La serpiente y la leona

Estar a dienta no te impide ver el menú

Por: Jenny Anderson.

Disclaimer: Veamos, no soy inglesa, no tengo miles de euros en una cuenta en algún banco, jamás he visto a la reina, no tengo el cabello rubio, creo que es obvio que Harry Potter no me pertenece le pertenece a Rowling y a la Warner, esto es sin fines de lucro,solo de entretenimiento.

Escrito para el Dracothon.

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Cuando tenía 11 años, Hermione estaba segura que nada ABSOLUTAMENTE nada del petulante y engreído Malfoy podía gustarle; ahora con 20 años se daba cuenta de lo equivocada que había estado. No que fuera a ir pregonándolo por ahí. Seguramente Ron dejaría de hablarle y Merlín sabía que el ego de Malfoy ya era lo suficientemente grande.

Pero le era imposible no amar, las pequeñas cosas de Draco Malfoy. Amaba la manera en que Malfoy se refería a sus padres, todo la emoción que ponía no solo en la voz sino también en sus ojos, y no tenía inconveniente en decirlo en voz alta. Malfoy los adoraba y era obvio para todo aquel que prestaba atención.

Hermione amaba la sonrisa del hombre, la sincera. Que no tenía ningún rastro de sarcasmo, la que hacía que se viera mucho más joven de lo que era y que sus pupilas se encendieran, generalmente ella nunca recibía una de esas sonrisas pero las había visto dirigidas hacia la rubia prometida del chico.

Amaba su porte, su andar altivo había cambiado un poco luego de la guerra, ya no miraba por sobre su hombro creyéndose superior a todos, pero seguía manteniendo el porte aristocráticos, los pasos largos y elegantes, la cabeza erguida. Destilaba seguridad en cada paso que daba.

Amaba que no se diera por vencido, que fuera día tras día al ministerio a pesar de la gente que no estaba dispuesta a perdonar y de los que sentían verdadero odio a los sangre limpia.

Pero por sobre todo amaba su sinceridad, el rubio no iba por ahí haciendo caravanas para recuperar la gloria de su apellido, y no le importaba si ella era o no amiga del salvador del mundo mágico a la hora de hacerle ver sus errores. Y lo agradecía infinitamente, sobre todo desde que todo el mundo mágico parecía estar empeñado en pasar por alto sus errores.

Odiaba fijarse en el rubio cuando ella ya tenía a quien mirar, pero suponía que el que uno estuviera a dieta no impedía ver el menú.