La gente sin nombre


Los ve dormir, tan cómodos en su cama, y no puede evitar embozar una sonrisa. Acaricia las mejillas de sus hijos, uno por uno. Siente una lágrima caer de su ojo izquierdo, piensa vagamente que nunca llegarán a ser grandes, a casarse, a tener hijos.

Deja un beso de despedida en la frente de la niña, luego del niño. Se acurruca entre medio de los dos y los abraza, ellos entre sueños se acomodan junto a ella. Cierra los ojos con fuerza y escucha lejanamente el revuelo arriba. Los gritos, el ruido del agua, el ruido del trasatlántico que pronto se partirá...

Cuando abre los ojos de nuevo puede ver cómo el agua entra en su camarote, lo suficientemente rápido para ahogarlos en cuestión de minutos. Vuelve a cerrar los ojos, intenta conciliar el sueño. Sin embargo, los pensamientos la envuelven y evitan que pueda realmente dormir. Se tranquiliza sintiendo la respiración acompasada de sus niños, sabiendo que nunca se enterarán de ese horrible final.

A los pocos segundos, se encuentra pensando en el montón de gente que no conoce, con las que había almorzado esa mañana, a los que había visto de lejos, con los que nunca había cambiado palabra. Ese montón de gente sin nombre que moriría esa noche como sus hijos y ella, y que quedarían varados en medio del Pacífico por una eternidad, gente sin nombre que nadie mencionaría, que nadie recordaría, a los que nadie rescataría.

Almas congeladas bajo el agua; el cielo estrellado arriba, la oscuridad debajo.