Este fanfic está relacionado con La recompensa de la redención. Es una continuación de esa historia, donde se verá como algunos de los nuevos Caballeros Dorados toman posesión de sus armaduras y los conflictos, tanto físicos como emocionales, que esto les conlleva. Es posible que no se siga muy bien la historia si no se ha leído el fic anteriormente nombrado. Pero me apetecía seguir con la trama, enfocándola desde otros puntos de vista, así que aquí están los resultados. Espero que os guste :).

Todos los personajes pertenecen a Kurumada.

Caminando entre espinas

PARTE 1

Hacía ya unas semanas que Kanon había nombrado a los nuevos Caballeros Dorados. Cada uno de ellos había tomado posesión de sus nuevas y flamantes armaduras, y se estaban acostumbrando a ellas. Asimilando su poder, absorbiendo las nuevas técnicas que éstas les ofrecían, perfeccionado las que ya conocían. Éste era el caso de Hyoga, que después de haber obtenido el permiso de Kanon, se había dirigido a sus tierras natales para acabar de digerir todo lo acontecido y exprimir al máximo todo el legado que había heredado de su maestro Camus. Ikki había vuelto a desaparecer sin ofrecer explicación alguna, pero esto no preocupaba a Kanon. Sabía a la perfección que el León indomable no se puede enjaular. Tenía una confianza ciega en Ikki, y no le importaban sus ausencias. Seiya continuaba en tierras griegas, pero todas sus energías estaban dirigidas a recuperar el tiempo perdido con su hermana Seika. Shiryu había viajado a China, a la región de Rozan, donde comenzó su entrenamiento en los Cinco Picos siendo un niño a cargo de su maestro Dohko. En el Santuario únicamente quedaban Kiki, que se entrenaba sin descanso para, algún día, poder defender a Aries, Shun, que vivía encerrado en la sexta casa intentando, sin mucho éxito, dominar la armadura de Virgo, y Marin, la nueva defensora de Piscis.

A Kanon le preocupaba Shun. Ese muchacho tenía algo que le sacaba de quicio. Debía ocuparse de él, pero no encontraba el momento de enfrentar el problema. Había decidido darle algo de tiempo, no presionarlo…pero si la situación no cambiaba, debería tomar cartas en el asunto. Y no sería una situación agradable. Por el momento, Kanon pasaba largas horas en Star Hill, estudiando las estrellas, empapándose de todos los secretos y misterios que rodean la astronomía y astrología, esperando ver una señal que le indicara dónde encontrar a los Caballeros restantes. Así pasaba los días, sumido en estudios y observaciones, perdido entre mil y una conjeturas, probabilidades, intuiciones, y demasiadas cosas que no llegaba a comprender del todo, envuelto en una atmósfera de humo que surgía de sus inseparables cigarrillos, ajeno a todo lo que acontecía en el Santuario. Estaba tan ofuscado intentando entender el firmamento, que no había reparado en el triste y melancólico estado en el que se había sumido Marin.

Desde hacía unas semanas, lo único que transmitía el rostro de Marin era tristeza. Estaba eternamente agradecida a Kanon por haberla hecho heredera de la armadura de Piscis. Se había cumplido un sueño prohibido, pero se encontraba terriblemente sola. Estaba sintiendo los efectos de la pérdida de una persona que había sido muy cercana a ella. De alguien que Marin había aprendido a amar lentamente, con cada charla que mantenían, con cada inocente momento que compartieron. Aunque nunca lo confesó. Ni siquiera a ella misma. Hasta que fue demasiado tarde. Aioria de Leo, su gran amigo y compañero en el Santuario, había muerto frente al Muro de las Lamentaciones, junto con todos los Caballeros Dorados. Fue cuando Marin se percató que nunca más lo volvería a ver que el dolor se hizo insoportable. Se había mentido a ella misma una y otra vez, convenciéndose que si Kanon había regresado del inframundo, también lo haría Aioria, y entonces…entonces le confesaría todos los secretos que albergaba su corazón. Pero los días fueron pasando, y Aioria no aparecía. Y poco a poco fue perdiendo la esperanza, hasta que ésta finalmente quedó reducida a un simple deseo que nunca se iba a cumplir.

El dolor había endurecido su alma y su corazón. La tristeza y la soledad que ahora sentía había hecho que se prometiera a ella misma que nunca más se permitiría semejante fragilidad frente a los sentimientos. Que se haría fuerte. Que se consagraría a Piscis. Dejaría que el veneno de las rosas invadiera su sangre, aunque el precio a pagar fuera renunciar a cualquier contacto humano. No permitiría que nadie, nunca más, perturbara su determinación y entrega como guerrera. No dejaría que ningún otro hombre invadiera su corazón. Esas debilidades y flaquezas no podían ser dignas de una guerrera entregada a la lucha y la protección del Santuario de Athena.

Sus primeros días en Piscis habían resultado angustiosos. El aroma del perfume de las rosas, tan hermoso como letal, había empezado a impregnar su sangre. Los efectos de ese proceso eran desagradables. Mareos, debilidad, náuseas, fiebre…y soledad. Una terrible soledad. Que casi de manera irremediable se iba a perpetuar durante toda su vida. Pero ya no le importaba. Si tenía que envenenar su cuerpo para ser letal contra los enemigos, lo haría. Y no lo demoraría más. Había tomado esa determinación en el momento en que observaba el camino de rosas que se extendía desde la doceava casa hasta los aposentos del Patriarca.

La armadura reposaba en medio de la sala principal del templo, ajena a lo que su protectora pretendía hacer. Marin, dominada por la pesadumbre y aplastada por el peso de una realidad difícil de superar, había empezado a andar, con los pies completamente desnudos, sobre la alfombra de espinas que adornaba y protegía el último eslabón del Santuario. Ese sendero era tan precioso como mortífero…lo recordaba bien. A cada paso que daba las espinas iban rasgando su piel, inyectando su veneno, al tiempo que su mente rememoraba cuando ella misma ya había cruzado ese hermoso infierno, cargando con Seiya, cediendo su máscara a su pupilo para que el mortal aroma no le afectara, sacrificándose para la liberación del Santuario. Su mirada, ensombrecida por la melancolía, empezó a nublarse de lágrimas con cada recuerdo que revivía, con cada imagen de Aioria que invadía su mente…El veneno estaba calando demasiado rápido para poder ser asimilado, y la fiebre surgió con furia. Las alucinaciones no tardaron en aparecer…Aioria…Allí estaba, de pie en medio del jardín, envuelto en rosas, con la armadura intacta, su porte elegante y desafiante, esperándola, llamándola por su nombre…Marin…Marin…estoy aquí…he vuelto…Las alucinaciones parecían tan reales que empujaron sus pasos a adentrarse más en el jardín, esperando rozar con sus delicadas manos la figura de Aioria, que seguía pronunciando su nombre. Pero con cada paso que daba para aproximarse, más lejos se encontraba su destino. Mostrándole, recordándole, que esa sería su maldición a partir de ese momento. Que cualquier roce de su piel con otro ser humano significaría la muerte…y una voz interior, potente, firme, le dijo que no, que no era eso lo que ella deseaba en realidad…que necesitaba de la proximidad de sus seres queridos para sentirse fuerte, segura. Que no debía renunciar a su vida por servir a Piscis…que había otros caminos que elegir. Envenenar su sangre no debía ser la única opción...

Sus pasos se detuvieron, el aire no le llenaba los pulmones, las piernas le flaqueaban, y la fiebre le arrebató el último atisbo de consciencia que le quedaba. Las lágrimas se liberaron de la prisión de sus párpados, surcando su rostro descubierto al tiempo que su cuerpo caía inconsciente en medio de esa mortal trampa, con la soledad como único testigo.

A cierta distancia, Kanon seguía completamente sumido en sus elucubraciones para sacar algo en claro del mapa del firmamento. Por fin había anochecido y las malditas estrellas adornaban el nítido cielo. Había algo que le llamaba la atención…unas estrellas resplandecían con un fulgor inusual…¿sería eso una señal?...¿pero de qué?...Estaba tan absorto con esas peculiares estrellas que no pudo evitar sobresaltarse cuando la puerta se abrió de golpe, descubriendo a Kiki completamente fuera de sí.

- ¡Kanon! ¡Kanon! – gritó Kiki desde el umbral de la puerta, con la respiración agitada y sus ojos presos de urgencia.

- ¡¿Pero qué demonios haces Kiki?! ¡Te he dicho mil veces que no puedes estar aquí! – respondió Kanon, completamente contrariado por la interrupción del joven.

- Es…es Marin…- contestó, intentando recuperar la compostura – yo estaba entrenando cuando sentí que su cosmos desaparecía, así que fui a ver qué pasaba y la encontré fuera de su templo – continuó sin darse tiempo de respirar - ¡está inconsciente en medio del jardín de rosas!

- ¡¿Qué dices?! ¡¿Estás seguro?! – gritó Kanon, dirigiéndose con rapidez hacia donde estaba Kiki, apartándolo de su paso bruscamente - ¡¿Cuánto tiempo hace que está así?!

- ¡No lo sé!

- Kiki, llévame hasta Piscis…¡ya! – soltó Kanon con impaciencia.

Kiki obedeció de inmediato, haciendo uso de sus poderes de telequinesis y aparecieron en la sala principal de la casa de Piscis, donde la resplandeciente armadura los recibió impasible.

- Pero…¡¿está sin la armadura?! – Kanon se enfurió al ver que Marin se había atrevido a adentrarse en el jardín sin protección alguna.

Sin pensarlo dos veces se dirigió hacia el mortal manto de rosas, pisándolas sin miramiento, buscando el cuerpo de Marin, que yacía un buen trecho más adentro. Kiki hizo el ademán de seguirle, pero sus pasos se detuvieron en seco al escuchar la voz de Kanon.

- ¡Kiki, no! ¡Aléjate de aquí! – bramó Kanon, mirando a Kiki de reojo, sin detenerse, extendiendo su brazo para evitar ser seguido.

Cuando llegó a ella la encontró totalmente inconsciente. La levantó en brazos, notando como su cuerpo hervía de calor. Su frente estaba cubierta por una capa de sudor que había humedecido todos sus cabellos y sus ojos, entreabiertos, no mostraban ni rastro de su precioso color castaño.

- ¡Mierda! ¡¿Qué has hecho, Marin?! – gritó Kanon, sin esperar respuesta, cargando con su cuerpo inerte entre sus brazos, apresurándose a abandonar ese maldito jardín.

Continuará