"Black Mirror"


Cap. 01: Híbrido.


Volvía a estar allí.

De nuevo. Otra vez.

Lo tenía muy visto, todo sea dicho. Lo tenía tan visto que ya muchas veces ni se inmutaba ante la ausencia no sólo de la pertinente escala cromática de colores que debería imbuir aquel paisaje onírico, más de pesadilla que de ensueño, sino del sonido.

Porque en aquel lugar el silencio se tornaba como el bramido de una enorme bestia primigenia: terrorífico, ensordecedor, sumamente asfixiante y devorador. Un aviso en permanente estado de latencia acerca de un peligro que, por más tiempo que transcurriera experimentando las mismas sensaciones una y otra vez, jamás lograba situar.

La densa bruma circundante, fondo indiscutible de aquellas imágenes que, con el paso de los años, habían acabando transformándose casi en una versión paralela del mundo real, era desconcertantemente fría.

Los pies le respondían a cámara lenta, las imágenes se iban superponiendo unas con otras, la capacidad de reacción de sus ojos a la luz llegaba con varios segundos de retraso… un descubrimiento tras otro en sucesiva cadena de acontecimientos gráficos y sensitivos.

Podía... podía sentir cómo aquella niebla se le incrustaba en la carne a cada paso que daba dejando tras de sí un rastrojo cristalizado de escarcha brillante que, en cuanto se acumulaba más de la cuenta sobre su piel, procedía a rascarse con sus largas uñas como quien se levanta costras de una herida vieja.

Porque tenía la terrible sospecha de que si dejaba que el frío se apoderase de ella, se convertiría en una estatua de hielo y jamás podría volver a moverse.

Aquel lugar donde se hallaba dando vueltas como una tonta para no helarse era su mismo cuarto con el mismo suelo de madera, ahora una gris y desvaída imitación de su verdadero yo, el mismo armario viejo y mal colocado, la misma estantería a rebosar de libros tan dispares como inapropiados, el mismo arcón deslucido y reseco donde guardaba sus cosas y con la misma cama deshecha en la que se había acostado.

Realmente era absurdo seguir pululando en círculos dentro de aquellas cuatro paredes.

Así pues, pese a temerse el frío del exterior, llevó la mano dirección al picaporte de la puerta, lo giró despacito y fue caminando derecha por el pasillo hacia la puerta que conducía escaleras abajo.

Iba a paso de tortuga, descalza y en camisola de dormir, tiritando de frío y frotándose los brazos enérgicamente al tiempo que encogía el cuello como si quisiera esconder la cabeza dentro del tenue caparazón de su liviana y muy inapropiada vestimenta.

La casa, imbuida de aquel silencio sordo y escalofriante, se le antojaba un escenario fantasmagórico surrealista donde las siluetas de los muebles grises se difuminaban con las sombras hasta el punto de no poder distinguir sus formas con nitidez, como si tuviera los ojos empañados o se estuviera quedando paulatinamente ciega.

Ante aquella perturbadora cadena de razonamientos, tembló un instante y dejó escapar el vaho de su aliento bruscamente. Dioses, hacía tanto... tanto frío allí...

¿Por qué... no podía caminar más deprisa...? La puerta que daba al piso inferior estaba ahí, justo delante de sus narices...

La escarcha sobre sus brazos y piernas había comenzado a formar una película brillosa y maciza que le estaba dificultando por momentos hasta la simple acción de respirar.

Con un esfuerzo sobrehumano estiró el brazo, sus dedos agarrotados como los de un cadáver se cerraron en torno al picaporte y lo giraron con un chasquido...

La puerta estaba abierta.

Y el hielo, finalmente, la había transformado en una estatua justo en el umbral de su salvación.

- ¡Gagh...! - exclamó ahogadamente en aquella misma postura, petrificada toda ella y con la palma de la mano sobre la superficie de la puerta abierta.

El corazón se le heló como si acabaran de clavarle en mitad del pecho una estalactita y los pulmones comenzaron a no responderle.

Aquel... dolor... terrible...

Llorando de puro miedo, se aferró como buenamente pudo al cuerpo tierno y frío que se había interpuesto en un instante entre ella y aquel granizo perforante, mas no a tiempo de evitarle aquel dolor.

Un dolor ya no únicamente físico, sino…

- ¡BASTA!

Y el lamento de un niño se hizo eco en sus memorias distantes.

...


Daeghun Farlong contemplaba ausentemente el danzar de las llamas del hogar frente a sus profundos y ligeramente hundidos ojos verdes de pie, con los brazos cruzados a la espalda y las piernas ligeramente separadas.

Inspiró profundo, perdiéndose momentáneamente en los matices ígneos del fuego, dejando que su rostro austero se calentara quizás un tanto en demasía para su gusto y concediera brevemente al tinte cetrino de sus marcadas facciones élficas un ligero rubor.

Entrecerrando los párpados ligeramente, como si quisiera proteger su vista de algo doloroso que en realidad no estaba viendo, inclinó el cuello sobre el hogar de la chimenea, reflexivo.

- Hoy, hace ya muchos años... - musitó sombríamente.

Sus hombros se tensaron de improviso cuando lo percibió... como una flecha apuntándole directa al gaznate desde las sombras.

- Urgh...

El semielfo dejó escapar con lentitud y mesura el aire que había estado conteniendo segundos atrás inconscientemente y giró sobre sus talones para encarar a la autora de aquel rezongo.

- Ah... - comenzó con desapasionamiento, tal y como era su costumbre al tratar con la inmensa mayoría del género mortal – Veo que mi hija adoptiva está despierta... mas no vestida adecuadamente para enfrentar el nuevo día, me temo. - observó sin variar un ápice su hierática expresión facial de esfinge ni alzando siquiera una octava de su voz monocorde con objeto de dar a entender la ligera decepción que le suponía verla de ésa guisa a la más que decente hora de las nueve de la mañana – Asumo que la migraña de anoche ha remitido.

Una pregunta camuflada de enunciado. Daeghun era experto en las medias tintas a la hora de interesarse por la salud y el bienestar de una persona en concreto, nunca mostrando realmente si le importaba de veras o no. Había que conocerle para captar aquellas sutilezas y saber cómo manejarlas. La joven Farlong, su hija adoptiva, había tenido que aprender a la fuerza cómo tratar con él sin querer tirarse de los pelos o echarse a llorar de la frustración ante su aparente y poco paternal impasibilidad. Con Daeghun aquellas demostraciones pueriles de rabia e impotencia solían caer en saco roto.

Así pues la chica en cuestión, en ropa de dormir, menuda, pequeña, paliducha, ojerosa y con aquella oscura pelambrera de erizo que coronaba su cabecita descendiendo en cascada por sus hombros y terminando casi en la base de la columna vertebral, asintió en silencio hundiendo una manita en aquella negrura desmadejada para rascarse distraídamente la nuca y encaminar sus pasos hacia la despensa con objeto de desayunar algo que le hiciera entrar en calor. Con la migraña de aquella noche había vomitado prácticamente toda la cena y su estómago comenzaba a impacientarse.

El medio elfo la observó sentarse a la mesa del comedor con un cuenco de leche en una mano y en la otra haciendo equilibrios entre la muñeca y el codo para sujetar media hogaza de pan duro junto con un cuchillo, la tarrina de la mantequilla y el frasco de mermelada de fresas. Los nervios de Daeghun dieron lo mejor de sí al no crisparse un ápice con aquellos precarios malabarismos que tenían todas las de acabar en el suelo con su patosa hija detrás. La muchacha tenía buen corazón, pero era poco práctica, algo distraída y... ciertamente un pelín bruta.

Igualita, igualita que su madre.

El explorador semielfo se acercó tranquilamente a la mesa donde la joven se había puesto a desayunar y, sin mediar palabra, le tomó la barbilla con una mano y le alzó el rostro, escrutando atentamente las dos canicas oscuras y brillantes que eran sus ojos.

- Te dije que te tomaras una infusión en cuanto notaras los síntomas. - la reprendió con la misma clase de voz que empleaba para prácticamente todo, sin cadencias de ningún tipo, sin emoción – Tus ojos no presentan dilatación, Desdémona. - añadió soltándola, como si el sólo tocarla le hubiera dado calambre.

Sí, Desdémona. Su madre ahí había tenido un despliegue de sentido del humor ciertamente muy negro bautizándola de aquella forma.

Pero tampoco es que la madre en cuestión se hubiera caracterizado por ser lo que se dice una persona muy sensata, así que...

La chica pestañeó un par de veces.

- Son drogas, padre. - repuso con voz ronca, producto de la mala noche que había pasado – Y me da igual que sean de origen natural. El cuerpo se adapta a ellas, luego no surten efecto y te tienes que buscar algo más tocho para pimplar.

Ah, el lenguaje coloquial... Daeghun no había criado a ninguna tonta, pero sí a una muy malhablada. Un hábito que ni con azotes había logrado corregir.

- Te he oído vomitar ésta noche y pasearte de arriba abajo por tu cuarto. - apuntó el hombre tranquilamente – Si el no tomar "drogas" como tú las llamas te compensa éste sufrimiento físico, hija mía, sea tu voluntad. Con dieciocho años tú sabrás lo que haces.

Desdémona se abstuvo de rodar los ojos. La verdad, hubiera preferido verle preocupado... quizás algo cabreado por no hacerle caso; que la ordenase tomarse las hierbas ésas la próxima vez que ocurriera. Al menos así vería que, después de todo, el tipo la quería a su manera.

Lo cierto es que no se había tomado la infusión ayer por la noche con la esperanza de que se tratara de una jaqueca suave. A veces eran simplemente dolores de cabeza pasajeros que no duraban más allá de una hora.

Las migrañas las tenía de tanto en tanto desde que era una mocosa, pero con la adolescencia habían incrementado no sólo en potencia, sino también en durabilidad. Algunas de ellas habían llegado a prolongarse hasta un día entero. Daeghun estaba tan acostumbrado a ellas que Desdémona ya sabía que no podía usarlas como llamadas de atención hacia su persona. Y era una lástima ya que, de pequeña, tras un episodio migrañoso Daeghun tendía a ser algo más atento, relajaba las defensas y dejaba a la niña abrazarle y todo.

Nunca devolvía los abrazos, naturalmente, pero ella era feliz estrujándole sin el temor de que el otro la despachara rápidamente haciéndola a un lado y diciendo aquello de "Bueno, ya está bien.".

Mientras la chica masticaba en silencio, Daeghun había vuelto a pararse de pie frente a la chimenea. Desdémona le observó de refilón y le encontró... cansado, desgastado hasta límites que jamás hubiera podido sospechar de él.

Era de sobras sabido que los semielfos vivían una media de trescientos años y Desdémona tenía muy claro que su padre la sobreviviría con holgura incluso llegando ella a muy vieja, pero en aquel instante... contemplando sus hombros caídos, su postura encorvada hacia el fuego, como si de un momento a otro fuera a precipitarse sobre las llamas... dioses, en aquel instante su padre adoptivo le pareció de repente muy mayor y... frágil.

No tenía una estatura muy destacable para ser un hombre, pues era de complexión esbelta y fibrada; cuello fino, el cabello a media melena, lacio y castaño, de un tono desvaído, enmarcando un rostro de rasgos severos, no muy hermosos precisamente pero sí elegantes: frente amplia y huesuda, surcada de arrugas de preocupación, pómulos afilados, boca estrecha trocada la mayor parte del tiempo en una mueca de seriedad absoluta y barbilla puntiaguda.

Parecía, en conjunto, un hombrecillo fiero y, a la vez, tremendamente delicado, como una doncella.

- Hoy es el día de la Feria de la Cosecha, Desdémona. - comenzó el susodicho hombrecillo solemnemente sin mirarla mientras la joven engullía – El Consejo del pueblo me ha pedido que dirija la Competición de Tiro.

Desdémona dejó escapar un leve suspiro. Otra vez había vuelto a hacerlo, decirle las cosas a última hora para no oírla protestar. Lo reservado de su carácter hacía que le entraran ganas de arrearle un cucharazo en toda la cocorota, por listo.

- La necesidad humana de celebrar recordatorios me desconcierta. - prosiguió impasiblemente, en todo momento con la mirada fija sobre el fuego, como si en vez de estar hablando con ella le estuviera dedicando aquella especie de soliloquio a las ascuas – Pero al menos con ello podremos sacar algo de provecho.

Que la necesidad humana de celebrar recordatorios te desconcierta... pero si los dos somos medio humanos, so cínico. - opinó la chica internamente enarcando una ceja, fina como el trazo de un pincel.

- Ése mercader, Galen, llegó de madrugada... Querrá mis pieles, como siempre, y el dinero puede venirnos bien para salir del paso éste invierno. - continuó girándose ésta vez mínimamente para encarar a su hija – La estación pasada fue dura... tanto para los sembrados como para el terreno salvaje.

Desdémona tragó el bocado de pan con mantequilla y mermelada que estaba masticando.

- Hay algo anormal en el Estero. - repuso sencillamente – No sé si será una bestia mágica, algún espíritu o una mayor proliferación de hombres-lagarto, padre. Pero lo que sí es cierto es que ha sido una mierda de primavera. Mucho polen y pocos brotes. - aspiró lentamente por la nariz - Corren rumores por la Milicia de Puerto Oeste, Bevil siempre me tiene al tanto de todo.

Sí, Bevil. Bevil Estornino, de las juventudes milicianas de Puerto Oeste. Más bruto que un arado, con un corazón de oro, buen camarada y mejor amigo. El pobre era extremadamente sincero, un encanto con patas.

- Confía más en tu intuición que en las palabras de un Estornino, hija mía. - replicó el medio elfo gravemente – Si consideras que hay algo anormal en el Estero, tal vez no andes muy errada, pero te recomiendo dejar de lado los posibles chismes que puedas oír circulando por el pueblo. Los humanos no poseen el mismo tipo de... perceptibilidad que los que sólo lo somos a medias. Confía más en tu... particular naturaleza, y te irá mejor que siendo la mitad de lo que eres.

Desdémona se encogió en su asiento. Detestaba profundamente cuando Daeghun sacaba a colación el tema de su "particular naturaleza".

Porque su naturaleza no es que fuera "particular" a secas, su naturaleza era... oh, dioses... mejor no pensar qué era realmente.

- En todo caso – dijo el semielfo retomando el hilo inicial de su diálogo – Mientras me encargo de la Competición de Tiro necesito que cierres un negocio con el mercader. Tengo dos lotes enteros de pieles que he dejado dentro del arcón de la entrada, el que está bajo el cuadro. - instruyó – Galen probablemente haya abierto su puesto de venta al público en el prado comunal y esté disfrutando de la Feria, al igual que el resto del pueblo. Con lo que ganes por la transacción de ambos debería darte suficiente no sólo para cubrir nuestros gastos del invierno por llegar, sino para que adquieras por mí un arco de leñocaso que le encargué a Galen la temporada pasada.

La muchacha se levantó de la mesa, dejó las cosas en su sitio correspondiente en la despensa, recogió el cuenco vacío y el cuchillo y se aproximó al barril de agua que tenían para enjuagar cubiertos. Tomó un cazo con agua, jabón y se dispuso a limpiar concienzudamente lo que había ensuciado.

- ¿De leñocaso? - repitió la joven pensativamente – Son caros de narices, padre.

- El mío ya está en las últimas y necesito una herramienta resistente para cazar, Desdémona, una herramienta que me aguante al menos un par de décadas. - expuso el semielfo con tranquilidad dándose media vuelta para tomar sus cosas rápidamente y dirigirse con prontitud hacia la salida – Vístete y reúnete con tus amigos, disfruta de la Feria. Haz eso que te digo y nos veremos en una hora en la Competición de Tiro. No creo que te vaya a ser muy difícil localizarme. - añadió con sequedad antes de cerrar la puerta tras de sí, dejando la estancia en el más absoluto de los silencios.

Y eso había sido todo, así se había largado como era su costumbre, sin un adiós ni nada. Desdémona suspiró diciéndose a sí misma que ya debería estar acostumbrada a la personalidad meramente práctica y distante del hombre... pero, por más que lo intentara, no podía a veces evitar sentirse algo... dolida.

Tomando aire lentamente, terminó de recoger la cocina y marchó escaleras arriba dirección hacia su cuarto pensando durante el trayecto qué narices iba a ponerse.

Hacía relativo buen tiempo y podría ir muy cómoda con un vestido cualquiera... pero la gracia es que aquel era el último año en el que Bevil y ella podrían competir por el Trofeo de la Cosecha. Si querían ganarlo tendrían que pasar al menos tres de las cuatro pruebas que se imponían cada año a los participantes, y no tenía mucha idea de en qué consistirían dos de ellas, pero Daeghun le había mencionado algo sobre el tiro con arco y, por descontado, tenía muy claro que la Competición de Lucha estaba vigente todos los años desde que pudiera recordar.

Y luchar significaba darse de palos. Y darse de palos significaba hacerse pupa. Y hacerse pupa significaba a su vez que necesitaría una buena protección para no salir lo que se dice muy vapuleada y llena de moratones de la proeza... si es que ganaban, claro. El lado bueno del asunto es que tenía, al igual que Bevil, la cabeza dura como el pedernal y no le hacía falta casco... en teoría.

Así pues, tomó del arcón a los pies de su cama su... ejem... "armadura" de cuero sobado y desgastado, llenísima de hebillas, correas, tachuelas y zurcidos hasta la náusea; se calzó las botas que solía llevar cuando Daeghun la dejaba irse con él a cazar, se domó la imposible melena fosca como buenamente pudo con unos cuantos lazos descoloridos y un ejército de horquillas dadas de sí y marchó escaleras abajo.

Primero se largó de rositas, sin hacer honor al encargo que su padre adoptivo le había pedido... hasta que, a unos cuantos metros de la casa, refunfuñando como una cría pequeña, dio media vuelta para entrar de nuevo en la vivienda y salir sudando tinta china con un pesado fardo de pieles bajo cada brazo.

No tardó mucho en localizar la alta y fornida figura de Bevil embutida en su viejo y manido camisote de mallas cerca del puente. A su lado, el esbelto y hermoso cuerpo de Amie, cubierto como siempre con uno de aquellos vestidos campestres que tan comunes eran en Puerto Oeste y que sólo quedaban bien a unas pocas elegidas, se mecía de un lado para otro cual junco con evidente inquietud, incesante en su hiperactividad fruto de la impaciencia.

- ¡Hombre, fíjate lo que nos trae el viento del Estero! - saludó Amie alegremente, si bien no exenta de cierto pitorreo al ver a su amiga tambalearse, resoplando por el peso que debía portar – Daeghun ya te ha vuelto a encargar algo, ¿eh?

- Psché, siempre me toca pringar a mí, no es nada nuevo que digamos. - respondió Desdémona con remarcado sarcasmo al tiempo que se detenía frente a sus amigos, los únicos amigos que tenía en realidad, y dejaba caer los fardos de pieles sobre la hierba del prado con un golpe seco - ¿Qué?, ¿ya han montado los puestos? ¿Han comenzado las Competiciones? ¿Sí, no, no, sí?

- La Feria ya ha empezado. - informó Bevil observando un instante con una gruesa ceja enarcada los fardos caídos – Es la más grande que se haya visto en años, Desi. Ha venido gente no sólo de las granjas más alejadas, sino de fuera del Estero. Eso significa mucha audiencia.

Sí, "Desi" era el diminutivo más lógico que cabría en la mente de alguien que es amigo tuyo desde que sois dos mocos babeantes con pañales. Eso y que a Bevil le parecía que decir el nombre entero de su amiga, además de difícil, era como invocar a las tormentas desde que Amie y ella le contaran con ocho años una noche lluviosa en casa de los Estornino, que el conocer el nombre verdadero de un demonio sirve para invocarlo y desatar su poder. Cosas que se aprenden leyendo libros altamente inadecuados para mentes impresionables.

Bevil era la viva imagen del clásico porteño: fieramente leal, de carácter afable y puño de hierro, terco como él solito. Después de todo, su familia había residido en la pequeña comunidad durante generaciones, cosa que no podía decirse ni de Amie o la propia Desdémona, ambas huérfanas a temprana edad y criadas por padres adoptivos de temperamentos difíciles. Mientras que Desdémona vivía con el distante Daeghun; Amie, un año más joven que Bevil y ella, había sido tomada como discípula bajo el ala de Tarmas, el "mago" local.

Si el semielfo era ya dificilito de tratar, Tarmas no era mucho mejor con su permanente sarcasmo y desprecio hacia la gente de Puerto Oeste por montera. El mago era un individuo, en palabras de la propia Amie, un tanto "deprimente", que solía evitar siempre que podía salir de casa para no llenarse de barro o que los mosquitos de la ciénaga se cebasen con él. El pobre diablo odiaba profundamente cualquier clase de insecto que zumbase o revolotease.

- ¡Una gran audiencia aplaudiendo para nosotros! - exclamó Amie, sumida de pronto en sus habituales ensoñaciones de grandeza producto de la somera vida del Estero. Una vida, ciertamente, con poco o nada que ver con una personalidad tan chispeante y llena de vitalidad como la de Amie, de grandes proyectos, gran inteligencia y, ¿por qué no?, remarcada belleza. De no haber sido ambas íntimas amigas de toda la vida, Desdémona habría envidiado de una forma quizás un tanto malsana la aparente perfección de la otra chica - ¡Este año es nuestra última oportunidad de competir por la Copa de la Cosecha, no lo olvidéis!

- En todo caso es la última oportunidad que Desi y yo tenemos. - apuntó Bevil – Más de dieciocho años y ¡pum!, ya estás fuera de la Competición.

- Eh, yo le cambiaba los diecisiete tacos a Amie sin pensármelo dos veces. - repuso Desdémona encogiéndose de hombros – Otro año tocándome las narices sin andar con movidas de preguntarme que qué voy a hacer con mi vida ahora que soy mayor de edad.

- Si existiera un hechizo para transmitir las edades, créeme, yo también te cambiaba los dieciocho sin dudar. - rió Amie – ¡Otro año menos para marcharme y vivir épicas aventuras sobre las que escribir...! - y, al ver la súbita punzada de dolor hacer mella en el rostro de Bevil, se corrigió inmediatamente – Con vosotros dos a mi lado, claro.

Desdémona le dio un ligero apretón cariñoso en el brazo a su amigo. Desde que eran unos renacuajos, Bevil había estado en secreto enamoradísimo de Amie y solía defenderla de los otros chicos, y máxime cuando alcanzaron la pubertad. El éxito que la joven aprendiz de maga tenía entre los mozos del pueblo era cuanto menos que espectacular.

Amie era alta para su edad. Rubia, de profundos ojos almendrados, piel rosada, ligeramente pecosa, y sonrisa deslumbrante; la muchacha tenía una manera de caminar grácil y un cuerpo estupendo no, lo siguiente. Sin ser curvilínea ni exuberante llamaba la atención lo magnífico de su porte y, sin arreglarse demasiado, por no decir nada, ya lucía bastante más femenina que la mayoría de las chicas del pueblo. Y con eso estaba dicho todo.

Mientras iban caminando dirección al prado comunal del pueblo, la charla prosiguió entre los tres amigos girando la mayor parte del tiempo en torno a la Competición y las pruebas de aquel año.

Zigzagueando entre la gente, Amie fantaseaba con esto y aquello, orgullosa de haber aprendido (y birlado) unos cuantos hechizos nuevos de Tarmas que le harían las cosas pan comido en el Torneo de Talentos.

Y entretanto pasaban frente a los tenderetes y las coloridas lonas de las tiendas en las que los "artistas" locales se cambiaban de atuendo para representar entremeses cómicos o recitar fragmentos de "El Cantar de los Cantares" o quizás algunos de los pasajes más recordados de "La Dama de Shond" de memoria, Desdémona iba dándole vueltas al tema del tiro con arco, sabiendo que su puntería no era del todo mala... pero tampoco infalible. Quería demostrarle a Daeghun que podía hacer una puntuación perfecta, que sus lecciones le habían servido de algo. Hubiera dado su oreja derecha por ver al condenado medio elfo sonreír con orgullo ni que fuese una sola vez.

Y Bevil... el bueno y torpe de Bevil, ambos fajos de pieles en mano para aliviar la carga a su muy raquítica amiga de la infancia al tiempo que esquivaba como buenamente podía a las hordas de críos zascandiles que amenazaban con desequilibrarle de un momento a otro, pese a que habló de la Competición de Pelea y de la posibilidad de que aquel año tuvieran que enfrentarse a la triada de hermanos de los Mossfeld, todos ellos milicianos como él, garrulos y sumamente subnormales en todos los sentidos de la palabra; no obstante permaneció con la atenta y honesta mirada azul, sumamente angélica, nublada por cierta desazón que no pasó ni por un instante desapercibida ante la pequeña Desdémona.

Y, en un momento dado, ya sumergidos de pleno en el alegre bullicio festivo, cuando Amie estaba distraída hablando con la madre de Bevil, Retta Estornino, la encargada del Torneo de Talentos, la joven Farlong pilló por banda a su amigo y se lo llevó a un rincón, fardos de pieles incluidos, lejos de oídos indiscretos.

- Escúpelo, Bevil. - le dijo sin contemplaciones cruzándose de brazos.

El muchacho vaciló.

- Aventureros... - comenzó con aire ausente, variando el peso del cuerpo de un pie a otro nerviosamente - ¿Sabes?, siempre he querido ver el mundo que hay más allá de Puerto Oeste, probar suerte más allá de la Milicia... con vosotras dos, pero... - y sus ojos se oscurecieron – Siempre desearía volver, siempre estaría mi familia, que me ata a éste lugar. Yo sé que Amie no es de la misma opinión. - expresó amargamente – Ella habla de descubrimientos, de gestas, de grandes aventuras... pero no tiene ni idea de lo que es eso, para los que se van... y para los que dejan atrás.

Y en aquel momento, Desdémona comprendió: Lorne, el hermano mayor de Bevil. No le habían visto desde que tenían nueve años cuando, en la Competición de la Cosecha de aquel año fatal del 1363 DR, la misma última oportunidad tanto de Lorne como de otros chicos para ganar la Copa... el mayor de los Estornino había perdido frente a la leyenda local y joven promesa de Puerto Oeste: el largamente recodado Cormick.

Lorne, pese a haber sido un chico grande y fuerte como pocos, había sido doblegado no por la fuerza, sino por la astucia y pericia de Cormick de manera flagrante. Tras aquella derrota, sin avisar a nadie, había empacado sus cosas y se había volatilizado, mandando alguna que otra carta a su madre de vez en cuando hasta que, un par de años después, sus palabras, al igual que su rastro, se disolvieron en el aire.

Desdémona lo recordaba como un gran oso fiero, imposiblemente grande, imposiblemente fuerte, burdo, malencarado y difícil, con muy poca paciencia. A la gente del pueblo jamás le había agradado Lorne, pero muy en el fondo, tras aquella máscara de brusquedad y a veces hasta incluso violencia, la pequeña Farlong había visto en él algo que no le era del todo desconocido: soledad, necesidad de aceptación y mucha, mucha confusión.

Ella había sido más afortunada que él, pues tenía a Bevil y a Amie. Pero Lorne realmente no había tenido a nadie, monstruoso como era en su tamaño y difícil en carácter, siempre había estado solo, a la sombra de los otros muchachos que se reían de él, de su estatura, de su vozarrón y de su barriga a sus espaldas.

A Bevil su marcha le había afectado profundamente, pues tenía a Lorne, como buen hermano pequeño, en un pedestal; y al seguirle a éste suceso la muerte de su padre, tuvo que hacerse mayor a la fuerza y ocupar el vacío que tanto su padre como su hermano habían dejado vacante en casa.

Una responsabilidad tal vez excesiva para un niño de nueve años pero, dadas las circunstancias, totalmente necesaria.

- ¡Venga, deprisa! - oyeron ambos amigos que exclamaba la voz de la señora Estornino con remarcado entusiasmo - ¡Cariño, todos te están esperando! Los malabares y las marionetas están bien, pero los niños quieren ver magia de la de verdad, ¡y yo también! - concluyó alegremente.

Bevil y Desdémona giraron cada uno sus respectivas cabezas y sonrieron al unísono brevemente. Amie estaba nerviosa como pocas veces en su vida.

- ¡Dale duro, Amie! - le gritó la joven Farlong haciendo bocina con ambas manos, pequeñitas y de dedos largos y estilizados como patas de araña.

La aprendiz de maga tragó saliva, primero observando con duda el cercado a rebosar de críos donde tendría lugar la susodicha prueba, luego a sus dos amigos. Los pulgares arriba que inmediatamente le dio Desdémona fueron más que suficiente aliento para frenar el incipiente pánico escénico que amenazaba con apoderarse de ella por segundos.

Y se lució.

Vaya si se lució.

Concentrándose y recordando los últimos días practicando (todo a escondidas de Tarmas, por supuesto), apurando para la Feria de la Cosecha en la que ahora se encontraba, Amie Helecho (sí, Helecho, mandaba huevos el apellidito de marras que sus difuntos padres le habían legado) canalizó sus energías místicas hacia las puntas de sus dedos, inspiró y, visualizando en su mente la forma animal de su invocación, moldeó ante los atónitos ojos de los pequeños la entidad corpórea de un lobo.

Los vítores no se hicieron de esperar.

Aquello, y la chica lo sabía de antemano, le había drenado buena parte de su fuerza física al no estar acostumbrada a realizar aquella clase de conjuros ya que, no por nada, Tarmas no se lo había enseñado juzgando su capacidad para asimilarlo en su cuerpo aún imperfecta.

Porque la magia, y esto sólo lo sabían los verdaderos practicantes, agotaba tanto física como mentalmente al lanzador. Un inconveniente que, con el tiempo, el cuerpo mismo adaptaba a su constitución. Tarmas era de los de la opinión de repetir y repetir un mismo hechizo hasta que se le saliera al alumno por las orejas, un método, si efectivo, sumamente cansino y machacón para la sangre impaciente de su joven aprendiz, quien solía preferir husmear entre sus libros y practicar por cuenta propia encantamientos de nivel muy superior a ella antes que hincar codos estudiando Historia o desollándose las manos fabricando pociones en la mesa alquímica de su tutor.

Así pues, resoplando por el esfuerzo y contenta, hizo sus siguientes dos demostraciones triunfadoras: un hechizo de Destrucción con hielo a un barril viejo y otro de agrandar a una persona.

Y eligió precisamente agrandar a no otra que Desdémona.

Y fue así de tal modo que, una vez finalizado el número, con sus ahora casi tres metros de mágica envergadura, la joven Farlong se posicionó en mitad del cercado de los críos con las piernas separadas, los brazos en jarras y enseñó los dientes.

- ¡Soy un demonio del Averno y os voy a comeeeeer! - exclamó con voz grave, tratando de aguantarse la risa.

Y, con aquellas palabras, el hasta el momento manso grupo de chiquillos se transformó en un abrir y cerrar de ojos en un auténtico gallinero de chillidos que Retta Estornino, dirigiéndole una mirada severa a la pequeña gamberra, instó sin palabras y con un contundente dedo índice apuntando a lo lejos a que abandonara el cercado del Torneo de Talentos mientras ella trataba de calmar los ánimos de las criaturas. Amie ya había ganado por ellos y no deseaba más putaditas por parte del bichejo adolescente tocanarices.

No obstante, Desdémona ya sabía que Retta acabaría perdonándola al final de la jornada ya que la mujer la quería, y mucho... a veces en el fondo de un pozo y con la tapa puesta. Y aquel preciso instante era una de ésas veces.

- La que has liado, Desi... - musitó Bevil agarrando a su amiga del codo para llevársela lejos al tiempo que le dirigía una mirada de vergüenza y disculpa a su ceñuda progenitora.

Desdémona le dio una sonrisa dentuda por toda respuesta. El efecto del hechizo de Amie había pasado hacía apenas unos breves momentos.

- ¡Sabes que no tiene gracia! - exclamó el muchacho molesto y, en el momento en que frunció el ceño también, la joven Farlong pudo apreciar el gran parecido que Bevil compartía con su madre.

- Venga ya, tío. – rió la chica despreocupadamente - ¿Dónde está tu sentido del humor?

El semblante del joven se ensombreció un instante. Y su mirada angélica cobró un tono hasta ahora desconocido para las dos chicas que iban a su lado, como si el ingenuo Bevil de repente hubiera pasado de tener dieciocho años a tener cuarenta.

- Ya no somos críos, Desi. - repuso con cierto tono grave de reprimenda – No puedes ir haciendo lo que te pete de ésa manera. Ya hablan bastante en el pueblo de ti como para que ahora te hagas eco en las comunidades vecinas.

Desdémona alzó ambas cejas y entrecerró los ojos.

- ¿Y quién habla de mí aquí?, ¿eh?: los mismos gilipuertas de siempre. - se mofó señalando con el pulgar en dirección a los distantes Mossfeld, quienes se hallaban a varios metros tras ellos, apostados contra la valla del cercado destinado a la Competición de Lucha y armados de sendas clavas – Si tuviera que hacer caso a todo lo que esos tres alcornoques dicen, probablemente andaría junto con Amie bailando en pelota picada por las noches alrededor de una hoguera ofreciendo nuestros cuerpos y almas al Señor de Nessus como moneda de cambio para obtener poderes y mierdas de ésas.

- ¡Por Chauntea, Desi! - exclamó el muchacho, sumamente escandalizado - ¡No seas tan...!

- ¿Irreverente?, ¿blasfema?, ¿hereje?, ¿maldiciente? - inquirió la joven Farlong chupándose el labio inferior al tiempo que enseñaba los caninos superiores en lo que parecía ser una especie de mueca burlona – Tengo toda la lista de adjetivos y sinónimos, Bevil. Podemos tirarnos así todo el día.

Estornino bufó.

- ¡Eres imposible! - exclamó meneando la cabeza de lado a lado, vehemente – Llevemos esto de una vez al mercader y nos lo quitamos ya de en medio. - repuso cambiando de tema con torpe brusquedad al tiempo que alzaba ambos brazos cargados con los dichosos fardos de pieles – Pesan que no veas.

Amie los siguió, oyéndoles discrepar de esto y aquello con semblante risueño. Algunas hebras de su largo cabello dorado se le escaparon del sencillo lazo que llevaba anudado en la parte baja de la nuca y se dejaron caer por la constelación de las pecas de su nariz hasta hacerle cosquillas.

Era una suerte que en las juventudes milicianas se permitiese a los más jóvenes disfrutar de las festividades anuales o, de lo contrario, Bevil no estaría allí para amonestar a Desdémona y hacer básicamente de guardián de ambas chicas dada la tendencia masculina del lugar de perseguirlas: a Amie por su belleza, a Desdémona por lo particular de su condición.

Tal vez en realidad hubiera sido cosa de Georg como gesto paternal hacia sus muchachos lo de darles el día libre ya que aquella mañana, al mirar por la ventana mientras los platos del desayuno se limpiaban solos gracias a un hechizo de telekinesis enfocada, Amie había visto al incombustible capitán Redfell seguido de los miembros más antiguos de la Milicia hacer instrucción como de ordinario.

Desdémona era, desde luego, la que más contenta estaba de tener a Bevil con ellas.

Era curioso verles a los dos interactuar: un mico guasón y descarado tomándole el pelo a un "pequeño gran mastodonte" (palabras de la propia Farlong) que soportaba como buenamente podía el nada reconfortante humor de su amiga de la infancia.

Y así pues, mientras Bevil dejaba los fardos de pieles frente a las narices del puesto de Galen, el único mercader serio que venía a posar sus pies en aquel pueblecito distante del Estero, la joven Farlong comenzó el consabido tira y afloja de rigor en lo que a materia de negocios se refería.

- ¿Ciento cincuenta y qué? ¿Por un arco que has pillado en Luskan? - otra cosa no, pero en el tema de fingir indignación, Desdémona era toda una maestra – No me estafes, mercader.

- ¡No es ninguna estafa!, ¡el leñocaso es caro! - replicó el comerciante, mezcla de descontento y algo... intimidado por la... inusual apariencia de su interlocutora. Obviamente hubiera preferido antes tratar con el seco padre de la chica que con ella - ¡Y Ascua es un pueblo fronterizo de Luskan, no está lo que se dice propiamente dicho ubicado en su territorio!

- Eh, que a mí las distribuciones geográficas me la pelan, tío. Más de cien monedas de oro me parece un atraco a mano armada, y es mi última palabra. - replicó Desdémona cruzándose de brazos – O me rebajas el precio del arco, o te va a vender las pieles tu abuela.

Bevil a su lado, muy contrario a su carácter apacible y bondadoso, respaldaba la transacción de su amiga con idéntica postura hermética de brazos cruzados y mirada severa de ojos entornados que pretendía parecer amenazante.

La avaricia de Galen cayó finalmente en saco roto y, si bien no consiguió la rebaja que buscaba, Desdémona se llevó un margen monetario sustancioso con respecto a la oferta inicial.

No obstante, en vez de mostrar alegría por su pericia en el negocio pese a ser la primera vez que regateaba con alguien procedente de la gran ciudad, decidió guardárselo y recurrir a su habitual cinismo burlón aduciendo lo blanda que había sido y que, si hubiera presionado un poco más, tal vez habría obtenido el descuento deseado, pero que hoy se sentía generosa y caritativa con aquel pobre diablo y bla, bla, blá.

Porque el descaro, la procacidad y la sorna eran los únicos sistemas defensivos que la muchacha conocía para escudar su complejo de inferioridad e inseguridades varias del mundo que la rodeaba.

Porque Desdémona Farlong siempre, desde que pudiera recordar, había tenido dificultades en lo que a materia de sentimientos puros respectaba para expresarse.

Ya, para empezar, y detestaba volver siempre al mismo tema, Daeghun nunca había demostrado lo que se dice un afecto muy acusado hacia ella.

El tipo, medio elfo, salvaje y acostumbrado más a los caminos que a la vida de campo que Puerto Oeste ofrecía, era la cosa más fría que uno se pudiera echar a la cara.

Desde bien pequeña, observando el comportamiento de otros padres hacia sus hijos, había ido forjando lentamente la idea de que, por algún motivo (que más tarde asociaría irremediablemente a su linaje), Daeghun no la quería.

El tipo, además de ser una criatura distante, que rara vez (por no decir nunca) sonreía, también se pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa, ya fuera cazando, patrullando los bosques, sacándose algunas monedas como guía a los forasteros por los alrededores o... básicamente haciendo cualquier otra cosa que le permitiera estar lo más alejado posible de ella.

Y la niña había ido creciendo por cuenta propia, acostumbrada al silencio, a la austeridad y al semblante inexpresivo del medio elfo cuando éste regresaba a casa por las noches.

Aprendió cómo llevar una casa por pura imitación, fijándose constantemente en las otras mujeres del pueblo, quienes entre otras cosas tendían por lo general, al igual que sus hijos y sus maridos, a eludirla como la peste.

Sólo la madre de Bevil Estornino, en cuya casa pasaba la mayor parte de su tiempo a decir verdad, la trataba bien, le enseñaba a cocinar y le daba de vez en cuando algún que otro dulce hecho por ella llamándola siempre "cariño".

Porque, con la excepción de Amie y Tarmas, la familia Estornino, Georg Redfell, el Hermano Merring y su poco receptivo padre adoptivo, Desdémona Farlong nunca había tenido demasiado trato con el resto de los habitantes de Puerto Oeste salvo para eludir, de tanto en tanto, ataques crueles y gratuitos de otros niños y chavales a consecuencia de su condición semihumana.

Porque Desdémona era una cosa rara de ver por aquellos lares, una criatura que, dados sus atributos físicos, solía encajar en las descripciones de los cuentos de terror para asustar a los niños con objeto de que éstos se comieran el providencial plato de verduras y se fueran temprano a la cama sin rechistar.

Ella misma se veía reflejada en aquellos cuentos demasiado bien cuando, a escondidas de Daeghun, quien le tenía prohibido leer ésa clase de literatura en un más que posible intento por hacerle a la niña las cosas más fáciles en Puerto Oeste, repasaba una y otra vez las descripciones de seres aberrantes procedentes de los temidos Nueve Infiernos.

Desdémona se miraba en el espejo, tocaba con la punta de su largo dedo de largas uñas (no importaba cuántas veces se las cortase, volvían a crecer a velocidad de vértigo, siempre largas, cada vez más duras y resistentes a la tijera) uno de los picos de sus largos y ondulados cuernos de macho cabrío, y se preguntaba a veces si podría limárselos con una de las limas de metal que Retta Estornino guardaba en su armario trastero.

También se preguntaba si le dolería mucho pegarse un hachazo justo al inicio del nacimiento de su larga cola prensil, en la base de la columna vertebral.

Un solo corte no podía ser tan malo después de todo. No como aquella vez que, con diez años y pillando por banda uno de los cuchillos de caza de Daeghun, había intentado serrarla.

El primer corte había escocido, pero al ir ahondando en la carne había visto las estrellas y, en mitad de las silenciosas lágrimas de puro dolor, había oído vagamente a su padre adoptivo llamar a la puerta, entrar en su cuarto sin esperar respuesta como era su maldita costumbre, encontrarse el espectáculo y ponerse a chillar como un energúmeno al tiempo que asía el arma por el mango, la tiraba bien lejos y, con ambas manos desnudas, trataba de taponar la herida por la cual manaba más sangre que litros tiene un barril de cerveza.

Había sido la primera y única vez que le había visto ponerse francamente histérico, llenándola de gasas y vendas a reventar para luego ir corriendo a casa del Hermano Merring, el "párroco" local, incansable maestro de las desoídas enseñanzas de Lathander, y traerle prácticamente a rastras en mitad de la noche para que uniera de nuevo el tejido serrado con uno de sus tan socorridos hechizos sanadores.

El hombre, cándido y dulce hasta decir basta, no les había cobrado ni una mísera moneda por la faena y Daeghun había decidido, una vez se hubo calmado, que no podía dejar a su hija adoptiva sola en casa con semejantes ideas en la cabeza, de modo que optó por llevarla consigo en sus largas y fatigosas jornadas de caza y vigilancia. Así la criatura distraería su mente de objetivos dolorosos e imposibles y la enseñaría el oficio de explorador.

Desdémona aceptó sumamente ilusionada. Quería estar cerca de él, aprender de él y que un día estuviera orgulloso de ella.

Y, por eso mismo, aprendió en tiempo récord a usar un arco y trató de seguir al pie de la letra y sin error las instrucciones de ése padre del que tanto ansiaba la mínima muestra de afecto.

Pero las felicitaciones, las buenas caras y el cariño que ella esperaba jamás llegaron.

Por otra parte, también creyó que aquello era culpa suya: que no era lo bastante buena o que no era lo bastante rápida... quizás tampoco lo bastante silenciosa... Además de que, por si fuera poco, tampoco era lo que se dice muy fuerte.

¿Y cómo podía ser, se decía apesadumbrada, que fuera tan sumamente alfeñique y enclenque si era, como sus rasgos indicaban, descendiente de alguna clase de demonio con el que, por algún retorcido motivo, su madre biológica había decidido yacer?

Dioses, a veces, especialmente con dieciséis años y teniendo más o menos una leve noción de lo que sucedía entre hombres y mujeres a una cierta edad, pensaba que su madre no debía de haberse rendido por propia voluntad a los encantos de un apestoso y malvado ser del Abismo.

Vamos, hablando claro y en plata: que Desdémona tenía todas las papeletas de ser sí o sí el vástago fruto de una violación.

Tal vez eso explicara, además de su condición diabólica, que Daeghun la mantuviera tan a la distancia. Al fin y al cabo, por lo poco que había podido recolectar acerca de su madre, es que se había llamado Esmerelle, había sido humana y, por descontado, muy buena amiga del medio elfo cuando fueron camaradas de aventuras en el pasado.

Y tú a un amigo nunca le deseas que le violen, ¿verdad?

Hora tras hora frente al espejo a lo largo de su vida, tratando de hacerse a la idea de lo que era sin caer en la autocompasión o el odio hacia todo cuanto la rodeaba, Desdémona también se preguntaba qué características habría heredado de su progenitora humana.

Su piel era demasiado pálida, prácticamente azulada, traslúcida, de un tono ligeramente enfermizo y regada de vasos sanguíneos por doquier, como para ser tomada como un rasgo típico humano.

Sus dientes, aunque no todos, eran, si bien pequeñitos, demasiado puntiagudos como para encajar en la anatomía común humana.

Sus ojos, dos orbes insondables de profunda negrura sin blanco, iris ni pupila de ninguna clase, tampoco eran lo que se dice muy humanos.

Su pelo, negro también, erizado, fosco y extremadamente voluminoso, era quizás una de las pocas características que veía con... cierto "encanto" en su configuración. Por eso, pese a los picos desordenados apuntando en todas direcciones aquí y allá, se lo dejaba imposiblemente largo. Por eso y porque, según con qué peinados, disimulaba sus enormes cuernos una cosa mala.

Tal vez Esmerelle hubiera sido morena, tal vez hubiera tenido también el cabello largo y erizado. Aquel pensamiento la consolaba bastante.

Tal vez incluso, llevando un poco más lejos la imaginación, hubieran compartido fisonomía. Tal vez su madre hubiera tenido la nariz chiquitita, con pequitas claras, los ojos grandes, las cejas finas y la boca y la mandíbula de un niño; terriblemente adorable en una humana, desconcertante y algo fuera de lugar en un híbrido como Desdémona.

Tal vez también hubiera sido una retaca pellejuda y esquelética como lo era ella.

Porque, con dieciséis años, Desdémona había sido, con diferencia, la más bajita y menudita no ya de su grupo de amigos, sino del resto de gente de su edad en Puerto Oeste.

Y eso, además de su consabida naturaleza, hacía que no se comiera un triste rosco con los chicos del pueblo.

En las fiestas sólo Bevil la sacaba a bailar, porque para eso estaban los amigos y... porque el pobre jamás se hubiera atrevido a pedírselo a Amie.

La mitad de los muchachos del lugar estaban coladísimos por su amiga, eso Desdémona lo había tenido muy claro desde siempre; incluso los gilipollas de los chicos Mossfeld, pese al continuo bulling al que sometían a las dos chicas, se notaba que iban detrás de ellas a fastidiarlas en un pueril y desesperado intento por llamar la atención de la rubia Amie.

Pero Amie era, quizás, o demasiado orgullosa o demasiado indiferente a los "encantos" del sexo opuesto. Para ella sólo estaban la magia y los libros de Tarmas. Su tutor siempre apuntaba lo muy brillante que la chica era como alumna y, quizás, le había sorbido demasiado la cabeza con que su destino no era acabar siendo la esposa de ningún paleto de provincias.

Tal vez por eso, por su admiración hacia Amie y por la posibilidad de no quedarse estancada en Puerto Oeste, siendo el bicho raro del lugar, Desdémona también había comenzado a dar clases con Tarmas.

No es que las sesiones de caza con Daeghun fueran especialmente malas... pero nada más podía aprender de lo que ya sabía y, francamente, tras años de intentarlo, no iba a ganarse ni una triste palmadita del medio elfo en el hombro, así que...

A Desdémona no se le daba especialmente bien la magia, pero tenía una predisposición natural hacia ella, de tal modo que las clases, si bien algo costosas para el bolsillo de los Farlong y difíciles de narices, habían sido muy agradecidas.

Nunca llegaría al nivel de Amie, eso lo tenía más claro que el agua, pero...

Una súbita palmada en su hombro izquierdo hizo que su vorágine de recuerdos y pensamientos fuera bruscamente engullida por la realidad circundante.

- ¡Estás en la parra, Desi! - oyó que Bevil le decía casi con una risotada al tiempo que imponía su amplia figura de miliciano frente a la racanez física de su amiga – Te he preguntado si pedimos un vaso de aguamiel o qué, hace calor y me estoy muriendo de sed.

La chica le observó con cara de lela, un gesto que tendía a repetirse muchas veces cuando la descontrolada e imprevisible "alegría" de Bevil le tocaba de cerca. Tanto como para dejarle el hombro hecho puré tras aquel golpe que para el joven era de los más livianos que podía conjurar mientras que para la pequeña muchacha era como si la rama de un árbol especialmente grande la hubiera azotado de pleno. El chico era demasiado grande, demasiado atolondrado, demasiado borrico.

- Joder Bevil... - se quejó Desdémona frotándose significativamente la zona maltratada con las yemas de los dedos – Mide tu maldita fuerza o acabarás transformándome en un amasijo sanguinolento y pringoso. Y te sentirás culpable. Y entonces, sólo entonces, Daeghun se agarrará los machos e irá tras tuya con el arco tensado con una flecha que irá, muy convenientemente, destinada a tu gran culo.

Desdémona podía ser flacucha y poquita cosa, pero sus palabras eran poderosas. Poderosas, complicadas a veces y extremadamente regadas de un amplio muestrario en lo que a lenguaje coloquial y palabrotas respectaba. Daeghun le tenía dicho que su vocabulario era "sencillamente deplorable"... y tal vez por eso mismo hablara así, como una pequeña venganza hacia su persona por no ser el padre que ella necesitaba o creía necesitar.

Amie rodó los ojos. Entre la tosquedad de Bevil y su falta de medida en lo que a espacio vital respectaba... entre eso y la florida verborrea de Desdémona, había crecido siendo básicamente la equilibrada y sensata del trío (salvo en casos puntuales, como la juerga de aguamiel del año pasado... pero eso no venía a cuento). De niños, cuando aún Bevil no se había transformado en el mamotreto que era ahora, Desdémona y él solían jugar a tirarse puyas, puyas de las bestias e insultantes. Bevil se cabreaba ante su incapacidad para igualar a su interlocutora en elocuencia y ambos acababan rodando por el barro, uno agarrándola de los cuernos o la cola, la otra mordiéndole una oreja o lo primero que pillara más a mano.

Lo bueno es que aquellas peleas tontas siempre acababan con los dos meándose de la risa como un par de histéricos y perdidos de tierra de arriba abajo. Lo malo eran las postreras explicaciones que ambos tenían que darle a la señora Estornino por el estado de sus vestiduras.

Porque Retta Estornino creía su deber y su obligación, si se daba el caso, el regañar, castigar, corregir y enderezar a la pequeña diablilla salvaje. Total, si (o al menos así lo creía ella) su padre adoptivo no lo hacía, ¿quién podría echarle en cara que quisiera educar a aquel trasto peleón con cola y cuernos? Lorne, el hermano mayor de Bevil, había sido igual de difícil de pequeño y no por ello la buena mujer se había amilanado. Al contrario, aquello la había convertido en una madre extraordinariamente competente.

Competente y con muuuuucha paciencia.

- ¿Y la plaga?, ¿estás seguro de que se está extendiendo, Orlen?

- No hay plaga, Georg, es otra cosa. No hay moho, no hay putrefacción. Es como si los cultivos se negasen a crecer, como si no tuvieran valor para enfrentarse al sol.

De todas las conversaciones habidas y por haber, entre los cientos de personas presentes en aquel lugar y el consecuente bullicio circundante... el oído de Desdémona había ido casualmente a pillar una que trataba un tema que llevaba meses trayendo de cabeza si no a todo el pueblo, sí a la mayor parte de sus habitantes. La última estación, Daeghun había tenido que recorrer grandes distancias para traer comida a la mesa ya que, cuanto más se extendía la supuesta "plaga" por el Estero, más difícil se hacía encontrar caza por los alrededores.

"Plaga" la llamaban los porteños, "circunstancia sobrenatural" se acercaba más a la definición que la joven Farlong le daría a tan singular coyuntura.

El Estero había cambiado. Se notaba en la tierra yerma que no daba frutos, se apreciaba en el color insalubre del agua del pantano ausente de toda fauna, se olía en el aire... y el silencio, aquel silencio anormal que se extendía como las alas de un ave extraña planeando sobre los caminos para, muy lenta y sutilmente, ir devorando todo a su paso.

Un silencio que impedía a Desdémona hacer sus quehaceres del día a día con tranquilidad, a la tensa espera de alguna clase de eventualidad que se le antojaba inminente. Un silencio que le hacía inconscientemente contener la respiración.

Un silencio de muerte.

- ¿Y los druidas?, ¿qué dicen ellos? - inquirió con evidente impaciencia el capitán de la Milicia de Puerto Oeste y, por descontado, alcalde del lugar.

- Bueno, ésa es la cuestión, Georg. No hay druidas por ninguna parte... por ninguna parte. - replicó su interlocutor. El viejo Orlen tenía un acento peculiar... como si cada vez que abriese la boca la tuviera llena de comida y anduviera masticando mientras hablaba - Me solían avisar de los problemas antes de que yo advirtiera los signos. Pero ésta vez... silencio absoluto.

Ausencia de druidas en el Estero... los druidas no abandonan un territorio bajo su protección ni de coña a no ser... a no ser que una de dos: el terreno haya sido contaminado y no pueda salvarse o... haya algún tipo de amenaza que los haya expulsado de allí. - razonó la planodeudo pasándose la yema del dedo índice distraídamente por las estrías rugosas de uno de sus cuernos – Y como sea lo segundo... o lo combatimos o nos damos el piro. Sin caza ni cosechas nos van a dar mucho por el culo.

- ¿Crees que deberíamos decir algo? - prosiguió Orlen – Todo el mundo ha venido a la Feria, incluso los de las granjas lejanas...

- No. - sentenció Redfell con ésa clase de tono que no admitía réplica de ninguna clase – Que disfruten al menos de un día sin problemas. Mañana haremos la ronda y hablaremos con las familias, una por una. - y en esto que giró un momento la vista y, al percatarse de la presencia intrusa de la chica Farlong, simuló una sonrisa para, evidentemente, encubrir la seriedad del tema que Orlen y él estaban tratando, y se giró hacia ella - ¡Pero si es mi diablilla favorita! Ya me preguntaba cuándo asomarías ésas orejas picudas por aquí.

Desdémona correspondió aquella sonrisa con otra de vergüenza. A su muy alegre y desenfadada manera, el alcalde acababa de amonestarla por espiar conversaciones ajenas.

Se aproximó a los dos hombres pues y, con un leve gesto de cabeza, Orlen se despidió para ser correspondido por una rápida mirada de advertencia de Georg. La situación entonces era más grave de lo que quizás Desdémona hubiera podido sospechar en un principio.

- Hola, Georg. - saludó la muchacha enredándose una madeja rebelde de pelo alrededor de uno de sus cuernos nerviosamente.

- ¿Dónde está el resto del Trío Tralarí? - inquirió el capitán de la Milicia con evidente diversión enarcando una ceja espesa y oscura, de largos y gruesos pelos tiesos que contrastaban ampliamente con lo rasurado tanto de su barba como de su cráneo afeitado. Desdémona a veces se preguntaba cómo en verano (particularmente en pleno mes de Eleasias, popularmente conocido como "La Solana"), no le daba una insolación al ir por ahí así, sin gorros ni sombreros que protegieran aquel cráneo, moreno y duro como el pedernal – Bevil vino ésta mañana a primera hora a inscribiros a los tres como equipo. ¿Alguna proeza que narrar?

- Psché. - repuso ella encogiéndose de hombros - Amie ha ganado el Torneo de Talentos, como era de esperar. ¿No lo has visto?

- No, por cierto. - admitió Redfell - ¿Dónde para la joven Helecho, a todo esto? Me parece que su tutor la estaba buscando.

- Aquí mismo, Georg. - terció entonces la voz melódica de Amie al tiempo que, junto con Bevil, se situaban cada uno a ambos lados de su planodeudaria amiga - ¿Qué te ha dicho Tarmas exactamente?

El hombre rió suavemente.

- No gran cosa en realidad. - informó – Simplemente que, si te veía, te hiciera saber el zafarrancho que has dejado tras de ti al salir de la casa y dejarte funcionando... no-sé-qué de un hechizo y unos platos fregados.

La joven aprendiz de maga entonces palideció visiblemente y se llevó una mano a la boca.

- ¡Ay...! - exclamó con apenas un hilo de voz - ¡Los platos...!

- ¿Qué has hecho ésta vez? - le preguntó Desdémona con una fina ceja enarcada y una media sonrisa de chufla. Bevil, a su lado, trataba por todos los medios de no sonreír – Por lo que deduzco, suena a que ésta noche te va a tocar oír uno de los ceremoniosos discursitos soporíferos cortesía de Tarmas.

- Ugh... - rezongó Amie con cara de dolor de estómago.

- Eh, por lo menos tu tutor te habla cuando la cagas. - argumentó la joven Farlong levantando un dedo índice en el aire – El sistema de Daeghun consiste en limitarse a mirarte con cara de palo para luego ponerte a cortar madera, encerar el suelo, fregar el porche o la primera tarea larga, odiosa y cansina que se le pase por la cabeza.

- Bueno, bueno. - dijo entonces Georg levantando las manos en señal de apaciguamiento – Dejemos de lado las... diferencias generacionales con vuestros cándidos padres adoptivos – ahí los jóvenes rieron por lo bajo. Georg era de los pocos adultos en Puerto Oeste cuyo ingenio y sentido del humor le granjeaba una nada desdeñable popularidad entre la población de niños y chavales. Eso y lo sumamente cuentista que era, adornando la más sosa de las anécdotas hasta transformarla en una épica historieta, casi siempre exagerada hasta decir basta, que ponía en evidencia lo muy fértil de su imaginación – Y ahora centrémonos: sabéis que, para ganar el Trofeo de la Cosecha, hay que superar tres de las cuatro Competiciones, ¿correcto?

Los jóvenes asintieron al unísono.

- ¿Y también sabéis que, de ganarlas todas, hay premio especial? - tentó el hombre alzando sugestivamente las cejas – Ya que para dos de vosotros es vuestro último año, por vuestras vidas haced que merezca la pena. Otro discursito victorioso de ése cabeza hueca de Mossfeld y creo que habrá un altercado.

- No te preocupes por eso, Georg. - replicó Desdémona chasqueando la lengua – Si no acabo reventándole los huevos a Wyl de un patadón en sus partes durante la Competición, serán los huevos de mi nevera los que acaben reventados contra su fea cara en el momento en que se suba a la palestra a decir subnormalidades.

Bevil rodó los ojos. Capaz la creía de hacerlo... y lo peor de todo era que él, al pertenecer a la Milicia, probablemente tendría que mantener el orden sacándola a rastras de la Feria antes de que Wyl y sus hermanos fueran a correrla a hostias. Ya bastante malo fue el año pasado cuando se tuvo que llevar a Amie a caballito hasta casa de Tarmas con un pedal encima de aguamiel de aúpa y cantando aquellas obscenidades a voz en cuello que persiguieron las memorias del joven Estornino durante toda la semana siguiente.

No obstante, Georg Redfell, caricaturizando en su mente la escena de los huevos descrita por la muchacha, comenzó a reírse escandalosamente. Su voz, ya grave en extremo de por sí, cuando reía recordaba a un trueno.

- ¡Diablos! - exclamó cuando hubo terminado de carcajearse a gusto – Adoro ésa mala sombra tuya, Farlong. A veces me cuesta creer que, efectivamente, sea Daeghun quien te haya criado. - añadió limpiándose una lagrimilla de los ojos, oscuros y hundidos en las cuencas ojerosas – Pero en fin, si verdaderamente tienes los arrestos necesarios para enfrentarte a Wyl y compañía mano a mano, te sugiero no sólo que emplees todos los recursos de los que dispongas, sino que vigiles estrechamente a Bevil. No permitas que los Mossfeld le saquen de sus casillas. Siempre le ganan de ésa manera en los entrenamientos.

- ¡Ish, Georg! - protestó el muchacho descruzándose de brazos y dándole un elocuente ceño fruncido a su mentor - Que sigo aquí, ¿vale?

Redfell volvió a reír. Le encantaban aquellos tres, cada uno con sus peculiaridades. Los tenía vistos desde que eran unos mocosos y todavía recordaba con nostalgia cómo solían venirle en cuadrilla a aporrearle la puerta entusiasmados con objeto de que les contara historias para no dormir. Siempre habían sido unos críos la mar de salaos y... verles tras tantos años ya al final de la adolescencia, a punto de convertirse en adultos, hacía que se sintiera... un poco viejo.

- Bien, bien, Triada del Terror. - rió - Si tenéis algún problema andaré por aquí cerca hasta la hora de comer. ¡Buena suerte en la pelea! - les deseó llevándose ambas manos a la espalda y sacando pecho al tiempo que los observaba alejarse, Bevil Estornino como un enorme planeta en torno al cual giraban los dos satélites inquietos que eran las dos muchachas que lo acompañaban – Disfrutad de éste día, vosotros que podéis. - añadió en voz baja, su semblante cálido y risueño trocado repentinamente en sombrío y taciturno.

Porque, pese a la popularidad de la que gozaban las festividades de su aldea, aquel año su alcalde no iba a poder compartir la alegría colectiva de su hogar.

No cuando te dicen que la cosecha se ha echado a perder y sabes positivamente que el invierno por venir iba a ser de los más crudos que se hubieran visto en el Estero desde hacía dieciséis años.

Hacía dieciséis años... de aquel mismo día.


Nota de la autora: vale, había subido un capítulo de ésta historia teniendo en mente otra cosa y, ahora que he pulido la idea, la dinámica del relato que estáis leyendo ha cambiado por completo, como podréis ver los que habéis leído el anterior intento.

Llevo varios meses un poco floja de práctica en ésto de escribir, ya que mi otra historia de longitud novela "Hija de la Tempestad" ha alcanzado un punto muerto donde la inspiración no me viene ni a la de tres, así que intentaré volver a la providencial pluma del escritor y trataré de ir actualizando las historias que he dejado colgadas (y no son pocas, vaya).

Aquí tenemos Neverwinter Nights 2. Me he enamorado de la historia de éste jueguecito y éste es el primer capítulo, con desarrollo de personajes y todo, dieciocho páginas y pico de Word que me ha ocupado. No es un mal comienzo, ¿no? (vamos, si os gusta leer, claro xD).

Un saludo, gracias por leer, te lo agradeceré más si comentas y hale, ¡a darle duro!