Muy bien… Últimamente estoy escribiendo demasiado, consecuencia de las vacaciones, y ahora tengo un montón de capítulos de historias que no he subido… Aquí una. No será nada largo, ni muy elaborado, tan solo un pequeño relato (de cuatro o cinco capítulos) que idee una de estas noches, mientras hablaba con el amor de mi vida… (No, Gerald, contigo no, aunque tienes algo del crédito)

Ahora, si…

¿Qué pasa si con quien te has casado, no resulta ser quien piensas, si el hombre aquel que estará junto a ti hasta la muerte no es quien tu amas?... Tigresa no ama a Jian. Jian no ama a Tigresa. Ambos se odian y su trato ya ni siquiera es cordial.

Ambos presos de un matrimonio que maldicen con toda su alma, deberán buscar una manera de ser feliz… Y Tigresa la ha encontrado en un apuesto panda de ojos color jade.

Tigresa pasa sus tardes en los brazos del General Po y las noches en el frío lecho que es obligada a compartir con su esposo. Pero no importa. No mientras que, al día siguiente, vuelva a ver la cálida mirada de su amante… Del único hombre que ama.

Lástima que las cosas no siempre son como una las quiere.

¡A leer!


Capítulo 1

La leña de la chimenea se había consumido y el fuego llevaba horas de haberse extinguido, pero las gruesas mantas que les cubría les mantenían cálidos… eso y el cálido placer de sus cuerpos.

Las robustas manos masculinas se tensaron en torno a su cadera, dejando moradas marcas en su piel.

Su espalda se arqueó. Sus garras se clavaron en la cama, a ambos lados de la cabeza de su amante.

El orgasmo les golpeó a ambos con fuerza, demoledor, satisfactorio, elevándolos hasta el sin límites del cielo y arrancando sonoros alaridos de sus labios. El tiempo se detuvo, todo a su alrededor desapareció. Sus mentes se quedaron en blanco durante un par de minutos, ocupadas únicamente en aquel oscuro y adictivo placer que uno siente al hacer lo indebido, al caer en aquello que tanto les tienta.

Los brillantes ojos color jade observaron con devoción a aquella diosa que tenía montada sobre él, admirando cada rasgo felino de su rostro iluminado por la tenue y vacilante luz de las velas.

Rieron. Risas cómplices… Risas de quienes acaban de cometer alguna travesura.


Tigresa levantó por unos segundos la mirada de su libro, observando a su marido caminar por la habitación. No le sorprendió que él se metiera a la cama, de espaldas a ella, sin siquiera un "buenas noches". No le sorprendió que, una vez más, no la tocara. Tampoco le importó.

Hacia un par de meses, aquel comportamiento hubiera sido un golpe a su orgullo. Se hubiera preguntado por qué su señor esposo ya no la veía tan atractiva.

Sin embargo, no creía que aquel fuera el problema. No. Es más, apostaría su corona a cualquier mujerzuela del pueblo a que el problema estaba en la poca confiable anatomía de su esposo.

El pensamiento arrancó una graciosa risilla de entre sus labios.

—Intento dormir —Gruñó el tigre blanco a su derecha.

Tigresa rodó los ojos.

—Y claro, cielo mío —Comentó, desinteresadamente, con la mirada en su libro— Si todo lo que haces en la cama es dormir.

El felino se enderezó de manera violenta.

—¿Disculpa?

—Oh, no se preocupe, señor mío —Respondió, bufona— Está usted disculpado.

—Puta.

Pero Tigresa no respondió al comentario. Miró de reojo a su esposo, el rey Jian, y dejó que la traviesa sonrisa curvara sus labios. Los recuerdos invadieron su mente… Puta, escuchó nuevamente.

¿Por qué puta? ¿Por buscar aquello que su esposo se negaba a darle? Era una mujer, no una roca. Tal vez él hubiera dejado atrás aquellas necesidades tan primas, pero ella no estaba dispuesta a dejar su cuerpo marchitarse cual flor en invierno. No iba a entregarse a la castidad solo porque a su esposo no le daba la hombría ni siquiera para arrancarle un pobre y solitario suspiro.

Dejó el libro en su mesita de noche y apagó la última vez que iluminaba escasamente el cuarto. Se acomodó en su lugar, de espaldas a su esposo, y cerró los ojos… Aunque no para dormir precisamente.

Durante varias horas, sus pensamientos se concentraron en un par de ojos verdes, observándola con detenimiento desde las sombras de la habitación. Un par de manos, robustas y cálidas, recorriendo el contorno de su cuerpo. Unos delgados labios, besando hasta el último rincón de su piel… Y una voz ronca, repitiendo entre jadeos y gruñidos su nombre, venerándola cual diosa, evocándola.

Cuando abrió los ojos, ya había amanecido y las cortinas habían sido echadas a un lado, dejando pasar la tenue luz solar que ofrecía la mañana de invierno.

—Buenos días, su majestad —Le saludó la cordial voz de Víbora, su doncella— hoy hace un buen día.

Tigresa esbozó una amable sonrisa a modo de respuesta.

Se desperezó en la cama y volteó la mirada hacia su derecha; tal como esperaba, el lugar de su esposo estaba vacío... Aunque no era algo que lamentara.

Con ayuda de su doncella, se colocó el corsé, amoldando su torso a una figura mucho más curvilínea, y vistió sus trajes. La tela era pesada e incómoda, pero el frío no le daba otra opción que aguantarse. Se calzó los zapatos de tacón y ya lista, salió de su habitación.

Las miradas de los guardias que custodiaban las distintas habitaciones seguían el sutil balancear de sus caderas junto al perezoso serpenteo de su rabo. Sin embargo, ella no se molestó ni siquiera en mirarles de reojo. Pasó a su lado, altiva, prepotente, ignorando sus existencias.

Llegó al salón principal y se sentó en su trono, a la derecha de su esposo.

El tigre blanco le dirigió una despectiva mirada, a la cual ella respondió con una altiva sonrisa.

—Veo que has encontrado con quien encamarte anoche —Soltó Tigresa, con ponzoña.

Jian rio.

—Gemías como puta en celo anoche —Le echó en cara— ¿A quién te follabas en sueños? ¿A alguno de los guardias?

—Seguramente a ti no.

Y dicho aquello, ambos esbozaron anchas y radiantes sonrisas ante el primer pueblerino que les reverenció, antes de presentar sus quejas… Saqueos, impuestos altos, problemas en las cosechas. Todo aquello les tocaba escuchar, para luego prometer una pronta solución.

Jian parecía aburrido. Era claro su desagrado y no se molestaba en disimularlo.

Tigresa prestaba atención a cada palabra de aquellas personas. No era la reina solo para lucir elegantes vestidos y joyas de valores inimaginables. El pueblo le servía y ella debía corresponder.

Sin embargo, al cabo de un par de horas, no pudo evitar que sus pensamientos viajarn un poco por otros rumbos, llevándola al día que le obligaron a vestir de blanco y caminar por aquel pasillo de alfombra roja. Su boda había sido arreglada, claro, como el de muchas otras mujeres de la realeza, con la diferencia de que a Tigresa realmente no le había importado en lo más mínimo. No, a ella le había dado igual.

Jian era apuesto, no iba a negarlo, pero tampoco iba a negar que fuera un hijo de puta (y no lo decía sólo porque la "honorable" madre del tigre blanco había manipulado más palos que Tarzan). Era despiadado y no tenía corazón alguno. Su único interés era contar cuantas joyas podía llevar en sus dedos y jactarse de todas las mujeres que tuvo alguna vez en su lecho. Simplemente repugnante.

Observó de reojo al tigre y la sonrisa le curvó los labios. Una sonrisa burlona y sabedora.

—¿Qué es tan gracioso, amor mío? —Masculló Jian, con una falsa sonrisa.

—Oh —Tigresa rio— Solo intento recordar la última vez que se te paró… Fue hace ¿Un año? ¿Dos?

El tigre blanco gruñó.

Aquel gruñido trajo a Tigresa el recuerdo de una fría noche de invierno, en su primer año de casados; Él había estado bebiendo, ella no se quedó callada. Odiaba el mero olor de las bebidas alcohólicas, le hacía sentirse enferma. Jian, al perder la paciencia, intentó golpearla… Era algo que Tigresa jamás olvidaría, pero no por alguna marca o dolor, sino porque al día siguiente, su señor esposo despertó con un fuerte dolor en su estómago, un diente menos y ni un recuerdo de la golpiza que le propinó su esposa.

Aquel matrimonio se consumó con el único propósito de concebir un varón, un heredero a la corona. Durante aquel tiempo, Jian se portó como todo caballero con Tigresa… Pero los meses pasaban y ella no concebía, hasta que uno de los doctores la dio por estéril.

Desde entonces, Jian había renunciado siquiera a tocarla.

No hablaban más de lo necesario y cuando lo hacían, casi siempre terminaban en una discusión bastante violenta. Ambos gritaban y ambos eran perfectamente capaz de golpear al otro, sin importarles las circunstancias o el lugar donde estuvieran.

¡Salvaje! Gritó el tigre blanco, con la mejilla surcada por profundos zarpazos.

La gente les miraba, con una mezcla de asombro y miedo. Las madres habían cubierto los ojos de sus pequeños y un par de guardias sujetaban de los brazos a su reina, cuyas zarpas estaban cubiertas de sangre.

—¡Marica! —Devolvió ella, escupiendo al suelo, con una pequeña cortada en su labio.

Aquel baile fue un infierno, aunque uno muy divertido; ¡Le había dado un zarpazo a Jian! Y él estaba lo suficientemente sobrio como para recordarlo al día siguiente. Aunque, claro, luego tuvieron que salir a afrontar el escándalo que habían armado.

Lo cierto era que no se arrepentía de nada… y estaba segura que mucho menos lo hacía Jian.

No, ¡qué va! Lo hecho estaba hecho y de volver a estar en aquella situación, lo volvería a hacer.

Tigresa no era como todas las mujeres. No era débil, ni mucho menos sumisa ante los deseos de su "señor esposo". Sabía defenderse, sabía de política, sabía de estrategia. Todo lo que un macho pudiera saber, ella lo sabía y se aseguraba de ser dos veces más buena en ello. La Reina Tigresa, conocida por su voz, por la fuerza de su mirada y la firmeza de su actuar.

A ella se atribuía la victoria de su ejército en las guerras. A ella se atribuía la riqueza que abundaba en su pueblo. A ella se atribuía muchas cosas… y Jian odiaba eso. Odiaba verse superado por una mujer, mucho más si esa mujer era su esposa.

Limítate a cumplir como mujer y hazte a un lado —Había dicho.

Pero, ¿desde cuándo Tigresa obedecía?

Cumpliría como mujer, si tuviera un hombre al cual cumplirle.

Amaba atacar el ego de su esposo. Era divertido, peligroso, pero divertido. Jian aún no perdía las esperanzas de que ella, algún día, agachara la mirada y asintiera ante una orden suya.

Ella había nacido para mandar. Le habían criado como a una guerrera, no como a una frágil princesa. No se había roto los huesos de las manos golpeando aquellos árboles para que ahora viniera un idiota con pene a querer menos preciarla.

Era la eterna lucha en palacio, una que nadie desconocía; El poder de la reina y el rey, disputada entre ellos mismos.


—Su alteza, ¿Me permite preguntarle algo? —Habló Víbora, que buscaba en el armario el vestido solicitado por su majestad.

Tigresa, sentada al borde de su cama, esbozó una pequeña sonrisa. Víbora era como una amiga, se conocían desde pequeñas y ambas habían crecido juntas. No había nadie a quien le tuviera más confianza que a aquella mujer.

—Por supuesto —Respondió, sin pensarlo— Y ya te he dicho que me llamea por mi nombre.

—Pero, su alte….

—Es una orden.

—Como ordene, Tigresa —Víbora sonrió— Usted… La noto un poco preocupada. ¿Está todo bien?

El entrecejo de la felina se arrugó, con cierta confusión. No, no estaba del todo bien, pero eran cosas de ella. Nada por qué preocuparse, al menos, por el momento.

—Sí, está todo bien.

Víbora volteó, con un vestido en telas rojas y gruesas. Maldito invierno, maldijo Tigresa en voz baja, antes de esbozar una pequeña sonrisa. Con ayuda de la serpiente, se quitó el molesto corsé y se colocó aquel vestido, mucho más liviano y cómodo que el anterior.

Odiaba aquellas ropas elegantes, odiaba usar aquellos corsés, tan ajustados que muy escasamente le permitía respirar. Era todo una tortura.

Se miró al espejo, dando una última evaluación a si misma; Su figura no era tan curvilínea como el de otras mujeres, sus pechos eran pequeños y ella, sin los zapatos de tacón, era bastante baja de estatura. Pero estaba contenta con lo que veía. Esa era ella, era la Tigresa que siempre fue, no la reina que pretendía ser día a día. Vio al espejo y sonrió al verse, tal cual era.

Dirigió una rápida mirada al escote del vestido y disimuladamente lo bajó, tan solo unos milímetros, dejando insinuar aquellos medianos encantos que poseía.

Se despidió con una sonrisa de Víbora y salió del cuarto, sintiéndose más libre al caminar.

—Saldré a dar un paseo —Dijo a su esposo, en cuanto entró al salón principal.

Los hombres más importantes de ejército se encontraban allí, reunidos alrededor de una mesa cuadrada, sobre la cual habían extendido un mapa del reino.

—Bien.

Jian ni siquiera levantó la mirada, ni siquiera vio como estaba vestida. Tigresa rodó los ojos.

—Llevaré a una escolta.

—Haz lo que quieras —Masculló— ¿No ves que estoy ocupado?

Tigresa gruñó. Se acercó a la mesa, empujando a dos de los soldados, y echó una mirada al mapa. Se contuvo de reír ante tan ridícula "estrategia" que su señor esposo estaba marcando.

—Oculten a la mitad en la montaña. Un cuarto que ataque por la derecha y el otro por la izquierda.

Fue como comentar el clima.

Era la estrategia que siempre usaba, aunque de diferentes maneras. Jian levantó una furiosa mirada hacia ella, pero Tigresa tan solo le devolvió una altiva sonrisa.

—General Po —Llamó él— Acompañe a… mi esposa a su paseo.

Tigresa sonrió para sus adentros… Oh, Jian. A veces, hasta podría amarte.


Continuará…

Y bueno, hasta aquí… La semana que viene subiré el otro capítulo, (O tal vez antes, depende de cuánto me aguante las ganas). Ni modo. Comenten, chicos. Quiero saber qué tal me quedó la idea.