Nuevamente pasaron cosas y por eso publico hasta ahora, una disculpa por eso. Espero que disfruten este capítulo, que es el último de esta historia. Es un poco más corto que los anteriores. Y no sé si esto se considere un spoiler, tal vez no, pero hay smut por ahí.


3. A DUE

A due (a dúo): indicación musical para dos voces o instrumentos; juntos;
dos instrumentos tocando un solo pasaje.

Han pasado diez días desde aquella tarde lluviosa en la que Arthur escuchó una confesión inesperada. Diez días desde la conversación en el pasillo (¡a mitad del pasillo! Jamás ha visto tal desfachatez para hacer tales confesiones), y las palabras regresan a su mente como si recién acabara de oírlas. Y no sabe qué pensar al respecto, en especial cuando esta situación sale de su zona de confort.

Arthur no deja de darle vueltas a las palabras dichas por Francis porque no tienen sentido. Es ilógico a un nivel alarmante. Uno no se enamora de alguien sólo porque lo escuchó tocar el violonchelo alguna vez, y mucho menos insinúa seguir estándolo después de tantos años. Sospecha que Bonnefoy, si realmente está enamorado (¡enamorado!) de él, confunde al verdadero Arthur con la imagen que el escenario y los medios de comunicación en ese entonces construyeron sobre él. No puede ser de otra manera. Esa clase de romances sólo ocurren en los libros y en las películas, no en la vida real. Jamás en la vida real. Y él se niega a que su vida se convierta en parte de una historia mal escrita.

Esa mañana Arthur se detiene al encontrar a Francis caminando a medio pasillo. Frunce el ceño al reconocer la sonrisa en el rostro del otro y sin darle tiempo para hablar, da media vuelta y regresa por el mismo camino. Es temprano y puede rodear todo el campus para llegar a su siguiente clase. Los pasos de alguien siguiéndole resuenan en sus oídos, pero evita voltear el rostro. No quiere ver a Francis y en otras circunstancias es probable que le hubiera dicho, por milésima ocasión, que le dejara en paz. Pero aquel día no desea lidiar con las bromas y la insistencia de su colega. ¿Significa eso que está huyendo? No, él prefiere llamarlo una retirada estratégica. (Y durante diez días ha vivido gracias a esas retiradas estratégicas, no porque quiera estar un poco alejado de Francis).

Cuando llega a su clase, después del rodeo innecesario, mira sobre su hombro esperando ver a Francis, pero nadie camina detrás de él. Suelta un suspiro de alivio y entra en el aula, en la que ya hay algunos alumnos reunidos. Toma asiento en su escritorio y espera los reglamentarios cinco minutos de tolerancia antes de comenzar la clase. A la hora exacta se pone de pie, con un libro en mano, y está por a dar inicio cuando un último alumno abre la puerta con cuidado y se asoma como quien no quiere la cosa.

Arthur le indica que pase pero antes de que el chico vaya a su asiento, se acerca al escritorio y deja una hoja de papel sobre él.

—Me dijeron que se lo entregara —murmura antes de dirigirse al final del aula.

Arthur observa el papel con curiosidad y hace un amago por tomarlo pero se detiene al reconocer la letra. Lo agarra con rapidez y lo guarda dentro de las páginas de su libro, comenzando su clase sin más dilaciones. Todo transcurre con normalidad, y al terminar y quedarse solo en el aula, se acomoda en su silla y saca la hoja de papel. Tuerce la boca al ver que está escrita en francés, no porque no pueda leer en ese idioma, sino porque no se explica cómo es que Francis sabe eso.

Aunque quizá no signifique nada, piensa. Quizá Francis de verdad no sabe que él habla un poco de francés, lo suficiente para entender las palabras escritas en esa hoja de papel, con una caligrafía pulcra y curveada.

Lo que dije era verdad.

Arthur apoya los codos en la superficie del escritorio y después oculta el rostro entre sus manos. Mientras espera a que el sonrojo desaparezca de sus mejillas piensa que al menos nadie es testigo de ese momento.

Unos minutos después de leer la nota, dobla el papel y lo guarda otra vez entre las páginas del libro. Se pone de pie y sale del aula, cerrando la puerta con cuidado detrás de sí. Siente que su corazón golpetea dentro de su pecho mientras más cerca se encuentra de la oficina compartida y aunque quisiera ignorarlo, no puede hacerlo, porque está casi seguro que su ritmo cardíaco se escucha hasta el otro lado del mundo. Pero él es un adulto, y supone que a sus casi treinta años bien puede mirar a la cara al hombre que dice estar enamorado de él (aunque tome valor para hacerlo hasta diez días después de la confesión).

No es que le incomode la presencia de Francis. En realidad, el verdadero problema es que Arthur aún no sabe qué siente por él. Francis tiene mucho de lo que no le gusta en otras personas, pero también es alguien con quien puede pasar horas charlando. Y si Arthur prefiere vivir en negación es porque, a pesar de todo, no está preparado para admitir que quizá (sólo quizá) siente algo por Francis que va mucho más allá de la amistad que tanto trabajo les costó tener.

Abre la puerta de la oficina y, después de descubrir la ausencia de Francis, se percata del vaso de café encima de su escritorio. Junto a la bebida hay unas hojas de papel.

Arthur se acerca al escritorio, dejando sus cosas sobre él con cuidado, y toma los papeles. Jadea con sorpresa al identificar la melodía que no tiene nombre pero sí una indicación al inicio de la partitura: chelo, solo. Hojea las partituras con curiosidad, reconoce el bemol añadido al si en el antepenúltimo compás de la segunda hoja, y sigue leyendo hasta que, al final, encuentra escrita otra nota para él:

Para cuando decidas tocar otra vez.

Cuando Arthur llegue a casa esa tarde y deje todas sus cosas en el lugar que le corresponde, las partituras de Francis ocuparán el lugar —hasta entonces vacío— en un atril junto al estuche del violonchelo.


Sería mentira afirmar que Francis no se siente contrariado por la actitud adoptada por Arthur después de su confesión, pero prefiere no insistir. Entiende que es extraño haberlo dicho así sin más, en el momento menos esperado, pero él ama la espontaneidad. La vida sería aburrida sin riesgos y si no se tomaran decisiones ad libitum. Para Francis no existe el arrepentimiento.

Estar con Arthur es, en parte, una de las razones por las que decidió ir a la Academia y solicitar empleo temporal.

Las palabras de Francis fueron sinceras: él se enamoró de Arthur la noche en que lo escuchó por primera vez. Poniéndolo de una manera que más de uno consideraría cursi, lo suyo fue amor a primer oído. Y no es que se enamorara de Arthur per se, sino de la música de Arthur, de la emoción que irradiaba al tocar. Se enamoró de ese escalofrío que lo recorrió de pies a cabeza con el inicio del solo de violonchelo; de aquel sonido vibrante y profundo que acarició cada fibra de su ser.

Enamorarse del intérprete había sido un efecto secundario.

En un principio sentía más bien curiosidad y admiración por Arthur Kirkland. Ambos sentimientos le orillaron a investigar un poco sobre la vida del otro músico, a interesarse por su trabajo y su trayectoria musical. Cinco años después, aún recuerda la emoción que sintió al pensar en compartir escenario con él, la decepción al descubrir que tocaría junto a otro músico, y la incredulidad al leer en un diario que Arthur Kirkland se retiraba a los veinticuatro años, cuando otros músicos de la misma edad recién comenzaban su carrera.

Cuando Francis tomó la decisión de retirarse también, por culpa de su enfermedad, decidió que antes de despedirse del mundo de la música debía lograr algo: convencer a Arthur Kirkland de tocar un dueto con él. Había sido un capricho nada más, algo que pasó por su mente la tarde en que habló con el director de su orquesta y le dio la noticia de su enfermedad. Y sin embargo, una vez estuvo libre de ensayos y asuntos relacionados con la orquesta, la idea de conocer a Kirkland se volvió poco a poco en una obsesión. Saber que Arthur era profesor en la Real Academia de Música de la Universidad de Londres fue lo único que necesitó para ponerse en contacto con la directora de la misma y decirle a medias las razones por las cuales tenía interés en dar una cátedra en su academia, dirigida a alumnos de los cursos intermedios y avanzados.

Al conocer a Arthur y encarar su mal humor por primera vez, Francis esperaba cualquier cosa menos enamorarse de él. No de su música, la cual ya amaba, sino del hombre detrás del violonchelo que hacía cinco años no emitía melodía alguna. Francis admite que la confesión a mitad del pasillo no fue su mejor movimiento, pero espera que Arthur se dé cuenta que esto no tiene por qué arruinar la amistad que, pese a todo, creció entre ambos.

Aunque claro está que Francis no va a quejarse si es que, al final, Arthur corresponde a sus sentimientos.


Aunque vivir en negación quizá no sea la mejor manera de vivir, a Arthur le ha funcionado de maravilla durante años. Ahora no es la excepción Gracias a su siempre maravilloso y útil poder de negación, Arthur puede (después de superados los diez días de evasión) entrar en su oficina y no quedarse sin respiración cuando al verle, Francis sonríe con esa sonrisa que no le enseña a todo el mundo.

Ninguno de los dos toca el tema, y Arthur hasta pensaría que no existe ninguna diferencia entre su relación ahora y su relación diez días atrás, de no ser consciente de las distintas miradas que Francis sólo le dirige a él. Siguen charlando en sus ratos libres y también en ocasiones caminan juntos a sus respectivas casas. Francis sigue llevándole café algunos días y Arthur a veces cambia los pastelillos que compra por scones preparados en casa y que si bien no siempre quedan como se supone que deben de quedar, Francis los come de todas maneras.

Y los días pasan sin novedades ni nuevas confesiones inesperadas. Pasan entre clases, exámenes que se acercan, citas con el acupunturista y con el médico, cuyas conversaciones con Francis Arthur conoce bastante bien. Son buenos días, durante los cuales se siente en el paroxismo de la madurez porque los sentimientos de Bonnefoy hacia él no tienen por qué arruinar su relación, no cuando los dos son adultos y perfectamente capaces de llevarse bien incluso si uno está enamorado del otro o si éste último no encuentra la manera de poner en orden sus sentimientos.

Los días transcurren de esa manera hasta que la negación decide darle una bofetada en el momento menos esperado.

Ocurre mientras caminan uno junto al otro, en el trayecto que va hasta la intersección en la cual deben separarse. Y es casi algo sacado de una película porque Arthur no recuerda que el reporte del clima señalara lluvia para esa tarde, pero llueve y aunque ambos llevan paraguas, saben que no les servirán de nada porque hay viento, por lo que deciden buscar cobijo. Apenas alcanzan a llegar a un cobertizo que los protege un poco cuando la lluvia arrecia y es evidente que estarán un buen rato ahí antes de poder ir a sus respectivas casas.

—Al menos logramos ponernos a salvo de la lluvia —dice Francis—. Sólo espero que no llueva por mucho tiempo.

—Yo no me hago muchas ilusiones.

—Siempre tan optimista.

Arthur encoge los hombros, cortando la conversación en ese momento. Al cabo de un rato cambia el peso de un pie al otro, comenzando a cansarse por estar en la misma posición sin poder mover mucho las piernas. El viento trae consigo parte de la lluvia y parte del lado derecho de su cuerpo comienza a mojarse. No le presta tanta atención: no puede hacer nada más que esperar a que el aguacero pase pronto para poder ir a casa y cambiarse de ropa.

Un movimiento a su lado le llama la atención y logra ver el momento justo en el que Francis guarda las manos dentro de los bolsillos de su chaqueta y se encoge ligeramente. Antes de tomar consciencia de lo que hace, Arthur deja su portafolio en el piso, gira para quedar frente a frente con Francis y sin decir nada, mete las manos dentro de sus bolsillos, cubriendo las manos del francés con las suyas, buscando darle más calor. Porque la tarde es fresca y el viento sólo empeora el frío, y las manos de Francis deben mantenerse calientes en lo posible ante la amenaza de dolor.

Hay un momento de calma total antes de que Kirkland advierta lo que ha hecho. Comienza a balbucear una excusa e intenta retirar sus manos cuando siente el agarre de Francis. Arthur fija su mirada en el pecho de éste y da un respingo cuando Bonnefoy acaricia sus manos con los pulgares, con tiento al principio y después con más seguridad al notar que no sale corriendo para alejarse de él. Poco a poco levanta la vista y sus ojos se encuentran frente a frente con los de Francis. Por un momento deja de escuchar la lluvia y el viento que sopla porque descubre que Francis está sonrojado y es la primera vez que lo ve así.

A partir de ese momento Arthur no puede continuar viviendo en negación y tiene el valor de aceptar, al fin, que siente algo por aquel hombre que lo desespera y lo entusiasma de igual manera, con quien tiene suficiente confianza para compartir sus secretos más dolorosos y por consiguiente, más importantes. Siente algo que no sabe si es amor pero que se le acerca mucho, porque sólo algo que se acerque mucho al amor explica su interés y preocupación por Francis cuando hablan de la artritis, o la sensación cálida que lo envuelve con cada pequeño gesto de afecto por parte del otro.

Vuelve a bajar los ojos, sintiendo que su rostro arde con fuerza, y realmente no piensa cuando murmura:

—Estoy jodido.

El momento mágico se rompe cuando a Francis se le escapa una risa y Arthur lo mira con reproche. A pesar de ello, no se separan y Bonnefoy acaricia una y otra vez sus manos dentro de los bolsillos abultados.

—¿Por qué lo estás? —pregunta en voz baja. Arthur siente un escalofrío que debe ser culpa del clima.

—No importa.

—A mí me importa.

Arthur bufa y guarda silencio. Al cabo de un rato, aún sin decir palabra alguna y como quien no quiere la cosa, entrelaza sus dedos con los de Francis, sin sacar las manos de la chaqueta. Bonnefoy aguanta la respiración un momento, aunque relaja su cuerpo de inmediato, soltando el aire con lentitud.

—Ah —es lo único que dice.

Supone Arthur que no debe añadir nada más, porque la situación habla por sí sola, así que él no agrega nada y Francis no insiste. Cuando comienza a cansarse otra vez por la posición en la que está, se acerca un poco más al otro hombre, apoyando la barbilla en su hombro sin verlo a él. El sonrojo en su rostro no ha desaparecido, pero extrañamente ahora que no tiene que decir palabra alguna, reúne un poco más de confianza y se deja llevar. Arthur es la clase de persona que funciona mejor a través de acciones que de palabras.

Permanecen así por un rato, hasta que Francis hace un amago por soltar sus manos y Arthur retrocede un paso. Francis lo ve a los ojos y luego baja la mirada a sus labios y es tan evidente que quiere besarlo que Arthur acorta la distancia una vez más y es él quien toma la iniciativa. Francis jadea por un segundo y al siguiente es él quien profundiza el beso, atrayendo a Arthur en un abrazo desesperado, como si llevara años queriendo hacer eso. ¿Y no ha dicho Francis que él ha estado enamorado de Arthur desde que lo escuchó tocar por primera vez? A Arthur la situación ya no le parece tan disparatada como le sonó en un principio.

Al cabo de un rato se separan, con la respiración un poco agitada y un color intenso en sus mejillas. Arthur carraspea y toma del piso su portafolio un tanto mojado (aunque eso no le importa tanto como debería, y oh Dios, de verdad que está jodido). Aún llueve, pero no tan fuerte como antes.

—Vine a Londres porque quería tocar contigo —murmura Francis.

Arthur levanta el rostro, sorprendido.

—¿Por qué?

—Porque no quería retirarme sin antes haber hecho un dueto con uno de los músicos que más admiro y respeto.

—Tú y tus estúpidas confesiones —susurra al cabo de un rato; evita la mirada del otro—. Van a terminar conmigo un día de estos.

—Espero que no, porque aún tenemos pendiente ese dueto.

—Francis…

—Una vez me preguntaste la razón por la cual estoy en la Academia —continúa, interrumpiendo la queja de Arthur antes de que tome forma por completo—. Pues es ésa. Quería estar cerca de ti y encontrar la forma de convencerte para que tocaras conmigo, una última vez. Resultó más complicado de lo que pensé que sería —añade encogiéndose de hombros—, de verdad que eres complicado, ¿sabes?

—Lo siento —murmura Arthur.

—¿El qué? ¿Ser complicado?

—No, no poder tocar contigo.

Francis no dice nada por un largo rato. La lluvia comienza a atenuarse poco a poco, lo suficiente para que los dos abran al fin sus paraguas y continúen su camino, pero no se mueven. Permanecen bajo aquel cobertizo, los dos con la mirada fija en algún punto de la calle, sin hablar. Aunque Arthur se acerca más a Francis y éste apoya un poco su peso en él.

—Entonces… —dice Kirkland al fin. Francis voltea a verlo, y parece que en su mirada hay esperanza. Arthur carraspea—. ¿Ahora qué?

—Sientes algo por mí también.

—¿Tienes que ser tan directo?

—No hemos sido directos en esta… relación. Creo que va siendo hora de que lo seamos si queremos llegar a algún lugar.

—¿Y exactamente a dónde quieres que lleguemos?

—Eso dime tú: ¿a dónde quieres que lleguemos, Arthur?

Arthur se toma un tiempo para responder.

—No lo sé. No soy bueno con estas cosas.

—¿Con qué? ¿Las relaciones amorosas?

—No soy bueno con la gente en general, por si no lo has notado —refunfuña—. Pero sí, es eso lo que quiero decir.

—Podemos ir al tempo que quieras —Arthur lo contempla con curiosidad—. Podemos ir a largo, si quieres. Aunque largo siempre me ha parecido tan aburrido de tocar, ¿a ti no?

Moderato —murmura Arthur de pronto.

—¿Disculpa?

—Podemos ir a moderato. Allegretto incluso.

Francis asiente lentamente, sin dejar de ver a Arthur, quien tiene la mirada fija en la acera. Aprovecha el momento para estudiar su perfil. No pasa por alto el color de sus mejillas ni sus labios un poco fruncidos. Sonríe antes de responder.

—Puedo con cualquiera de los dos.


Al final resulta que moderato no es tan moderado como tenían planeado que fuera en un principio.


Es inevitable que su moderación con respecto a esa nueva etapa en su vida quede olvidada después de un par de semanas. Al parecer, mucho de su relación se basa en la tensión sexual. Así que no es de sorprender cuando un sábado por la tarde, casi noche, después de ir juntos al cine, terminen en el departamento de Arthur con la intención de hacer algo más que beber té o sólo charlar.

Comienzan con besos tentativos, con movimientos cautelosos, siempre a la espera de lo que hará el otro. Francis acorrala a Arthur contra la pared y profundiza el beso, desliza sus manos por debajo de la ropa y acaricia su piel, que arde y se eriza con el primer roce de sus dedos. Jadea cuando Arthur lo sujeta por las caderas y lo atrae hacia él, de manera que sus erecciones se rozan por sobre la ropa. Ambos se estremecen.

No dicen mucho, porque no hay palabras necesarias en ese momento, y Arthur lo toma de la mano y lo guía a su habitación. La luz parpadea por unos segundos antes de encenderse por completo y Francis sonríe al ver a Arthur deshacerse de su ropa, dejándola en el suelo despreocupadamente. Él lo imita y pronto ambos se encuentran desnudos y a unos pasos de la cama. Hay más besos y más caricias hasta que caen sobre ella.

Arthur besa los dedos de Francis poco a poco y escucha el momento en el que Bonnefoy aguanta la respiración. Espera algún comentario, porque es casi como si lo besara para deshacerse de su dolor, incluso si eso es físicamente imposible, pero Francis parece haberse quedado sin palabras. Arthur besa su muñeca, el antebrazo y luego el interior del codo; besa su cuello y sus labios. Francis tarda unos segundos en responder pero cuando lo hace, es para empujarlo hasta que queda recostado en la cama.

Francis se queda en esa posición, con las manos y las piernas a ambos lados de Arthur, y observa su rostro. Por un momento piensa que es increíble lo que ocurre porque meses atrás es lo último que habría esperado, en especial si considera el comienzo de su relación. Sonríe cuando Arthur también lo hace, y se inclina sobre él para darle otro beso, ahora más ansioso. Arthur rodea su cuello con los brazos y de alguna manera logra volver a invertir las posiciones. Se besan por largo rato, hasta que la efusión disminuye poco a poco y regresan a un ritmo sosegado.

Al separarse, Arthur acaricia el rostro de Francis con una mano, delineando sus cejas, el puente de la nariz y sus labios, prestándole atención a las líneas de expresión que no se notan a menos que las observe a esa distancia. Se acerca más a Francis, lo suficiente para que sus narices se rocen un poco pero sin acortar la distancia para besarlo una vez más. Sus alientos se mezclan y Arthur puede sentir el miembro de Francis palpitar contra la parte baja de su abdomen.

—¿Cómo haremos esto? —pregunta. Francis pasa la lengua por sus labios.

—Como tú quieras.

—Como queramos los dos.

Francis asiente y abre las piernas para que Arthur se acomode mejor entre ellas. Kirkland respira profundo.

—¿Puedo? —pregunta Arthur rozando con los dedos entre sus nalgas.

Oh, Dieu —jadea Francis—. Sí.

Arthur asiente y decidido, se aleja un momento para buscar algo dentro de uno de los cajones de su buró. Cuando regresa a la cama, Francis sonríe al ver el condón y el tubo de lubricante que, al parecer, aún es nuevo.

Las caricias de Arthur son suaves y encuentran los puntos precisos para hacerle estremecer. Francis aguanta la respiración cuando Kirkland pasa los dedos por aquellos lugares más sensibles de su cuerpo y en ocasiones deja escapar un gemido, porque no podría reprimirse en momentos así, en especial cuando Arthur rodea su miembro con una mano mientras lo besa con ansias.

Ninguno está realmente seguro de cuánto tiempo llevan así: los dos desnudos, sin decidir el ritmo de las caricias. Actúan como si quisieran dejarse llevar por la premura pero al último minuto recordaran que quieren tomarlo con la mayor calma posible e imprimir en su memoria cada gesto, cada sonido y cada movimiento. Es distinto a lo que cualquiera de los dos ha hecho antes, y es hermoso porque eso lo vuelve algo muy suyo y de nadie más.

Francis cierra los ojos cuando Arthur lo penetra con dedos llenos de lubricante, da un respingo mientras éste lo prepara con evidente experiencia. Kirkland permanece absorto en las reacciones de Francis, porque no pasa mucho tiempo para tenerlo jadeando y gimiendo palabras entrecortadas dentro de las cuales resalta su nombre.

—Arthur, te juro por Dios que si no me follas ahora mismo…

—¿Qué harás?

—No sé —admite Francis y jadea una vez más—. Algo se me ocurrirá.

Deja escapar un quejido de protesta cuando Arthur retira los dedos, pero ríe un poco cuando le ve lanzar la envoltura del condón a otro lado. Arthur, siempre tan cauteloso y hasta metódico, cambia cuando se encuentra en situaciones como aquélla. Francis sonríe al pensar que es él quien lo está provocando, pero cualquier camino que recorren sus pensamientos desaparece cuando Arthur lo penetra.

Sus movimientos son lentos al principio, pausados porque quiere que ambos se acostumbren, uno a la intrusión y el otro a la presión ejercida alrededor suyo. Francis jadea cuando Arthur finalmente comienza a moverse a un ritmo más constante y murmura palabras en su idioma natal. Arthur sonríe.

Llega un punto en el que lo único que se escucha en la habitación es el sonido de sus cuerpos chocando, su respiración agitada y los gemidos de los dos, en especial los de Francis. A Francis no le molesta ser ruidoso ni se avergüenza al demostrar lo mucho que disfruta del sexo; Arthur, por su parte, cree que podrá acostumbrarse a ello. (Y no sólo al sexo con Francis, sino a Francis en general, como una constante en su vida, molesta e insistente, sí, pero una constante suya en cuerpo y alma).

Francis es el primero en correrse y mientras lo hace, Arthur piensa que incluso en eso es hermoso. Cuando él lo hace, un poco después, mantiene frente apoyada sobre la de Francis, quien lo rodea con los brazos y murmura algunas otras cosas que Arthur no alcanza a entender, absorto en la sensación placentera del orgasmo. Sus respiraciones agitadas se mezclan y comparten un beso perezoso que se alarga por unos cuantos segundos, hasta que logran recuperar la compostura. Arthur es el primero en moverse, dejando a Francis en la cama para poder deshacerse del preservativo. Francis aprovecha el momento para limpiarse con parte de la sábana, porque algo le dice que eso molestará a Arthur cuando se dé cuenta.

—Me gusta verte así —susurra y su voz suena algo rasposa. Arthur sonríe al recordar el porqué.

—¿Así cómo?

—Desnudo. Deberías estar desnudo más tiempo —bromea. Arthur levanta una ceja y regresa a la cama.

—Entonces no saldría de casa jamás.

Francis lo rodea con los brazos y las piernas, riendo cuando Arthur suelta una maldición porque lo toma desprevenido.

—No me molestaría que no salieras de casa jamás si eso significa poder tenerte desnudo y para mí solo.

Arthur le da un golpe suave en la pierna y Francis sólo ríe más.

—¿Qué caso tendría estar desnudo todo el tiempo? —pregunta una vez se ha acomodado mejor en los brazos de Francis—. ¿Estarías desnudo tú también?

—Por supuesto. Yo podría vivir desnudo sin ningún problema.

—No sé por qué eso no me sorprende.

—Además —murmura Francis y desliza sus manos hasta las nalgas de Arthur, quien da un respingo por la sorpresa—. Esto tiene que volverse algo justo, ¿no lo crees?

—Tendrás que usar un mejor argumento para convencerme.

Francis no dice nada, pero le parece adorable el sonrojo en el rostro de Arthur. Lo que sí hace, es soltar una risotada cuando siente la nueva erección de Kirkland rozar su pierna.

—¿Qué esperabas? —gruñe Arthur—. Aún somos jóvenes.

Aunque Francis ríe con ganas al final es él quien toma la iniciativa para una segunda ronda.


Arthur estudia a Francis mientras éste duerme. No hace nada más que observarlo: la forma de su nariz y de sus labios, sus pestañas largas y el cabello usualmente peinado ahora hecho un desastre. Un suspiro escapa de su boca y se acomoda mejor, girando de manera que su rostro queda a escasos centímetros del de Arthur, quien aprovecha el movimiento para acomodarle un mechón de cabello detrás de la oreja y así poder observarlo mejor.

Sus mejillas enrojecen al darse cuenta de lo que hace y con cuidado se aleja un poco del cuerpo de Francis, eso sí, sin dejar de verlo. Recarga la espalda en el respaldo de la cama y abraza sus piernas. Recuerda las caricias y los besos compartidos apenas horas atrás y se ríe un momento de sí mismo porque es la primera vez que siente eso al estar con otra persona, y lejos de intimidarlo, sólo tiene ganas de sonreír. Aprovecha la oscuridad y que Francis duerme para dejar que la sonrisa adorne su rostro.

Al cabo de un rato, levanta la mirada y busca en la oscuridad el lugar en el que se encuentra el violonchelo. Ve a Francis por última vez y se pone de pie, con cuidado de no despertarlo. Se pone el pantalón de su pijama y camina hasta el instrumento. No está seguro de lo que hace, pero hay algo, como un cosquilleo en sus manos, que le anima a tomarlo y a llevarlo consigo a la sala, porque así estará más cerca de la cocina (necesita con urgencia una taza de té) y Francis no despertará sobresaltado al escucharlo.

Sus pasos son lentos al principio pero poco a poco camina con decisión hasta acomodarse con el violonchelo entre las piernas. Las manos le tiemblan un momento cuando el arco se encuentra en posición y aunque duda, al final lo pasa por las cuerdas, emitiendo el primer sonido. Tensa una de ellas antes de volver a pasar el arco, satisfecho con el sonido que produce el instrumento.

Hay un instante de calma total, en el que sólo escucha el motor de algún auto a lo lejos. Toma aire profundamente y comienza a tocar.

Francis abre los ojos poco a poco. Desorientado, levanta la parte superior de su cuerpo y busca a su alrededor. La música llega a sus oídos y en su intento por salir de la cama, termina enredándose con la sábana y casi cayendo al piso. Toma el primer bóxer que encuentra en el piso (y algo le dice que no es el suyo, pero no le importa), y se presura fuera de la habitación mientras su corazón late con fuerza.

Cuando llega a la sala, ve a Arthur tocar. Tiene el cabello alborotado, los pies descalzos y no viste más que el pantalón de su pijama. Sus ojos están cerrados y pasa el arco del violonchelo con suavidad. En algún momento sus dedos, torpes por la falta de práctica, confunden una nota y frunce el ceño. Francis espera escucharle soltar alguna maldición, enfadarse incluso por su error, dejar nuevamente el instrumento. En vez de ello, Arthur sonríe al principio y ríe después, mientras sigue tocando, con todo y fallas, hasta que abre los ojos y éstos se encuentran con los de Francis. Deja de reír, pero la sonrisa permanece en su rostro, y vuelve a cerrar los ojos para continuar tocando lo primero que le viene a la mente.

Siente las vibraciones del instrumento, saborea los sonidos porque hace años que no lo hace, y tiene errores, como cuando apenas aprendía a tocar, pero no importa. Un poco de práctica le hará recuperar la velocidad y precisión de antes. Su corazón late apresurado y por un largo rato su violonchelo vuelve a la vida con cada nota que emite.

Abre los ojos cuando escucha pasos acercándose y si se sorprende por ver a Francis con el atril en una mano y las partituras de su melodía en otra, no hace comentario al respecto. Asiente ante la mirada de duda que le dirige y al terminar lo que toca en ese momento (parte de la suite No. 1 para chelo, de Bach), hace una pausa y comienza con la melodía de Francis.

Ninguno de los dos dice palabra alguna. Francis toma asiento en el sofá más cercano y permanece ensimismado mientras Arthur interpreta la melodía que escribió para él. Y Arthur, por su parte, sigue las notas a un tiempo distinto al que indica la partitura por la torpeza de sus dedos, pero toca, y lo hace con una sonrisa, porque siente aquello que hacía años no lograba sentir. Al llegar al final, Francis se acerca a él con lágrimas en los ojos y lo rodea en un abrazo que lo deja sin respiración por un momento. Arthur recarga su peso en Francis, cierra sus ojos (porque no quiere que escapen sus lágrimas tan fácilmente) y deja que lo envuelva la calidez de su cuerpo.

Al parecer lo que necesitaba era un pequeño empujón y alguien que tomara su mano para poder continuar.


Francis gruñe cuando ve que Arthur pasa los dedos por su cabello. Kirkland le mira con el ceño fruncido pero al final baja la mano y la guarda dentro del bolsillo del pantalón. Carraspea y camina de un lado al otro; lleva su mano a la cabeza y sólo cae en cuenta de lo que hace cuando a través del espejo Francis lo vuelve a ver con desaprobación.

—Arthur, tardé casi una hora en lograr que tu cabello se viera más o menos decente, no lo arruines.

—No seas exagerado, no fue una hora.

—Cuarenta minutos son casi una hora. Aguanta un poco. Si tanto quieres despeinarte espera a que terminemos con esto y regresemos a casa.

Arthur se sonroja un poco al reconocer la insinuación y frunce el ceño cuando descubre que el reflejo de éste le dedica una sonrisa socarrona. Prefiere evitar los comentarios y se distrae ahora con el bajo de su saco, mirando de reojo a Francis, quien lleva al menos quince minutos observándose con detenimiento en el espejo. Bonnefoy sonríe a su reflejo mientras termina de acomodarse la corbata y cuando está completamente satisfecho con su apariencia, se guiña el ojo —detrás de él escucha a Arthur reír por eso— y da media vuelta, encarando al violonchelista.

—¿Nos vamos?

—¿Tenemos otra opción? —gruñe Arthur. Francis lo rodea con un brazo.

—No, la verdad es que no. Por eso esperé hasta estar en este lugar para preguntarlo.

—Una muestra de tu ingenio, sin duda.

—Di lo que quieras, cher, pero es la verdad. Te conozco lo suficiente para saber que éste fue mi mejor movimiento.

Arthur le mira con incredulidad.

—¿Ese es el concepto que tienes de mí? ¿Me crees un cobarde?

—No, pero te he visto hacer una que otra retirada estratégica.

Ante eso, Arthur se suelta del agarre y le da la espalda, con fingida molestia. Fingida porque a estas alturas Francis reconoce que no está enfadado. Se acerca a él y le da un sonoro beso en la mejilla. Alguien llama a la puerta y la abre; por ella se asoma una joven de no más de veinte años.

—Preparados —dice con voz profesional—. Entran en diez.

Ambos asienten en silencio y ella cierra la puerta una vez más. Arthur se yergue y después de mirar a Francis por un segundo, camina unos pasos. Duda un momento pero al final alarga la mano y toma el estuche del violonchelo. Dentro de su pecho, el corazón le late violentamente. Traga en seco y con todo e instrumento, se voltea hacia Francis. Éste tiene su violín en la mano.

—¿Estás listo? —pregunta.

—No —responde Kirkland.

—¿Nervios?

—Como nunca antes en mi vida —contesta con sinceridad. La mirada de Francis está llena de afecto.

—¿Y no es eso algo muy bueno? —pregunta con una sonrisa—. ¿Estar nervioso?

Arthur aprieta con fuerza el estuche de su instrumento y asiente.

—Sí, sí lo es.

Francis abre la puerta y como es su costumbre hace una reverencia para que Arthur salga antes que él. Éste entorna la mirada y pasa por el umbral. El pasillo está desierto en ese momento y mientras ambos caminan uno junto al otro, escuchan el sonido ahogado de la música interpretada por la orquesta. Dan unos pasos más y al abrir otra puerta se encuentran detrás del escenario. Ambos se acercan hasta una de las piernas, desde donde entrarán cuando el director los llame, y sacan sus respectivos instrumentos de los estuches. Al escuchar la parte final de la melodía interpretada en ese momento, Arthur traga en seco y busca a tientas la mano de Francis. Cuando la encuentra, entrelazan sus dedos y permanecen así por un rato.

—Entonces, ¿tus alumnos ya saben? —pregunta Arthur.

—Sí, ya saben —responde.

Arthur le echa un vistazo y se sorprende al verle sonreír. No es la sonrisa vivaz que le ve a veces, pero es una sonrisa menos triste que las de otras ocasiones. Francis no dejará de sentir el peso de su enfermedad, pero poco a poco parece aceptarla un poco más.

—Me preguntaron si seguiré en la academia —añade. Arthur levanta ambas cejas.

—¿Y qué les dijiste?

—Que nada es seguro, pero que tengo muy buenas razones para querer quedarme.

Francis le guiña un ojo. Arthur entorna la mirada.

—¿Y tú? —pregunta Bonnefoy.

—¿Yo qué?

—¿Seguirás dando clases en la academia?

Arthur guarda silencio. Ha recibido llamadas invitándolo a regresar a la Orquesta ahora que, al parecer, retomará su carrera musical. Francis lo sabe, aunque es la primera vez que hace esa pregunta.

—Sí.

—¿Y la Orquesta?

—Dejé de tocar porque no sentía nada al hacerlo —responde Arthur—. Ahora que siento algo, me doy cuenta de que no necesito estar en una orquesta para continuar tocando. Sé que es lo que muchos esperan de mí, pero me gusta enseñar. Hablaré con la directora de la academia para que me dé algunas horas de clases prácticas y si no lo hace, tal vez podría dar clases privadas. Quién sabe, quizá inspiro a alguien para que sea el siguiente violonchelista de dieciséis años en la Sinfónica.

—Ahora entiendo.

—¿Ahora entiendes qué?

—Que lo que necesitabas para poder tocar era tenerme a mí a tu lado —bromea.

Arthur no responde con palabras, pero el silencio es suficiente para que Francis se quede mudo por un momento.

—¿Tocarás mis composiciones? —pregunta en voz baja. Arthur lo mira de reojo y aprieta su mano con suavidad.

—Eso no tienes que preguntarlo. De todas maneras siempre las dejas sobre mi atril.

Francis le guiña un ojo.

El público comienza a aplaudir y el director de la orquesta se dirige a ellos para presentar a los siguientes músicos invitados.

—Arthur.

—¿Hm?

—Hay algo que no te he dicho aún.

Arthur mira a Francis con curiosidad. El director de la orquesta sigue hablando y en algún momento dice su nombre, por lo que Arthur voltea hacia el escenario otra vez, ignorando a Francis; es consciente de que están a nada de poner un pie sobre él y enfrentarse al público. Han transcurrido más de cinco años desde la última vez que Arthur dio un concierto y contrario a esa ocasión, siente un escalofrío recorrerlo por completo. Y es maravilloso.

—Te amo.

Arthur abre los ojos con sorpresa y voltea a su izquierda para ver a Bonnefoy, quien sólo sonríe de oreja a oreja. Es la primera vez que Francis dice esas dos palabras de manera textual. Su corazón late con más fuerza de lo normal, y no sabe si es más por estar a punto de salir al escenario o por la confesión que Francis hace a último momento.

El público aplaude una vez más y esa es la señal que ambos esperan para hacer su aparición. Francis le lanza un beso y es el primero en avanzar. Arthur tarda unos segundos en reaccionar y cuando lo hace, sigue a Francis al escenario, en donde las luces lo ciegan por un momento. Escucha la inconfundible voz de Alfred vitorear, y la de Matthew reprender a su hermano en voz alta, y se muerde los labios para no gritarles que ése no es lugar para hacer escándalo. Estrecha la mano del director de la orquesta y se sienta junto a Francis, quien ha borrado de su rostro cualquier rastro de la sonrisa juguetona y muestra ahora su lado profesional.

Todo es silencio entonces y con la mirada fija en el director, Arthur decide que al terminar reñirá a Francis porque de verdad ese hombre siempre hace sus confesiones en los momentos menos esperados.

También le dirá que lo ama y si Francis se emociona al punto de derramar una que otra lágrima… bueno, ambos han demostrado que son capaces de guardar sus secretos.

FIN


Nota: Largo, moderato y allegreto son expresiones que hacen referencia a un tiempo (tempo) al momento de tocar. Largo es el más lento, con menos de 20 pulsaciones por minuto (ppm); moderato es a una velocidad moderada, entre 80 y 108 ppm; después le sigue allegreto. Moderato y allegreto están un poco por encima de la mitad de la escala.


Hay a quienes les molesta la relación FrUK con Arthur como top. A mí no me importa. De hecho me parece ridículo encasillarlos en un sólo rol, no sólo en el aspecto sexual. Y sí, yo soy de las que va promoviendo el sexo seguro en sus fics.

COMENTARIOS FINALES

Si llegaste hasta este punto de la historia no me queda más que agradecerte la paciencia y el interés en ella. No soy experta en música, aunque he vivido toda mi vida con un músico (mi padre es pianista) y en algún momento de mi vida pensé en estudiar algo relacionado con ella (hice un año de una carrera técnica y descubrí que no me apasiona tanto). Es posible que mucho de lo que escribí en esta historia no tenga sentido, por mucho que intenté que sí, así que si sabes de música y crees que deba corregir algo, por favor házmelo saber.

Tampoco sé de medicina, así que lo poco que se habla de la artritis, si bien es algo que investigué por mi cuenta y con ayuda de otras personas, es posible que sea erróneo. De igual manera, si tienes conocimientos sobre el tema y crees que debo modificar algo, dímelo con toda confianza.

Agradezco a Luni y Alega, mis dos betas, por la paciencia con la historia y con mis errores (y a Luni que se diera el tiempo para ayudarme con la investigación sobre la artritis, y por ser quien aguanta mis quejas cuando siento que la historia no queda como quiero que lo haga), y a Lita, o Jouja por acá, por echarme una mano con las cuestiones médicas: créelo o no, pero tus comentarios y links fueron de mucha ayuda. La historia se la dedico a las tres.

A Clavel, que me dejó un comentario como anónimo en el capítulo anterior: la mejor manera de retribuirme los sentimientos que te provoca esta historia es compartiéndome tu opinión sobre ella, lo cual ya hiciste ;) Y a los lectores, viejos y nuevos, gracias por leerme. Un poco tarde, porque ya estamos en mayo, pero: ¡feliz mes FrUK!

No aseguro nada, pero quizá, sólo quizá, escriba otra historia dentro de este mismo universo.