Por la Entente Cordiale, la comunidad de Livejournal, FrUK_me_bastard, realizó un evento FrUK. Este fic es mi aporte. La temática que elegí fue "el cielo y el infierno según Hetalia", y hoy les presento el primer capítulo de tres. Consiste, además, en un crossover con "la materia oscura" de Phillip Pullman y un intento de steampunk.
Siempre quiero comentar largamente sobre la creación de un fic, pero no lo hago por no aburrir al lector. En este caso, me gustaría extenderme en una idea, quizá porque no sé si vuelva a participar de algún evento, quizá porque hay gente que piensa que el 8 de abril fue hace mucho tiempo. El lector es libre de saltar directamente al fic.
Realmente me tocaba publicar el quince, pero surgieron problemas y AchimDy tomó mi responsabilidad y me dio la suya (otorgándome, de paso, el ansiado tiempo que necesitaba para hacer las correcciones).
Digo responsabilidades, cuando quizá deba decir honores. Después de todo, la última persona en correr durante una carrera de postas es la más rápida. Debería hablar de una responsabilidad honorífica.
Verán: Pienso que en esta clase de eventos, todos quienes participan tienen una responsabilidad distinta. Si publicaramos en la misma fecha, se formaría una competencia innecesaria. Además, al extender un evento, se da vida a un fandom por algo más que un solo día. Por lo mismo, cada persona, al publicar, tiene una responsabilidad importante.
Los primeros deben presentar como es debido el evento, causar una buena impresión y llamar la atención de los demás. Son quienes prenden el fuego. Quienes les siguen, deben mantener la atención en el evento, como quien sostiene en alto la antorcha hasta que sea el turno del siguiente, sin dejar jamás que la llama se apague. Los últimos, en cambio, deben apagar el fuego, pero con una gracia tal que el evento no parezca morir, sino estallar en magnificencia. Los últimos son aquellos que deben dar el gran final, con el peligro de parecer poco tras tantas nuevas obras.
Espero cumplir bien con este papel, si bien no seré yo quien dé el broche de cierre. Podría decirse que me toca ser uno de los primeros cañonazos de la overtura de 1812, o uno de los últimos grupos que alegran el desfile con su bochinche.
Escribo sin fin de lucro.
Disclaimer: Hetalia Axis Powers y todos sus personajes- los cuerpos y las almas- pertenecen a Hidekaz Himaruya. La materia oscura -la bruja y su hermana- pertenece a Phillip Pullman.
El asesino de abejas
.
.
.
La magia comenzó temprano en la mañana. Los girasoles de su madre miraban el sol del amanecer, somnolientos, despertando junto a él. Las manos de Dios acariciaron la piel descubierta del niño y François, con la piel cálida, se asomó a la ventana. Una mariposa azul se colgó de su cabello. Era un verano dorado, con colinas sembradas de trigo, perdidas más allá de la vista, que saludaban a François con sus cortos brazos alzados al cielo. Las flores de su jardinera estaban florecidas y la enredadera que rodeaba su ventana recibía la visita de las abejas.
Arrullado por sus zumbidos, François las vio ir y venir, diciéndoles con cariño y modorra que hoy estaban hermosamente amarillas, que el polen les quedaba bien y que sus cuerpos eran gorditos y perfectos.
—Ya voy a cumplir seis años —les susurró, embriagado de tanta magia que bebía, y sus ojos brillaron con ilusión cuando una abeja se detuvo en una flor de la joven weigela, a escasos centímetros de su nariz—, y sé que será hoy. Deseo que sea bonita. Muy, muy bonita. Con muchos colores, como el daimonion de mamá, y un pelaje brillante y sedoso —y agregó, azorado con el movimiento de alas de la abeja que, sin levantar el vuelo aún, estaba por acabar con la flor—. ¿Puedes hacer que sea una forma linda?
El padre de François, don Eloy, conversaba con su esposa, doña Solange, a propósito de la magia y de su hijo. A pesar de usar gestos toscos, sus supersticiones eran devotas y su intención, buena.
—Quizá pueda convencerlo —expuso, saliendo de la casa seguido de doña Solange—. Después de que desayune lo llevaré conmigo, querida, tengo todo preparado.
—Pero Eloy, ¿por qué tanta prisa? Ya decidirá uno de estos días. No hay apuro.
—Quiero saber si será un hombre de Dios —confesó, entre orgulloso y feliz—, lo llevo hoy conmigo, para conversar del tema, y que sepa que lo apoyamos tanto si desea estudiar en un colegio como si desea hacerlo en una iglesia.
La señora Bonnefoy, siguiéndole por el patio hasta los panales, intentaba no reírse.
—Te preocupa tanto porque significa que tu hijo está creciendo, ¿no? —inquirió y don Eloy, volteándose a verla como cojido en una travesura, se le acercó un paso con las manos a la espalda.
—¿Y quién no lo estaría? —preguntó en retórica, besándole la mejilla, para luego volver a las abejas y a las herramientas para manejarlas, revisando que todo estuviera en orden.
François, vistiéndose en su cuarto, estaba decidido. Estiró su cama y bajó a desayunar. Sentado, sus pies no llegaban hasta el suelo, pero incluso a pesar de su corta edad y estatura, sentía con mucha fuerza que ese día sería el día. No el día que elegiría si seguir la vida religiosa o civil, como pensaban sus padres, sino el día en que Matt y él se definirían ante el mundo.
Cuando su padre le invitó a liberar a las abejas, aceptó entusiasmado, esperando que entre las miles de hadas una le concediese su deseo.
+'+'+'+'+
Un niño, apoyado contra una muralla, torturaba a una abeja. Era primavera, y sobre su regazo tenía los cadáveres de otras veinte abejas, todas destripadas. Un daimonion corrió por detrás de su espalda, para esconderse entre los arbustos: Iba a cazar más víctimas.
Corría el viento, y una ventana fue cerrada con fuerza en el edificio que se alzaba al inicio del amplio patio.
La abeja se vio apretada contra una gaza, contra la que intentó defenderse. Le enterró su aguijón varias veces, y cuando el niño creía que éste se encontraba firme, tiraba de la abeja. Sus dedos la sostenían por las alas, impidiéndole huír. De hacerlo, la muerte sin alas era segura.
Más de una vez el niño se vio ante la frustración de que el aguijón no se encontrara firmemente agarrado. La sombra del muro se extendía más allá de sus pies, fundiéndose con la de los árboles ornamentales, escondiendo sus acciones del mundo.
Por fin, el aguijón se aferró correctamente de la gaza y, al tirar el niño, se separó del torso de la abeja, llevándose consigo las tripas del insecto.
Con fascinación, el niño miraba al aguijón seguir picando incluso tras ser cercionado de su dueño.
Por un momento, ese niño se sintió fuerte, poderoso y seguro.
+'+'+'+'+
François despertó de golpe, asustado, con lágrimas en los ojos. El sol se estaba poniendo, y el cielo era un asesinato amarillo.
—¿François? —habló una abeja desde la frente del niño, con voz preocupada—. ¿Te sientes mal? El pasto está húmedo, debe ser eso. ¿Llamo a tu papá?
—No... Me siento bien —el niño se limpió los ojos, sorbió por la nariz e intentó ver a su amigo, poniéndose turnio—. Sólo tuve una pesadilla, Matt. Gracias por preocuparte.
La abeja caminó hacia la punta de la nariz de François, haciéndole cosquillas.
—De todos modos, ya es tarde. Debemos ir a buscarle antes de que él nos busque a nosotros —le advirtió Matt, siempre precavido. François se levantó del pasto, se arregló un mechón de cabello hacia el que después voló Matt para aferrárse cómodamente, y emprendió la marcha hacia la camioneta. Las abejas ya se devolvían al panal, y un zorro corrió hacia ellos, adelantándose a su dueño. Matt voló hasta el hocico del zorro y allí se quedó, conversándole.
Minutos después llegó don Eloy, cargando uno de los panales. François sostenía contra su pecho una de sus manos, absorto, reteniéndose como si fuese a hacer algo malo con ellas. Don Eloy no advirtió lo raro que estaba su hijo sino hasta días después, cuando notó junto a su esposa que Matt no había vuelto a cambiar de forma.
+'+'+'+'+
El daimonion de Arthur, Al, continúo libre por muchos años más que el de François. A diferencia y semejanza de Matt y François, que fueron uno de esos casos particulares en que un daimonion se establece a temprana edad, Al y Arthur eran uno de esos casos particulares en que el daimonion tarda demasiado en establecer su forma definitiva.
Cuando los daimonions de sus compañeros comenzaron a ser constantes, Arthur esperó su momento. Lo discutió con Al, exigiéndole que fuese un animal decente y respetado. Un buho, una pantera, incluso un lobo estaban bien, pero Al insistía en echarse a volar en forma de águila o en saltar como un conejo si venía al caso, asustando a Arthur con la idea de que ésa sería su última forma. Sin embargo, nunca ocurrió.
Por ello, se tejieron historias alrededor de Arthur desde su adolescencia. Algunos decían que Arthur debía tener problemas de personalidad, otros lo atribuían a alguna enfermedad mental, y los menos razonaban que Arthur debía ser un alumno adelantado que aparentaba bien tener más edad de la real. "Loco" y "esquizofrénico" eran algunos de los murmullos que Al oía a escondidas y que a Arthur le causaban daño.
Al salir de su graduación, Al se encontraba enroscado en su cuello, siseando la lista de cosas que debían hacer esas vacaciones, sin detenerse, esperando que Arthur mostrara interés en alguna de sus ideas. Y cuando Arthur fue a su primera clase de cocina, Al iba en el bolsillo de su pantalón, y por un momento corrió peligro cuando todos los presentes pensaron que se trataba de un ratón de verdad, desacostumbrados a ver esa clase de daimonion allí.
Y aún en el presente, en el restaurante de mala clase al que Arthur no daba mejor ni peor fama, Al podía ser tanto un caimán obstaculizando la entrada a la cocina, como una araña descolgándose desde el techo para, furtivamente, robar mayonesa casera desde el plato recién servido.
A Arthur estas transmutaciones le marginaban de la sociedad normal, decente y sana, pero aún así, prefería mil veces a Al que al resto del mundo.
+'+'+'+'+
Los estudios sobre el polvo (no cualquier polvo, el polvo, el polvo dorado, invicible e intangible) habían sido objeto de crítica hace más de cincuenta años, y las investigaciones, clausuradas, fueron entregadas obligatoriamente al Magisterio. Los investigadores fueron trasladados a otros centros, donde se les mantuvo bajo una estrecha y callada vigilancia. Aquellos a los que se les concedió el permiso de continuar sus estudios debían hacerlo bajo el alero del Magisterio, y en su mayoría se trataba de teólogos licenciados.
François creció oyendo hablar del polvo. Su padre, un converso de fuertes convicciones nacido en las tierras del norte a padres del sur, había traído consigo las leyendas que contaban de esto los clanes de esas tierras. El ámbar, decía, tiene el poder divino de mostrar el ciclo del universo, y le enseñaba a François cómo el polvo le rodeaba en la oscuridad de la noche a través de dos lupas cóncavas unidas por ámbar. Le explicó que el día en que su daimonion dejara de mutar, ambos atraerían al polvo como las flores a las abejas, y así ocurrió.
El ámbar había sido un golpe de suerte para don Eloy, a quien se lo había enseñado una bruja, Serafina Pekkala. Ésta decía que una hermana suya lo había descubierto, pero como le habló de mundos fantásticos al relatarle la historia, no le quiso creer.
Luego, posteriormente a casarse, utilizó sus tiempos libres para averiguar si el método que le había enseñado la bruja era cierto. Por supuesto, los primeros intentos fueron infructuosos, pero la terquedad de don Eloy le mantuvo los dedos pegajosos del ámbar de los robles, y finalmente, cuando François ya tenía un año y medio, construyó el poco profesional objeto que, a pesar de las trizaduras que el tiempo le confirió, era el único de su tipo en el mundo conocido.
A François aquella lupa le fascinó por años, y el saberse conocedor de tal secreto le confería al objeto un carácter casi sacro. Imbuido de tal sentimiento fue que François pidió la oportunidad de estudiar en la capital, pero no como teólogo, que fue la primera idea que todos se hacían de un muchacho tan sensible a las enseñanzas del Magisterio y a las criaturas, sino como ingeniero. La teología, explicó François, podía aprenderla de todos modos siendo oyente de las cátedras pertinentes, mientras que la ingeniería le daría trabajo y una libertad que el ojo acechante del Magisterio no le daría.
Sin ser un mal estudiante, la carrera fue una sucesión de pequeños sueños destruidos que le hicieron plantearse el por qué no había estudiado arquitectura: Pila de fracasos cuya cumbre fue el retraso de título ya que no podía aprobar el examen de grado. Su tesis, si bien perfecta en materia teórica, fue siempre rechazada por el contenido. Al primer año, a François le sugirieron amablemente cambiar la temática, puesto que no existían pruebas concluyentes del tal polvo, base de todo su discurso. Al segundo año no le devolvieron la tesis y al regresar al cuarto en que vivía, lo halló allanado y ultrajado.
Por una feliz coincidencia, la lupa de ámbar se encontraba en su bolsillo, y salvo el borrador original de su tesis, no se llevaron nada.
Para el tercer año presentó un estudio sobre el funcionamiento de las poleas en la maquinaria pesada y las relaciones de diámetro que mejor servirían para ciertos casos hipotéticos de peso y altura. Aprobó.
Y en base a esa tesis fue que una industria soldadora le contrató.
+'+'+'+'+
El tener que reescribir todo desde cero le dio a François nuevas perspectivas sobre puntos que antes sólo había tratado someramente, y el día en que se sentó en una cafetería barata donde nadie le prestara atención, llevó a cabo un experimento. En una base de greda, humedecida con el agua que pidió al mesero en lo que llegaba el resto del pedido, enterró parte de una aguja de lana, que a su casera se le había perdido hace pocos días, con la punta hacia arriba. Con la carta de despido que llevaba en su bolsillo, dobló un molinillo en punta que posicionó sobre la aguja.
Dos personas conversaban en la mesa de al lado, alumbrados por una lámpara de gas, puesto que, si bien el cielo invernal estaba despejado, los altos edificios de esa zona y la angostura del pasaje oscurecían el interior del café. El mesero, de apariencia giptana, llevaba los pedidos a la ventanilla de la cocina y gritaba hacia adentro, metiendo la cabeza en la otra habitación.
—Es contigo, Arthur. Al me cae bien.
—¡Que no tienes permiso de hablarle! ¡Salvaje!
El espacio era pequeño, no había lugar para más de cuatro mesas y el tiempo de espera era prácticamente inexistente. El café de François estuvo listo en lo que el mesero ajustaba ciertas palancas en la cafetera, refunfuñando porque el dueño le cambiara la antigua máquina manual por una a presión hidráulica. La comida tardaría más. Se oyó un relincho desde la cocina, y el mesero no pudo evitar reír ante ella mientras servía a François.
—Ahora sí te saludo. Buenos días, amoroso —le saludó el giptano, con un daimonion tortuga caminando junto a sus pies—. Primera vez que te veo acá.
—Es la primera vez que vengo, de hecho —respondió François, con Matt escondido entre su cabello largo—. No he desayunado y fue una pequeña salvación ver el cartel de enfrente.
—No sé si sea una salvación... —el mesero le miró apenado. Sus ojos eran verdes y profundos, preciosos en su piel quemada por el sol—. Ya te traigo tu comida, corazón —prometió, y al segundo se volteó—. ¡Apúrate que el cliente es nuevo!
—¡Yo me tardo lo que quiero, Antonio, giptano de mierda!
—¿Qué dijiste? ¿Que quieres que Eli te golpee con la sartén de nuevo? —insistió el giptano, caminando con gracia hacia la caja para sentarse y, posiblemente, poder seguir la discusión desde allí, más cercano a la cocina—. Para odiarnos tanto como dice, Gibra, muy bien que se le pegan nuestras costumbres —le confío después a su tortuga, levantándola y poniéndola sobre el mesón.
François, en tanto, había sacado de su bolso unos lentes de ámbar que se sujetaban con correas, necesarias para sostener el peso de los lentes de aumento y ámbar que François había ido instalando con el tiempo. Matt voló hasta posarse sobre una de las palanquitas con que se manejaban los lentes extra, mientras François se ajustaba las correas en la nuca, pues necesitaba tener las manos libres para el experimento del molinillo; se arremangó para que el vestón café no le molestara y acerco ambas manos al montaje, rodeándolo, sin tocar sus dedos.
Uno de los hombres de la mesa contigua le miró de reojo, y le comentó a su compañero que uno de esos armazones era caro, pensando que se trataba de una suerte de catalejo corto, como el que usaban en el ejército.
—Dios mío, es imposible hablar contigo. Allí tienes el sandwich —el cocinero, Arthur, dejó el pedido de François sobre el mesón que separaba la cocina de la caja, y le dio una mirada cargada de indiferencia a Antonio, tras lo cual regresó a buscar un paño con el que limpiar la superficie.
—Ni que fuera tan fácil hacerlo contigo —respondió Antonio. Nadie parecía ponerles atención, posiblemente más que acostumbrados a oír discusiones callejeras en ese sector de la ciudad. En el caso de François, que no vivía allí por motivos sociales, sino económicos, su atención se encontraba totalmente puesta en la corriente de polvo que corría desde sus dedos de la mano derecha hacia los de la mano izquierda, provocando que el molinillo se moviera a un ritmo lento y constante. Matt, interesado en saber también, caminaba por su mejilla buscando un espacio para ver a través de los cristales. Ninguno de los dos notó que Antonio se acercaba, y cuando el sonido del plato sobre la mesa llamó la atención de François, éste volteó a ver por reflejo a quien se encontraba a su lado, hallándole rodeado de polvo, como era normal según le había enseñado la observación desde su niñez.
Sin embargo, al hombre que limpiaba el mesón, al fondo de su visión, no le hubiese visto si Matt no le hubiese alertado que parecía una sombra. Abrió la boca, de la impresión, y antes de que Antonio de alejase otro paso, le detuvo del brazo.
—¿Quién es él?
Antonio miró detrás suyo, confundido. No había ningún cliente en el lugar al que señalaba François.
—El cocinero. ¿Quieres que le diga algo?
—No... Pero gracias –François retiró los lentes, todos, hasta los principales de ambar, y observó a Arthur y su delantal manchado con aceite. Su daimonion, un gato, le miraba sentado a pocos centímetros de él.
¿Por qué este cocinero no se veía envuelto en el polvo, como era normal en alguien de su edad?
En aquel momento, François todavía no sabía que el daimonion de Arthur era informe, ni que una parte clave de su teoría se encontraba comprobada en el pecualiar caso de este hombre adulto.
A pesar de lo grasiento que estaba el sandwich, François se obligó a comérselo. No sólo ese día, sino que también el siguiente, y el siguiente a ése, y todas las mañanas de lo que quedaba del mes.
+'+'+'+'+
Gilbert Weillschmidt era un clérigo militar pertenenciente al departamento de Asuntos Internos, cuya principal labor consistía en mantener los secretos del Magisterio en la clandestinidad. Esa labor le había permitido el acceso a muchos archivos clasificados que se mantenían custodiados desde hace cientos de años, y que en su mayoría se trataba de estudios que contradecían las tan procamadas verdades del Magisterio, fundamentos consolidantes de su sociedad.
Gilbert era, así como su hermano, y su padre, un militar entrenado y entregado por y para su gobierno, dispuesto a reestablecer el orden social y civil mediante cualquier método necesario. Así lo demostraba su registro familiar, en que contaban desde brutales golpizas a manifestantes antimagisteriales, hasta interrogatorios clandestinos de dudosa metodología.
El hermano de Gilbert, Ludwig Weillschmidt, era un joven de prometedor futuro que escalaba posiciones en el cuerpo policial, orgullo de su padre y, aún más, de su hermano.
A diferencia de su hermano mayor, Ludwig no había optado por los estudios teológicos, de modo que, por muy listo que fuera, no lograba comprender el funcionamiento de las medidas que tomaba. Lo importante era, a fin de cuentas, erradicar el mal pertinente, sin preguntar por las razones o cuestionar los motivos. Eso le habían enseñado. Debía mantener el orden civil e institucional, y en eso, Ludwig era eficiente.
Gilbert, por el contrario, había comenzado como teólogo, continuando su posterior formación en el ejército a petición de su padre. Esto le había permitido ingresar tanto en el gobierno, como en el del Magisterio, convirtiéndole en el puente perfecto para el entendimiento de ambas partes, hecho que le permitió su actual puesto como persona de confianza.
Los primeros conocimientos que tuvo sobre el polvo no los obtuvo de las cátedras universitarias, ni de las charlas con los viejos licenciados y teólogos que frecuentaban la catedral, sino de unas investigaciones fechadas setenta años atrás, en que se había experimentado con niños prepúberes para comprender la naturaleza de los daimonions. La investigación, que reunía tanto a científicos como a agentes del Magisterio, era, cuando menos, peligrosa para el conocimiento oficial, que sostenía que los daimonions eran la fuente del pecado en los seres humanos, y que por eso, el pecado es indivisible del hombre.
El enfoque de la investigación traspaba el pecado original desde los daimonions hacia el polvo, creyendo que, eliminando éste, se podría eliminar el mal en el hombre.
A Gilbert, sus profesores le habían explicado a fondo lo que antes sólo se daba por hecho en las misas.
Los domingos, en misa, había aprendido que en el principio, el hombre era perfecto, y que por ello no existían los daimonions, signo indiscutible de la trizura del alma humana producida por la desobediencia a Dios. Sus profesores le explicaron, con cifras y mediciones, la base ciéntifica de aquel pensamiento, y la manera correcta de interpretar la historia oficial del Magisterio, para echar por tierra el pensamiento común de los civiles de que el daimonion representa la personalidad de la persona. El daimonion, le decían, representa el alma, que una vez maculada por la desobediencia a Dios, era indigna de seguir existiendo en Su mayor obra, quedando condenada a adoptar la forma de los imperfectos animales, hasta que el pecado le diese la forma definitiva, ya incapaz de tener la libertad de los niños, únicos seres realmente merecedores de Dios.
Esa explicación se veía refutada por distintas leyendas locales, devenidas del paganismo, que atribuían al animal daimonion las características del animal bestia, y que persistían en el imaginario popular. Así, al que tenía por daimonion a un león, se le creía valiente, y al que tenía un búho, sabio. Los estudios teológicos, basados en las Escrituras, tenían sus propias y eruditas explicaciones a cada forma, que en no pocos casos nada tenían que ver con lo que interpretaba el gentío.
A pesar de tener sus estudios teológicos como base, la mentalidad práctica de Gilbert le permitió comprender el paradigma de los investigadores de esa época. Podía comprenderlo, mientras no compartiese el pensamiento, porque eso era lo que se esperaba de él. A diferencia de su hermano, que sólo debía obedecer sin pensar, a Gilbert se le permitía el pensar, mientras cumpliese con su labor.
Comprendió que existía un tal polvo, invisible e intangible, que causaba que los daimonions dejaran de transformarse. Comprendió, también, que debido a ello, el polvo era el pecado, que a través del daimonion ingresaba en las personas, hasta detener la libertad de sus almas. Comprendió que el polvo era malo.
Comprendió que, por el bien de la humanidad, estos científicos y teólogos, estudiasen formas para detener al polvo del pecado de unirse a las personas. Comprendió, por sobre todo, que las pérdidas fuesen un mal necesario.
Sin embargo, Gilbert también pensó:
Pensó que los daimonions no eran una demostración del pecado original, y dudó internamente el que siquiera fueran el alma del ser humano. O, al menos, de lo que él comprendía por un alma. Pensó que parecía absurdo que un polvo provocase el pecado. Pensó, incluso, que la investigación misma podía ser una mentira, a pesar de lo interesante que se leyese.
Por eso mismo, se sorprendió cuando un material requisado ingresó para unirse a los viejos informes.
Y Gilbert pensó que lo mejor era dejar a François Bonnefoy tranquilo.
Al menos por un tiempo.
+'+'+'+'+
—Creo que tienes un admirador —le comentó Antonio un día a Arthur, después de que el último cliente se hubiera ido. El cocinero, sentado frente a la caja esperando su paga de la semana, le miró mal—. ¡Hablo en serio! —insistió Antonio ante esa mirada—. Siempre te queda mirando cuando te asomas desde la cocina... Sin mencionar que se come todo lo que preparas a pesar de que es obvio que no le gusta el sabor. Deberías hablarle.
Arthur chasqueó su lengua.
—Deberíamos echarlo.
—¿Y perderme sus propinas? No, gracias. Ten —Antonio extendió unos billetes que Arthur recibió callado, sin agradecer—. ¿Nos vamos a tu casa?
—Primero me dices que debería hablarle y luego te auto invitas a mi casa... Quién te entiende.
Antonio se encogió de hombros.
–No soy yo el que tiene un daimonion varón —le comentó, inclinando la cabeza como quien comenta una intimidad—. Y sé por qué te lo digo. El suyo también lo es.
—¿Tiene un daimonion varón? —repitió Arthur, algo incrédulo, siendo delatado por sus facciones.
—¡Por eso te digo que deberías hablarle! —insistió Antonio—. No es común...
Gibra, en una esquina oscura del local, jugaba con Al, que se trepaba a su caparazón en forma de hámster y le pedía que le contara sobre sus aventuras giptanas. Afuera se cernía la noche y las farolas a gas eran encendidas automáticamente mediante un sistema de chispero y combustión controlada. A lo lejos se oía el aullido del viento en el mar, viento que insistía en no permitir a François, a esa hora, cerrar su ventana. Tenía frío, al igual que Arthur y Antonio, que se levantaron una vez concluidos los trámites de rigor.
Minutos después, ponían llave al local y se encaminaban a la casa de Arthur. Gris y angosta, tenía una escalera infinita que subía. Antonio había vivido allí un tiempo, pagando la mitad del alquiler, consumiendo la mitad de las conservas y ocupando la mitad de la cama.
En ese momento, François y Matt conversaban sobre el día, tapados por las frazadas de la cama. El humano estaba sentado frente a su escritorio, calculando cuánto tiempo tendría para encontrar un trabajo antes que sus ahorros se le agotaran. La habitación, llena de libros y papeles, se veía desolada con la cama deshecha y la poca luz de una vela. El piso era irregular y de viejos clavos de cobre. La tubería de la estufa atravezaba el espacio de una esquina. En la ventana, un florero angosto sostenía una flor tierna.
—Hoy te desapareciste —mencionó François de la nada, sin pedirle a Matthew realmente una explicación—. Me di cuenta cuando quise recogerme el cabello.
—Oh... Bueno... Perdón, estaba recogiendo información.
—No te estoy acusando —François acarició a su daimonion con un dedo, resiguiendo sus alas—. Sólo entré en pánico por un segundo —explicó con voz dulce. Matt zumbó gustoso. Era pequeño y vulnerable, y a la vez, necesitado y querido—. ¿Fuiste a hablar con el daimonion de él?
En el imaginario de François, Arthur no era cualquiera. Arthur era el hombre distinto a todos, el objeto de estudios perfecto. Arthur era la persona que quería investigar y conocer. Arthur no era cualquiera, sino el único que no necesitaba ser nombrado. Era, sencillamente, él.