Título: Desaparecida
Autora: Marian
Sinopsis: Sirius es un auror con una misión atípica: proteger a una mujer muy especial. ¿El problema? Primero, que tiene que disimular, incluso delante de ella, haciéndose pasar por casi un delincuente. El segundo... vaya, ¡nunca le prepararon para enamorarse!
Censor: PG13 (?)
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Nota legal: No son míos, ni así los exijo. Los OCs sí, y el argumento también. Para más información, por favor acude a mi página personal.
La cojo en brazos, cargando su peso contra mi pecho, levemente inclinado hacia atrás para mantener el equilibrio. Ella, sin acabarse de despertar, se relaja sobre mí y me pasa los brazos alrededor del cuello, sujetándose prudentemente, un reflejo quizás de cuando, aún una niña, se aseguraba de su seguridad con un contacto tranquilizador a alguna parte del cuerpo de su madre o de su padre que, como yo ahora, la pasaban a la cama después de que se hubiera quedado dormida a deshoras.
Está relajada y, aunque no me cuesta trabajo en exceso transportarla, noto su peso, tan real, empujándola contra mí al avanzar. Se ha quedado dormida en el sofá mientras me esperaba, si era eso lo que hacía, sola en el salón en vez de haberse metido mucho tiempo antes en la cama. He intentado despertarla tan poco como fuera posible, al incorporarla para cogerla, porque sé que, si me viera ahora, se desvelaría y no volvería a dormirse hasta mucho después de que yo me haya ido. La he sentado, susurrándole palabras tranquilizadoras para que no se despabilara, y la he empujado suavemente hasta que, todavía en la posición de sentada, la he tomado, sus piernas colgando, semiflexionadas, a uno y otro costado. Si estuviera consciente, probablemente las tendría cruzadas, los tobillos sobre mi culo, y la cabeza caería menos hacia delante, reclinada, quizás, sobre mi hombro.
Pero, si estuviera despierta, nada de eso sería cierto. Quizás me estaba esperando, pero eso no lo admitiría jamás, ella; no delante de mí, y, si me viera aquí, no soportaría saber que la toco, ni aun siendo con tan buenas intenciones. ¡¿Mis manos sobre sus nalgas, aunque le jurara que no intentaba nada más?!
Ella me odia, odia todo en mí, no soporta verme como soy. Las posibilidades de un contacto deseado son tan ínfimas que se pueden considerar prácticamente nulas. Mucho tendrían que cambiar las cosas, y muy mayor soy ya para intentarlo siquiera. Pero, en cambio, me presento en su casa casi a diario, me aseguro que todo va bien, y, después de unos minutos de dura dialéctica, desaparezco tal como aparecí, con otro puñal. Es una dura ama, la verdad, y junto a ella me siento como un perrito que nunca será bienvenido.
¿Por qué me espera, si no me quiere ver? A veces yo también me lo pregunto. Es la costumbre, me dice su expresión, aburrida de recibirme; mejor que la encuentre despierta en el salón que cambiándose en su habitación; que entre y que la ponga en una situación embarazosa, o que viole su intimidad. Cosa que, aunque ella no lo sepa, yo no haría nunca.
Suspira suavemente, y su aliento me hace cosquillas en la clavícula. El pelo le cae, completamente desordenado, como una cascada sobre uno de sus hombros, tapándole en parte la cara. Respira suavemente, emitiendo unos ronquidos imperceptibles, y me conmueve verla tan indefensa, tan expuesta. Con una sonrisa compasiva, acelero mis pasos e intento llegar rápidamente a su habitación.
No está muy lejos, la casa es pequeña; tan sólo es su escondite, del cual sólo yo tengo conocimiento, y estoy abriendo la puerta antes de que ella se haya vuelto a mover. Lentamente, me acerco a la cama y me siento en ella, quedando ella, pues, sobre mi regazo, con los pies sobre el edredón. Se remueve un instante, pero se le pasa antes de llegarse a despertar. La empujo hacia atrás, para tener mejor acceso a su cara, y compruebo que no lleve joyas ni nada que le pueda hacer daño mientras duerme, le recojo el pelo con una goma y, finalizados los repasos, le quito la chaqueta. Tendrá que dormir con el jersey y los pantalones que lleva, pues hasta yo veo mis límites, aunque me tomo la libertad de desabrocharle los botones del pantalón, para que no le apriete.
Me giro suavemente y, despacio, la dejo sobre la cama. Ya la taparé cuando esté completamente tumbada. Ella se queja y murmura algo, pero no me habla a mí. ¿Como podría soñarme, si ya me aborrece despierta? Si me viera ahora, cuidándola y arropándola, llevándola en brazos, intentaría herirme con la ironía. Sugeriría la inconsistencia de todo, el ridículo que hago llevándola de un lado a otro, cuando tan poco me importa que la dejo días y días aislada del mundo. Y me haría daño, y mucho, con toda seguridad, aunque ella no se daría cuenta, y yo respondería en un tono parecido, sin ningún deseo de pulla pero sin saber cómo defenderme de otra forma. Mis argumentos serían mucho más inocentes, claro, pues ella no me ha hecho nada, mientras que yo soy poco menos que su carcelero, y, como siempre, quedaría vencedora. Yo acabaría por irme, profundamente dolido. Ella se anotaría un punto en la eterna lista y se iría a dormir con la misma decepción de siempre.
La decepciono. Por eso me odia. Frustro todas sus expectativas, destrozo sus ilusiones, con una intransigencia rayana a la locura. Tengo trabajo qué hacer, y la abandono, aunque ella asegura que está mejor sin mí. La he secuestrado, y le he prohibido no sólo el contacto con el mundo exterior sino, cómo no, el contacto con ella misma, y con lo que siempre consideró propio. Su varita está en mi oficina. Su magia, atada mediante una poción que la liga a mí. Sólo podrá recuperarla cuando yo se la devuelva o, en su defecto, muera. Muchas veces me pregunto si lo desea o si llegaría a hacerlo por ella misma; si lo planea. ¿Moriré un día, por métodos nada mágicos, a manos de mi prisionera? ¿Me sorprenderá con un cuchillo bajo su ropa, bajo el sofá, escondido en su libro? Tiene acceso a los medios. Está aislada y, aunque paso con ella largas horas, normalmente discutiendo, y tiene la televisión muggle, la radio y más libros de los que podrá leer jamás, se aburre mortalmente, y su incomunicación puede dar como resultado enajenación mental. Podría asesinarme, la mujer más hermosa, y no sólo físicamente, que he conocido jamás, y ni siquiera podría culpar a ningún otro que a mí mismo, por mantenerla en una burbuja solitaria. Estoy destrozando su vida. La veo sonreír, casi un contracción espasmódica e involuntaria mientras duerme, y me conmueve de nuevo. Nunca me sonríe, y, cuando lo hace, es sólo triunfal, después de una estocada definitiva. Estoy amargando su carácter, y ni siquiera le he dado la posibilidad de entenderlo.
Si tan sólo pudiera explicarle algo, una pequeña parte, sugerirle que hay más de lo que cree, quizás entendiera algo, o, al menos, atenuara su rechazo. Para ella soy, como yo mismo le confesé, alguien que la secuestró por puro capricho y que ahora la retiene porque no encuentra una razón para soltarla. Soy alguien egoísta y despreciable, que la priva de la libertad sin causa aparente y que, encima, se va cada día a trabajar como si tal cosa, dejándola tirada en una casa vacía. Ni siquiera paso las noches aquí; he de aparentar completa normalidad. No puedo dejar que nadie se pregunte qué hago cuando no estoy en casa, o dónde paso el tiempo. No puedo dejar que me relacionen con nada, aunque sólo yo pueda verla a ella dentro del piso, o aunque sólo yo pueda encontrar la entrada.
Suspiro inaudiblemente y me arrodillo junto a su cama, mientras la arropo con una manta. No estará demasiado cómoda, sobre el edredón y con la ropa puesta, pero no puedo hacer más. Si las cosas fueran diferentes, la desnudaría y me metería con ella bajo las sábanas, y les demostraría que no deseo en absoluto ni su aburrimiento ni su tristeza. Si las cosas fueran diferentes, después de dos meses cuidando de ella incluso cuando sueño, después de conocerla como la conozco, lo abandonaría todo para hacerla feliz.
¡¿Es culpa mía no poder explicarle nada?! ¿Es culpa mía, quizás, que tenga que pasar por esto? ¡No soy un Caballero, no soy un loco, sólo soy un miembro más del cuerpo de Inteligencia y Seguridad del Ministerio, un miembro al que le encomendaron esta misión macabra y de la cual depende toda su vida!
No tendría problemas si no me hubiera enamorado de ella como un idiota. Un caso de Síndrome de Estocolmo invertido, que diría, divertido, mi mejor amigo, si me estuviera permitido explicárselo. No tendría problemas si no hubiera sentido pena por el destino de una criatura tan, aparentemente, frágil e indefensa, cuando la vi por primera vez, dormida por efecto de una poción que yo mismo había puesto en su comida. Aquella vez también me tocó cargarla hasta su habitación, donde aparecimos, directamente desde su casa, pero entonces tuve que molestar mucho más su sueño. Aún recuerdo la mueca de asco con que, aún semiinconsciente, respondió a la segunda poción que le di, producto residual de la destilación de uno de los mayores venenos para nosotros, los magos. Fue la poción que más la dañó, psicológicamente, y la primera que supo identificar, nada más despertarse. Fue casi una de las primeras cosas que hizo, buscar su varita, que no estaba en su cinturón, donde ella la esperaba, y, al darse cuenta, intentar lanzar un conjuro sin ella. Tardó algo más de dos horas en darse por vencida, inmóvil en la cama, intentándolo con nivel tras nivel de conjuros, de más complicados a más sencillos, hasta cerciorarse de la completa pérdida. Y luego se mostró fría y calculadora, resentida y rencorosa, durante semanas, mientras yo intentaba que ambos nos acostumbráramos tanto al otro como fuera posible. De ahí, pasó a ignorarme y, cuando vio que eso la perjudicaba más a ella que a mí, pues estaba completamente sola, cedió a la ironía. Y yo, mientras tanto, cada vez más impresionado por su personalidad, y atraído, hasta la desesperación, por la mujer que me habían encomendado. ¡Oh, si Alastor me viera ahora, tan irresponsable como para dejar que una misión me afecte personalmente! ¿Qué pensarías, viejo lobo? Me dijiste que estaba preparado para salvarla, que sólo yo podría hacerlo, pero no hablaste sobre si necesitaría ser salvado yo en el camino. Si la necesitaría dolorosamente, si su mirada helada me vaciaría por completo, si caería a sus pies, primero por compasión y después sólo por pasión, suplicándole perdón, dispuesto a explicarle absolutamente todo, tan sólo por verla sonreír, por saber que no me odia, por parecer algo mejor a sus ojos. Si llegaría a amarla, como no había amado a ninguna otra, ¡yo, todo un auror, y en servicio!
Quizás sólo es una obsesión, la obsesión que finjo delante de ella. Quizás sólo la siento real porque he de actuar como si lo fuera, concentrándome en mi papel para que no dude, para que me crea, para que no note las mentiras.
Me pregunto si ha cenado, de repente. Mi pequeña, mi vida, ¿debe de haber comido algo, o se ha quedado dormida antes? Siempre cenamos juntos. Debo recurrir a mucho autocontrol para no sacudirla suavemente y preguntárselo, y sólo lo consigo cuando me convenzo que podré saberlo por el estado de la cocina, y que ya no tiene remedio. Su descanso es más importante y, en todo caso, si no lo ha hecho, le dejaré unos bocadillos en la mesilla, para que se los coma si tiene hambre durante la noche.
Es afán por protegerla. Costumbre. No puede ser que me haya enamorado de ella, sería caer demasiado bajo, como auror. Me entrenaron para evitar las debilidades, para prescindir de ellas durante una misión. Estoy demasiado tiempo con ella, no dejo de preocuparme por cómo estará, y eso es todo lo que siento. Amor... no, yo no soy capaz de amar. No todavía, no mientras no aprenda. No puede ser que yo la ame. No soy digno.
Pero... ¡¿no puede ser que ese mismo pensamiento, 'no soy digno', sea signo de que sí la amo?! No me siento digno, porque la hiero, porque la robo del mundo que la hacía feliz, porque sé que, cuando está conmigo, no es feliz. ¿Me estás encantando, Mar, preciosa? ¿Es esta la única magia que te dejé, y la utilizas para conseguir que desee dejarte marchar?
Pero yo ya quería que te fueras el primer día, preciosa. Quería que siguiera todo igual, que continuaras en tu casa, con tus investigaciones médicas, que no hubiera peligro acechándote. Yo no ideé esto, y lo aborrezco tanto como tú.
O lo haría, si no fuera la única manera de tenerte junto a mí.
Mírame, bonita: me estoy convirtiendo en el secuestrador, posesivo, desconsiderado, egoísta e inadaptado social que tuve que fingir para ti el principio. Hoy ni siquiera te haría falta la ironía; ya viene sola.
Un beso en la mejilla, preciosa, y hasta mañana. Vendré cuando te levantes, como siempre.