Disclaimer: Pues por última vez, repetiré eso de que no poseo ni los personajes ni las series. Ojalá.

Bueno, pues último capítulo y última vez que os puedo agradecer tanto el seguimiento con esos comentarios tan bonicos que me dejáis. ¡Sois los mejores! ¡Gracias! =D Y, como siempre, paso a responderos los reviews por aquí:

* brico4899: Yo también espero seguir escribiendo sobre Barry y Caitlin, ¡muchas gracias por todos tus comentarios, de verdad!

* damonftcaroline: A mí Laurel y Cisco me encantaron cuando coincidieron en The Flash, ojalá nos dieran algo en la serie, que además ambos están muy solitos. Bua, maldita sea Julie Plec y sus spin-offs y sus ganas de romper esa química bestial entre Caroline y Klaus. Mira que ya son dos temporadas con ellos separados y sigo sin acostumbrarme.

* Zae: Espero que te lo hayas pasado bien de vacaciones. Y gracias por sacar un ratito para leerme ;)

* Lina: Gracias por el comentario =D Espero que te guste el final.


Capítulo 14

Carry on wayward son

(Sigue adelante, hijo obstinado)

Caitlin no soportaba no saber qué estaba sucediendo, tampoco el llevar tanto tiempo en el hospital. Comprendía que no estaba todavía recuperada, que debía descansar, pero detestaba estar confinada en una cama de hospital, mientras los demás hacían malabarismos para acompañarla. Le gustaba pasar tiempo a solas con Barry, aunque no tanto el sentirse indefensa e inútil.

Además, en aquel momento estaba muy, muy aburrida, pues Cisco acababa de marcharse para comprobar unos documentos junto a Barry. Como nadie podía quedarse con ella, el señor West le había colocado un agente uniformado en la puerta para impedir que el asesino volviera a rematar su trabajo. Por eso, cuando alguien llamó con los nudillos y Thea Queen asomó su agraciado rostro, Caitlin no pudo sentirse más contenta. Le apetecía mucho ver a su nueva amiga y, además, en aquella ocasión parecía estar en paz consigo misma, como si se hubiera olvidado de aquella tristeza que la había estado embriagando en los últimos días.

–Lamento no haber venido antes –le sonrió Thea, sentándose junto a la cama–. Pero nadie me había avisado –se apartó un mechón de pelo del rostro–. ¿Estás mejor?

–Aún duele un poco, pero es peor el aburrimiento.

–Ya me imagino.

–Te veo... mejor –opinó Caitlin, dándose cuenta de que, tras tres días ingresada en el hospital debía de tener un aspecto lamentable. Cuánto añoraba una buena ducha–. ¿Ha pasado algo?

–Mi hermano ha vuelto... pero eso ya lo sabes.

–¿Te ha contado todo?

Thea asintió con un gesto, colocando una mano sobre la de Caitlin.

–Me ha contado todo lo que sabe, pero me gustaría saber qué tienes que contarme tú. Está claro que no te han disparado porque a alguien no le gusta tu elección de canciones –Thea enarcó una ceja–. Cuéntame tu historia, Caitlin.

Y ella así lo hizo. Le habló del descubrimiento del cadáver, de la noche en la que conoció a Barry y como se prestó a ayudarle. También le relató como había ido acercándose a él, que la había interrogado discretamente, aunque le aseguró que, al menos para ella, su amistad era verdadera. Incluso le contó como la habían atacado en más de una ocasión o todo lo sucedido desde que estaba en el hospital. No se calló nada. No le había gustado ocultarle cosas a Thea, a quien le había cogido genuino cariño, así que decidió buscar en cierta manera la redención al contarle absolutamente todo.

Cuando terminó, descubrió que Thea estaba sumida en sus propios pensamientos, ya que su mirada estaba perdida, como si ella no estuviera ahí. Temerosa de que se hubiera enfadado, pues la chica tenía motivos más que de sobra, Caitlin le estrechó los dedos, mientras le aseguraba:

–Te considero mi amiga. Puede que no te haya contado todo, puede que me acercara a ti para descubrir algo, pero te prometo que nunca te he mentido. Te aprecio mucho, Thea. De verdad.

–Ya lo sé. Tú has sido de las pocas que se han preocupado por mí.

–¿Entonces?

–¿Crees que Harrison puede ser el asesino?

–No –declaró, absolutamente convencida–. Barry lo tuvo como sospechoso y lo descartó. Bueno, no hay pruebas que respalden su inocencia, pero nunca le he creído capaz de matar. Además, Barry creyó en su historia y yo confío en su criterio. De hecho, Barry me contó el secreto de Harrison, pero... no puedo contártelo, no es mi secreto. Pero te aseguro que es un buen hombre.

–Eso pensaba yo.

–¿Ocurre algo? Pareces... afectada.

–No, es sólo que... –Thea suspiró, reclinándose en el asiento–. Últimamente veo a Harrison de manera diferente. No, no me refiero a que sospeche de él o que le haya visto hacer algo raro –se adelantó a la pregunta de Caitlin–. Soy yo, más bien. Antes tenía muy claro lo que éramos, representante y representada, después le consideré un amigo y ahora... ahora no sé qué siento por él. No dejo de pensar en Harrison, ¿sabes? Incluso cuando recuerdo que perdió a la mujer amada, me siento triste por él, pero al mismo tiempo es... esperanzador. Creo que soy una mala persona.

Thea agitó la cabeza, entre confusa y apesadumbrada, por lo que Caitlin le sonrió con dulzura, apretándole los dedos suavemente de nuevo.

–El corazón tiene razones que la razón no entiende –le dijo, agitando la cabeza–. Es una cita de Blaise Pascal, era un matemático y filósofo francés. Pero, bueno, eso no viene al caso. Lo que quiero decir es que no eres mala persona, que eres humana y lo que te ocurre es que sientes por Harrison algo más que amistad. A un amigo se le comparte, pero a un amor. A esos los queremos sólo para nosotros.

–Pero no sé si le quiero. He ahí mi dilema: no sé a quién amo, si a Roy o a Harrison.

–Date tiempo, acabarás sabiéndolo.


Se retiró un mechón de pelo, mientras se inclinara para examinar un nuevo cajón de periódicos; sacó unos cuantos, los dejó arriba de los demás y comenzó a hojearlos, mientras pensaba en lo aburrida que era aquella parte. Ojalá hubiera una forma mejor de investigar, algo como introducir palabras clave y que la información se le presentara sola. Desde luego, su trabajo sería muchísimo más rápido.

El ruido de unos tacones repiqueteando contra el suelo le distrajo momentáneamente, aunque Cisco siguió buscando en periódicos antiguos. Esperaba que Barry apareciera pronto, porque odiaba hacer aquel trabajo solo. Era aburridísimo. Entonces notó que alguien se acercaba a él, así que se giró para decirle a su socio que era demasiado lento, cuando las palabras se le trabaron, pues no era Barry Allen quien se había aproximado y le miraba con una sonrisa en los labios. En su lugar, era Laurel Lance quien se encontraba a su lado, tan preciosa como siempre.

–Tengo entendido que necesita ayuda, señor Ramon –murmuró, acariciando con la punta de los dedos los periódicos–. Su socio me ha llamado para pedirle información y, de paso, me ha contado que usted se encontraba aquí. Así que he pensado que podría ayudarle. Es lo menos que puedo hacer por usted después de lo de ayer.

–No es necesario, señorita Lance. Además, imagino que tendrá que trabajar.

–Lo bueno de no faltar nunca a mi trabajo es que, de vez en cuando, me puedo permitir coger un día libre... sobre todo para echarle la mano a un amigo.

–Así que somos amigos.

–Hemos bailado, pasado la noche juntos y casi morimos juntos anoche, así que creo que tenemos cierta confianza como para llamarnos amigos –intercambiaron una sonrisa, antes de que la señorita Lance se retirara un mechón de pelo detrás de la oreja, mientras se inclinaba sobre los periódicos que Cisco había apilado encima del todo–. ¿Y qué está buscando exactamente?

–Una aguja en un pajar –suspiró, echando la cabeza hacia atrás. La mujer seguía con los labios ligeramente curvados, aunque se la veía interesada, por lo que añadió–. Barry cree que Ray Palmer le ha mentido sobre su familia y nos gustaría saber cuál fue la verdad y por qué ha mentido –Cisco volvió a suspirar–. Pero no tengo ninguna pista en firme, salvo que debió de sucederle algún tipo de desgracia, así que estoy revisando todos los periódicos... uno a uno... sin saber en qué día o mes o año buscar. Como he dicho: una aguja en un pajar. ¿Qué?

La señorita Lance se había quedado muy quieta, como si hubiera caído en la cuenta de algo. De hecho, frunció el ceño con aire pensativo, mientras acariciaba la portada del diario, en especial el nombre y la fecha de aquella edición en concreto.

–Yo he visto uno de estos.

–Bueno, son periódicos, es normal.

–No, no, me refiero a uno de estos antiguos –señaló el sello que había en una esquina, el cual indicaba que era parte de la hemeroteca de Starling City–. Recuerdo esto... –alzó sus ojos verdes en dirección a Cisco, mientras su piel iba palideciendo por momentos–. Vi una copia de un periódico viejo en casa de Tommy.

Intercambiaron una mirada, sabiendo exactamente lo que pensaba el otro. Por algún motivo que todavía desconocían, Tommy Merlyn había sido asesinado por la misma persona que Sara Queen... y podía haber sido perfectamente por algo que leyó en ese periódico. Cisco hizo un gesto para que mantuvieran la calma, aunque la expresión de la señorita Lance dejaba claro que le iba a resultar muy difícil. Por eso, intentó que sus ánimos se apaciguaran un poco, diciéndole:

–¿Recuerdas algo de esa edición?

–El año –asintió con un gesto–. Tenía que ver con la muerte de su madre. A ver... –la mujer hizo un ademán, antes de pasarse las manos por el pelo, echándoselo hacia atrás–. Tommy le pidió a Harrison que le hiciera un favor a su padre, pero la reunión no fue nada bien y eso le sorprendió. Nunca había visto a Harrison tan enfadado como aquella vez y Tommy supo que tenía que ver con su padre. Eso, a su vez, provocó que volvieran a pelearse, llevan sin tener una buena relación desde que murió su madre, Rebecca.

–Ajá... –la animó a continuar con un gesto.

–Durante esos días Tommy estuvo muy melancólico y no ayudó que Sara muriera. No podía dejar de pensar en su madre, de echarla de menos. Me comentó lo mucho que la extrañaba y que su padre había destruido cualquier fotografía que había de ella, así que... ¡Su esquela! –exclamó de pronto–. ¡O la noticia de su muerte! Ahí tuvo que haber alguna fotografía de Rebecca Merlyn.

Como la señorita Lance recordaba el día del asesinato de Rebecca Merlyn, no tuvieron problemas en localizar los periódicos que hablaban sobre su muerte. Encontraron la noticia en dos de los diarios de Starling City, así que se los llevaron a una mesa para leerlos con tranquilidad. Cada uno cogió un ejemplar, sumiéndose en silencio, mientras buscaban cualquier tipo de noticia o fotografía que pudiera hablar de los Palmer o de alguno de los múltiples sospechosos que tenían.

Al cabo de un rato, la señorita Lance ahogó una exclamación.

–¡Madre mía! –abrió mucho los ojos, arrastrando el periódico sobre la mesa en dirección a Cisco, que frunció el ceño–. Tiene que leer esto, señor Ramon. Léalo y dígame que no me estoy imaginando nada.

Cisco se fijó en la noticia que le señalaba la señorita Lance.

–Joder...


Después de hablar con el señor Palmer, tuve un pálpito, así que, tras pasar por mi despacho para pedirle a Cisco que fuera a la hemeroteca, fui derecho al despacho que ahora compartían el señor Queen y la señorita Smoak en las oficinas de Industrias Queen. Había pasado la hora de comer cuando llegué, así que mi estómago rugía dejándome muy claro que no estaba nada contento, pero por suerte encontré a ambos. Los dos compartían una mesa entre sonrisas y gestos cariñosos, aunque se contuvieron al verme aparecer por la puerta.

–Señor Allen –me saludó la señorita Smoak, ligeramente sorprendida–, ¿ha descubierto algo importante? Bueno, claro que lo ha hecho, ¿no? De ahí su aparición dramática y tan súbita. Debería callarme y dejarle hablar, ¿verdad?

El señor Queen curvó un poco los labios, apoyando su mano sobre la de ella.

–En realidad, no tengo nada en firme, pero creo que usted puede ayudarme –me dirigí hacia el hombre, mientras me apoyaba en el escritorio. Vacié mis pulmones, antes de tomar aire–. He estado hablando con Ray Palmer... Gracias por conseguirme la cita, por cierto –miré a la señorita Smoak, que me sonrió alegremente–. He descubierto que su padre era Philip Palmer, no es que me suene el nombre, pero creo que era inventor como él. Sin embargo, el señor Palmer nunca habla de él, ni de su familia y de hecho me ha contado una triste historia de huerfanitos muy propia de Charles Dickens.

–Puede que sólo quiera darse importancia –dijo la señorita Smoak, ladeando la cabeza–. Es mucho más impresionante construir algo desde la nada que ser parte de un legado, ¿no creéis?

–O puede que no –tercié, acompañándome de un ademán–. Según la nota de Sara lo que le pidieron era aquel arma, aquel invento llamado...

–Alfa Omega –me ayudó el señor Queen.

–¿Qué sabe sobre el Alfa Omega?

–Yo nada –admitió, pesaroso–. Ya le dije que creía que era una leyenda, no sabía que Sara lo había estado custodiando hasta que me enseñó su diario, ¿recuerda? Aunque... –el señor Queen se pasó una mano por su corto cabello castaño, pensativo–. Creo que puede ayudarnos alguien. No es que quiera recurrir a ella, pero creo que el riesgo merece la pena.

–Oh, otra vez –se lamentó la señorita Smoak.

–Será la última vez –en ese momento comprendí que el señor Queen estaba planeando recurrir a Amanda Waller, por lo que fui a protestar. Si ya habían acabado con ella, mejor dejar las cosas como estaban. El hombre debió de notar mis reparos, ya que añadió–: Conocía a Sara muy bien y sé que no hubiera llevado algo como el Alfa Omega al encuentro en el que la mataron, era un seguro. Puede que por eso la mataran o sólo querían acabar con ella y el Alfa Omega era una distracción. No lo sé. Pero lo que sí sé es que sigue escondido en alguna parte de esta ciudad.

–No estará en vuestra casa, sería demasiado peligroso sobre todo para Thea y Moira –dedujo la señorita Smoak, apretando los labios levemente–. ¿Nyssa?

–No. Por mucho que confiara en ella, por mucho que la quisiera, no dejaría algo así cerca de un hombre como Ra's al Ghul –el señor Queen negó con la cabeza, echándose hacia atrás en la silla–. Debe de ser un lugar que nadie pudiera descubrir por casualidad, pero que yo pudiera hallar si así lo quisiera.

–¿Y una cámara de seguridad en un banco? –pregunté, consiguiendo que ambos me miraran con fijeza, lo que me hizo sentir un tanto incómodo. De hecho, me vi obligado a añadir–: Es un lugar muy bien protegido, es difícil tener acceso y, si usó otro nombre, nadie puede relacionar a Sara Queen con la cámara. Bueno, al menos me parece que es lo que más lógica tiene.

–Felicity.

–Estoy en ello –la mujer se inclinó sobre la mesa para descolgar el auricular del teléfono, mientras decía–: Tanto vuestras cuentas personales como las de Industrias Queen están en el Banco Central de Starling City, así que debió de haberla abierto en el Latern. Por suerte, tengo un amigo ahí que nos puede echar una mano, aunque... Bueno, deberíamos saber a qué nombre está la cámara de seguridad.

–Prueba con Ta-er al-Sahfer.

La señorita Smoak asintió, antes de marcar el teléfono y hablar con su amigo. Unos instantes después, cuando colgó, se quedó mirando al señor Queen con evidente sorpresa en el rostro.

–Hay una cámara a ese nombre y la única persona autorizada para entrar, además de la dueña, eres tú, Oliver –se puso en pie para coger su bolso, dejando claro que nos iba a acompañar al banco sí o sí–. ¿Cómo has sabido cuál era el nombre correcto?

–Significa "el canario" en árabe. Era como Nyssa llamaba a Sara.

–Todos los espías sois unos sentimentales –sonrió la señorita Smoak.

Los tres abandonamos las oficinas para acabar dentro de una impresionante limusina que condujo el señor Diggle. Al parecer, con Amanda Waller neutralizada, había recuperado su trabajo de guardaespaldas y hombre de confianza del señor Queen en lugar de vigilar a su hermana. No quise decir nada, pero yo le habría dejado custodiando a la señorita Queen hasta que se resolviera el caso. Yo, por mi parte, me había encargado de que un policía vigilara la habitación de Caitlin en el hospital. Ese maldito cabrón no iba a hacerle más daño.

La visita al banco fue breve, ya que el señor Queen tenía autorización para entrar en la cámara de seguridad que había contratado Sara. Cuando regresó al vehículo, llevaba una cajita entre las manos. La manipulaba con sumo cuidado, como si temiera lo que pudiera pasar si era demasiado brusco.

–El Alfa Omega está dentro. Se lo daremos a Amanda a cambio de información.

–Oliver, ¿de verdad crees que es buena idea? –preguntó Diggle.

–Amanda Waller no es santo de mi devoción, ya lo sabes, pero sé que se encargará de que el Alfa Omega no caiga en malas manos. Además, si el señor Allen tiene razón, necesitamos pruebas para poder encarcelar a Palmer –el señor Queen me miró–. Porque cree que esto lo inventó el padre de Ray Palmer, ¿verdad?

–Si Philip Palmer creó el Alfa Omega, Sara lo habría asesinado para evitar que pudiera replicarlo y ese sería un buen móvil del asesinato de Sara. La venganza –me volví hacia la ventanilla, perdiéndome en las calles de Starling City, mientras recordaba la última conversación con Harrison Wells–. Cualquiera querría vengar a sus padres, creedme.

Me pregunté si, al ver a Malcolm Merlyn, sería capaz de mantenerme frío, del lado de la justicia como había hecho durante toda mi vida. El vacío por la ausencia de mi madre era una herida que aún supuraba, que me escocía como ninguna, sobre todo porque mi padre seguía en prisión siendo inocente. Y, al parecer, todo era culpa de aquel maldito hombre que respondía al nombre de Malcolm Merlyn. Era pensar en él y sentir que la ira me embriagaba, que era más poderosa que la razón.

–La venganza no lleva a ninguna parte –el señor Queen me miraba–, salvo a la oscuridad. La justicia es lo que de verdad nos hace sentir mejor.

–No se preocupe, no me volveré loco... espero.

La señorita Smoak me cogió la mano con cariño, en silencio, pues no hacía falta nada más.


El lugar del encuentro fijado por Amanda Waller era la misma fábrica abandonada en la que casi habían atacado a mi socio y a la señorita Lance. Me sentí un tanto extraño al entrar ahí en compañía de aquel curioso trío, aunque no me sentí amenazado: sentía el reconfortante peso del revólver en la funda sobaquera, sabía que el señor Diggle iba armado y también que el señor Queen era prácticamente una máquina de matar si se veía amenazado.

Eso sí, Amanda Waller era una mujer que infundía respeto, como si con una sola mirada pudiera convertirte en piedra y sin el espantoso peinado de la Medusa mitológica. Era alta, envarada y llevaba un elegante traje de color crema que resaltaba el tono chocolate oscuro de su piel. Sus ojos eran negros, dos pozos profundos en los que uno podía caerse... y quizás acabar en el Infierno.

–Había esperado no volver a verte, Oliver –fue su frío saludo.

–La alegría es la misma por ambas partes, Amanda –dijo él, antes de mostrarle la caja que llevaba entre las manos–. Sin embargo, ambos vamos a salir beneficiados de esta reunión que, espero, sea la última.

–Eso es...

–El Alfa Omega. Sara lo custodiaba, pero creo que ya lo sabías –ante las palabras del señor Queen, la mujer asintió casi imperceptiblemente–. Es todo tuyo, Amanda, pero a cambio necesitamos información sobre él –me señaló vagamente con la cabeza–. Este es el señor Allen, es un detective que contraté para averiguar quién asesinó a Sara. Tu agente. Si respondes a sus preguntas, seremos capaces de resolver su asesinato, algo que, creo, te interesará.

–Sara era un activo muy valioso. Está bien, responderé a vuestras preguntas.

–¿Tiene algo que ver el Alfa Omega con un hombre llamado Philip Palmer? –inquirí.

–Philip Palmer fue el inventor del Alfa Omega –asintió la señora Waller, cruzando los brazos sobre el pecho; su frialdad se resquebrajó en cuanto pronunció aquel nombre–. También era un traidor. No desarrolló aquella monstruosidad para nosotros, sino que lo hizo para los alemanes. Si no hubiera enviado al Canario a hacerse cargo tanto de él como de su maldito invento, el rumbo del conflicto habría sido muy diferente. Seguramente ninguno de nosotros estaríamos hablando ahora o vivos.

–¿Ray Palmer, el director de Tecnologías Palmer, es su hijo?

–Así es, pero le hemos estado vigilando y no ha mostrado ningún comportamiento fuera de lo habitual –me confirmó–. No creo que él haya asesinado a Sara. No creo ni que sepa que ella asesinó a su padre. De hecho, por lo que hemos visto a lo largo de los años, el señor Palmer se avergüenza de su padre.

–Por eso no habla de él, porque era nazi –musitó la señorita Smoak.

–Pero sigue siendo su padre –tercié yo, completamente convencido–. Estuvo las dos noches clave, se acercó al señor Queen y sigue conservando una fotografía de su familia. Puede que se avergüence de la traición de su padre, no lo sé, pero os aseguro que le sigue queriendo. Además, es un genio como se encarga de repetir en cada aparición pública que tiene, así que bien pudo averiguar la verdad –entonces recordé que en la fotografía había más personas además de padre e hijo–. ¿Qué ocurrió con la madre y el hermano?

–Murieron durante el conflicto. Estuvieron en un campo de concentración, aunque no como prisioneros. Vivían ahí junto al señor Palmer –respondió la señora Waller, encogiéndose de hombros como si aquello no importara lo más mínimo–. He de admitir que nunca quedó muy claro si fuimos nosotros o fueron los alemanes. Sólo sé que se separaron cuando Ray Palmer se alistó. Fue enviado a Pearl Harbour, así que perdió el contacto con su familia, hasta que supo lo que había sido de ellos.

–¿Pudo Sara haber acabado con todos?

El silencio de Amanda Waller me confirmó que era más que posible, por lo que supe que Ray Palmer era el asesino al que estaba buscando y que, a pesar de todo, estaba vengando a su familia.


Cuando escuchó el quinto tono del teléfono, Ray colgó el auricular con tanta fuerza que estuvo a punto de romperlo. Algo no iba bien. Sintió la ansiedad devorándolo por dentro, así que se pasó una mano por el cuello, notando que estaba empezando a perder el control. Se obligó a calmarse. Él no perdía el control, era demasiado listo como para hacerlo, era demasiado listo como para que averiguaran la verdad. Por eso, debía tranquilizarse, ya que la calma era lo que le haría salir de esa airosamente.

Se puso la chaqueta, se ajustó la corbata y comprobó que llevaba el negro cabello tan impecablemente peinado como siempre. Después, abandonó su despacho como lo haría en cualquier otro momento, sonriendo encantadoramente a la recepcionista y caminando con normalidad. Nadie debía sospechar nada, nadie debía notar que, en el fondo, estaba preocupado y temía por su futuro.

Una vez en la calle, sabía a dónde tenía que dirigirse sin la menor dilación. Si no había encontrado a la última pieza del puzzle todavía sólo podía significar una cosa: estaba en el Verdant.


La cita había ido bien. Habían paseado, comido un helado y hablado como antes de que la mala reacción de Roy ante el embarazo se interpusiera entre ellos. Sin embargo, Thea seguía teniendo la sensación de que algo se había roto entre ambos y no sabía si podría repararse... o quizás no quería admitir que, a veces, cuando algo se fragmentaba no podía volver a ser como antes a pesar de todos los esfuerzos. Mientras regresaban al Verdant, a su lugar especial, el lugar donde se habían conocido, Thea no podía dejar de pensar en Harrison y en la vez que se habían quedado a solas en el despacho que había sido de Tommy.

Quizás en el fondo sí que sabía lo que quería, pero no era lo suficientemente valiente como para querer ser consciente de ellos.

Quizás no importaba lo que quería, porque una vida dependía de ellos.

A fin de cuentas Roy era el padre de su hijo, no Harrison.

Roy la condujo a través del callejón hasta la puerta trasera del Verdant. No dejaba de sonreír, ni de acariciarla y ella le devolvía los gestos, aunque no estaba al cien por cien con él. Se obligó a olvidarse de Harrison, iba a ser lo mejor para todos. Además, no estaba segura de si él podría quererla de verdad: a fin de cuentas, ya había amado tanto a alguien que aún le dolía.

–No sabía que fueras tan romántico, Harper –sonrió un poco, deslizando un dedo sobre el brazo de Roy con aire juguetón–. Sólo le faltan las cucarachas para ser perfecto –bromeó, haciéndole reír.

–Tengo las llaves del Verdant –se las mostró, haciéndolas tintinear delante de ella–. Y hoy está cerrado, así que podemos tenerlo sólo para nosotros. ¿Qué me dice, señorita Queen? ¿Entramos, ponemos algo de música y bailamos un poco los dos solos?

Como ella asintió, risueña, Roy la cogió de la mano para conducirla al interior. Al estar dentro, la soltó un momento para cerrar la puerta, momento que aprovechó Thea para abalanzarse sobre él y, tras colocar las manos a ambos lados de su rostro, besarle apasionadamente. Cuando se separaron, Roy la miró con evidente sorpresa, pero no pudo decir nada porque la pasión debió de vencerle; la cogió en brazos, volviendo a besarla como si ya no importara nada. Así, la llevó hasta el vestuario, otro de los lugares donde se habían besado a escondidas.

Thea notó el fuego naciendo en su interior, arrasando con todo salvo con aquel deseo de tocar a Roy y que Roy la acariciara a ella. Se sentó a horcajadas sobre él, devorando sus labios con desesperación, como si los necesitara para respirar, mientras sus manos recorrían el fuerte cuerpo del joven. Se aferró a él poderosamente, disfrutando del contacto...

–¡Ay! –siseó de pronto Roy.

Thea se apartó con un respingo, preocupada, pero él sólo sonrió, cogiéndole una de sus manos con delicadeza, al mismo tiempo que le quitaba importancia con un gesto. Entonces se inclinó sobre ella para lamerle el lóbulo de la oreja, antes de susurrarle al oído:

–No te preocupes, estoy bien.

–Pero te he hecho daño...

–Tengo una herida en el costado, pero no pasa nada –le aseguró.

La sangre de Thea se le congeló en las venas, pues en apenas un segundo fue capaz de armar el puzzle. No, no podía ser. Dejándose llevar por el instinto, fingió que no estaba inquieta y volvió a besar a Roy, deslizando los dedos por el corto cabello castaño de Roy. Después le besó la base del cuello, aunque le daba la sensación de no estar haciendo nada de eso, como si estuviera fuera de su cuerpo viéndolo todo. Se obligó a entregarse al papel, a que Roy no sospechara nada, lo que no le iba a resultar difícil pues, al fin y al cabo, era una gran actriz.

–Entonces no te tocaré ahí –dijo con aire juguetón, antes de desabrocharle los botones de la camisa. Con delicadeza se la quitó, acariciando con la yema de los dedos sus musculosos brazos. Se fijó que una venda le cubría el tronco, sosteniendo un apósito a un lado; también reparó en que se apreciaba una mancha ligeramente escarlata–. Ay, madre mía, te he hecho sangrar.

–Tranquila, Thea, no es nada.

–¿Pero cómo te lo has hecho? ¿Has estado boxeando?

–Exacto. Como ya te he dicho, no es nada.

–Pero hay sangre. Será mejor que te cure.

Bajó al suelo, mostrándole una sonrisa, como si nada ocurriera, como si no sospechara de él. Durante un momento, se replanteó el salir corriendo, pero no podía hacerlo. Necesitaba comprobar que se equivocaba, que Roy no era el que había disparado a Caitlin. Además, no había compartido con él que sabía todos los pormenores del caso, así que estaría a salvo igualmente. Agitó la cabeza, ¿pero cómo podía pensar algo así? Llevaba saliendo con Roy meses, le conocía bien y le había querido muchísimo, ¿cómo podía incluso el replantearse que pudiera herirla? Aunque hubiera asesinado a Sara y Tommy, algo que definitivamente no podía ser, nunca le haría daño a ella.

Sabía donde guardaban el botiquín en los vestuarios, así que fue al pequeño armario que había detrás, en el baño, y sacó todo lo necesario. Roy insistió en que no era necesario, pero ella, al regresar junto a él, se puso en cuclillas para atender la herida. Le quitó las vendas, descubriendo un agujero ensangrentado.

Un agujero de bala.

El mundo comenzó a dar vueltas, pero tenía que seguir con la actuación.

–¡Roy! ¡Esto es un disparo! –fingió escandalizarse, abriendo mucho los ojos–. ¿En qué lío te has metido ahora? ¿No habrás vuelto a intentar proteger a una ancianita a la que estaban atracado o algo así? Porque te tengo dicho que no tienes que ponerte en peligro –le riñó, apretando el algodón con alcohol para hacerle daño. Roy siseó, encogiéndose un poco–. ¡Tienes que dejar de hacer eso!

Thea tiró el algodón a un lado, intentando pensar qué hacer a continuación. No obstante, Roy alargó sus manos para coger las de ella, atrayéndola hacia él. La joven se apartó un poco, reacia, pero el chico le sostuvo el mentón para poder besarla. Fue un ósculo prolongado, suave, profundo... y Thea sólo quería vomitar, apartarle de un empujón, pues tuvo claro que el hombre al que había amado había sido el que había masacrado a parte de su familia. Aunque, si quería salir de aquella con vida, debía de actuar lo más inteligentemente posible, ya que estaba a solas con un asesino en el Verdant.

Cuando se separaron, Roy la mantuvo cerca de él, mirándola a los ojos, por lo que Thea le devolvió una sonrisa arrobada. Se quedaron en silencio unos instantes, hasta que Roy lo rompió con una triste pregunta:

–Lo sabes todo, ¿verdad?

–No sé a qué te refieres.

–Siempre has sido una gran actriz, pero te olvidas que conozco tus besos.

Thea no se lo pensó dos veces. Se echó hacia delante, propinándole un potente cabezazo, algo que Ollie le había enseñado a hacer siendo niña. Roy cayó hacia atrás, presa de la sorpresa, algo que ella iba a tener que utilizar. Por eso, a pesar del fuerte dolor que le inundaba la testa, echó a correr hacia el pasillo. Tenía que salir de ahí. En vez de dirigirse hacia la salida trasera, lo hizo hacia la sala: si abandonaba el Verdant por la puerta principal, la calle estaría llena de gente, no como el callejón.

–¡THEA!

Antes de que pudiera alcanzar las escaleras que la conducirían a la planta principal, Roy se le echó encima, tirándola al suelo. Ella no pudo evitar gritar, asustada, mientras intentaba liberarse. Empezó a dar manotazos a diestro y siniestro, también patadas, lo que fuera para apartar a aquel maldito hombre de ella.

–¡Suéltame!

–Yo no quería esto. Yo... no tengo nada contra ti, Thea, pero... es que no pienso ir a la cárcel por hacer justicia.

Roy le pegó un bofetón tan fuerte que Thea se golpeó la cabeza contra el suelo, por lo que se quedó atontada durante un par de segundos. Fue tiempo más que suficiente como para que el joven se pusiera sobre ella, inmovilizándola con tanta fuerza que hasta le hizo daño. El corazón le iba a mil. Sabía que estaba en peligro, que Roy no la iba a dejar con vida, algo que debía impedir.

–Si me matas, sabrán que eres tú.

–O no, no, para nada. ¿Ves estas heridas que me has hecho? Diré que me las hizo el asesino, mientras intentaba protegerte... –Thea liberó una de sus manos y le arañó los ojos sin compasión, por lo que Roy gritó–. ¡Ahhhh, maldita seas, Thea! ¡Quédate quieta! –le volvió a golpear–. No quiero hacerte daño, pero me estás obligando. Pero, no te preocupes, te quiero, Thea, así que no te haré sufrir.

–¿Y qué pasa con nuestro hijo?

–Eso también lo voy a lamentar, pero no me dejas otra opción. No voy a ir a prisión.

–Si no la sueltas, irás al Infierno.

El corazón le dio un vuelco al escuchar la voz de Harrison. El hombre acababa de bajar por las escaleras, apuntando a Roy con una pistola. Éste último se sorprendió tanto, que aflojó ligeramente la presión que estaba ejerciendo sobre Thea, así que ella pudo agitarse y clavar su rodilla en la entrepierna del joven. Roy soltó un gemido, aunque no por eso ella se detuvo: le arreó una patada en el pecho, apartándolo de ella, antes de ponerse en pie y situarse detrás de Harrison.

–Thea, ve a mi despacho y llama a la policía –le dijo el hombre.

Ella fue a obedecer, cuando escuchó la voz de Roy:

–¡No! Si lo haces, perderás a tu querido representante, Thea –el joven sacó un revólver de su espalda y apuntó con él a Harrison–. Ya he matado antes. Volveré a hacerlo. Te quitaré a otro ser querido, salvo que dejéis irme.

–No –gruñó su representante.

–Harrison, tu vida es más importante. La policía dará con él tarde o temprano...

–Yo no contaría con eso –una nueva voz masculina les llegó a sus espaldas. Thea se giró para ver como Ray Palmer bajaba les escaleras con rapidez, portando su propia arma. Al parecer todos tenían una, menos ella. Maldijo por lo bajo, al mismo tiempo que el señor Palmer proseguía–: Sin embargo, todos podemos salir ganando. El señor Harper y yo nos marcharemos, nadie nos encontrará jamás, y ustedes pueden seguir con vida. Ya se han perdido unas cuantas, ¿no creen? No tiene por qué morir nadie más.

–Sabes que ellos tienen que morir, sobre todo ahora que estás aquí –dijo Roy con voz fría, pero también cansada–. Has conseguido mucho, Ray. Tienes un nombre, una empresa, una fortuna que crecerá, fama... No voy a permitir que renuncies a todo eso, no por mí. Les mataremos y nadie sabrá lo que ha sucedido aquí.

Mientras Roy había hablado, Harrison le había dedicado una mirada a Thea, que ella supo comprender al instante. Habían trabajado juntos lo suficiente como para poder entenderse sin necesidad de palabras. Por eso, Thea se acercó a él, como si el miedo guiara sus actos y sólo quisiera sentirse protegida. Ninguno de los otros dos le dio importancia a su gesto, sobre todo porque el alto cuerpo de Harrison la cubría desde el punto de vista de Roy y su propia espalda impedía que el señor Palmer viera que, en realidad, estaba cogiendo una pistola que Harrison llevaba en la cintura del pantalón, disimulada por la chaqueta del traje.

–No puedes matar a la chica, Roy. ¡Está embarazada de ti, por el amor de Dios! –exclamó el señor Palmer–. Eso es más importante que mis logros. Un hijo es el mayor logro de todos.

–Ya la he perdido, Ray, nunca tendré a ese hijo.

Harrison la miró de nuevo y Thea asintió. Le temblaban las manos, pero se obligó a calmarse. Había tenido que aprender a disparar para interpretar a una espía en una comedia romántica que había rodado un año atrás, así que podía hacerlo. Pero el joven que tenía delante no dejaba de ser Roy. Roy, del que se había enamorado. Roy, que la había besado a escondidas. Roy, que había sido su primera vez... El padre de su hijo.

El asesino de Sara.

El asesino de Tommy.

El que había intentado matar a Caitlin.

Al recordar la imagen de Sara pálida como una muñeca de porcelana y confinada para toda la eternidad en un ataúd, la rabia pudo al dolor. Roy era todo eso, pero sobre todo era el hombre que no sólo estaba amenazando su vida, sino la de su hijo y la de Harrison, algo que no podía permitir.

–Uno, dos, tres –susurró Harrison.

Los dos se movieron como si estuvieran sincronizados: mientras el hombre se giraba para disparar al señor Palmer, ella levantó el arma y lo hizo contra Roy. Thea no pudo comprobar si acertaba, pues Harrison la agarró y tiró de ella hasta acabar en la habitación que había a su izquierda. Era el almacén, lleno de estanterías y todo tipo de bebidas. Harrison cerró la puerta, colocando cajas detrás de ella a modo de parapeto, por lo que Thea le ayudó.

–No hay salida –le recordó, angustiada.

–Ya lo sé, pero era nuestra única opción –suspiró Harrison, apilando pesadas cajas–. De momento hemos ganado algo de tiempo... Esperemos que sea suficiente, que alguien acuda en nuestra ayuda... o ellos decidan huir.


Ray Palmer no estaba en su oficina. Cuando le preguntamos a su secretaria, la chica no supo responder dónde podíamos encontrarlo, lo que hizo que todos nos inquietáramos lo que no estaba escrito. Los tres intercambiamos una mirada de preocupación, mientras regresábamos a la calle. Desde luego, no era nada bueno que el principal sospechoso hubiera desaparecido.

–No creo que vaya a buscar a Caitlin al hospital –dije, al mismo tiempo que me dirigía a la cabina de teléfonos más próxima–. Está bajo protección policial, así que sería como entregarse y el señor Palmer, por desgracia, no es tonto.

–Lo más lógico es pensar que esté intentando abandonar la ciudad –observó Felicity, colocándose bien las gafas con la punta de un dedo–. Al menos, es lo que yo haría si fuera un vil asesino y me viera con el agua al cuello. Eso, o terminar con todos los posibles testigos, pero ya no queda nadie, ¿no?

–Roy Harper –dijo Oliver.

–Esperad un momento... ¡Ay, madre mía! ¡Volvamos al coche! ¡YA!

El elegante y largo vehículo de la familia Queen nos aguardaba muy cerca, donde el señor Diggle esperaba detrás del volante. En cuanto estuvimos acomodados en los asientos, tomé aire y pasé a explicarme, ya que sabía que los demás no entendían mi reacción. Al fin y al cabo, no estaban en mi cabeza y no habían caído en la cuenta de lo mismo que yo.

–Vamos a ver. Según nuestra más que probable teoría, el señor Palmer intentó acabar con Caitlin para que no relacionara el mechero con él. ¿Pero por qué? Quiero decir, que Caitlin hubiera usado su mechero, no indica que el señor Palmer hubiera asesinado a Sara Queen. Sin embargo, lo que sí que consigue el testimonio de Caitlin es relacionar muy, muy ligeramente al señor Palmer con el señor Harper. Fue Harper quien tenía el mechero a fin de cuentas. Creo que no pensó en el mechero hasta que Caitlin empezó a trabajar con Cisco y conmigo y, después, se pusieron paranoicos, de ahí que atacaran a Caitlin incesantemente.

–Crees que el señor Palmer está trabajando con el señor Harper –resumió la señorita Smoak con un hilo de voz–. Tiene sentido... –la mujer frunció el ceño con aire pensativo–. Aunque no entiendo la naturaleza de su relación.

–Quizás Palmer pagó a Harper por sus servicios –apuntó el señor Diggle.

–Eso ahora mismo no importa –terció el señor Queen, tan tenso que el traje parecía habérsele quedado pequeño–. Thea tenía una cita con Harper hoy. Si Palmer ha acudido en su búsqueda, va a acabar en el medio... y no creo que eso pueda terminar bien –el hombre se pasó una mano por el pelo, nervioso–. Tenemos que encontrarles antes que el señor Palmer. ¿Pero dónde pueden estar? –cerró los ojos un momento, pensativo–. John, vamos al Verdant. Se conocieron ahí. Si quieren recuperar lo perdido, es un buen lugar donde comenzar.

–Tenemos que avisar a Joe. Será mejor contar con apoyo policial –les recordé.

–Debería inventarse un teléfono que cupiera en el bolso, así podríamos llamar desde cualquier lugar –la señorita Smoak entrecerró los ojos, pensativa–. ¡Vaya! ¡Es una gran idea! –exclamó, antes de hacer una mueca–. Y no debería haber dicho eso, porque no es el momento... Perdón.

–No pasa nada, Felicity –el señor Queen le cogió la mano con delicadeza para besarle los dedos .

Después, el silencio se hizo, mientras el coche atravesaba la ciudad para ir a los Glades. Una vez ahí, hallamos el vehículo blanco que debía de pertenecer a Ray Palmer, ya que la matrícula tenía su nombre. Qué hortera de rico, por favor. Sin embargo, al saber que no nos habíamos equivocado, nos dividimos las tareas: enviamos a la señorita Smoak ha llamar a la policía y, también, a localizar a Cisco por si podía acudir a ayudar; y nosotros tres nos dividimos tras que comprobáramos que todos íbamos armados, ya que el señor Diggle acudió por la puerta trasera, mientras que el señor Queen y yo entramos al Verdant por la principal.

En cuanto cruzamos el umbral, oímos disparos, así que los dos empuñados nuestras respectivas pistolas y seguimos el sonido. Atravesamos la sala para bajar al piso inferior, donde estaban las entrañas privadas del Verdant. Una vez ahí, comprobamos que nuestros dos sospechosos estaban intentando derribar una puerta: el señor Harper completamente fuera de sí, mientras que el señor Palmer parecía superado por las circunstancias.

–Deberíamos marcharnos, Roy. La situación cada vez se descontrola más...

–¡No! ¡No vamos a dejar Starling City otra vez! ¡Es nuestra maldita ciudad!

El señor Queen y yo comprobamos que el señor Diggle también se aproximaba, así que decidí tomar la iniciativa. Sin dejar de apuntarles con el revólver, me aclaré la garganta y hablé con gélida suavidad:

–Bajen sus armas, están rodeados.

Los dos hombres se quedaron muy quietos, aunque Harper no tardó en dar un respingo y girarse hacia nosotros, apuntándonos. Era más que evidente que había perdido completamente el control tanto de la situación como de sí mismo. No obstante, Palmer no tardó en bajar su arma, resignándose.

–Somos tres contra dos, tienen todas las de perder, sobre todo porque está muy, muy nervioso, señor Harper –dije con suavidad, mostrándole mi pulso perfecto–. Baje su arma, deje que les detenga y nadie más tiene por qué morir.

–¿Dónde está mi hermana? –preguntó el señor Queen.

–Vamos a calmarnos todos –intervino el señor Palmer, antes de agacharse y depositar su pistola en el suelo; la apartó de él con el pie, mientras levantaba las manos–. Su hermana se encuentra ahí dentro, está bien y junto a Harrison Wells. Y nosotros nos vamos a rendir, así que no tienen que disparar –se volvió hacia su socio, mirándole muy seriamente–. Roy, hay un momento en que abandonar y es este. No hay salida. Así que, por favor, ríndete. Lo importante es que sigamos con vida, aunque sea en prisión.

–¡No vas a ir a la cárcel, no por mi culpa!

–Si no deja la pistola –intervino Oliver con frialdad–, su compañero no irá a la cárcel, sino a un hoyo bajo tierra... ¡Como el que ocupan mi mujer y mi mejor amigo! Así que deja esa maldita pistola en el suelo. ¡YA!

El señor Harper pareció dudar, pero al final lo hizo y entre el señor Diggle y yo esposamos a los dos criminales.


La policía no tardó en llegar al Verdant, llevándose a los dos sospechosos. Joe estaba ahí junto a Quentin Lance, dirigiendo la operación, por lo que nos prometieron que nos dejarían asistir a la entrevista, aunque fuera detrás del cristal. Después se fueron, mientras nosotros cinco nos reuníamos con la señorita Smoak, que aguardaba en la puerta junto a Cisco. Me acerqué a mi socio, mientras el señor Queen no dejaba de deslizar su mano por el brazo de su hermana, como queriéndola consolar, aunque la señorita Queen parecía bastante entera para todo lo que había sucedido.

–Cuando todo esto pase –me dijo entonces Wells–, tenemos que hablar.

–De acuerdo, pero primero creo que todos necesitamos unas cuantas respuestas. Y podemos comenzar por: ¿qué haces aquí, Cisco? No me entiendas mal, me alegro de verte, pero no creía que la señorita Smoak te pudiera localizar.

–Y no lo ha hecho. La señorita Lance y yo estábamos en comisaría cuando la señorita Smoak ha dado la voz de alarma –me explicó mi socio, mirándole con preocupación–. ¿Estás bien, Barry? –en cuanto asentí, Cisco se abalanzó sobre mí para propinarme un fuerte abrazo–. ¡No veas cuánto me he preocupado! ¡No vuelvas a hacerme algo así!

–Bueno, Cisco, somos detectives privados, no es que sea el trabajo más seguro del mundo.

–Pues también es verdad.

Nosotros nos quedamos callados, como el resto. La verdad era que la situación era un tanto surrealista con el señor Queen consolando a su hermana bajo la preocupada mirada de los demás. De hecho, la joven acabó suspirando, mientras se apartaba el castaño cabello del rostro con un gesto.

–Mirad, todo es muy confuso, pero... ¿podríais dejar de mirarme como si me fuera a romper? Por favor. No me gusta que me creáis tan delicada –matizó con un hilo de voz, consiguiendo que todos nos calláramos de nuevo. Entonces le dedicó una endeble sonrisa a la señorita Smoak–. Creo que eres Felicity, ¿no? Menuda forma de conocerte, la verdad. Pero me alegro igualmente.

–Y yo.

Después de eso, todos nos repartimos en los dos coches que había, lo que significa que Cisco y yo ocupamos el mío –que mi socio había utilizado durante todo el día–, mientras que los demás fueron a la comisaría en el vehículo de los Queen. Una vez ahí, Joe nos recibió, ya que nos había estado esperando. Estaba prácticamente en la entrada, en compañía de la señorita Lance, que no dudó en abrazar a Thea, visiblemente aliviada al ver que estaba en perfectas condiciones.

–Quentin ha decidido retirarse del caso, no quiere que se ponga en tela de juicio el tratamiento que han recibido los sospechosos –me explicó mi padre adoptivo, mientras cruzábamos la estancia llena de mesas acompañados de la señorita Lance–. Por eso, quiero que me acompañes en el interrogatorio. Has trabajado en el caso y no es la primera vez que colaboras con el departamento, así que, si te parece bien, estás dentro.

–Mi jefe está aquí. Estará conmigo al otro lado del cristal, ya que él llevará el caso –me informó la señorita Lance, deteniéndose frente a la puerta de la sala de interrogatorios. Giró sobre sus tacones de aguja para mirarme–. No sé si el señor Ramon le ha puesto al corriente de nuestro descubrimiento...

–Lo ha hecho.

–Bien. Sacadles todo, quiero que no salgan de prisión en la vida.

Joe le estrechó un brazo cariñosamente, por lo que la dura expresión de la señorita Lance se suavizó un tanto. Se miraron un instante más y Joe entró en la sala de interrogatorios, precediéndome. Una vez le seguí, cerré la puerta tras de mí, antes de sentarme a su lado, justo frente a Ray Palmer, que permanecía tranquilo, no como Roy Harper que se había sumido en un intenso estado de abatimiento, aunque al menos ya no parecía a punto de iniciar un ataque.

–Ahí detrás –comenzó Joe, señalando el cristal a sus espaldas con un gesto de cabeza–, está el fiscal del distrito Edward Thawne. He estado hablando con él antes de hablar con vosotros y me ha comunicado que tiene un trato para vosotros: si confesáis vuestros crímenes rebajará la pena de muerte a perpetua. Creedme, es el mejor trato posible si tenemos en cuenta que habéis asesinado a dos personas y habéis intentado asesinar a otras cuatro.

–Ray no ha matado a nadie –murmuró el señor Harper.

–Roy –siseó el aludido.

–Confesaré todo. Contaré todo, pero quiero que quede claro que él en ningún momento ha matado a nadie. Es cierto, conocía lo que hice y no me vendió, pero ha sido el único delito que ha cometido –se volvió hacia su compañero–. Ray, no voy a dejar que pagues por mis pecados.

–El problema –intervine con suavidad, mientras rebuscaba en la fina carpeta que había sobre la mesa que nos separaba–, es que no sé hasta qué punto su testimonio va a ser creíble, señor Harper. Sabemos la verdad –le mostré la hoja de periódico donde había una fotografía de la familia Palmer al completo, donde se distinguía perfectamente a los dos hijos del matrimonio–. Sois hermanos. Su auténtico nombre es Roy Palmer, no Harper, se lo cambió hace años, cuando regresó a Starling City.

Curiosamente lo que más me sorprendió, cuando Cisco me contó su descubrimiento, fue el hecho de que unos padres llamaran a sus hijos Ray y Roy. Qué poca imaginación, por favor. Aunque, bien pensado, es un nombre muy pegadizo para un dúo.

–Me cambié el nombre para poder llevar a cabo mi venganza. Estuve ahí, ¿sabe? Cuando Sara Queen asesinó a mi padre y se llevó el trabajo de su vida. Supe quien era por su pasado como actriz. Antes de que empezáramos a mudarnos, viví aquí. Me crié aquí, de hecho, así que conocía a Sara Lance. No me costó seguirle la pista. En cuanto descubrí que se había casado con Oliver Queen, regresé a Starling City con un nombre falso y me puse a trabajar en el Verdant únicamente porque su dueño era Thomas Merlyn, el mejor amigo del señor Queen.

–¿Y usted? –preguntó Joe.

–Yo no apoyé el mismo bando que mi padre en el conflicto, por eso nos separamos y no supe de ellos en un tiempo –reconoció el señor Palmer con calma, cruzando las manos sobre la mesa–. Al enterarme de la suerte que corrió mi familia, lo lamenté. Fue como perder una parte de mí, pero seguí con mi vida, con mis inventos... Estaba pensando en trasladar mis negocios a una ciudad más importante. Entre eso y la búsqueda de inversores, acabé visitando Starling City. La verdad era que me interesaba quedarme en Central City, pero al entrar en el Verdant me reencontré con Roy... mi hermano pequeño, al que creí perdido.

–Ray quiso que me fuera con él, que adoptara mi verdadera identidad, pero yo no podía olvidarme de mi venganza. Esa puta asesinó a mi padre y provocó que mi madre se muriera de pena, ¡no iba a permitir que siguiera con su vida perfecta!

–Y aguardaste hasta que llegó el momento adecuado –dije.

–Salí al callejón a fumarme un pitillo, lo suelo hacer con asiduidad. Vi como se llevaban al señor Queen y decidí que era mi oportunidad: esperé un día entero para que la ausencia del señor Queen fuera notada y contacté con su esposa. Le hice creer que yo me había llevado a su marido y que se lo devolvería a cambio de que me diera el Alfa Omega, el arma que creó mi padre. La señora Queen acudió a la cita, quería recuperar a su querido esposo y no pensó que era una trampa. La maté de un disparo –el señor Harper se quedó cabizbajo, mirando la mesa–. Y ahí tenía que haber acabado todo.

–Pero luego caíste en la cuenta del mechero –asintió Joe.

–Caitlin me pidió que hablara con el señor Allen. Me puse nervioso –reconoció el señor Harper con aire pesaroso–. Encima, vi que Caitlin pasaba más y más tiempo con usted y temí que ataran cabos. No quería matarla, me gusta Caitlin, pero no podía dejar que nadie supiera que Ray era mi hermano. Quería impedir esto, que acabara arrastrado conmigo.

–Y por eso mataste a Tommy –deduje yo.

–No sé cómo o por qué, pero Tommy tenía un recorte de prensa. Imagino que lo guardaría porque era el ejemplar que contenía información sobre el asesinato de su madre, no lo sé –Harper negó con la cabeza–. Me reconoció en la fotografía. Además, como pueden ver, en el pie de foto está escrito mi nombre real, así que supo que era yo. Tommy me mostró el recorte, me preguntó por él. Le conté una mentira sobre que me había perdido y criado en un orfanato, que no recordaba a mi familia... Pero no podía dejarlo con vida, no sabiendo la verdad y, por eso, le maté –se quedó un momento callado, enterrando la cabeza entre las manos–. No sabía que Thea estaba ahí.

–¿La querías? –pregunté.

–Eso era verdad. Por eso todo ha sido tan duro.

–Ella era más importante que yo –opinó el señor Palmer.

–No. Tú eres lo importante, Ray. Tú has conseguido lo que papá tanto deseó, seguiste tu camino como él quería –Harper se volvió hacia su hermano–. Tienes todo lo que papá deseaba, tienes una vida maravillosa que le habría enorgullecido. No quería mezclarte en todo esto, no quería que te vieras arrastrado conmigo... –apretó los labios, antes de clavar su mirada en nosotros–. Tienen que ayudarle. Ray no ha hecho nada, salvo callar, pero es mi hermano. No pueden castigarle por ser mi hermano.

Joe y yo intercambiamos una mirada. Desde luego, el crimen no era el mismo, pero el señor Palmer no dejaba de ser cómplice del delito. Sin embargo, al ver el brillo en los oscuros ojos de mi padre adoptivo, supe que iba a encontrar la manera de ayudarle.

–Hablaré con el fiscal –dijo entonces Joe–. Intentaré que rebaje la pena todo lo posible, pero irá a prisión, señor Palmer. A fin de cuentas, gracias a su silencio ha muerto gente y se han cometido otros delitos –el policía suspiró, poniéndose en pie, así que yo le imité. Ya no quedaba nada que tratar en aquella sala, el misterio se había resuelto y los culpables iban a pagar por sus delitos–. Yo de ustedes aprovecharía el tiempo que les queda, no sé si podrán verse mucho cuando acaben encerrados. Imagino que estarán en módulos diferentes.

Les dedicó una última mirada, antes de que abandonáramos la sala de interrogatorios. Al hacerlo, me sentí liberado, pues acababa de cerrarse un capítulo de mi vida al resolver el caso. No sólo eso, sino que ya no tendría que preocuparme más por Caitlin, estaba a salvo al fin.

Me quedé en medio del pasillo, tomando algo de aire y distancia de todos los demás, al mismo tiempo que Joe se acercaba para informarles acerca de lo sucedido. Todos se merecían respuestas y mejor él que yo, sería mucho más oficial y lo único que yo deseaba era correr al hospital para ver a Caitlin, besarla hasta quedarme sin aliento y, además, ponerla el día de los últimos acontecimientos. Sin embargo, antes de que pudiera moverme, descubrí que había alguien aguardándome.

Harrison Wells estaba recostado en el pasillo de enfrente. Enfundado en un traje arrugado aún parecía un elegante dandi. Ojalá yo pudiera tener esa facha. Sus ojos azules brillaban detrás de sus gafas con algo que me pareció triunfo. Extrañado, me acerqué a él, ya que no me habría esperado nunca esa reacción viniendo de él tras todo lo que había sucedido esa noche. Antes de que pudiera preguntarle algo, Harrison me mostró un aparato rectangular y ostentoso.

–¿Es un magnetófono? –pregunté, frunciendo el ceño.

–Esta noche, antes de que el maldito Roy Harper o como quiera que se llame, intentara herir a Thea, estaba teniendo una cita en el Verdant... con Malcolm Merlyn –me explicó y entonces yo comprendí por dónde iban los tiros–. La verdad era que mi plan era matarlo, hacer justicia, pero tuve que ir a ayudar a Thea.

–Al final va a haber algo que agradecerle al señor Harper.

–No sabía si podría asesinar a sangre fría –Harrison hizo como si no me hubiera escuchado, aunque lo dejé pasar porque, la verdad, sólo tenía ojos para las bobinas donde, presumiblemente, estaría la resolución del otro caso de mi vida–. Por eso, como hombre previsor que soy, tomé precauciones para tener un plan b: grabé nuestra conversación. Tengo su confesión, Barry –sus finos labios se curvaron en una sonrisa honesta–. Podremos hacer justicia y podrás liberar a tu padre al fin.

No supe qué decir.

Durante la gran parte de mi vida, la idea de hacer justicia por mis padres me había movido, bueno, más bien obsesionado. Y al fin había sucedido: no sólo tenía respuestas, sino que, además, podía sacar a mi padre de la cárcel. Apenas podía creérmelo. De hecho, prácticamente enmudecí y lo único que pude hacer fue abalanzarme sobre Harrison para propinarle un sentido abrazo. Curiosamente, él no tardó en devolverme el gesto, palmeándome la espalda.

–Al fin todos podremos descansar en paz –murmuró, visiblemente cansado.

Al separarme, me percaté de que Harrison estaba mirando a la señorita Queen. Lo hacía con una mezcla de afecto y anhelo que me recordó a mí mismo meses atrás, cuando aún seguía enamorado de Iris y la sentía lejana e inalcanzable. Sin embargo, la situación era muy diferente, ya que estaba convencido de que Thea, a diferencia de Iris, no era indiferente a mi nuevo amigo.

–Y podremos mirar al futuro. Ve con ella.

Harrison únicamente me sonrió lacónicamente.

–No es tan fácil, me temo.

–Sí que lo es. Ve con ella, vamos, va a necesitar ayuda.

Le di un pequeño empujón y Harrison comenzó a caminar. Al principio parecía algo reacio, mas acabó muchísimo más convencido cuando llegó junto a la señorita Queen. Ésta le miró con tanta ternura que su rostro se iluminó por primera vez desde que el caos se había desatado en el Verdant. Apreté los dedos sobre el magnetófono sin dejar de mirarlos, esperanzado, pues tenía la sensación de que los buenos tiempos iban a llegar para todos.


Dos semanas después

Aguardaba sentado en el capó de mi coche, observando la verja que rodeaba la prisión con auténtico nerviosismo, mientras pensaba que el tiempo parecía dilatarse de manera sobrenatural. ¿Cuánto les iba a costar a las manecillas del reloj llegar a la hora indicada? Resoplé, jugueteando con mi sombrero, hasta que vi que unas figuras se aproximaban a la salida. Entonces, me puso en pie de un salto, calándome el sombrero con muy poca gracia sobre mi cabello castaño, aunque no me importó.

Los labios se me estiraron en una sonrisa al ver como mi padre avanzaba hacia mí. El pelo rubio oscuro sin gomina, el traje anticuado pues era el que llevaba cuando lo habían detenido, pero su alegría era tal que le hacía parecer el hombre más apuesto sobre la faz de la tierra. Hasta me pareció que había rejuvenecido desde la última vez que acudí a visitarlo a la cárcel, justo después de cerrar el caso Queen.

En el momento en el que cruzó la puerta, los dos corrimos el uno hacia el otro y nos fundimos en un sentido abrazo. Nos quedamos así, juntos, durante un buen rato. Había ido a visitarle a menudo, pero en la penitenciaria no permitían que nos tocáramos. Era la primera vez que podía sentirle desde que era niño.

–Mi pequeño –murmuró mi padre, acariciándome el pelo–. Que no es tan pequeño.

–Oh, papá...

–Gracias por todo. Cumpliste tu promesa.

Nos volvimos a dar un abrazo, antes de que acabáramos sentados en mi coche, que en realidad era el suyo. Estaba detrás del volante, cuando recordé aquel detalle, por lo que me giré en su dirección.

–Debería devolvértelo, ahora que puedes usarlo y eso.

–Creo que te has ganado el derecho a quedártelo –me sonrió.

–Hemos estado preparando la casa –le informé, mientras me alejaba de la prisión–. No sé si quieres quedarte ahí, no tras lo que pasó, pero pensé que era un buen lugar donde quedarse de momento. A menos que prefieras quedarte en mi apartamento, es pequeño, pero nos las apañaremos –le prometí, girando hacia la derecha.

–No, la vieja casa está bien –asintió; notaba que no dejaba de mirarme, como si no terminara de creerse el tenerme tan cerca, algo que yo comprendía bien–. No será fácil y muchas veces, sobre todo durante los primeros años, no dejaba de verla muerta. Pero esa casa tiene muchos otros recuerdos, recuerdos que me hacen feliz: la inauguramos después de la boda, ¿sabes? Crucé el umbral con tu madre en brazos. Ahí fue nuestra noche de bodas y ahí me dijo que estaba embarazada de ti y ahí te criamos... No voy a dejar que los malos recuerdos venzan, Barry.

Asentí con un gesto, antes de concentrarme en aparcar.

–Y no creas que me ha pasado desapercibido ese "hemos" –me miró con aire suspicaz–. Iba a preguntarte si te referías a tu socio, pero no creo que a él le compres flores –señaló con la cabeza la floristería frente a la que acababa de detener el coche–. ¿Has vuelto con Iris o es alguien nuevo?

–Se llama Caitlin. Es maravillosa –le confesé, dichoso.

Bajamos del vehículo para entrar en el local, donde me hice con un enorme ramo de margaritas, ya que a Caitlin le encantaban. A mí me gustaba lo sumamente fácil que era hacerla feliz, lo mucho que le gustaban las cosas simples.

Después, volvimos al coche y le conté como la había conocido, mientras nos dirigíamos a mi apartamento, donde Caitlin nos estaría esperando. En cuanto supe que mi padre saldría en libertad al fin, lo primero que quise fue que se conocieran. Eran dos de las partes más importantes de mi vida y por fin estarían juntas. Mi mundo, al fin, estaba completo.


Siete meses después

Me recliné en la barra del lujoso hotel, mientras me llevaba la copa de champagne a los labios, disfrutando de lo sumamente hermosa que estaba Caitlin aquella tarde. El pelo ondulado le caía por la espalda, retirado ligeramente del rostro con una horquilla de brillantes; su vestido azul oscuro cambiaba de tono dependiendo de la luz y, en aquel momento, los focos de la sala estaban centrados en ella. Caitlin sonrió a todos los invitados, mientras sujetaba el micrófono con cuidado.

–Buenas tardes –saludó a los presentes–. Lo primero de todo me gustaría darle las gracias a los más que amables chicos de la banda, que me han permitido subir a cantar una canción. Muchas gracias, chicos –se volvió hacia ellos, que asintieron con un gesto y, en algunos casos, alzaron sus instrumentos–. De hecho, van a acompañarme en la interpretación de la canción favorita de la novia –Caitlin clavó su mirada en Felicity, que no podía estar ni más radiante ni más hermosa con su vestido blanco, su pelo recogido y su nueva alianza brillando en su dedo–. Espero que seáis muy felices y que os guste la canción, por supuesto –volvió a sonreír, antes de comenzar a cantar:

Some day, when I'm awfully low

When the world is cold

I will feel a glow just thinking of you

And the way you look tonight

Aquella mañana Oliver Queen y Felicity Smoak habían contraído matrimonio ante sus familias y amigos en una ceremonia preciosa. La madre del novio lo entregó a él y John Diggle a ella, mientras a mi lado Caitlin se emocionaba, aunque no tanto como Cisco, al que tuvimos que dejarle un pañuelo. Después, nos habíamos trasladado todos a aquel hotel donde estaba teniendo lugar el convite.

Vi como Oliver sacaba a Felicity a bailar de nuevo, ambos fundidos en un solo ser, moviéndose por la sala como si no existiera nada más. No pude evitar sonreír, pues sabía mejor que nadie por todo lo que habían pasado los novios hasta llegar a su sentido enlace. Pero, bueno, al final había ocurrido como en los cuentos de hadas y tenían su final feliz: eran felices y, de hecho, habíamos comido perdices de segundo plato.

Yes, you're lovely, with your smile so warm

And your cheeks so soft

There is nothing for me but to love you

And the way you look tonight

A mi lado aparecieron mi mejor amigo, Cisco, con su cita de aquella noche, la señorita Lance. Los dos se estaban riendo y les sonreí, feliz de que Laurel hubiera decidido darle una oportunidad a mi socio. La verdad era que Cisco se había comportado de manera extraordinaria: había sido amigo de Laurel, estado a su lado y sin presionarla, dejando que viviera el luto por Tommy. De hecho, había sido idea de ella que acudieran juntos a la boda, por lo que esperaba que de ahí surgiera algo más.

–¿Sabéis por qué Felicity adora esta canción? –preguntó Laurel en voz baja.

–¿Porque es bastante bonita? –probó Cisco.

–Oliver se la cantó al poco de empezar a salir... Habían bebido de más. Es una pena que nos lo perdiéramos –Laurel soltó una risita, mientras cogía la copa que le tendía Cisco–. Aunque seguro que no lo haría tan bien como Caitlin.

With each word your tenderness grows

Tearin' my fear apart

And that laugh... wrinkles your nose

Touches my foolish heart

–Estoy seguro que nadie puede interpretarla como Caitlin –sonrió Cisco, tendiéndola una mano a Laurel–, pero sí que creo que podemos bailarla mejor que los novios. Si me concede ese honor, señorita Lance –ella le dio la mano tras dejar el vaso sobre la barra; al volverse, vieron como la madre de la novia, Charlotte, arrastraba al inspector Lance a la pista de baile–. También creo que podemos bailar mejor que ellos.

–Me alegro que papá se esté recuperando. Vamos allá.

Los dos se alejaron para comenzar a bailar también. Yo, por mi parte, seguí contemplando a Caitlin, recostado en la barra. Bebí un poco más, mientras buscaba a Harrison con la mirada. Lo descubrí sentado en una mesa junto a la señorita Queen, los dos de la mano, conversando en voz baja. Habían comenzado a salir un mes después de la detención de Roy Harper y yo sabía, pues mi amistad con Harrison Wells se había estrechado, que estaba más que dispuesto a ser el padre de su bebé. Éste tenía ya un mes de edad, lo habían dejado con la niñera para disfrutar de la boda. Había sido un varón al que habían llamado Robert en honor al padre de ella.

Por mi parte, me alegraba sobremanera que Harrison fuera feliz, que al fin hubiera encontrado el amor que tanto se merecía. Era lo justo tras todo por lo que había pasado, tras que lograra justicia para mis padres.

Lovely... Never, never change

Keep that breathless charm

Won't you please arrange it? 'Cause I love you

Just the way you look tonigh

Caitlin terminó la canción, volvió a desearles mucha felicidad a los novios y bajó del escenario, devolviéndoselo a la banda. Entonces se reunió conmigo, sonriéndome, mientras yo aplaudía con demasiada teatralidad. Ella se rió, dándome un ligero golpecito, mientras me decía cariñosamente:

–Serás tonto...

–Pues espera que empiece con las ovaciones.

–¡Ah, no, ni hablar!

–Ya verás...

–Pues voy a tener que callarte. Las cosas que me obligas a hacer –bromeó, mientras me rodeaba el cuello con los brazos para inclinarse sobre mí. Nuestros labios se encontraron en un apasionado y prolongado beso que logró que el mundo desapareciera. Cuando terminó y nos separamos, intercambiamos una sonrisa, antes de que me susurrara al oído–: Te quiero, Barry Allen.

–Y yo a ti, Caitlin Snow.


Pues hasta aquí ha llegado 'La serenata de Starling City'. Espero que os haya gustado el final y, también, que os haya sorprendido. Aunque había gente que intuía por dónde iban los tiros, pero, bueno, con que lo hayáis disfrutado, yo ya me quedo feliz de la vida.

No sé si algún día me dará por escribir una secuela, pero seguro que sigo escribiendo sobre Barry y Caitlin, ya que parece que muy felices no nos van a hacer en la serie en ese sentido. Bueno, como me dan ventoleras y escribo unas cosas u otras, a saber, pero espero volver a leeros por aquí muy pronto. ¡Ha sido un placer!

¡Hasta otra!