EPÍLOGO
LA BENDICIÓN
Siete meses después
Sesshomaru se despertó con un sobresalto. Kagome no estaba a su lado en la cama. Dios, ¿dejaría alguna vez de sentir pánico al no encontrarla a su lado? Lo dudaba mucho. Se apoyó en los codos y escudriñó el dormitorio bajo la tenue luz que filtraba el amanecer. Allí estaba, envuelta en el chal azul, sentada en el diván, ante el fuego. Se mantenía inmóvil. Tan quieta que creería que estaba durmiendo si no tuviera la espalda tan rígida.
No apartó la mirada de ella mientras se levantaba de la cama y se ponía la bata. Notó que movía levemente los hombros, con el ritmo previsible de una respiración profunda. Se acercó muy despacio y se arrodilló en la alfombra, a sus pies. Ella no abrió los ojos, pero él supo que estaba completamente despierta. Tenía una mano apoyada en cada muslo. Él descansó la cabeza en sus rodillas y sintió el suave peso de una mano en sus cabellos. Kagome le peinó con los dedos siguiendo una rítmica cadencia entre sus mechones.
No eran necesarias las palabras. La comunicación fluía entre sus mentes y sus corazones, o eso le parecía a él. Se concentró en saborear aquel precioso instante con ella porque sospechó que estaba a punto de llegar el momento. Todo se hallaba preparado desde hacía semanas. Se habían enfrascado juntos en lecturas de libros especializados, reuniendo todo el conocimiento que pudieron recabar. Ahora solo quedaba dejarse llevar por la experiencia y la naturaleza para recorrer el mismo camino que tantas mujeres seguían desde hacía miles de años. Sin embargo, a él solo le importaba una. La suya. No la presionaría; ella le comunicaría cuándo estaba preparada.
Kagome siguió peinándole con los dedos durante cinco minutos más hasta que se puso rígida bruscamente. Él sintió que tensaba las piernas bajo su mejilla y que apretaba la rígida espalda contra el respaldo. Cerró los dedos sobre su cabello formando un puño.
Permaneció así hasta que pasó la contracción y pudo relajarse.
Alzó la cabeza y la miró. Seguía con los ojos cerrados. Esperó, observando su sosegada respiración en los movimientos de su abultado vientre, donde su hijo aguardaba, a salvo, dentro de su cuerpo. De pronto, ella abrió los ojos y buscó los suyos. Le capturó con su mirada intensamente azul… Era la mirada penetrante de una guerrera.
—¿Sessh?
—¿Sí, mia cara?
—Ha llegado la hora. Ve por el auto, llama al médico. Nuestro hijo nacerá hoy…
Las siguientes catorce horas no fueron precisamente un paseo suave para él, pero no tenía previsto hablar de su lucha porque la fuerza que Kagome exhibió para traer al mundo a su bebé le dejó desprovisto, sometido, humillado a sus pies. Se paró a considerar cómo le había mirado al amanecer cuando le dijo que había llegado el momento. Entonces había pensado que era una guerrera. Era una metáfora muy apropiada porque se había empleado en el combate, tan segura como hubiera hecho cualquier soldado.
Cada vez que la observaba surcar otra contracción había sentido las gotas de sudor resbalando por su espalda mientras ella le apretaba la mano con una fuerza capaz de triturarle los huesos. ¡Su poder era asombroso! Dios, todas las mujeres eran asombrosas por su habilidad para crear una nueva vida. La idea de que se las considerara el «sexo débil» era una auténtica estupidez. Quizá si los hombres que mantenían tal creencia asistieran a un parto, considerarían que sus opiniones no se sostenían y merecían ser revisadas.
Él soltó el aire aliviado cuando la contracción pasó y ella se dejó caer de nuevo entre la camilla. Kagome estaba dando a luz y él permanecía a su lado, ayudándola a sobrellevar cada uno de los dolorosos espasmos a pesar del rechazo del médico y de las enfermeras a permitir que el futuro padre presenciara el nacimiento. Pero no pensaba moverse de allí. Kagome le quería a su lado y él le había prometido que permanecería allí todo el rato.
Era tan raro que ella le pidiera algo que, cuando lo hacía, estaba más que resuelto a darle lo que quería.
—Eres muy valiente, mia cara. —Le secó el sudor y las lágrimas y se inclinó para susurrarle al oído—. No queda nada. —Le apretó los labios contra la frente—. Eres muy fuerte. Respira hondo ahora, antes de que venga otra. —Miró impotente al doctor Ashimoto, que le sostuvo la mirada arqueando una ceja como si estuviera diciéndole:«Me gustaría que se largara de aquí de una vez». Él meneó la cabeza en un definitivo «No».
—Tengo sed —jadeó Kagome, venciendo la tensión y buscando sus ojos, haciendo que se concentrara de nuevo en ella.
—Por supuesto, cara. —Sostuvo un vaso de agua ante sus labios, apresurándose antes de que creciera el siguiente dolor. Solo le dio tiempo a dar dos sorbos antes de que le sobreviniera otra contracción, la más intensa hasta ese momento. Ella emitió un grito angustiado que le rompió el corazón en pedazos.
El doctor Ashimoto se inclinó entre las piernas de Kagome sin perder la calma.
—Ah…, aquí está. Puedo ver la cabeza… Señora Taisho, ha llegado el momento de empujar. Así, querida, tan fuerte como pueda. Su bebé quiere conocerla —canturreó—. Señor Taisho, sosténgala por favor.
Aquello fue lo más duro que hubiera presenciado nunca, pero no se lo habría perdido por nada en el mundo. La sostuvo derecha entre sus brazos, resistiendo sus lágrimas y gritos, sus empujes, odiando que tuviera que sufrir así y deseando poder soportar aquel dolor por ella.
Pero su recompensa llegó en el momento adecuado. Aquellos últimos momentos de intenso dolor que tuvo que padecer Kagome se disolvieron en la máxima alegría cuando por fin les felicitó el doctor Ashimoto.
—¡Enhorabuena! Tienen un hijo.
Kagome nunca había estado más hermosa; él jamás la había visto tan radiante ni había percibido más alegría en ella que en ese momento, cuando sostuvo a su hijo entre sus brazos amorosos. Él solo observó; odiaba romper el embeleso del momento. Se sentía un extraño.
Un poco antes había decidido que lo más prudente era excusarse mientras las enfermeras atendían las necesidades del posparto y bañaban al bebé. Algunas intimidades era mejor dejárselas a las mujeres, después de todo. Kagome tenía el chal azul sobre los hombros. Las oscuras ondas de su pelo azabache se derramaban sobre la camilla de la forma que a él mas le gustaba. Los celestes ojos de su esposa, sin embargo, no se apartaban del bebé que sostenía en brazos. Se limitaba a mirarlo, totalmente encandilada y con reverencial temor. Con un pulgar, recorría la espalda del niño por encima de la manta con que le arropaba.
—¿No vas a acercarte? Estábamos esperándote. —La voz de Kagome era apenas un murmullo, pero acogedora, como si sintiera su vacilación a pesar de que no había alejado la mirada del bebé—. Tu hijo tiene ganas de conocerte.
¡Oh, Dios! ¡Cómo la amaba! Qué bien le conocía… Era capaz de percibir que necesitaba que le tranquilizara, y eso hacía con tanta generosidad. Se acercó al borde de la cama y miró a su hijo. ¡Tenía un hijo! Una diminuta carita rosada rodeada de pelusilla oscura asomaba entre los pliegues de la manta; una mano en miniatura, con cinco deditos perfectos, agarraba el borde de la tela. Lo vio fruncir los labios, succionando el aire mientras soñaba en brazos de su madre. Una corriente de emociones le atravesó; nunca había pensado que pudiera sentirse así.
Habían creado una persona diminuta y siempre estarían unidos por la sangre. Él daría su vida por proteger a esas dos personas. Aquella certeza hizo que le diera un vuelco el corazón.
—Es precioso. Igual que su madre.
—Igual que su padre —le corrigió ella, arrullando al bebé—. Se parece a ti, Sesshomaru
—¿Eso piensas? —Ladeó la cabeza con una sonrisa sin dejar de mirar a su hijo, lleno de orgullo.
—Es así. He estado memorizando sus rasgos. Esa barbilla y esa frente firme son un reflejo de las tuyas. No estoy segura todavía sobre la nariz… —Se interrumpió de repente y alzó la mirada—. ¿Qué te parece si te tumbas en la cama a nuestro lado y le echas un vistazo desde más cerca?
Él se tendió junto a ellos y agradeció sentir la mullida superficie, pues su cuerpo registró de repente los efectos del duro día.
—Y, ahora, tienes que sujetar bien su cuello y acurrucarlo contra tu pecho —anunció ella, transfiriéndole el precioso bulto.
—¿Q-qué haces…? ¿Q-quieres que… le tome en brazos? —balbuceó—. Es d-demasiado pequeño y muy frágil… —Sus palabras decían que se resistía a la idea, pero su cuerpo emitía una respuesta diferente. Tendió las manos para aceptarlo y acercó el bebé a su torso.
—Sí, Sesshomaru, debes sostenerle. Y no es tan frágil.
—Oh… —Puro, inocente y perfecto amor fue lo que sintió por aquella personita nueva que tenía en brazos. Lo amó sin reservas. Rozó con un dedo aquella mano diminuta y el bebé respondió agarrándolo con fuerza—. ¡Dios mío! —jadeó sin aliento—. Tienes razón. No es frágil, siento su fuerza. ¡Es fuerte! Nuestro hijo es fuerte. Eres un hombrecito poderoso, ¿verdad, hijo? —canturreó.
Kagome se rio de él. Una risita feliz y resabiada, pero no le importó. ¡Tenía un hijo! ¡Y se agarraba a él! La vida era buena.
—¿Sabes, Sesshomaru? Vamos a tener que buscar un nombre para esta cosita.
—Solo puedo pensar en un nombre para él, cara.
—¿Cuál?
—¿No lo sabes? —La miró a los ojos—. Creo que sí sabes qué nombre es, Kagome. — Sonrió a la mujer que amaba—. Solo si lo deseas, pero da por hecho que creo que es el nombre adecuado para nuestro hijo y nuestro hijo para él.
Ella se apoyó en su brazo, descansando la frente en su pecho mientras estiraba la mano y rozaba con suavidad la pelusilla sedosa que cubría la cabeza de su hijo.
—Entonces, será Sota. Sota Taisho. Nuestro Sota.
Disfrutaron juntos de la quietud, contentos de verle dormir. El aroma a bebé era pura ambrosía y flotaba en el aire, sobre ellos, cuando resonó de nuevo la voz de Kagome en la estancia.
—Te amo, Sesshomaru. Y amo a nuestro Sota. Loss adoro a los dos.
—Y los dos te adoramos a ti, cara. —La besó en la coronilla—. ¿Qué tal? ¿Estás bien? Hoy has sido asombrosa, valiente, fuerte, magníf…
—… sí, soy perfecta.
Ahora fue él quien se rio.
—Nunca habías dicho nada así antes.
—Pero es cierto, ¿no? Me has preguntado cómo estoy… Pues me siento perfecta. Tengo el hijo perfecto, el marido perfecto, el amor perfecto. —Sonrió con aquella media sonrisa suya.
—¿Lo dices en serio? ¿De verdad? —preguntó él.
—Oh, sí, desde el fondo de mi corazón —repuso ella.
Sesshomaru se convirtió en un fiel creyente en las bendiciones divinas a partir de entonces. Durante los años siguientes, vivió la vida a fondo, pero siguió pensando de su esposa lo que siempre había pensado, pues en su corazón jamás cambió. Kagome siguió siendo para él como lo había sido desde el principio: hermosa y misteriosa, cariñosa y generosa, dejándole sin aliento con aquellos dones suyos que le ofrecía libremente.
Para él lo era todo y más. Kagome era su razón de ser. Había encontrado su pasión, real y perfecta. Sesshomaru Taisho sabía que era un hombre bendito.
...