En medio del pequeño apartamento solo cabían risas y felicidad. El psicólogo de veintinueve años, Sebastián Michaelis era el más feliz de todos. Apenas podía creer que contraería matrimonio con la mujer de sus sueños. Geneviere se llamaba ella y tenía todo lo que cualquier hombre podría haber soñado en su pareja perfecta.

La chica, tres años menor que él, con el cabello rubio rizado y los ojos verdes; le había conquistado desde el momento en el que la conoció. No era que él no hubiese conocido a muchas chicas, y por eso hubiera caído en sus redes fácilmente. De hecho, conocía a muchas a diario porque era necesario ser sincero, chicas traumatizadas es algo que abunda en este mundo, y ¿a quién buscan? Pues, lógicamente a un psicólogo.

Apoyó las manos en la corniza del balcón de su apartamento. El aire golpeando en su rostro y el sudor frío de la copa de champaña deslizándose por sus dedos. Su cabello negro lacio moviéndose levemente.

-¿Qué haces, Sebby? – Preguntó la dulce voz de Geneviere, acariciándole la nuca suavemente.

-Nada, mi amor. Solo pensaba en lo increíble que es estar comprometido contigo, finalmente. – Sonrió y se giró para acariciar su delicada mejilla. - ¿La estás pasando bien?

Ella rió. – Sebastián, me estoy comprometiendo contigo. Aunque estuviéramos en medio de la nada estaría pasándola muy bien. – Se inclinó y tomó las mejillas de Sebastián para besarle en los labios. – Eres el ser más maravilloso del mundo.

-Y tú eres una mujer como ninguna otra. – Respondió, correspondiendo el beso. – Ahora vamos adentro o los invitados comenzarán a preguntarse si nos hemos perdido. – Se morió el labio inferior y sonrió malicioso. – Aunque bien podríamos ir a perdernos en la recámara.

-O acá mismo. – Susurró ella y Sebastián se echó a reír.

Sin embargo, no eran capaces de dejar a los invitados solos y regresaron a la sala. El resto de la noche transcurrió sin mayor problema.

En la pequeña sala, todos sus amigos y conocidos celebraban la futura unión. Sebastián no podía sentirse más dichoso.

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SEIS MESES DESPUÉS

Sintió la fuerza con que le lanzó a la cama y no pudo evitar emitir un leve gemido.

-¡Ah!- Fue todo lo que pudo articular antes de sentir el pesado cuerpo caer sobre su débil figura.

-¡Cállate!- Gritó el hombre que se posicionaba encima de él, tomándolo por los hombros y dirigiendo sus manos con rudeza hasta los botones de su camisa. - Quiero hacerte gozar tanto como yo voy a hacerlo, pero sera difícil si sigues con esa actitud.

El ojiazul tragó saliva. Sabía lo que significaba cada vez que uno de los clientes de "Le Rouge" le hablaba en esa forma y prefirió quedarse callado.

El hombre, quien era algo regordete y comenzaba a perder el cabello, se quitó el traje y lo colocó pulcramente en la silla que se encontraba al lado de la pequeña mesita de noche. El cuerpo que se presento ante los ojos del menor no era nada agradable.

-¿Cuánto es lo que cobras? - Preguntó el hombre, posicionándose sobre el menor.

-Cincuenta dólares. - Respondió en un hilillo de voz, esperando que aquella cantidad le pareciera demasiado y desistiera de estar con él.

-Hmm... Mucho para estar con un mocoso inútil, pero esas piernecitas de seda lo valen. - Masculló, acariciando la piel blanquecina del menor. - Ten. - Dijo, entregándole un billete de cincuenta dolares. Ciel lo tomó y lo puso dentro de una de sus botas. Por alguna razón, los clientes siempre se deshacían de su ropa pero nunca de los zapatos, quizás no le tomaban importancia.

Finalmente, el hombre terminó, tal como muchos otros, de quitarle la ropa y se posicionó sobre él para deslizar sus manos sobre las caderas desnudas del menor. - ¿Serás obediente, mi pequeña puta?

-No soy una mujer. - Masculló el menor, ofendido.

-Exacto. Por eso te he escogido a ti. - Respondió en medio de una risa sarcástica, para luego darle la vuelta y penetrarle de una sola estocada.

-¡Ahh! - Chilló el ojiazul, apretando los ojos mientras sentía como su entrada se ensanchaba involuntariamente ante la presión que ejercía el mayor.

-¡Eso! ¡Eso! ¡Ahh! ¡Gime! - Le propinó una nalgada y comenzó a masturbar el miembro del ojiazul con tanta fuerza que el pequeño apenas podía sentir placer alguno.

Una, dos, tres embestidas. Su cuerpo dolía muchísimo y la posición de sus rodillas era realmente incómoda, tenía todo el peso de aquel hombre sobre él. Cuatro, cinco, seis. Su cliente jadeaba de placer, presionando su cuerpo sudoroso contra su espalda y brindándole un calor que rayaba en lo asqueroso.

Las embestidas continuaron hasta que un líquido blanquecino y tibio se deslizo por una de las piernas del ojiazul, y a su vez, una lagrima corrió por la mejilla del menor. Aquello era cuestión de todos los días.

-Mmmm... Has valido realmente los cincuenta dólares. - Comentó su cliente, satisfecho, mientras se colocaba de nuevo los pantalones y abrochaba su cinturón. - ¿Puedo saber tu nombre? La próxima vez que venga quiero estar contigo.

-Me llamo Ciel. - Murmuró el ojiazul en voz baja, girándose para verle, apenas capaz de apoyar su trasero en la cama porque el dolor que tenía era grande, tal y como las otras tantas veces que lo había hecho.

-Bien, Ciel. Espero verte pronto. - Comentó antes de salir de la habitación.

-Y yo espero que mueras. - Murmuró el menor por lo bajo, sentado en la cama, desnudo pero sin sentir la menor vergüenza de esto. A veces hasta le excitaba pero no era algo que el fuese a admitir alguna vez.

Salió entonces su "cliente" y llegó Madame Red, la dueña del establecimiento, alguien a quien Ciel se avergonzaba de llamar "jefa" pero, se avergonzaba aún más de llamar tía.

-Levántate de esa cama, te limpias y te vistes. - Alegó con molestia. - Tengo más clientes y las demás chicas están ocupadas.

Ciel suspiró. -Pero ya he tenido cinco clientes esta noche. ¿Qué no es esa la tarifa que me exiges diariamente? - Se puso de pie, tomando la camisa y se la echó encima. - Aquí están, los doscientos cincuenta que me pides. - Su tono de voz era monótono, cansino para un chico que no reflejaba más de trece años. - ¿Me puedo ir a dormir ya?

-Lo siento, querido. Pero, conoces las reglas. - Y quien la hubiese escuchado hasta hubiera pensado que se trataba de una buena persona. - Si no cumples con mis órdenes, no podrás vivir más aquí y... no creo que quieras vivir en la calle, ¿o si?

-En diez minutos salgo. - Dijo en voz baja, a punto de quebrársele. Se giró en sus talones y continuó vistiéndose. No quería llorar frente a ella. Era demasiada la dignidad que estaría perdiendo al hacerlo.

-Que sean cinco. - Espetó ella secamente, justo antes de azotar la puerta.

Las lágrimas de Ciel empezaron a rodar por sus mugrientas mejillas. Alguien le había tocado el rostro con las manos sucias y ahora las lágrimitas saladas dejaban marcado un trazo limpio en él. Estaba cansado. Su cuerpo dolía de soportar hombres enfermos que disfrutaban estar con un niño que fácilmente podría ser su hijo. A veces deseaba con toda su alma ser una mujer. Su vida hubiese sido tan distinta. ¿Quién no deseaba casarse con una hermosa doncella de trece años? Pero en cambio, no existía quien quisiera hacerlo con un chico de esa edad que acababa de perder a sus padres.

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El jamás había sido del tipo de hombre que acostumbra visitar esos lugares. Sin embargo, sus amigos le habían insistido tanto que hasta comenzaba a sentir curiosidad por ir. "Vamos, Sebastián, que es sólo una despedida de soltero. Es algo que todos hacen." , se decía mentalmente para apaciguar la consciencia que le decía que seria infiel a la que sería su esposa por el resto de la vida, una noche antes de contraer matrimonio con ella.

-Vale, Sebastián. ¡No vayas a salirnos con el cuento que te da pena! - Exclamó Claude, su mejor amigo, quien llevaba entre pecho y espalda unas cinco copas. Su aliento era una estocada de licor y ya le costaba caminar derecho por lo que iba casi apoyado por completo en el hombro de su amigo.

-Si, mala persona si nos dejas solo con el deseo de saberte pasándola bien después de pagar tanto. - Bromeo "Undertaker" o Hans, que era su verdadero nombre, pero que había adquirido el apodo desde la secundaria.

-Esperen, esperen... - Interrumpió William, el último pero no menos del grupo de amigos. - Seguro ahora nos sale con la mierda que como es psicólogo, va en contra de sus principios médicos el hacerlo con una prostituta. - Y todos se echaron a reír, incluyendo el "casi comprometido" Sebastián Michaelis.

Sebastián era el tipo de hombre por el que las mujeres se giran en las banquetas cuando éstos pasan caminando a su lado. Sebastián era alto, de cabello negro, con un cuerpo bien definido del que gustaba presumir, vistiendo trajes que le favorecieran en sobremanera. Y tenía un detalle más, sus ojos no eran de un color común. Su color borgoña había hecho delirar a mas de una chica y aquello, era algo que lo hacia sentir orgulloso.

No obstante, cuando llegaron el lugar le pareció francamente atractivo. Toda la atmósfera estaba bañada por una luz roja intermitente que tomaba tonos violáceos o verdosos por algunos instantes. Mesas redondas en todo el lounge que rodeaban mesas mas grandes, las cuales eran atravesadas por un tubo de metal plateado y en él, las chicas bailaban, entregando sus poses mas eróticas a los espectadores.

Undertaker fue el primero en darse cuenta de la mirada perdida de Sebastián. - ¡Ja! ¡Lo sabía! ¡Le ha gustado! - Exclamó con alegría.

Sebastián se puso ligeramente rojo y les miró, sonriendo mientras intentaba justificarse. - Bueno, es que el espectáculo no es malo.

-Te lo dijimos. ¿No te recuerdas? - Añadió Claude.

-¡Uh qué felicidad ya todos se comprendieron! - Comentó William en tono sarcástico, riendo. - Ahora todos vamos a pedir unas botellas porque esto esta muy aburrido así.

Todos accedieron y aquél fue el principio de una noche llena de licor, mujeres bailando alrededor de ellos con jugueteos sensuales y finalmente, una cama muy bien acompañada de una de las muchas chicas que se ofrecían a prestar sus "servicios sexuales" a los clientes del bar.

El moreno sabía que por la mañana no recordaría mucho de lo que había sucedido y por eso, decidió que no le importaría lo que sucediera esa noche. Así, cuando sus amigos le presentaron a una hermosa rubia de 1.80 metros y unas curvas exquisitas, no dudó en entregarse a ese pequeño "gusto" que formaría parte de su última noche de soltero.

La chica se acercó, sonriendo seductora y le sonrió. Desde que podía recordarlo era el cliente más sexy que le había tocado en toda su "carrera". - ¿Por qué no hacemos algo muy rico? ¿Sebastián es como te llamas, cierto? - El corsé negro que apretaba su cintura y marcaba ese delicado espacio antes del comienzo de su cadera.

-Sí, exactamente así me llamo. - Respondió. Estaba empezando a mirar doble. Se sentía con sueño pero, a la vez quería que algo calmara eso que tenía exigiendo atención en medio de las piernas.

-Vamos a la habitación, ¿sí? - Le empujó ligeramente hacia la pared. El moreno sintió su espalda chocar con la superficie fría y, acto seguido, la rubia comenzó a besarle el cuello.

-Mmmm... - Gimió por lo bajo, sintiendo como la sangre corría más caliente dentro de su cuerpo. Esa sensación cosquillante que descendió rápidamente a su entrepierna. La chica no fue nada distraída de esa situación y de inmediato llevó su mano al miembro de Sebastián para acariciarlo un poco. - Vamos... Vamos al cuarto. - Susurró, deslizando la mano por la espalda de la rubia hasta su trasero, dándole una leve palmada.

No sabía el moreno que en ese momento cometería la acción más simple y más comprometedora de su vida.

Subió la vista. Su mirada comenzaba a aclararse un poco nuevamente. Y entonces le vio. Un chico de ojos azules, cabello negro y piel blanca como la porcelana. Estaba recostado en la pared contraria, con la vista perdida. En un principio, pensó que los estaba mirando a ellos pero, luego de un instante, se dio cuenta que el joven en realidad no miraba a ningún punto en específico. Sus ojos estaban tan perdidos como sus pensamientos.

La rubia volvió a besarle. Esta vez buscaba sus labios, pero él la alejó de repente. Como alguien que se sabe haciendo algo malo. Sebastián miró a ambos lados para asegurarse que ninguno de sus amigos estuviera alrededor y empezó a avanzar hacia el chico. - ¡Oye! ¡Espera! - Escuchó a la rubia llamarlo mas no se molestó en siquiera voltear a verla.

Se acercó al chico de los ojos azules. - Hm... No sabía que dejaran entrar menores en lugares como éstos. - Dijo, intentando mantener un aire de superioridad sobre el chico, sin saber en verdad el porqué.

-No. No los dejan entrar. - Respondió el ojiazul sin voltear a verle, aún con el pie apoyado en la pared y los brazos cruzados. Sebastián no pudo evitar pensar que se veía sensual con esa camisa blanca ligeramente holgada y el pantalón de mezclilla que llevaba puesto. - Yo estoy aquí porque acá trabajo.

El moreno ahogó una risilla. -¿Eres bartender o algo así?

-No. Soy un servidor sexual. Como la chica con la que coqueteabas hace un rato. - Giró el rostro finalmente y, ahora el moreno estaba seguro que era aún más hermoso de cerca.- ¿Qué pasó con ella? ¿Te arrepentiste y te dieron ganas de probar conmigo?

Sebastián tomo aquello como una simple broma, un jugueteo. Era imposible que eso fuera verdad y sobre todo, que el chico se le ofreciera con tan poca delicadeza. - ¿Y si asi fuera qué? -Le retó, colocando su mano en el hombro del ojiazul y sujetándolo contra la pared. - ¿Cuánto me cobrarías?

Ciel tragó en seco. Ese hombre hacía que el lado homosexual de su persona saliera a la luz. Su aroma, su presencia, todo de él era tan atractivo. - Cincuenta la media hora. ¿Vienes? - Le retó el menor con una sonrisa ladeada. - ¿O es que tienes miedo de hacérselo a un hombre?