Entonces, este capitulo me salió más largo de lo que esperaba, y siendo las tres de la mañana, no sé en que pensaba cuando lo escribí xD

En fin, muchas gracias por sus lecturas y Review :'D saben que los amo, y pues disfruten c:

Disclaimer: Los personajes de Fate no me pertenecen

Advertencia: Ua, Genderbend, ligero Ooc.

Raiting: T

Sabes que eres bienvenido a disfrutar de la lectura, si te ha gustado no dudes en dejar un review, eso me ayudaría mucho c:

Abaddon Dewitt.


Vida a través de los Años


Terminó acogiéndola, por petición insistente de Enkidu, y es que rara vez, él se atrevía a negarle algo justamente a esa mujer, consideró, que tal vez, merecía una distracción más allá de las constantes aventuras por el mundo a las que ya se habían acostumbrado, que quizá, como a toda fémina, le había nacido la necesidad de criar un cachorro. Mujeres, era difícil entenderlas. Gilgamesh suspiró por cuarta vez cuando escuchó el insistente llanto del infante en el camarote de a lado. No era sencillo, si Enkidu le hubiera dicho que quería un caimán, le hubiera concedido el capricho, si le hubiera pedido las joyas de la corona, de cualquier reino, se las hubiera dado, pero… ahora reconsideraba el haberle permitido que adoptaran a esa molestia, porque los niños son una molestia.

La encontraron medio muerta, famélica y mal trecha a orillas de tierras británicas, al parecer, invadidas por los romanos, había escuchado que hubieron alcanzado su independencia, pero Roma era una nación caprichosa y orgullosa, no permitirían que sus hijos fueran rezagados de su poderío. Y ahora, sus mejillas tomaban más color y la sonrisa tímida mostraba que mejoraba, Gilgamesh esperaba que por lo menos fuera agradecida.

Verlo te intimida, porque sabes que detrás de esos ojos escarlata, te aterra encontrar el monstruo que viste arrasar con tu país, tiemblas en los brazos de lo que consideras más cercano a una madre, te afianzas con anhelo a la idea de volver a comenzar de cero, porque a tu tierna edad es lo que te queda, confiar no es fácil, pero tu carne tierna e inexperta te dice que lo hagas. Sus brazos son calidos, te sorprende que sea capaz de soportarlo, pero en el fondo sabes que se necesitan el uno al otro, que no están completos, cargan mutuamente sus pesares entre risas estridentes y esos besos que te ruborizan, y te sientes afortunada, porque compartes la intimidad de su secreto, y lo guardas con cariño, porque es tuyo, porque es suyo.

Arturia, solo sabía que se llamaba Arturia, el resto de sus memorias se diluyeron en la nada, apenas logra dibujar la escena de su desgracia, y tras ella la luz en la mirada de color plata que la arropa por las noches, que le canta una canción de cuna y que le da la oportunidad de ver el sol en un nuevo día, en aquella tierra árida, bendecida por los dioses. Todos los días, desde su llegada, Gilgamesh la espera en el umbral de la puerta. Sus ojos rojos chocan algunas veces con los verdes. Envidia la pureza que aun guarda a pesar del flagelo… envidia la inocencia pura de la juventud, es una niña, con el alma de un león.

— ¿Te has despedido de tu mascota? —dice con recelo.

Enkidu lo mira desaprobando su manera de expresarse, pero él es así, irreverente y cínico, no hay manera de cambiarlo. Las velas se apagan dejando únicamente la luz de la luna iluminando la habitación.

Arturia escucha las risas ahogadas entre besos voraces, sus ojos inocentes se asoman por la sabana para ver por la rendija en su puerta, las manos hábiles de Gilgamesh, ciñendo la cintura, y delineando con sus dedos, amor, eso es amor, Arturia lo sabe porque solo ha visto ese afecto, esa delicadeza en ella, cuando con el resto, la manera déspota y arrogante se muestra a base de palabras duras y gestos escuetos. Las figuras se pierden entre las sombras, el sonido de los labios moviéndose se diluye y las risas se desvanecen. Arturia duerme, ignorante de lo que ocurre en la habitación del rey.

Las mañanas siempre son iguales, despierta con el sol en su rostro, y la sonrisa de Enkidu esperándola, se asea y cambia para estar con ella en lo que el rey se lo permita, a veces, cuando parece estar de humor, le permiten entrar a la sala del trono, donde todo se vuelve un mundo de misticismo, rodeada por los fornidos leones que retozan mansos en el suelo de mármol, el verano es intenso, y los animales necesitan algo fresco, igual que ella.

Escucha ordenes imponentes de un rey, cada acto, cada escena, cada palabra es medida y dicha con pulcritud, es como un dios, pero no lo es, Gilgamesh sigue siendo humano, o al menos eso es lo que Enkidu le repite día tras día para convencerla que no es tan severo como su rostro aparenta cada día. Sus miradas vuelven a cruzarse, sus airados ojos la ignoran y ella hace lo mismo. Arturia aprende a ser fuerte.

—Iremos a Egipto —Gilgamesh da una orden que Enkidu acepta con regocijo.

El equipaje se prepara, y ella los acompañara, es la primera vez que Gilgamesh permite que alguien ajeno a él y Enkidu los acompañe. Arturia siente la adrenalina en su cuerpo, cuando le es mostrada su yegua, de un blanco inmaculado, con las tiras de cuero negro y aplicaciones doradas, la hermosa silla de montar con telas azules y blancas, es preciosa, es perfecta. La aventura comienza, por momentos ella se olvida de que Gilgamesh es un idiota.

Los ocasos lejanos en las dunas de polvo dorado, los oasis en el medio del paisaje amarillo, felicidad, la felicidad le llena el pecho, entonces le sonríe, es la primera vez que lo hace para él, y su pequeño corazón salta ansioso, solo tiene ocho años y siente que la revolución en sus entrañas es producto de la anterior carrera por el desierto a bordo de sus equinos. La mano del rey se posa en su cabello dorado, removiéndolo con suavidad, aun que en ningún momento la mira, aun que enseguida la retira y continua a lado de Enkidu.

Nueve años, a veces Gilgamesh la mira mientras juega con los leones, revolviendo sus melenas, gruñendo como ellos con esa delgada voz… sonríe.

Arturia no lo nota pero él esta ahí, mirándola, viéndola crecer, y Enkidu lo juzga, el estomago le punza, le anuncia que el tiempo esta cerca, y desea permanecer más tiempo ahí, porque a pesar de su destino, incluso ella, aun siendo una muñeca, le teme a la muerte… y envidia la sonrisa llena de vida en los labios de la aun niña.

Gilgamesh se levanta del trono, toma un pedazo de carne cruda y camina hasta donde Arturia, ofrece el aperitivo al macho más grande, que con dócil agradecimiento, lame la mano de su señor, Arturia se admira, Arturia sonríe para él. Su rostro no lo muestra, pero es débil frente a ella, su inocencia le roba el oxigeno, la cordura.

Diez años… Arturia lo reta con la mirada durante los juegos de ajedrez, es inteligente, astuta, cualquier podría decir que es la heredera del rey, porque nunc nadie fue capaz de retarlo de esa manera, porque solo Enkidu tuvo la fortuna de ver que hay detrás de los ojos rubí. Las ojeras debajo de sus ojos no pasan desapercibidas, a pesar de las estridentes risas por las ocurrencias infantiles, Gilgamesh sabe que algo esta mal con su reina. No, no están casados, no ella no puede darle herederos, pero eso importa poco cada vez que clama su nombre entre las sabanas rojas, cuando se pierde en su aroma a jazmines, Enkidu es más reina que cualquiera proclamada.

La ama con locura, con una necesidad enfermiza, sin ella él no es nada, sin Enkidu la sonrisa se pierde.

Ni los retos de Arturia, ni su risa inocente, le sacan de la mente que lentamente la vida de Enkidu se consume. Maldice a los dioses, escupe al cielo aun que le regrese a la cara.

Once años.

Solo desde la cama en la que reposa, son capaces de pasar tiempo juntos, Enkidu sonríe a pesar de la debilidad, Arturia se siente impotente, incapaz de lidiar con tantas emociones contenidas en ella, el dolor la embarga, pero los suaves dedos de quien fuera lo más cercano a su madre, la acarician con premura.

—Serás una reina hermosa, y todos aclamaran tu nombre.

La ahora no tan niña, sigue sin comprender. Gilgamesh entra a la habitación, en silencio, con el alma colgándole hasta los tobillos.

Doce años, los pasillos son silenciosos, el carácter del rey es errático, insoportable, Arturia solo desea huir lejos, ir a donde ha ido Enkidu, desahogar la congoja, pero lo prometió, no lo abandonaría, no abandonaría al rey, y permanece firme, fuerte, entera ante los desplantes cada vez más duros de Gilgamesh. A veces siente que flaquea, que mandara todo al infierno y que un buen día, acabara con la agonía del león herido.

—Dije que no quería ver a nadie.

Expresa con el alma hecha jirones, en la oscuridad de la sala del trono que antes estaba iluminada, bebe, se consume en alcohol y mujeres que se le enganchan al cuello como sanguijuelas, se corrompe como el agua expuesta a la suciedad, se pudre lentamente y Arturia solo lo contempla en su mediocridad.

Trece años. Gilgamesh vocifera, carcajea con sorna y la mira con arrogancia, ella, una pequeña niña quiere estar entre las filas de su ejército. La desprecia, no por su condición de mujer, la desprecia porque teme perder lo último que lo ancla a la amarga realidad, Arturia es el faro por el que su barco no se destroza frente a un muro de soledad y rabia.

Pero ella es un león, Arturia desafía su palabra, siempre lo ha hecho, entonces, por un instante, corto, casi fugaz, logra ver en el reto de su orgullo, un brío. Y el desafío se vuelve una afrenta personal de Arturia para recuperar al rey, para cumplir la promesa de cuidarlo.

Catorce… su cuerpo cambia, deja la inocencia lentamente, el capullo se abre como en primavera, y Gilgamesh lo nota bajo las roídas ropas de entrenamiento de Arturia, observa las miradas lascivas de los soldados que anhelan ser mirados por los grandes ojos verdes, solo brillantes y retadores para su rey. Pero es una niña, solo una niña a la que recogió de la miseria, a pesar de que el porte en su rostro diga lo contrario.

Quince. Y aun que el rostro ha madurado, mantiene ese aire a niña, a una manzana jugosa que lo llama para morderla hasta succionar todo su jugo, hasta secarla o pudrirla con él, es demasiado hermosa, demasiado valiosa para permitir que ella mire a alguien más… y cuando un pelirrojo de ojos avellana aparece en las conversaciones soñadas de Arturia, el vientre le arde en cólera.

Es una niña, maldito pervertido, tiene quince y tú veintisiete, una niña con aire de mujer fuerte, de leona indomable.

La sueña entre sus sabanas. La fantasea susurrando su nombre, la desea salivando contra su cuello, suplicando desflorarla. Y la furia crece en su ser, sus concubinas no son suficiente para desquitar el libido que le sube hasta perderlo en un león hambriento.

Dieciséis. La ha besado, él la ha besado… un mestizo, un sucio perro de las calles, y Gilgamesh es capaz de cortar su cabeza para exhibirla en una pica ¿A cambio de qué?

Los observa caminar en las calles tomados de la mano, la hermosa princesa de Babilonia, con un mugroso perro, la rabia en sus adentros es incontrolable, y la única manera de sofocarla es entre el sopor del vino y las caderas de alguna mujer dispuesta, pero ni el vino lo sofoca ni las caderas lo satisfacen.

Toma su equipaje, ensilla su caballo y escapa de su realidad, huye de Uruk sin mirar atrás, para buscar a los dioses que lo han abandonado.

Cuando Arturia pregunta por él, no hay respuesta, solo silencio, su caballo no esta… lo sabe, él no lo soportó más, y su pecho se ahueca, lo necesita, necesita a Gilgamesh, más de lo que pueda necesitar a Shiro, porque sabe que por más enamoramiento, por más cariño hacia el muchacho, el corazón solo late cuando se encuentra con las escarlatas airadas y déspotas.

Diecisiete. Cuando el invierno crudo llega, observa por la ventana la figura maltrecha en el horizonte, es él, ha regresado, sus oraciones han sido escuchadas. Corre entre pasillos y habitaciones, lo encuentra en la puerta de su palacio, lo reciben como el rey que es, y ella lo espera parada en donde la luz precaria del atardecer la ilumina como una diosa.

Tiene barba, esta sucio y las ropas hechas jirones, se ve demacrado, cansado, esta roto. El dolor de ella es más grande porque Gilgamesh lacera su corazón pasando de largo, ignorándola. Los dioses lo han ignorado.

Dieciocho. Es insoportable, su relación es insoportable, los gritos, los insultos y amenazas, Gilgamesh es un león herido que teme al exterior, se encierra en su coraza de arrogancia que provoca su soledad, el mundo se aleja de la fiera, pero ella permanece, aun que su entereza pronto esta por desvanecerse. La necesita, necesita a su Enkidu, anhela su piel, su olor, su mirada de paz y misericordia.

Diecinueve… Arturia le muestra el anillo en su dedo, la decisión de abandonarlo, de tener sus propias alas, escapar, Gilgamesh solo quiere escapar.

— ¿No dirás nada?, —lo interroga con decepción.

Su alma vocifere, ruge de manera bestial, desea desgarrarle el vestido y tomarla ahí mismo, marcarla como suya, porque le pertenece, Arturia le pertenece. Y sin embargo, sólo hay silencio, puro y neto silencio que los asfixia y engulle en sus propios demonios internos, las culpas de callar.

Y cuando cree que todo se ha podrido, cuando la fe se le va de las manos, Enkidu aparece en su pensamiento como una epifanía. Él es el rey.

—Tú me perteneces.

Camina hasta Arturia, ella solo se queda quieta, espera, siempre ha esperado, y el León la toma con fuerza, absorbe de su ser y de su alma, llena su sed, con un beso salvaje, hambriento, ella corresponde. Es una niña, clama su sentido común, pero sus manos debajo del vestido expresan lo contrario. Los dedos de la leona le desgarran la espalda, sus colmillos se encajan en la yugular, succionando con sus labios una esencia de vida.

Veinte. Se miran a los ojos, se retan, la reina se levanta con magnificencia y su rey la contempla. Ya no es una niña, y el bulto en su vientre lo anuncia.

Juegan a comerse el mundo en un bocado, desafían a los dioses y blasfeman en su cama, el sudor es un elixir que los rejuvenece, Gilgamesh la ciñe a su cuerpo, muerde su carne, se llena de su cuerpo, porque sabe que la vida es corta, que los años pasan y no perdonan, por ultima vez, la sonrisa de Enkidu pasa por su mente. Su mano se posa en el vientre abultado, sonríe orgulloso y su reina lo escruta con amor.

Ese es el rostro del un león viejo y fuerte, las cicatrices se pierden en su pelaje.