Disclaimer: Percy Jackson y sus personajes son propiedad de Rick Riordan.

Advertencias: rated M. En este fic vais a encontrar temas como la depresión, el alcoholismo, el abuso (físico) a menores, bullying... También violencia explícita y lenguaje soez. Y, fuera del rating, es un Universo Alternativo con personajes OoC y (algunos) homosexuales.

Pareja: Thaliabeth.

N/A: Tenía que avisarlo, pero no pretendo que esto sea una historia depresiva, sino una de superación, esperanza y amor (aunque avanzará muy lentamente). Intentaré actualizar con regularidad, lo prometo.

Dedicado a Lira Prunus Grace por su cumpleaños. ¡Felices diecisiete!


Nunca me abandones

por FromTheFuture


Prólogo

Running over the same old ground,

what have we found?

Same old fears...

Wish you were here

-Wish you were here, Pink Floyd

Una punzada de dolor, cortante y afilada, la atravesó a la vez que veía su sangre deslizarse por su antebrazo, inexorable, al desagüe. Era lo mismo todos los días. Miedo. Soledad. Lástima. Autocompasión. Y luego cogía la cuchilla. No tenían por qué ser cortes muy profundos, ni muy aparatosos. Pero cada día apretaba un poquito más.

Se miró al espejo y sus ojos azules le devolvieron una mirada cansada, harta; una mirada suplicante.

En la planta de abajo, se oyó el ruido de la puerta al cerrarse de un portazo.

—¡Thalia! ¿Dónde estás, hija? —gritó la voz de su padre, audiblemente borracho. Ella no respondió; simplemente se quedó muy quieta, conteniendo la respiración—. ¡Thalia! —repitió su padre, esta vez subiendo las escaleras. Si hubo una pizca de cariño en su voz alguna vez, ya no quedaba rastro de ella.

La aludida corrió hacia la puerta y echó el pestillo, empujándola también con el hombro por si acaso… Con su padre, nunca se sabía, sobre todo si iba tan borracho como aquel día.

No tuvo que esperar mucho para que los golpes sacudieran hasta el dintel; golpes furiosos acompañados de gritos a los que la chica hacía oídos sordos.

—¡Vete a mear a la calle, borracho! —exclamó al fin, harta, aún apoyada contra la puerta.

—Cuando salgas de ahí te voy a partir la boca, niñata —le espetó el hombre, aporreando todavía la puerta. A Thalia le pareció que llegaba a percibir la peste a alcohol desde ahí.

Escuchado cómo su padre se metía en el dormitorio, y tras un tiempo cautelar, la chica se permitió separarse de la puerta. Se lavó las manos y los restos de sangre ya reseca de las muñecas sin mucha ceremonia y salió del baño, bajándose las mangas del jersey.

Se encontró cara a cara con su padre. Aquel cabrón sí que era sigiloso cuando quería, borracho perdido y todo. Intentó refugiarse de nuevo en el servicio, pero él no se lo permitió. La agarró de su larga cabellera y la arrastró derechita a su cuarto, donde en realidad debería llevar durmiendo la mona un buen rato.

—¡Suéltame! —gritó ella forcejeando, pero el hombre era demasiado fuerte y en nada la había tirado al suelo, echado el pestillo, y se estaba desabrochando el cinturón. Lo miró con odio a través de la negra cortina de pelo.

—Vas a aprender lo que es meterte conmigo —repuso lentamente, aunque sus palabras apenas eran inteligibles—. ¡A mí nadie me llama borracho!

A pesar de su estado de embriaguez, sus golpes eran duros y certeros: en el abdomen y los muslos. Allí nadie miraba, allí nadie preguntaba. Y así, nadie sabía.

Thalia soportó la paliza estoicamente; de sus labios apretados apenas salía algún gemido que otro, sus ojos estaban cerrados en una súplica muda. No habría sabido decir cuánto tiempo pasó. Quizá una eternidad, quizá algunas horas, quizá sólo media. Pero cuando por fin terminó, se puso en pie como pudo, con la poca dignidad que él no le había arrebatado, y caminó lentamente hasta encerrarse en su cuarto.

Lentamente, se quitó el jersey, la camiseta y los pantalones; hasta quedar en ropa interior delante del espejo que colgaba en el interior de la puerta de su armario. En su cuerpo, impresas, estaban las señales de esa noche, y de otras muchas noches como aquella. Se rozó los moretones con la yema de los dedos: muslos, barriga, brazos. Sentía la espalda dolorida y no se sentía capaz de darse la vuelta a comprobar. Suspiró con pesadez y fue a sentarse en el borde de la cama; en su mesilla, descansaba la pomada para golpes nueva que había comprado aquella tarde. Se echó un poco en las manos y empezó a aplicársela en los hematomas.

Esto, lo de siempre, lo que nunca debería ser, lo inevitable e injusto; su padre, era otra clase de dolor, un dolor carnal que no cesaba y un dolor que era más profundo que cualquier cuchilla. Un dolor cuyas marcas, más o menos recientes, se borraban con el paso de los días, pero que dejaba una huella a la que ninguna pomada era capaz de llegar.

Una vez se hubo aplicado todo el ungüento, volvió a incorporarse y se miró al espejo de nuevo. Se fijó en su pelo, negro como las plumas del cuervo y ligeramente ondulado, que ahora le llegaba a la altura del pecho. Su padre siempre la agarraba del pelo para que no se le escapara.

Con determinación, se acercó al escritorio pegado a la pared y cogió las tijeras. Se miró una vez más al espejo, y la rabia hizo que las lágrimas afloraran al fin, y cayeran rodando por sus mejillas, al tiempo que los mechones de cabello iban cayendo al suelo.

Cuando concluyó, a su alrededor, yacía, como si de un manto nocturno se tratara, su negra cabellera. Y ella, en el centro, cual astro que ilumina el cielo. Contempló un segundo el resultado de su trabajo, y se dio por satisfecha. Salió de aquel círculo de oscuridad y se acurrucó en su cama, bajo el edredón, tan sólo en ropa interior.

Las lágrimas seguían fluyendo, sin terminar nunca de sanar del todo su corazón herido, su alma moribunda; pero poniendo los suficientes parches como para que aguantara, por lo menos, una paliza más.

Y sus mejillas aún no se habían secado cuando su respiración se acompasó y logró conciliar el sueño, bien entrada la noche. La luna, alta ya en el cielo, la veló con tristeza, abrazándola con su luz como nadie la había abrazado desde hacía mucho tiempo; hasta que despuntó el alba y la oscuridad dio paso a la luz de un nuevo día, y a un sol que trató también de reconfortarla con su calor a pesar de que su aparición significara el inicio de un nuevo ciclo de ruina y perdición.