Y al fin traigo la segunda parte de este Two Shot, ahora desde el punto de vista de Gilgamesh, debo aclarar que la personalidad del Rey de los Héroes peca un poco, y se acerca bastante a la del Gil de Fate/Extra CCC, fuera de eso siento a los personajes dentro de su lugar y de cómo reacionarian ante ciertas situaciones.
Disclaimer: Los personajes de Fate no me pertenecen
Advertencia: Ligero Ooc, Universo Alterno.
Raiting: T
Sabes que eres bienvenido a disfrutar de la lectura, y si te gustó no dudes en dejarme un comentario, ¡Eso me ayudaría mucho!
Abaddon Dewitt.
Lion Pride
Contemplarla era como ver a una diosa encarnada en una mortal, simplemente era el sinónimo de la perfección, las largas pestaña revoloteaban como mariposas con la suave respiración de su nariz cuando ella buscaba calor en su cuerpo y se acomodaba en su regazo. Perfecta, si, no había otra palabra para describirla, y era de él, solo de él, el único ser en la tierra que era digno de tan invaluable tesoro.
Había escuchado que en occidente, habían mujeres capaces de competir en belleza con Ishtar, ¿Un mortal ser comparado con un dios?, aquello era una blasfemia para los míos, y sin embargo, mi parte mundana bullía de curiosidad, era bien sabido que entre todos los habitantes de Babilonia, yo, su rey, el más grande de todos enviado por los mismos dioses y de procedencia divina, no tenia rival alguno en cuanto a fuerza, destreza y debía poseer por decreto divino a la esposa más bella entre las mujeres no solo del imperio, merecía a la mas hermosa de la existencia, siendo así, por consejo de los maestres me embarque en un nuevo viaje para encontrarla, ante los rumores, si no hallaba lo que quería, ya podían ir preparando la pica en la que sus cabezas estarían en las afueras de la ciudad, como una lección de jamás mentirle al Rey. El viaje era largo y cansado, me sentí fuera de lugar en el cambio de clima y peor aún el horario, el sol caía más temprano, los dioses lentamente me abandonaban igual que en otras de mis travesías, pero eso poco importaba; yo el gran rey Gilgamesh, era capaz de enfrentarme al más pesado de los desafíos.
Finalmente desembarcamos en un pequeño reino extranjero, nada que me pudiera sorprender salvo por el intenso esmeralda de su clima, los árboles que se levantaban como colosos protectores y su fauna que me era singular, principalmente los elegantes ciervos que corrían asustados ante mi llegada, las pequeñas casas se extendían de un lugar a otro de forma inconsistente, poco organizada, me molestó, las vestimentas dejaban mucho que desear, sencillas telas de lana que cubrían prácticamente todo el cuerpo, aun que lo entendía de cierta manera, el inclemente clima lluvioso y frío del lugar me fastidiaba. Pero no iba a regresar con las manos vacías a mi pueblo ¿Qué dirían de mi?, que era un cobarde incapaz de traer novedades de occidente… ¡Jamás!, apreté los puños con molestia, y antes de exigir mi jarra de vino, uno de mis soldados llegó con noticias, el rey me recibiría en su palacio.
Un lugar nada cómodo, oscuro, paredes gruesas ventanas que apenas dejaban que la luz del sol se filtrara, el aroma a heces de caballo era una ofensa a la entrada de ese «palacio», pero yo era el extranjero en ese momento, así que debía ablandar ligeramente mi carácter, era un rey después de todo, y entre reyes, sabíamos cuales eran nuestras responsabilidades al estar en un terreno diferente.
Fue entonces que la vi, no era una visión, era real… ¡Juro por todos los dioses que era hermosa!, mis ojos se clavaron en ella que sencillamente ni siquiera volteó a mirarme ¡Pero que mujer más insensata! Si estuviéramos en babilonia, seguramente ya la abría mandado a azotar, y sin embargo el rostro estoico me recordó a una Leona, orgullosa y firme, sus ojos eran esmeraldas puras, la piel como el mármol, su cabello era capaz de dejar en ridículo a Tammuz, sus labios seguramente debían tener un sabor aun más exquisito que el mejor de mis vinos, sentí un cosquilleo en mis entrañas, no sé si de enojo o excitación, al fin y al cabo ambas emociones desencadenaban adrenalina en mis venas. La había encontrado, esa mujer sería mi reina.
Pase corto tiempo en esas tierras, el clima me era insufrible y necesitaba el sol abrasador de Uruk para reconfortarme, Ulther el rey de ese pequeño lugar llamado Camelot, me contó su situación, sin ningún hijo varón que gobernar no poseía nada más que la sólida belleza de «Arturia» la mayor de tres hijas, en un reino decadente donde sería mal visto que una mujer ascendiera al trono, un hombre inteligente, pensé, darle el poder a una mujer era simplemente ridículo. Pero tenía un plan, y ese era casar a Arturia con el hijo del más fiel de sus súbditos, y de la unión dar fruto a un heredero, me moleste, ¿Quién se creía él para disponer de mis tesoros?, porque era obvio que desde el momento en el que posé mis ojos en ella, me pertenecía.
—Me parece, que esta tomando el camino equivocado cuando dios le ha mandado la respuesta hasta las puertas de su palacio —dije con cierto tono de sarcasmo que Uther ni siquiera noto.
—No creo entender sus palabras mi señor —me contestó de manera sincera e inocente, oh criaturas mundanas, siempre tan divertidas.
—Si e llegado hasta sus tierras debe ser por algún motivo, este no es un encuentro casual.
Al fin entendió el mensaje, su rostro fue de sorpresa, el nerviosismo en sus extremidades fue evidente pero me mantuve endeble, sin dudar, si debía presionar más en la herida, lo haría sin contemplaciones, se lo había dicho, mi imperio era cinco o quizá hasta diez veces más grande que el suyo, y que ese necio orgullo de occidente no le ayudaría en la guerra. Al parecer se ablandó cuando medito más a profundidad ¿Qué prefería? Una hija casada con un don nadie, o esa misma hija en manos del más grande de los reyes en el mundo, capaz de darle al heredero capaz de unificar dos reinos. Suspiró resignado, hombre inteligente, sonreí de medio lado complacido, hizo una seña para mandar a traerla, ya ansiaba volver a ver el fuego griego en esos ojos.
Entró ceremoniosa e impoluta, me desafió con la mirada como una fiera al acecho, sentí nuevamente mi estomago revolverse, la noticia no le agrado en nada, estaba furiosa, y eso me divertía, la escena era como ver a un león siendo cazado en su territorio, el pavor de su mirada apenas lograba ocultarse en el ceño fruncido y los labios apretados con indignación, no estaba dispuesta a ceder y yo no estaba dispuesto a dejarla ir.
La dureza de sus miradas batallaba por ganar terreno en aquella relación salvaje, Gilgamesh era poco paciente y extremadamente orgulloso, el permitir que una mujer lo desafiara de ese modo era una ofensa y sin embargo, la posición firme de Arturia Pendragon, lo hizo meditar sobre si debajo de la piel femenina se encontraba el espíritu de un guerrero, pensar en ello era llanamente estúpido, pero de cualquier manera la moneda ya había sido echada al aire, si la reina extranjera deseaba ser tratada como un hombre, sería tratada como tal, no tendría contemplaciones y todos sus retos serían tomados de manera seria. Aun cuando Gilgamesh le ofreció las más hermosas joyas de los lugares más recónditos del mundo, esa mirada de soslayo y temple de hielo lo exasperaban ¿Era demasiado pedir que fuera un poco dócil?, si, porque seguramente lo habría aburrido tal como todas esas concubinas que lo rodeaban.
La boda fue exclusivamente para la gente más allegada, lo que implicaba que el numero se reducía drásticamente, pero así era mi manera de ver las cosas, compartir un momento de grandeza así con los simples campesinos incapaces de reconocer algo tan majestuoso como la boda de un dios, no era algo que me agradara. Sin embargo, tuve la humildad de invitar al rey de Macedonia, el único, además de Enkidu, que podía alardear de poseer la amistad del gran rey, Iskandar muchas veces me dijo que sus mujeres eran como las suaves aguas del Nilo, pero para mi ellas no eran más que simples muñecas a la disposición de aquel troglodita que solo pensaba en guerra, comida y sexo, la inferioridad de los mortales me asqueaba tanto como me fascinaba a la hora en la que defendían sus ideales, Iskandar respetaba los míos y yo los de él.
Su carcajada sonora fue tal al escuchar que yo tendría como esposa a la indomable leona de Britania, ¿Eso era un reto?, fruncí el ceño de manera despectiva, pero me mantuve solemne como siempre lo he hecho, un rey debe ser envidiado un rey debe ser el escalón más grande, la proeza alcanzada solo por aquello que tenían valor y llevaban en sus venas la sangre divina de sus dioses, Iskander la del gran Zeus, yo la de la magnifica Ninsun, y Arturia… oh la pequeña Arturia, aun me preguntaba qué dios pudo haberla bendecido para poseer tal hermosura y fiero carácter. Cuando di la ceremonia por terminada, rodeado de todo ese tumulto de personas embriagadas por el placer que su rey les ofrecía, decidí que era el momento, la cúspide de cerrar la velada con mi mujer.
Me deleite con el temor de sus ojos, una doncella virgen que no tenía nada más que someterse a la voluntad de su señor, pero como todo gran señor estratega, como el gran rey, la induje a las horas más lentas de su existencia, disfrutaría con insano placer el torturarla lentamente, desde dejarla a solas en nuestras habitaciones para que meditara sobre lo que estaba por pasar, y hacerla entrar en un mar lleno de dudas. Aun cuando regresé, ella permaneció firme.
—Mi leona no es como las demás rameras de este lugar…
Ni siquiera sé por qué dije eso, esa mujer poseía un misticismo capaz de doblegarme, y aquello me enfurecía tanto como me excitaba.
Sus murmullos ahogados se volvieron el canto de una sirena, que me inducía a un mundo más hermoso, más perfecto, y paradójicamente corrupto, como lo era el placer carnal, una doncella virgen que aun que susurrara que me detuviera y al mismo tiempo continuara con la intensidad de mis actos, obtenía mi devoción en cada caricia y cada mordida en su piel intacta, desprovista de cualquier otro toque insulso. Fue la noche más larga y más corta de mi vida, Arturia Pendragon me pertenecía, todo en aquel mundo me pertenecía, y la prueba era tal, que aun que fui capaz de dejar una lanza a un costado de la cama para probar a la fiera leona, ella no arremetió, se perdió conmigo en las delicias de la calida noche veraniega.
Siempre supe que todo lo que me rodeaba era falso, incluso el falso amor de mis súbditos más allegados, si hubo alguna vez alguien en quien confiar, esa fue Enkidu, las mujeres siempre habían sido un punto clave de mi vida, Enkidu era frágil y misericorde, pero fuerte e impenetrable como el hierro, me desafío, me venció y me respeto en justas condiciones, nunca alardeo de su fuerza a pesar de esconder su sexo debajo de las amplias túnicas, ni sucumbió a la seducción de mis miradas, Enkidu era como evocar a una fresca y templada primavera, aún me sorprendía la suavidad de sus manos a pesar de empuñar sus cadenas y la hermosa lanza, regalo de los dioses. Una muñeca de barro con un corazón más grande y más puro que el de los mismos dioses. ¿Por qué hablar de Enkidu ahora que no está?...
Arturia Gozaba de una belleza y un carácter digno de una reina, no, de un rey, pero carecía de algo que hasta el momento no había podido ver, un corazón… sus miradas heladas que atravesaban al más brioso de los guerreros y su toque era áspero producto de empuñar a Excalibur, no podía evitar compararlas, mi cordura se extinguía con ella, mi calma llegaba con las memorias de Enkiduo, ambas distinta cara de una moneda, tan iguales y tan diferentes, y curiosamente ambas embonaban perfectamente conmigo y mi carácter, ambas fueron capaces de sobrevivir a mi y mis caprichos. Pero necesitaba más de Pendragon, necesitaba ver ese corazón de carne que palpitaba, no solo cuando yacíamos en el lecho, necesitaba sentirlo cuando mis dedos rozaban su hombro o mis brazos rodeaban su cintura en los juegos cínicos de una tarde aburrida.
El desdén de Arturia era fascinante, ya habían pasado dos años desde que ella se convirtiera en reina, y aún así sus murallas continuaban impenetrables, Iskandar le aconsejo, «Haz como en Troya», Gilgamesh enarco una ceja, Iskandar respondió, Los Griegos habían introducido un caballo como una ofrenda de paz dentro de las impenetrables murallas de la ciudad, cuando todos dormían ebrios de la fiesta en honor al regalo de los dioses, aquel caballo de paja y madera, de sus entrañas salieron los guerreros griegos, abriendo desde adentro las puertas de la gran ciudad para permitir el paso de todos y destruir la ciudad, Gilgamesh considero aquello un plan vulgar e idiota ¿Qué imbécil era capaz de dejar entrar un regalo desconocido a sus tierras, peor aún un regalo de los dioses? Al menos los que él conocía eran egoístas y perversos.
A profundidad en su soledad, el plan tal vez no era tan malo… tal vez si él ofrendaba un regalo a Arturia y esta se permitía mostrar un poco de debilidad, podía, tal vez, llegar a esa zona inalcanzable para los mortales.
Aquella tarde durante la presentación de ofrendas, ella mostró por qué la elegí como mi consorte… ambos poseíamos diferentes maneras de proteger a nuestros pueblos, ella con calidez y bondad, yo con frialdad y dureza, se mostró misericorde, permitió, sin darse cuenta, que mi pequeño caballo de Troya entrara en esa muralla impenetrable, cuando la deje sentir ser un rey, cuando permití que pasara con sus pequeños pies por encima de mi autoridad, porque todo requería un sacrificio, y el mío era ese, permitir que una mujer simple decidiera sobre la vida de mis súbditos. Sus esmeraldas brillaron contra mis ojos bermellón, pude sentir la suave sonrisa que se atrevía a escapar de sus delgados labios.
Nuevamente el reto volvía a ella cuando la desafíe, mis limites Pendragon sabía como sacar lo peor de mi, y cuando me sentí capaz de apoderarme de ese blanco corazón, cuando al fin pude darme el gusto de observar un ligero sonrojo en sus mejillas, pasó.
Los romanos amenazaban con tomar Babilonia, Iskandar me lo advirtió, debíamos unirnos en batalla para ahuyentar a esos mugrosos rebeldes, que habían forjado un imperio en base a la sangre y hambre de las pobres tierras que tocaban, sabía que hace no mucho, las tierras de Arturia habían sido independizadas de Roma, Britania era libre, pero aún bajo la palpitante amenaza de ser retomada, si Iskandar caía, todo su imperio lo haría con él, si yo caía, todo el mundo caería conmigo. Acordamos reunirnos, la guerra estallaría y mi deber como rey, era velar por mi pueblo.
Velar por mi pueblo, la oración me sabía a oxido, me producía ligeros espasmos en el cuerpo, yo que lo tengo todo, que soy tres partes dios, sigo siendo un mortal, y mi grandeza es producto de mi pueblo, mi vanidad es producto de mi pueblo… mi tiranía, mi nihilismo e incluso mi faceta megalómana eran producto de mi pueblo, cargar con ello en los hombros no era fácil, porque siempre debía demostrar que era digno de gobernar, digno de poseerlo todo y digno de darle a Babilonia la grandeza más grande jamás vista, aún más grande que la de Iskandar, aún más grande que Roma.
Prepare todo dejando atrás el recuerdo de una esposa que con ojos cautos y mueca desprovista de emoción, musito las palabras más dulces disfrazadas de desinterés: Regresa a tu reino.
Lo único que podía sentir era frió, lo único que podía ver era nada, la oscuridad lo engullía con recelo, incapaz de moverse, solo escuchaba distantes sonidos de pasos ir de un lugar a otro, y la tibieza de las manos que se posaban en su pecho alentándolo a atarse a la vida, encarnarse nuevamente en su cuerpo y escupir en la cara de los romanos, que él, el gran rey Gilgamesh, había logrado repelerlos y expulsarlos de la idea de tomar su reino.
¿… Enkidu? La suavidad de ese tacto solo podía ser el de Enkidu, y no se sentía como ella, era un toque que apretaba su carne y le obligaba a volver, el susurro se volvió más claro… Oh, era ella, Arturia.
El implacable clima tormentoso no permitía ver más allá de las nubes grises y el lodo producto de la llovizna, sudor y sangre de aquel terreno agreste, el sonido de los inclementes truenos que regocijaban a Iskandar, que aludía a que su padre le acompañaba en batalla, y el sonido de las armas chocando con brutalidad entre cánticos de guerra me encendían el espíritu. La primera batalla había sido como una fiesta impúdica llena de sátira, pero mi corazón palpitaba tan intensamente que anhelaba una fiesta grande en honor a la victoria, vistiendo mi armadura dorada entrando con mi caballo en las puertas principales de Babilonia, pero apenas era el comienzo.
No supe si fue por el sopor del vino, o el cansancio de la fiera batalla, mis pupilas se contrajeron cuando la vi escabullirse entre las tiendas, el aroma de su cabello llego hasta mi nariz, tan real y tan puro. Me levanté de las colchas para perseguir aquella visión fantasmal, perseguí su sombra etérea por la espesura del bosque, hasta llegar aun claro donde me esperaba, con sus hermosos pies descalzos siendo besados por la suavidad del agua, y su larga tunica blanca meciéndose al compás de su perfecto y hermoso cabello…
Me acerque, era ella, sus ojos plata, su cabello verde, su piel tan pálida que resplandecía bajo ese manto nocturno rebosante de estrellas, Enkidu me ofreció su dorso, y sin dudar llegue hasta ella. Estaba fría y no me importo, porque con el calor de mis brazos seguramente reconfortaría su cuerpo, estaba ahí, esperando por mi, porque ni pasando diez guerras, ni peleando cien veces, sería capaz de odiarla, porque le amaba tanto como amaba a Babilonia, tanto como amaba a Arturia… Arturia…
El recuerdo indubitable de ella me embargo, abrazándome el corazón con dolor, golpeándome el orgullo, luego de prometer que no amaría a otra mujer que no fuera Enkidu. Pero rompí la promesa, mis ojos se habían fijado en otra mujer, en otros ojos que me desafiaban, que eran indómitos y severos, que a pesar de sus desplantes me encantaban más, sometiéndome como un pobre guiñapo al cual podía degollar cuando le placiera.
—Gilgamesh…
Enkidu, mi hermosa Enkidu, sus inocentes orbes plata me cuestionaban, su tacto se desvanecía entre mis dedos como el agua, y deseaba aferrarme más a ella, no dejarla ir porque si lo hacía, tenía miedo de volverme un ser desprovisto de cualquier sentimiento que me hiciera sentir vivo. Había buscado la inmortalidad por ella, y por ella había sido que encontré la soledad y la verdad de que solo los dioses pueden alcanzar la eternidad, y yo… yo solo era un hombre, tres partes dios, si, pero seguía siendo un hombre.
Sus tersos labios se encontraron con los míos, tan suaves e indulgentes, eran como agua tibia en el cuerpo, su aliento continuaba siendo igual a las flores de vainilla mezcladas con duraznos, diferente a los de Arturia, que eran tersos pero consistentes con el aliento a cítricos y bosque. El beso duro poco menos de lo que deseaba y poco más de lo que mi cordura lo permitía, estreche su pequeña cintura contra mi cuerpo y la inocencia de sus orbes me detuvo, ella sabía que eso no era real, solo un producto más de mi cansado y roto ser, que anhelaba la compañía de alguien que fuera capaz de amarme a costa de todos los defectos que me manchaban. Los leones solo caminan con los leones Gilgamesh. La frase de Iskandar repercutia otra vez en mi cabeza.
Un león no puede esperar el tacto suave de un hombre, sin que este salga lastimado, un león no puede esperar la compasión de nadie sin querer destrozarle la yugular, y Enkidu era la prueba de ello, ella era un lobo, solitario y fiero tan a su vez como protector e inteligente, camino a mi lado sin importar las consecuencias que desembocaron en una muerte producto de los celos enfermos de una diosa a la que aun le escupo en la cara.
Entonces lo llegue a entender, Arturia era ese león capaz de caminar con otro de su especie, no había caricias suaves y palabras de aliento, no hubo amor perfecto ni misericordia hipócrita, era reacia, sus zarpas afiladas estaban dispuestas a salir para enterrarse en mi carne y no dejarme sumergir en el sueño de la muerte, no ahora… ni mañana. La besé por última vez, la mire con la ternura de la que mi esposa no gozo, ni de la que gozaría, la amaba, si, era mi tesoro más valioso, aquel ser del que solo yo era digno y solo las miradas dignas eran para ella, esas miradas llenas de fulgor y prepotencia para mantener su brío. Acaricia su mejilla con la misma devoción que aquella con la que desflore su ser al descubrir que esa frágil muñeca de arcilla era hermosa y digna de mí.
Despertó siendo recibido por ella, de todas las personas que pudieron haberlo esperado, era ella la que se encontraba a su costado, fiel y firme… si, como una leona, las pronunciadas ojeras no reducían su belleza, al contrario la avivaban, porque después de todo, Arturia Pendragon no sería más hermosa que ayer ni más hermosa que mañana, la lozanía de su piel se perdería con los años pero el temple de su carácter fraguaría la ausencia de la belleza, esa era la verdadera belleza.
Cuando su mirada se fijo en el ligero bulto su respiración casi se detuvo, ella agacho la mirada, abnegada, casi disculpándose por el acto, sin saber que, par el rey, su manada comenzaba a crecer, la dinastía del gran rey Gilgamesh florecía en el vientre de la leona. No hubo sentimientos encontrados, solo la algarabía de querer levantarse de la cama y gritar a los dioses que Babilonia era grande gracias a él. ¿Cómo no pecar de vanidad? ¿Cómo evitar el querer levantarse y anunciar que su progenie estaba en camino?...
Al final en la guerra o vives o mueres, no existen los puntos medios, prefería morir antes de ver caer mi reino, prefería enfrentarme a todos los dioses antes de que otro sucio perro pusiera las manos encima a mis tesoros, me sorprendía el falso orgullo del que se inflaban los invictos romanos, como si tomar pueblos decadentes les diera la más gloriosa de las victorias, patéticos. La mañana helada anuncio que seguramente sería una campaña dura, pero era la ultima, aquella que me separaba del hombre derrotado y del dios victorioso alabado por su pueblo.
La barbarie se desencadeno, decidí no llevar la parte superior de la armadura, mis tatuajes rojos se mezclaban con la sangre de mis victimas, mis ojos brillaban como depredadores, la armada romana comenzaba a temer del León dorado de babilonia y el Conquistador de Macedonia, pero esa batalla no sería fácil, las perdidas en ambos bandos era equitativa, nadie se salvaba de caer victima de la guadaña de la muerte, ni siquiera yo estaba absuelto de ello. Mi costado sangro cuando la lanza del rey romano me rozo, un hombre gallardo, todo fue silencio, la guerra se detuvo por un instante cuando los soldados se detuvieron a mirar el encuentro.
Fue una danza indigna y vulgar, tenía una costilla magullada y un hombro hinchado, y aún así, el hombre que se jactaba de ser un rey no lograba acertar nada más que insulsos golpes, pero los romanos eran como la hienas que cuando se ven acorraladas recurren al juego sucio, cuando lo degollé, sentí un escozor en el vientre, dos flechas que atravesaron mi carne, un golpe a traición, enfurecí cual bestia del averno, decapite y cercene como un león herido y hambriento, Iskandar ordeno sacarme del campo así fuera por la fuerza pero cedí ante el dolor, el frío que me hizo temblar violentamente con el sudor helado en el cuerpo, envenenado, había sido envenenado. Aquella victoria le supo amarga a Babilonia.
Perdí la noción del tiempo, no tuve idea de cuanto es que permanecí en el reino de los muertos, solo sé que cuando desperté encontré el paraíso en los ojos verdes de Arturia.
Mirar de cerca de su creación más grande fue una sensación extraña, le miró dormir placidamente en la cuna labrada en oro con vaporosas cortinas de seda semi transparente, todo aquello de lo que pudiera gozar un príncipe, Gilgamesh no era un hombre cariñoso, mucho menos sensible, él se había forjado a base de sudor y sangre, ser blando era signo de debilidad, aún cuando la criatura que permanecía en el sueño pacifico, le revolviera el corazón con la suavidad de sus perfectas facciones. Amarlo no implicaba mostrarse calido, para eso estaban las nodrizas y su reina, amar significaba mostrarle ser fuerte, enseñarle que un día, cuando él no estuviera, debía velar por su reino, por todo Babilonia, amar a Uruk como amar a la vida misma y su vanidad, a ser terco e imponer su autoridad, enseñarle que las cosas más hermosas en el mundo eran aquellas que no podían poseerse con facilidad.
Estuvo a punto de doblegarse cuando su dorso se acerco a la suave mejilla, pero se abstuvo en cuanto Saber despertó del sueño, la leona magnifica clavo su mirada en él, amenazante y fiera, como si Gilgamesh pudiera arrebatarle al fruto de su vientre, ella había cargado con él, ella había pasado por la angustia de parirlo con dolor, Gilgamesh se sintió algo perturbado por la idea de pensar que aquel hijo suyo era más de ella que de él.
Se comporto recelosa, natural en las leonas después de parir, proteger a sus cachorros era lo más importante, después de todo, ese pequeño era el futuro de todo un imperio, una excelente madre, una buena esposa, e intocable reina.
La muerte de Uther Pendragon fue aquello que golpeó a Saber con tanta fuerza, que mis brazos no fueron capaces de sostener el peso muerto de sus emociones, la sonrisa viva de su rostro se perdió al igual que la paz de su mirada altiva ¿Qué podía darle para avivar la llama de sus ojos?, si bien, me considere un rey benevolente cuando le anuncie que viajaríamos a su tierra para darle la despedida que merecía su padre, el nacimiento de nuestro hijo había marcado un antes y un después junto a la agonía del rey de Gran Bretaña.
Un viaje largo y silencioso, una procesión amarga que me asfixiaba, dejándome ahogar aquello en copas de vino, fue la primera vez que ella no grito, no protestó y mucho menos me levantó la mirada de manera insulsa, se mantuvo a raya con el semblante parco. La llegada a su viejo hogar le removió viejas heridas, Arturia era un libro abierto para mi, sabía leer todo en ella, los años de convivencia lo hicieron así, y a pesar de ello sentí que apenas conocía la punta, puesto que su rustro se ilumino con brío al ver a sus caballeros, aquellos hombres que le jurasen lealtad, aun que ahora no fuera más que la reina de otra cultura muy ajena a la suya. Sir Lancelot la recibió con abrazos al igual que el resto de los caballeros, yo me sentí un idiota, los celos son un veneno más potente y destructivo que aquel que probé en la guerra con los romanos.
El acuerdo era simple, al morir Uther, Lancelot se encargaría del reino, y mi hijo al suceder mi trono también tomaría su lugar como señor de Gran Bretaña, no había grandeza más digna que esa, pero de cualquier manera seguía sintiéndome incompleto, siempre me había sentido incompleto y apenas lo notaba, Arturia cruzo miradas con ese hombre que me hiciera hervir la sangre, Shiro, un caballero ahora casado con una doncella simple que debí admitir tenía unos ojos azules profundos y mansos. Esperé que la mujer fuera suficiente entretención para que aquel bastardo apartara los ojos de mi reina, o de todo lo que tuviera que ver con ella, y así fue.
Cuando Uther se rindió a la enfermedad y se acurruco en los brazos de la muerte, la necesidad de Arturia de volver a Babilonia me sorprendió, ella nunca pedía nada, prefería mantener el orgullo que la caracterizaba, ir contra todo lo que yo dictara manteniendo la firmeza de su impenetrable ser, tal vez ser madre la ablandó, o la muerte de su padre la desarmo, solo supe que… fuera como fuera, mi necesidad de proteger a mi leona herida era más grande. Ordené que volviéramos a casa.
Regresar a Babilonia me devolvía fuerzas.
Tal vez fueron los años con los que aprendimos a convivir, o fue el hecho de complacer al príncipe en su capricho de ver padres felices, doblegarme ante las peticiones de los febriles ojos verdes de «Ur» y el acceso de Arturia no era sencillo, pero aún así, cuando ella me besaba lo sentí real, cuando ella sonreía cómplice de mi tacto lo sentí real, mis demonios se desvanecían.