Al fin podré ponerle punto final a este fic :D no saben lo feliz que me hace poder publicar ya el final. Estaba listo cuando comencé a publicar, pero no había podido revisar la última parte debido a la falta de tiempo u.u Por si alguien se lo preguntaba, éste no es exactamente el mundo de La Materia Oscura (la he adaptado a las necesidad de la historia), así que si quieren conocer el original, anímense a leer los libros c:
Jazmin-Ichigo, me he tardaaaaadoooooo, ¡y ha sido totalmente sin querer! Perdón :c
Nota: Gracias a la Val (AchimDy), a la Cata (RedxYami) y a la Daf (Eriredia) por revisar este fic y decirme qué le hacía falta. Y un abrazo a mi abuela, que ahora debe saber que escribo romancillos entre hombres.
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François tuvo una suerte inmensa aquel verano, porque el gobierno decidió fiscalizar los barcos por sí mismo y se arrestó a más de uno que intentó falsificar sus observaciones. Él, por insistencia de Arthur, había rechazado una oferta y se había dedicado a repartir su currículum en distintas fábricas, esperando por un empleo legal y, como lo había llamado Arthur, decente.
—De la que te salvaste. Foja diez —le comentó el inglés una mañana de domingo, dejando sobre la mesa el periódico de ese día. François lo tomó para leer la noticia mencionada, y al terminar, suspiró, cerrando los ojos al sentirse tan al borde del abismo. Arthur, tras sentarse frente suyo, tomó una de las plumas fuente y se dedicó a escribir desde el inicio otro currículo para repartir, utilizando una letra sobria y elegante que nadie se esperaría de él a primera vista—. Eso mismo pensé yo.
—Podría... Podría estar enfrentándome a perder mi título.
—Sin mencionar la cárcel y la fianza.
—El dinero es dinero —François recuperó por un momento el movimiento, y luego volvió a la reflexión, con el corazón latiendo más pesado, mirando algún punto de la pared.
—El dinero es lo que nos permite vivir —contestó Arthur y ambos se callaron por un momento. Desde afuera llegaba el calor del sol, calentando el piso de madera y la alfombra. La mesa, en la sombra hacia el lado en que estaban sentados, crujió cuando Arthur se apoyó en ella para levantarse.
François le siguió con la mirada, casi sin darse cuenta (solamente notando para sí cómo sus ojos se movían). Le vio ir hasta la cocina y desaparecer en ésta. Oyó su trajín y al verle regresar, de frente a la luz, murmuró en el idioma de su pueblo, para Matt (para sí) lo hermosos que eran los ojos de Arthur, como joyas de fábula, escondidas en los bosques sin llamar la atención.
Ignoradas hasta por las abejas.
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—¿Qué es el polvo dorado? —le preguntó Arthur una noche, mirándole con las pupilas aún dilatadas, con la cabeza reposándole en la almohada y el cabello recién cortado por François esa tarde. El mayor, de espaldas, miraba el techo con las manos entrelazadas sobre su estómago, relajado.
—¿Por qué me lo preguntas? —quiso saber François, volteando hacia Arthur. Éste, recostado de lado, se encogió de hombros, acompañándose con un gesto del labio.
—Siempre lo mencionas.
—Mmm... —François lo pensó un momento, en que Arthur se le arrimó otro poco. A los pies de la cama, Al, en forma de zorro, estaba enrollado sobre sí mismo, protegiendo en la calidez de su panza a Matt—. De partida, no sabría si llamarle dorado realmente —alzó sus cejas, enfatizando el hecho—. Para verlo necesito que la densidad de la luz sea proyectada a través del ámbar y...
—Allí es cuando todo se tiñe de dorado, me imagino.
—Exacto.
—Pero olvidado ese detalle, ¿qué es? O qué tiene que ver conmigo —François parpadeó más rápido, como queriendo una explicación—. Está anotado en tus apuntes sobre mí —le recordó Arthur, como quien habla de algo obvio.
—¡Los lees!
—Claro que los leo.
Como perturbado en su sueño, Al movió una de sus orejas. El reloj resonaba desde la sala, segundo a segundo, reparado el fin de semana anterior por François, ante la atenta mirada de Arthur. Las sobras de los emparedados que Arthur trajera de la cafetería atraían moscas en la cocina. Había luna nueva, y François había descubierto gracias a la observación de años que los ciclos de la luna influían en el flujo de polvo dorado, ¿por qué no aprovechar el momento?
—Dame un minuto —le pidió François, levantándose desnudo como estaba.
—¿Para qué? —le preguntó Arthur, tapándose mejor con el cubrecamas. François volvió segundos despues, borrando al instante de sus recuerdos la sala azul, lejos del amarillo de la lámpara encendida de la habitación y del calor humano.
En sus manos traía su montaje de lentes, aumentando la atención de Arthur.
—¿Me dejarás usarlo?
—Pero con extremo cuidado. Te mataría si lo rompieras —exageró François, arrodillándose en la cama y amarrando las correas en la nuca de Arthur, que sostenía el peso del aparato con una mano. Al olisqueó el aire cargado a sexo y Matt caminó por su pelaje hasta la unión de la oreja con la nuca, en donde se acomodó—. Yo lo manejo —le instruyó François, bajando los lentes de ámbar pulido, y Arthur quedó con la boca abierta.
Una corriente de polvo atravesaba la habitación, colándose por la puerta entreabierta y siguiendo su curso más allá de la ventana. Daban la luz que la luna nueva no, y se detenían en los lugares menos esperados, como atrapadas por rocas en el lecho de un río: En el grabado de la pared, en el cincelado del marco de la ventana, entre las hebras de la ropa tirada, en la lámpara de gas.
Y en François.
François estaba lleno de polvo dorado.
El polvo dorado se prendía de su cabello, como gotas de agua, y le rodeaba, casi estático. Arthur quedó mudo del asombro, pero cuando se miró sus propias manos y cuerpo, el color de su rostro se desvaneció, y sin que se lo dijeran, supo por qué, para François, él era distinto de los demás.
—Yo no...
—No atraes al polvo. Eso lo he visto antes —le explicó el mayor, adelantándose a lo que Arthur le pudiese decir, rascándose nervioso la nariz—, en niños. Niños sin un daimonion formado. Y creo que no es la capacidad transmutativa del daimonion la que repele al polvo, sino el polvo el que interrumpe la transformación del daimonion.
—¿Eso es algo bueno? —quiso saber Arthur.
—La Iglesia requisó mis estudios. Algo debe haber que no quieren que sepamos.
—No estás respondiendo mi pregunta.
—Creo que es algo malo para el sistema que conocemos. Como la forma en que las brujas se separan de sus daimonios, o que los osos del norte no los tienen y aún así son personas.
Arthur, con marcas de dedos manchadas de polvo en su espalda (sin que ninguno de los dos lo supiese), negó con la cabeza.
François le dedicó una mirada cargada de seriedad.
—Niegas el pecado original. Niegas el mito de Adán y Eva.
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Existen borrones en los recuerdos de Arthur. Momentos en negro y recuerdos creados a partir de relatos ajenos, con colores luminosos y los bordes de calles y parques que conoce de toda su vida. Los peores son los momentos en negro. Meses, y hasta años, de los que no recuerda nada. Por lo mismo, no es muy asiduo a compartir historias de su infancia con François, remitiéndose a oír las de éste.
Tales periodos en negro se extinguieron a medida que Arthur creció, sin embargo, no eran cosa del pasado. Podían volver en cualquier momento, como sueños en vida. El último había durado unos cuantos meses tras los cuales Antonio ya no vivía con él, ni le amaba ya. El siguiente podía ser en cualquier momento en que François se acercase demasiado, invadiese su espacio vital y le obligase a esconder su alma para protegerla (a pesar de que François, como Antonio, nunca pensara en hacerle daño y fuese sólo una amenaza imaginaria).
Era primordial proteger a Al, costase lo que costase. Sin importar lo que perdiese, o qué tan lejos se fuese, Al siempre estaría a su lado. Velando por él y cuidándole la espalda, oyéndole y aconsejándole. Y por sobre todo, acompañándole. Nunca estaría solo.
E incluso aunque François supliese la compañía y le llenase de promesas y felicidades, no dejaba de ser una amenaza. Alguien que podía tocar a Al. Alguien que podía sentirse con el derecho de tocar a Al. Y no lo culpaba, no podía culparlo. Es sencillamente natural querer tocar al daimonion de la persona que amas, del mismo modo en que es natural que los padres conforten a los daimonions de sus hijos y los hijos se alleguen a los daimonions de sus padres, o que al jugar se roce al daimonion de un amigo o de un hermano.
Aún así, hay límites de la intimidad que no deben ser traspasados sin permiso.
Aún menos, abusados.
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El doctor González recordaba bien el caso de Arthur Kirkland. Había sido un paciente excepcional, que le había visitado semana a semana durante casi toda su vida debido a una extraña patología con su daimonion. La psiquis informe era el nombre que le designaban los psiquiatras.
Se caracterizaba por la tardía estabilidad de un daimonion, producto de un ambiente familiar extremadamente inestable y en crisis. En estos casos, en lugar de crearse una personalidad a partir de la situación de riesgo, el mundo interno del paciente se amolda a los constantes cambios, sin desarrollar una propia personalidad, cayendo en la negación del propio ser.
Arthur, sin embargo, no era un caso común y corriente de psiquis informe, puesto que su familia era, al menos aparentemente, estable y los demás hermanos, tanto los mayores como el menor, habían desarrollado perfectamente sus daimonions. Por otra parte, la psiquis informe nunca sobrepasaba los veinte años, margen que Arthur había traspasado ya hacia tiempo. Incluso los esquizofrénicos tenían daimonions estable, normalmente formado antes del desarrollo pleno de la esquizofrenia, lo que hacía de Arthur un hombre extraordinario, o extraordinariamente loco.
A Gilbert aquella información le pareció de los más esclarecedora. Arthur era, en otras palabras, lo que buscaron lograr los investigadores de hace siete década: Un hombre cuyo daimonion no se veía afectado por el tal polvo, pues se mantenía en constante cambio. Un hombre bueno, cercano a la perfección divina. Y al mismo tiempo, una rareza de la ciencia y la medicina.
Alguien impóluto.
¿Qué investigaciones se mantenían sobre el polvo? Muy pocas, y la mayoría eran de aproximación teórica. El polvo podía pesarse y medirse, pero su manipulación era un imposible, y sólo podía verse a través de fotografías cuya composición química no había cambiado casi nada en medio siglo. François Bonnefoy lucía como una prometedora adhesión a tales investigaciones, pues su observación era obviamente más cercana y se encontraba un paso más adelante en la manipulación del polvo en lo que parecía ser, según mostraban sus dibujos, un productor de energía cinética.
Lamentablemente, Bonnefoy había escrito tales adelantos en clave, y aunque Gilbert admiraba la dificultad que se le ponía por delante y a la mente ingeniosa capaz de crear tan fascinantes mecanismos, la presión le apremiaba a tomar una resolución respecto a Bonnefoy. ¿Debían dejar de vigilarlo, encerrarlo o incorporarlo? Sin conocerle, Gilbert simpatizó con él, y así se lo hizo saber a su daimonion lobo.
—¿Qué haremos con él, Sajo?
—Eliminarlo está fuera de todo lo que te planteas —le respondió el daimonion, rascándose detrás de la oreja con una de sus patas traseras—. Pide permiso para que se una al equipo de investigación.
—Si tan sólo fuera un teólogo y no un ingeniero.
—Si pone sus habilidades al servicio de la Iglesia, ¿cuál es la diferencia?
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—Es fácil demostrar la materialidad del polvo —le dijo, días después, François a Arthur, emplazando sobre la mesa un molinillo de astas planas y ladeadas. Arthur, sentado con el respaldo de la silla por delante, no parecía muy interesado, a pesar de mirarle todo el tiempo. Mantenía el mentón apoyado en la silla, con los ojos caídos, desilucionado aún porque, a pesar de ser un chef profesional, François continuara negándose a dejarle cocinar en casa.
Acomodando los codos sobre la mesa, François puso una mano a cada lado del molinillo de madera, estando una de ellas unos centímetros por encima de la otra.
—¿Qué intentas hacer? —le preguntó Arthur, con Al enrollado a su cuello y tan atento como él. Matt volaba en círculos sobre la cabeza de François, emocionado con lo que ocurriría—. ¿No te enloquece el zumbido de Matt junto a tu oído todo el día?
—No, ya me acostumbré. Es como oír silencio.
—A mí me enerva. Mataba abejas cuando era un niño, ¿sabes? Las agarraba por las alas y las ponía contra mi chaqueta. Las tontas le ensartaban el aguijón y al separarlas perdían todas sus tripas.
François le miró mal, y Arthur le correspondió con una sonrisa de hiena.
—Quizá por eso te gusta tanto que te meta mi aguijón —resolvió François, paralizando el rostro de Arthur, a quien hizo callar antes siquiera de que pudiera contestarle—. Shhh... Mira.
El molinillo comenzó a moverse, lentamente en un principio y tomando ritmo después, llevando consigo no solamente el peso de las astas, sino también el de la cadena que convertía el girar de éstas en movimientos circulares en dos engranajes de distinto tamaño, que junto al de las astas formaban un triángulo. Mediante varillas, ruedas más pequeñas y un sistema de poleas, François concentraba la energía cinética de modo que...
—Es un ascensor.
—Bingo.
Arthur estaba maravillado.
—Pero... Eso es imposible. Usan sistemas hidráulicos...
—Los antiguos usaban energía animal. Y los hidráulicos tienen que estar siendo revisado constantemente. En los puertos se eliminarían esos sistemas, y la misma energía que crea el polvo dorado puede ser usada para mover barcos, o mantener encendidos los fuelles, ¡y ésas son sólo algunas posibilidades! —enumeró François, emocionado, más fuerte de lo que necesitaba, como si se estuviera dirigiendo a un público mayor que Arthur y Al.
—Estás reemplazando la fuerza a tracción humana y animal por... Viento.
—Mejor que el viento. Es un flujo constante y manejable —explicó François, bajando las manos y, con ello, cesando el movimiendo del molinillo—. Puede realizarse en una habitación cerrada, sin necesidad de represas o de quemar combustibles fósiles.
—¿Puedes crear electricidad? —preguntó Arthur, curioso—. Aunque sea para cargar una batería de radio.
—Con este mecanismo no, pero de que se puede, debería poderse.
—Es sorprendente —aceptó Arthur, sin poder creer lo que tenía enfrente.
—Y espera a verlo con los lentes —le anunció François, extendiéndole los mismos. Arthur, ya con más práctica, se los amarró por su cuenta, ajustando los lentes necesarios. François, sin caber en sí del orgullo, volvió a poner sus manos en posición, comenzando a explicar.
—El polvo dorado se mueve desde polos positivos a polos negativos, creando un flujo constante a nivel mundial —Arthur levantó una de sus cejas, ecéptico—. O al menos eso es lo que puedo estimar por las corrientes que hay en distintas épocas del año —agregó François, algo ofendido por esa falta de confianza en sus observaciones—. Lo mismo ocurre a niveles más pequeños, como es el caso del cuerpo humano. Al contacto con tierra, el polvo dorado se libera, pues las cargas se neutralizan...
—Comprendo —le alentó Arthur, sin sonar distinto a como usualmente lo hacía, viendo como el polvo dorado, poco a poco, recorría el camino de una mano de François a la otra, en inicio tímidamente, y, posteriormente, con constancia, empujando las astas en su camino.
—Pero mientras el cuerpo se encuentra polarizado, se puede controlar la ruta del polvo dorado. Ahora imagina una habitación llena de este polvo, con dos polos de cargas opuestas en puntos enfrentados. Se crearía un flujo constante a mayor escala.
—Yo no podría hacer lo que estás haciendo —aseguró Arthur, recordando lo distinto que era y recordando que era, ese polvo dorado que le evitaba, el responsable.
—Si aprendemos a manejar el polvo dorado —le contestó François—, podríamos adherirlo a ti y a Al.
Arthur asintió, sintiéndose cansado ante la idea. La manipulación de algo inodoro, incoloro e intangible le parecía fuera de sus capacidades. François, dejando la demostración de lado, le miró con cariño escondido.
—Aunque yo creo que no necesitas hacerlo.
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Ocurre, muy de vez en cuando, que Arthur se pregunta por qué la gente es tan prejuiciosa. Que si aquel tiene una búha por daimonion, es una persona inteligente, y si aquella tiene un koala, es una haragana. Que si aquel hombre tiene un ave monogama, será un buen marido, y que si aquella mujer tiene una pantera, será exitosa, mientras que si la persona en cuestion tiene por daimonion una rata, es un desgraciado, y si se trata de una mariposa, se la pasa entre ilusiones y nada concreto.
"Si a un ave extiende la mano, ladrón y giptano", es un dicho común en el puerto, y en casa Arthur oía a menudo decir a los hombres mayores "ése nació con un daimonion chicharra". François, siempre abierto a las conversaciones ligeras, le presentó un dicho de su pueblo que rezaba "si la madre es golondrina, y el padre, una paloma, el hijo será cuerva y la hija, un cuco".
Tu futuro, pensaba Arthur, muchas veces se determina por la forma en que tu daimonion se establece, y tenía bases para creer eso, pues aunque las generaciones jóvenes eran menos prejuiciosas, seguía aplicándose el "entre perro y león, león" y el "si el daimonion se arrastra, por algo será". Muchas empresas pedían incorporar la especie del daimonion en el currículum, y en el ejército estaban prohibidos todos aquellos daimonions que fuesen lentos o muy grandes.
"¿Quién necesitaba ser clasificado?" y "¿a quién le importa la especie de mi daimonion" eran oraciones que, con rebeldía, soltaba Arthur en aquellas ocasiones en que su vida se veía realmente afectada, adulto y rechazado.
No necesitaba que Al le respondiese "todos menos nosotros" para saberlo.
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—Fui al psiquiátrico cuando era un niño. Nunca les dije qué me había pasado. Nadie se los dijo. Mis padres tampoco lo sabían.
François le miró un segundo al oírle hablar, y luego continúo lustrando sus zapatos, sentado a los pies de la cama.
—Ellos tocaron a Al.
El paño se detuvo en la punta del zapato, y François volteó a mirar a Arthur que, echado sobre la cama con Al sobre su estómago, acariciaba la cabeza del daimonion conejo.
—¿Tus médicos?
—Mis hermanos. Soy el quinto de seis. Los cuatro mayores pensaron que no pasaría nada por llevar los juegos más allá.
—Incluso los niños saben que eso está mal.
—Quizá hubo maldad de por medio —aceptó Arthur, como si el tema ya estuviese superado—. Jugaron con Al, le jalaron las alas hasta quitarle plumas... Le acariciaron como si hubiese sido de ellos. Le ataron.
François dejó su zapato en el suelo, sin ser brusco. Era de noche, y Arthur se había cambiado por ropas más cómodas, dejando sus prendas apestosas a fritura en un cubo con agua perfumada en el baño. Las cartas del correo estaban sobre la mesa de madera, con una invitación a casa de don Eloy y doña Solange dirigida a Arthur. Querían conocerlo.
—Y cuando descubrieron que salían impunes, siguieron haciéndolo. Como si se tratara de robar caramelos. Ahora que lo pienso —prosiguió Arthur, frunciendo el ceño—, si acaso no se sentirían con alguna clase de poder. Como si la vida de alguien dependiera de sus manos. O quizá —agregó, como si fuesen opciones irrelevantes—, sencillamente es divertido cuando el juguete cambia todos los días.
François le miró con mal semblante, sin hacer caso de lo último.
—No la vida, Arthur. El alma.
—El alma, la conciencia —se apresuró Arthur—. Todo.
Matt, escondido en el cabello de François, trepó hasta su coronilla. François le acarició con un dedo.
—¿Por qué me lo dices ahora? —inquirió François, en pésimas condiciones para analizar esa información—. O más bien, por qué me lo dices. Es horrible.
Arthur se incorporó en sus codos, Al bostezó en su regazo y sacudió las orejas.
—Cuando paseaba por el jardín del hospital, me gustaba matar abejas —relató Arthur y François, con precaución, bajó a Matt para encerrarlo y protegerlo con sus manos—. Cuando veo a Matt, a veces quiero hacerle lo mismo —le confesó, mirándole con dureza, mostrándole lo peor de sí, lo más crudo, lo más en bruto.
—No puedes matarlo —razonó François levantándose y acercándosele—. No sin matarme a mí —definió, sentándose junto a él.
—Me conformaría con tocarle —le susurró Arthur.
—Entonces hazlo.
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El movimiento determinante no estuvo en manos de Gilbert, sino de su hermano. Éste, enterado de un par de civiles de alto riesgo para el Estado, había pedido consejo a sus superiores, explicándoles que uno de ellos ya había estado bajo vigilancia por el cuerpo policial, y posteriormente a ello, llevó a cabo un arresto que no era, en ningún caso, lo que Gilbert deseaba de estas presas que investigaba.
La idea de Gilbert era el acecho constante y personal, casi como si se tratara de su propia carrera de vida. No poder hablar del tema era una molestia de la que renegaba constántemente, y sin embargo, al momento de enterarse de los hechos se arrepintió de haber compartido el caso con alguien que no comprendía los trasfondos.
Se repetía el mismo error de hace dos años.
Caminando nerviosamente de un lado a otro del pasillo, Gilbert esperaba que le dieran autorización para hablar con su hermano. No podía esperar hasta la siguiente reunión familiar para descargar toda su furia. ¡Le habían quitado una fuente de conocimiento! ¡Un avance a la ciencia! La saciedad de su curiosidad personal estaba ahora en juego.
¿Por qué la comunicación entre distintos departamentos del Estado no podía ser más fluida? Si tan solo Gilbert pudiese disponer de las fuerzas policiales, no se enfrentarían a los problemas que ya veía venir. ¿Por qué se los llevan? ¿Qué hicieron nuestros hijos? ¿Por qué no les dan un juicio justo?
El arresto tendría que haberse dado llamando la menor atención posible. Pero gracias a la rigurosidad de Ludwig, Kirkland y Bonnefoy no sólo conocían sus derechos, sino que tenían testigos de su detención. ¿Debían ignorarlos, sobornarlos? Al menos debía detener a Ludwig antes de que le permitiera a esos dos un contacto con sus familias.
La puerta se abrió, y Sacro, el daimonion pastor alemán de Ludwig, se coló primero para saludar a Sajo, moviendo la cola con el entusiasmo que Ludwig no reflejaba. Gilbert no dijo nada, pero comprendió que su hermano estaba emocionado.
—Weillschmidt —le saludó Ludwig, como si se trataran de desconocidos, y se estrecharon sus manos—. Con usted quería hablar.
Gilbert aguantó un suspiro. No por nada su hermano tenía por daimonion un perro: El símbolo de los sirvientes y criados. Sacro, sin revelarle nada verbalmente a Sajo, no podía mentir en su actitud: Buscaban impresionarlos.
—Después. Esta mañana arrestaste a dos civiles... Un ingeniero y...
—Su conviviente, sí, de hecho son de los que me habías...
—Necesito que los traslades. Ahora —le interrumpió Gilbert, dejando atónito a Ludwig, que calló, intentando comprender sus razones—. Los necesitan los estudiosos de la Cátedral.
—No se les ha procesado aún —negó Ludwig, y a Sacro se le erizaron los pelos del lomo. Sajo, alzando la cola y mostrando los dientes, le miraba casi tocándole el hocico con el suyo—. Hermano, explícate.
—No puedo —basado en su tono, Gilbert parecía realmente lastimado por el hecho—. Están en manos de la Magisterio ahora.
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—¿No estás asustado? —le preguntó François a Arthur, acariciándose los músculos tensos del cuello. El menor, sentado en un catre, se encogió de hombros.
—¿Por qué habría de estarlo? No he hecho nada malo.
En una esquina, alejado de ambos, un joven castaño se fundía con la pared, como si Arthur le atemorizara. Su daimonion, una cobaya, se veía desafiante ante los otros dos daimonions presentes, tenso entre los brazos de su dueño. Matt, por orden de François, buscaba una salida a la habitación, pero la puerta era hermética, diseñada para personas con daimonions escurridizos. Al, inquieto, perseguía su propia cola de león, ocupando todo el centro de la habitación.
—Quizá es un tema de impuestos —les sugirió el joven, poniéndose a temblar cuando la atención de Arthur recayó en él—. A mí me ocurre todo el tiempo, aquí ya me conocen por lo mismo. Lovi siempre me dijo que ser banquero no era lo mío, ve~ —agregó como explicación, alzando un poco más a su daimonion, que se revolvió nervioso.
François se encogió de hombros, sin creer en esa posibilidad. Teniendo una idea muy clara de lo que realmente estaba ocurriendo. Temiendo. Matt, viéndole desde lejos, sintió en sí todo el arrepentimiento de François. Sin pedirle permiso, se acercó a Al, que detuvo su corretear por escucharle.
A François no le pasó desapercibido el cambio en la actitud de Arthur, ni la sensación horrible que se apoderó de éste.
—¿Hay algo de lo que deba enterarme, François?
La llave de la puerta fue quitada, cortando cualquier respuesta, cautelosa por lo demás, de François, y un hombre albino, con un daimonion lobo, apareció en sus vidas.
—¿François Bonnefoy y Arthur Kirkland? —les preguntó. Arthur asintió, sin comprender el cambio repentino en la sensación que Alfred le proyectaba—. Síganme.
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Las investigaciones de hace más de medio siglo habían sido detenidas por un malfuncionamiento en las instalaciones. Según los reportes, debido a problemas en la sala de separación, la estructura de parte del edificio se había incendiado y colapsado. El caos se había sembrado entre los objetos de experimentación, que escaparon hacia la nieve que rodeaba la base científica, emplazada en las tierras del norte.
Se habían salvado algunos reportes. Observaciones sobre el estado cambiante de los jóvenes e inmaduros daimonions, sobre la separación que podían soportar entre sí, el tiempo de conversación que tenían con éstos y el tiempo que tardaban en reaccionar frente a estimulos provocados a sus dueños.
Ningún objeto de investigación era voluntario. Todos eran niños huérfanos o que sus familias no extrañarían. Muchos eran niños giptanos, alejados de las leyes de tierra firme. Se esperaba darles un alojo humanitario, lejos de sus malos hogares o de la falta total de éstos, al mismo tiempo que se les daba un lugar útil en la sociedad. Se les alimentaba y se les daba una cama caliente y ropa.
El mayor experimento de todos era la cercenación del daimonion. Ningún niño sometido a ella sobrevivió. Los más fuertes lograban vivir unas horas más. Todo en bien de la investigación del polvo, mácula del alma humana.
Tras más de medio siglo, esas investigaciones se retomaron.