar por completo su cuerpo encogido.

Las plumas lo habían mantenido caliente y, para su sorpresa, el peso del miembro aviar era de lo más insignificante. Prácticamente no pesaba. No más de lo que lo haría un edredón.

La otra ala estaba medio extendida, también, saliéndose de la cama y cubriendo una parte del suelo Sherlock lo miró, viéndose rodeado por uno de sus brazos, apoyado descuidadamente sobre su cintura, como si John quisiera impedir que huyera.

Lo observó a la luz de la mañana a través del cristal. Cualquiera habría dicho que el día anterior había saltado de la azotea de un edificio. No hacía ni cuarenta y ocho horas que sabía que John no era normal, y sin embargo ya no había sorpresa al encontrarse sus alas allí, creciendo de su espalda. Estiró un brazo con cuidado, sus dedos rozando el punto donde las plumas empezaban a nacer en la tibia carne de su espalda, entre los omóplatos. El músculo bajo ella era duro allí, trabajado durante los vuelos, supuso. John se removió, farfullando en sueños, y Sherlock retiró la mano, centrándose ahora en el ala que tenía encima.

Las plumas eran suaves, cálidas al tacto, y se movían ligeramente si las empujabas con el dedo. Sopló con suavidad en su dirección, observando como se movían con su aliento y sonrió. Quiso acercarse para olerlas, pero probablemente eso no fuera lo más correcto del mundo. Además de que podría ponerse a estornudar, y despertar a John.

Acarició el plumaje con cuidado, intentando determinar las distintas zonas del ala en base a los tamaños y la suavidad de las plumas que rozaba. Las primarias eran las más grandes y, si Sherlock tuviera que graduar la suavidad en escala, diría que también las más ásperas, más carnosas que las demás, si es que eso tenía algún sentido.

—Si vas a seguir estudiándome, por lo menos podrías invitarme a un té primero —murmuró John contra la almohada.

Sherlock sonrió.

—Tomo nota para futuras ocasiones —respondió. John se movió para acomodarse, dejando el ala sobre Sherlock para que pudiera seguir hurgando en ella — ¿Algún plan para hoy?

—Ninguno. A menos que tú tengas algo en mente. ¿Dijiste algo de que teníamos que darnos prisa?

—Mycroft está trabajando en ello. Nos llamará cuando podamos hacer el siguiente movimiento, aunque no creo que tarde mucho más.

John se removió y se sentó en la cama, sobre las piernas dobladas, plegando las alas a su espalda. La mano de Sherlock que había estado sobre las blancas plumas cayó sobre su estómago mientras fruncía el ceño, mirando al doctor como si estuviera revisando mentalmente la conversación, buscando qué era lo que había dicho mal. El movimiento de las alas de John levantó una suave corriente de aire que hizo moverse los papeles sobre el tocador de Sherlock, y que la persiana se agitase.

—¿Tu hermano estaba en el ajo...? Por supuesto. Como no.

John parecía estar molesto, y Sherlock sospechó que sabía que en realidad el salto desde Bart's había sido una mentira. Le vio cerrar los ojos, apretando las manos en puños sobre las rodillas. Parecía muy concentrado, con las cejas tan juntas que Sherlock pensó que iban a fusionarse atómicamente y acabar convertidas en una sola.

—Lo siento.

El médico asintió, abriendo los ojos de nuevo, abriendo y cerrando las manos como si estuviera desentumeciendo los nudillos.

—Está bien. Está bien. No vamos a volver sobre lo que hemos avanzado.

Sherlock asintió también, y se incorporó en la cama, sentándose con las piernas cruzadas. Era...extraño estar con John en la misma cama, pero no malo. Era simplemente que el espacio entre ambos era más reducido de lo que lo había sido nunca... Pero era bueno, muy bueno.

—Y bien —dijo, carraspeando — ¿Tienes algún plan para hoy?

— ¿Plan? Creí que dijiste que había que darse prisa —John se levantó y se movió para bajar de la cama. Se estiró, abriendo las alas con cuidado y se encogió, haciendo sus ejercicios musculares matutinos —. Ya sabes, asesinos de Moriarty, tiradores y todo eso.

Mientras observaba a John hacer sus ejercicios, frunció el ceño empezando a pensar en todo lo que había pasado, en sus planes alterados. En como debían cambiar ahora las estrategias. Todo había cambiado ahora que sabían que él no había muerto, y que estaban alertados de que John era... algo. Con alas. Se frotó la cara y miró su mesilla cuando el brillo blanquecino de su teléfono le dio en los ojos. Un mensaje de Mycroft apareció en la pantalla bloqueada.

—Mejor desayunamos primero. Mi hermano parece querer participar de esa conversación, y no estoy dispuesto a enfrentarme a él antes del té —murmuró Sherlock, saltando de la cama y abandonando la habitación, su pelo revuelto por el sueño y su bata agitándose tras él.

Cuando John terminó de hacer los estiramientos, siguió al detective fuera del cuarto, para encontrárselo sentado en la mesa, delante del ordenador. Parecía muy concentrado en algo, aunque desde su posición, John no podía saber qué era lo que atraía su atención con tanto afán. Comprobó que, efectivamente, ni se le había pasado por la cabeza poner la tetera a hervir, y dispuso el agua al fuego antes de retirarse al baño para realizar rápidamente sus rituales matutinos. Se afeitó tan rápido que se hizo un par de cortes en la mejilla derecha, y los tapó con pedazos de papel higiénico para que dejaran de sangrar. Luego salió del baño, sin molestarse en ducharse aún, a tiempo de apagar el fuego. La tetera dejó de silbar, y co ayuda de un paño, sirvió dos tazas de té, añadiendo leche al de Sherlock, como sabía que le gustaba, además de dos cucharadas generosas de azúcar. Llevó su taza hasta allí y se la dejó junto a la mano, asomándose sobre su hombro para poder echar un vistazo a lo que fuera que estaba consultando.

— ¿Qué es eso? —preguntó, viendo un mapamundi con un montón de puntos rojos, de distintos tamaños, repartidos por toda Europa y algunas partes del norte de África. Los puntos más grandes estaban en Europa del Este, la mayoría en Rusia y China.

—Esto era mi plan. Hasta que saltaste y me atrapaste, exponiéndonos a los dos.

John achinó los ojos, fijándose en como una tabla de datos a la derecha de la pantalla, fluctuaba en tantos por cientos, aumentando y disminuyendo, mientras empezaban a aparecer opciones de ventanas emergentes sobre distintos puntos del mapa. Uno de ellos se desplegó, justo sobre Londres, y vio con claridad como aquello se parecía asombrosamente a una ficha de los más buscados de la INTERPOL.

— ¿Qué mierda, Sherlock? ¿Pensabas irte por ahí tú sólo a detener a toda esta gente? —exclamó, apartándose unos pasos hacia atrás, hasta que la parte de atrás de sus piernas tocó con el sofá de su compañero de piso. Sherlock consideró prudente girarse y mirarle justo en ese momento, sabedor de que era peor si le daba la espalda y lo ignoraba — Ahora sí tengo ganas de matarte.

—Escucha, antes de que hagas algo de lo que te arrepentirás...

—Sería buena idea que le escuchara, doctor Watson. Y también lo sería que corrieran los cortinones, ¿no cree? Cualquiera podría veros desde el otro lado de la calle, y en la situación actual, eso no nos favorece —dijo Mycroft desde la puerta. Estaba apoyado en su paraguas, y John no tenía ni idea de cuánto tiempo había estado ahí, realmente.

Los estaba estudiando con precisión, como siempre, pero esa vez John no se sintió intimidado. Dejó la taza sobre la mesa, y corrió las cortinas, sumiendo el piso en una cierta oscuridad, dentro de la luz de la mañana. Se sentó en el sofá de Sherlock, sin que este pudiera protestar por ello, y cruzó las piernas haciendo un gesto de invitación con la mano. Mycroft cerró la puerta del apartamento tras él, pasando el pestillo para evitar inoportunas interrupciones de la Señora Hudson, y luego se sentó en el sofá de John, frente a él. Seguía en la ropa de calle del día anterior, pero su camisa no era visible, envuelta en las suaves plumas blancas de sus alas enroscadas en su cuerpo, permitiéndole sentarse con cierta comodidad.

—Más vale que lo que tengas que decir sea breve, concreto y conciso, Mycroft. No tengo ganas de secretismos, comentarios crípticos y dobles sentidos está mañana.

Mycroft arqueó una ceja en dirección al doctor, hasta que suspiró, cruzando las piernas también, apoyando su paraguas en el brazo del sofá.

—Hemos detenido a los tiradores. Pero el de John ha escapado. Creemos que a Serbia, pero no tenemos manera de saberlo, sinceramente. Así que estamos haciendo nuestras propias deducciones sobre ello.

—Creía que tus hombres lo tendrían todo controlado —se burló Sherlock, molesto de repente. John le miró un momento, sorprendido. Era más que evidente que no solo había molestia por la presencia de Mycroft, que usualmente conseguía desquiciarle. Había más —. Está claro que no puedo dejaros a cargo de nada.

—Mis hombres, Sherlock, hacen lo que pueden.

—No es suficiente —espetó, entrecerrando los ojos en su dirección

—¿Y quién tiene la culpa de eso?

—No me culpabilices de tu falta de eficiencia, Mycroft...

—A ver, chicos, basta. Calmémonos todos —sugirió John, viendo que acaban de iniciar la entrada a un bucle de amenazas e insultos. Suspiró u se pellizcó el puente de la nariz—. Empecemos por el principio, si os parece bien. Me gustaría ponerme al día. Así que, por lo que he entendido hasta ahora, Sherlock saltó de esa azotea, pero tú tenías un plan para sacarle con vida. Pero, por lo que parece, ese plan no me fue comunicado. ¿Por qué?

Sherlock miró a Mycroft, como retándole a abrir la boca, pero Mycroft miraba a John. Suspiró y se acomodó en su asiento.

—Necesitábamos su dolor, doctor.

John se congeló en su asiento, y por un segundo temió derramar el té ardiendo sobre sí mismo. Parpadeó y frunció el ceño. Sherlock bajó la cabeza, sin atreverse a mirarle, y sintió calor en las mejillas, claro indicio de su negativo estado de humor, creciente a cada palabra que salía de la boca del político.

—¿Qué?

—Antes de que prosiga, debe saber que el plan empezó a trazarse cuando capturamos a Moriarty la primera vez. Y la versión inicial no era tan desagradable para ninguno de los implicados, pero contábamos con que cabía la posibilidad de que se disparara a sí mismo como último recurso. Nuestra última opción siempre fue la de mantenerle en la sombra. Dicho esto... —concluyó Mycroft, cerrando los ojos un momento y tomando aire, quizá buscando un buen modo de explicarse — La red de Moriarty es inmensa. Demasiado como para que el MI6 pudiera hacerse cargo de ella por completo sin que Gran Bretaña se viera obligada a iniciar una guerra con unos cuantos países. Puede imaginar que eso es algo que el gobierno quiere evitar a toda costa. De modo que pensamos que la mejor opción era infiltrar a alguien de dentro, pero que no estuviera ligado a los organismos oficiales. De ese modo, no habría repercusiones políticas ni responsabilidades militares por parte del Reino Unido.

John asintió, concentrado.

—Entiendo.

Mycroft pareció satisfecho con esa información.

—Dado el caso, y con los tiradores minando nuestras actuaciones, decidimos que necesitábamos hacer invisible por completo a nuestro hombre. Darle en anonimato definitivo. Y para ello, tenía que morir.

John miró a Sherlock, pero éste seguía sin mirarle, con los ojos clavados en el suelo.

— ¿Sherlock?

El aludido le miró y apretó los labios.

—No voy a pedirte disculpas por salvarte la vida. Habrías hecho lo mismo.

John se movió en su asiento y se encaró a su amigo, evitando confirmar o desmentir sus hipotéticas actuaciones.

—Pensabas saltar. Fingir que estabas muerto mientras... ¿qué? ¿Te ibas tú solo por el mundo a perseguir a los malos mientras yo me quedaba aquí llorando tu muerte? ¿Pensando que te habías suicidado? —preguntó, y una nueva cuestión invadió su mente al recordar las palabras de Mycroft — ¿En algún momento planeaste decirme que era un truco?

Sherlock alzó la mirada y buscó sus ojos, su expresión cansada.

—Quería, pero tu seguridad estaba en juego. Además, no había garantías de que fuera a regresar. Era mejor decirte adiós una vez, que tener que hacerlo dos.

—Lo que mi hermano quiere decir, doctor —añadió Mycroft, percibiendo la relajación repentina que sufrió el cuerpo de John tras las palabras de Sherlock, debido a la sorpresa. Ambos hombres aún se miraban sin apartar la vista el uno del otro —, es que necesitábamos que creyeran, todos, que Sherlock estaba muerto. Tanto como para mantenerle a usted con vida, como para mantenerle a él a salvo. Si le hubiera comunicado el plan, habría querido ir con Sherlock, y su ausencia los habría delatado a ambos. Estarían muertos para dentro de un par de semanas, calculo. Esta era la única manera viable de lograrlo.

John asintió, apartando la mirada por fin de Sherlock. Se pasó las manos por la cara en una pose que Sherlock le había visto muchas veces antes, como si estuviera decidiendo entre dos opciones igualmente desagradables, y no fuera capaz de escoger cual era peor. Luego suspiró y abrió los ojos de nuevo, mirando a Mycroft.

—Está bien. ¿Y ahora qué hacemos? Sherlock dijo que habría que darse prisa.

Mycroft suspiró y dejó un pen drive verde sobre la mesa entre ellos. Oyó a Sherlock tragar el té que había empezado a beberse, y tomó la memoria en una mano, observándolo fijamente. Era pequeño, con una cruz roja pintada encima con permanente rojo.

—Aquí están todos los datos de la misión que Sherlock debía realizar solo. Ahora supongo que no será así —explicó, volviendo a acomodarse en el sillón —. Lo más importante es detener a las cabezas de la red en los principales países, donde la influencia es más fuerte. El principal objetivo es un hombre conocido como Sebastian Moran. Su ficha se encuentra en los archivos del pen drive. Sabemos todo de él hasta su expulsión con deshonor del ejército británico. Era un excelente tirador, y tenemos motivos para creer que era el francotirador que le apuntaba, doctor. Lo que nos sitúa en una situación comprometida, puesto que además de saber que ambos estáis vivos... sabrá de su condición, doctor.

—Si realmente es del ejército, sabrá lo que soy, a estas alturas. La mayoría de los soldados conocen nuestra condición —dijo, y al ver la ceja arqueada de Mycroft, aclaró: —. Participamos en muchas misiones especiales y de rescate con otras unidades. Los soldados firman un contrato de confidencialidad para no revelar nuestra existencia.

—Pero él no lo cumplirá, evidentemente. Así que hay que detenerle cuanto antes. El efecto sorpresa en la clave de esta operación.

John suspiró, se levantó para echarse más té, meditandolo todo. No podía creer lo que estaba pasando. No podía creer lo que iba a pasar. Pero ahí estaban. planeando una misión que los llevaría por medio mundo, y que no tenía garantías de una vuelta a casa. Dio un sorbo a su taza de té y, después de mirarla durante un rato, abrió la alacena donde guardaban el alcohol, buscó una botella de Whisky sin abrir (por asegurarse de que Sherlock no la había utilizado para ninguno de sus experimentos, y la abrió para verter una buena dosis en su té, aún caliente. Luego bebió, con la garganta ardiéndole por la bebida. Siseó entre dientes y después de sacudir la cabeza y pasarse una mano por el pelo, dejando caer las alas de su espalda y moviéndolas un poco para desentumecerlas, caminó de vuelta al salón.

Ambos hermanos Holmes lo miraban, esperando. A esas alturas podía imaginarse la conversación no verbal que se habría desarrollado entre ellos, sin lugar a dudas, mientras él no estaba. Porque sí, porque eran así de fantásticos. De modo que terminó la taza, la dejó en la pequeña mesita junto al sofá que aún ocupaba Mycroft, y se cruzó de brazos.

—Muy bien. Si vamos a hacer esto, yo voy a ser parte. No vais a dejarme atrás. Así que ya podéis empezar a contarme cual es el plan. Habrá que prepararse, y si queremos atrapar a Moran antes de que todo el mundo se entere de lo mío. Manos a la obra.

Sherlock se levantó y se dirigió a su habitación.

—El plan ya está trazado. Si quieres acompañarme vístete y acicálate. Recoge todo aquello que necesites y consideres imprescindible. Nos vamos en media hora —anunció, mientras desaparecía por el pasillo —. Intenta que la Señora Hudson no se entere de que nos hemos ido. Mycroft se encargará de contarle algo. Por si no volvemos. Te contaré los detalles en el avión.

John escuchó el portazo de Sherlock, y se quedó quieto, mirando a la nada. Oyó como Mycroft se levantaba del sofá y se colocaba el traje, cogiendo su paraguas. Se dirigió a la puerta del apartamento, y con la mano en el pomo, alzó una ceja y le miró. John no entendía por qué Sherlock estaba molesto con él ahora. La forma en que le había hablado... como si le hubiera decepcionado.

—¿Sabe? Mi hermano se preocupa por usted, aunque no lo diga. Él quería contárselo, pero no se lo permití.

John soltó una risa amarga y descruzó los brazos, apretándose el puente de la nariz.

—No voy a dejarle solo. Somos un equipo.

La sonrisa de Mycroft antes de que saliera por la puerta casi le pasó inadvertida. Casi.

—Nunca dije lo contrario, doctor. Nos vemos en el aeropuerto.