Disclaimer: los Juegos del Hambre y sus personajes son propiedad de Suzanne Collins.
1
Fresas
Aunque Sae la Grasienta me lo propuso al comenzar la primavera, no es hasta que el verano ha comenzado que me atrevo, por fin, a volver a los bosques. No para pasear y perderme en los recuerdos, sino para cazar.
Ahora ya no necesitamos lo que cazo, o no tanto como antes. Después del final de la guerra, no se puede decir que nadie pase hambre. Nos llegan raciones, que primero eran justas para sobrevivir, pero ahora son un poco más abundantes y lujosas. Muchas verduras y cereales, pero también queso, carne, harina, e incluso cosas como azúcar, que antes era un lujo inalcanzable para los que vivíamos en los distritos.
Pero yo sigo cazando, porque el miedo a morirme de hambre es algo que tengo arraigado en los huesos. No importa cuánta comida haya escondida en mis alacenas, en mi sótano, o debajo de mi cama. Siempre estaré ansiosa por si se acaba.
También es entonces cuando Peeta comienza a hornear de nuevo. Primero cosas sencillas, porque no tiene muchos ingredientes con los que trabajar. Hace panes integrales y esponjosos panecillos blancos que están deliciosos, aunque no son rivales para otras cosas que él solía hacer, como las galletas glaseadas o las tartas de fondant, más una obra de arte que un dulce. Y los bollos rellenos de queso, mis favoritos, que no pueden compararse a nada de lo que nos mandan, a nada de lo que cazo. Aun así, agradezco cada día que me levanto y encuentro una bolsa de papel en mi puerta repleta de pan aún caliente. No nos vemos mucho, y cuando lo hacemos apenas nos saludamos, un leve movimiento de cabeza. Pero me gusta saber que sigue ahí. Que sigue pensando en mí.
Los primeros días, no cazo casi nada, aunque sí recojo verduras e incluso algunas fresas de aquel matorral, que sigue protegido por la malla metálica que ideó Gale para que los animales no lo atacasen. Guardo las fresas en la bolsa, pero quito la malla metálica; la visión de una las trampas de mi antiguo amigo, aunque sea en su versión más sencilla, hace que se me erice el vello de la nuca. Cierro los párpados, muy fuerte, para borrar las imágenes de explosiones y fuego y niños perdidos que se reproducen en mi mente, como un canal de televisión que siempre transmite lo mismo, una hora tras otra.
Se me ocurre que, como ahora no hay pacificadores que puedan prohibirlo, puedo llevarme el arbusto a casa y tendremos fresas todos los veranos. Tardo un buen rato, porque sólo tengo las manos para trabajar, pero al final consigo sacarlo y corro hacia la Villa de la Victoria con él en brazos.
Por el camino, veo varias caras conocidas. Mucha gente ha vuelto al Distrito 12, a pesar de lo esplendoroso que pueda parecer el trabajo en otros distritos de más renombre. Pensaba que muy pocos volverían, pero me han sorprendido. Al final, casi todos los que vivíamos aquí hemos vuelto. Bombardeada y quemada y en ruinas, sigue siendo nuestra casa, y lo seguirá siendo a pesar de que la mayoría de sus habitantes son fantasmas hechos de ceniza que ululan bajo mi ventana cada noche.
Hay excepciones, por supuesto; mi madre no ha vuelto al Distrito 12, y tengo la impresión de que no volverá jamás. Me es imposible sentir la rabia y la amargura que sentía contra ella cuando se dejó arrastrar por la depresión tras la muerte de mi padre. Quizá es porque esta, como otras enfermedades, es cosa de familia; yo también me perdí tras la muerte de Prim, y me ha costado meses volver a encontrarme. Ahora sé lo que sintió ella durante todos esos meses en los que mi hermana y yo casi nos morimos de hambre, y soy incapaz de reprocharle nada.
Gale tampoco vuelve, pero la suya es una pérdida que sólo me provoca alivio. No sé qué haría si volviese a verlo. Quizá gritarle hasta quedarme ronca, o arañarle la cara, o, en el peor de los casos, llorar hasta quedarme seca.
—¡Katniss! —me llama una voz conocida.
Me paro, agradecida por la excusa para descansar y enjuagarme las gotas de sudor de la frente con el dorso de la mano. El arbusto pesa más de lo que pensaba y, combinado con el peso del arco y de las demás cosas que he recogido, se hace duro de llevar, en especial teniendo en cuenta que no estoy tan en forma como solía estarlo. Mi piel es frágil, mis músculos sólo una sombra de lo que fueron antaño.
Cuando llega a mi lado, Peeta me sonríe y a mí se me encoge un poco el estómago. Aún hay veces que me mira con desconfianza, como si no supiese quién soy, pero la mayor parte del tiempo se comporta casi como antes del secuestro. Casi es la palabra clave. Después de haberlo echado tanto de menos, el alivio es tan grande que lloraría.
Y lloro a menudo, aunque no siempre por él; tengo mucha gente a la que añorar. Todos tienen que esperar su turno con paciencia.
Ajeno a mis pensamientos, Peeta suelta una carcajada.
—¿Qué es esto? —pregunta, señalando el arbusto que he dejado a mis pies para descansar.
Agradezco estar enrojecida por el esfuerzo; así, no nota que sus palabras me hacen sonrojarme. Me siento un poco tonta, una niña a la que han pillado metiendo la mano en el tarro de las galletas sin permiso.
En casa nunca tuvimos tarro de galletas. No hasta que volví de los Juegos. Y las galletas nunca fueron mías; siempre fueron de Peeta, aunque él me las regalase.
—Un arbusto de fresas —respondo, cogiendo una de las frutas de mi bolsa y enseñándosela—. He pensado en plantarlo en tu jardín. Así, tendremos todos los veranos.
Suena un poco tonto, dicho en voz alta, pero a Peeta no se lo parece, porque se le iluminan los ojos.
—¡Genial! —exclama con entusiasmo—. También podré hacer una tarta con fresas. Me pondré esta misma tarde. Ha llegado un cargamento nuevo —me informa; debe haber sido mientras yo estaba en el bosque—. Hay mejores racionamientos: muchísimo azúcar, queso, y un montón de carne. Podré volver a hacer un montón de cosas que hasta ahora no me podía permitir.
A pesar de que protesto, no quiere ni oír hablar del tema, y coge él el arbusto. Lo levanta con facilidad; él tampoco tiene la fuerza de antaño, pero está mejor que cuando volvió, hace apenas dos meses. Estaba muy desmejorado, pero ha recuperado varios kilos y está más moreno, en contraste a la palidez fantasmal que traía del distrito 13. Probablemente no había visto mucho el sol en esos meses.
Pero la diferencia más grande son sus ojos; tras el secuestro, eran fríos y calculadores, y se llenaban de odio y miedo y rabia cuando se fijaban en mí. A pesar de que la sombra de duda asoma a ellos de vez en cuando, han recuperado el brillo que los hace tan característicos. Los únicos ojos más cálidos que los de Peeta eran los de Prim; quizá es injusto, que compare sus ojos con los de ella, que ardieron aquel día en el Capitolio, derritiéndose sobre su rostro como cera caliente. Pero tengo la impresión de que Peeta no me lo reprochará jamás.
Le sigo hasta su jardín, donde deja el fresal en el suelo con mucho cuidado. Acto seguido, coge una pala, que estaba abandonada en el suelo —Haymitch ha estado haciendo uno de sus experimentos, quizá; no es propio de Peeta dejarse las cosas por ahí, aunque sepa que nadie vaya a quitárselo— y excava un hoyo poco profundo junto a los arbustos de lilas que rodean su casa.
Le observo en silencio, sabiendo que volvería a rechazar mi ayuda si se la ofreciese. No mentiré: siempre me ha molestado que me trate como si no pudiese hacer las cosas por mí misma, y sigue molestándome. Para distraerme, observo el jardín de Peeta: es un poco dispar, porque ha plantado verduras comestibles en su huerto, pero este está rodeado de arbustos en flor. Nunca había visto un jardín como este, pero me gusta. Es casi como en el bosque, donde las plantas crecen por donde mejor les viene.
—Ya está —anuncia Peeta, después de aplanar un poco la tierra alrededor del tronco del arbusto y de regarlo un poco—. ¿Me traes esas fresas? Y de paso te doy un par de cosas que he preparado para ti.
Dudo un poco antes de asentir lentamente; desde que llegó, el único sitio en el que nos hemos visto ha sido en el umbral de mi casa y en el pequeño espacio entre nuestros dos hogares, donde hace miles, millones de años estaba nevado y nos besamos y nos caímos al suelo e hicimos el papel de los tontos enamorados para un puñado de cámaras ansiosas.
Le sigo por la puerta trasera, que da a la cocina. A diferencia de la mía, que desde que Sae la Grasienta no me prepara la comida está un poco descuidada, está impoluta, a pesar de que hay una gran bola de masa madre en la encimera, cubierta con harina. El horno está apagado, pero un olor inconfundible me asalta las fosas nasales, un aroma a pan recién hecho, a orégano y a queso.
Casi ni me atrevo a preguntar.
—¿Es…? —Empiezo a preguntar, pero él me interrumpe.
—Te encantan los bollos de queso. ¿Real o no?
A pesar de que se trata de una pregunta hecha con la fórmula que utiliza —que ambos utilizamos— para recordar quién es durante sus peores momentos, está sonriendo, y su sonrisa se contagia.
—Real.
Me acerco a la mesa y alargo un brazo para coger uno. Aún está caliente; cuando lo aprieto, cruje, y un poco de queso se escurre entre las grietas de la costra. Le doy un bocado con los ojos cerrados, y sabe a un tiempo en el que el mundo era peor, aunque había en él personas que después morirían por mi culpa.
Me pregunto, no por primera vez, si realmente el mundo era peor antes. Para mí, las dos opciones son espantosas. Uno, con Prim y la amenaza del Capitolio de matarla si no hago lo que me piden; el otro, sin Prim, pero sin amenazas. Claro que no quedan muchas personas con cuya muerte se me pueda amenazar.
Devoro el pan en un par de bocados más, y me chupo los dedos sin vergüenza.
—Gracias —murmuro con voz ronca.
—No hay de qué. —Sigue sonriendo—. Estuve ahorrando algunas cosas que necesitaba para hacerlos. He tenido que cambiar varias gallinas por el orégano, me ha costado horrores conseguirlo. —Su sonrisa se hace más amplia—. Pero ha valido la pena sólo por ver la cara que pones.
Enrojezco otra vez, y para disimularlo le doy la espalda y miro a mi alrededor. Me doy cuenta de que es la primera vez que estoy en la casa de Peeta; nunca he entrado, ni siquiera antes de la destrucción del 12. Es agradable, en especial en comparación con la mía, que a duras penas aseo de vez en cuando. Cuando vivíamos las tres juntas, siempre estaba impecable. Supongo que no comparto la pasión de mamá por el orden.
La casa de Peeta está limpia y tiene varios ornamentos, como jarrones con flores y algunas pinturas. Me alivia ver que son nuevas, salpicones de color que no entiendo cómo alguien podría denominar arte, pero que prefiero a los dibujos de los Juegos, que tan malos recuerdos me traían. Creo que las pinturas de los Juegos siguen aquí, en algún rincón de la casa. Es posible que otras nuevas se le hayan añadido, escenas de la guerra que probablemente no quiero revivir.
Peeta advierte mi mirada y se acerca a una de las pinturas, un borrón rojo y negro sobre un lienzo blanco. Más que pasadas suaves del pincel, parece que alguien haya atacado el lienzo con rabia. Peeta pasa el dedo índice por la superficie con aire pensativo.
—En realidad debería guardarlas —admite sin mirarme—. Esto es otro tipo de terapia del doctor Aurelius. Le conté que me gustaba pintar y me dijo que era otra manera de sacar mis sentimientos. Y no sólo concentrarme para calmarme. También para librarme de la rabia. Este es de esos.
Se gira y me mira. No hace falta que diga nada. Sé contra quién habría querido descargar su rabia, en lugar de con el lienzo. Aparto la vista, recordándole rabioso y con los ojos llenos de odio, como un mutante. Le recuerdo tratando de matarme.
—Pero también me recuerda todo lo que he superado, y eso me gusta —dice—. A veces, los miro y pienso, no estoy tan mal. He estado peor. Todos hemos estado peor.
Creo que yo sólo he estado peor en una ocasión, y eso es justo después de la muerte de Prim y del asesinato de Coin, cuando lo único que hacía era planear cómo me suicidaría. Ahora estoy un poco mejor. Muchos días soy capaz de salir de casa, y a menudo me acuerdo de alimentarme.
A pesar de todo, no me atrevería a decir «no estoy tan mal».
Peeta siempre ha sido el más resiliente de los dos; es la persona más resiliente que conozco, creo. Es algo que admiro y que envidio. Supongo que, como esas páginas en blanco que sucedieron a la muerte de mi hermana, es algo que viene de familia.
—No te gustan.
Sacudo la cabeza.
—Los odio. No sé cómo lo haces —confieso—. No sé cómo puedes mirar algo que ha nacido de tanto sufrimiento y pensar algo positivo.
—Supongo que esa es mi habilidad especial. —Parece que bromea, pero está muy serio. Me ofrece otro panecillo con queso.
Sin dudarlo, alargo la mano para aceptarlo. En el proceso, nuestras manos se rozan. Doy un respingo: es el primer contacto humano que tengo desde hace meses. Ahora que más o menos soy funcional y no hace falta que Sae la Grasienta me bañe, hace tiempo que nadie me toca. El contacto me provoca un escalofrío agradable por el cuerpo. Es apenas una chispa, pero me hace rememorar ese momento de los segundos Juegos. Ese beso en la playa, el único que me ha hecho querer más besos.
Algo más que besos.
Peeta también se ha dado cuenta. Su mano se ha quedado paralizada, y sus ojos claros se han oscurecido un poco. Nos quedamos así durante unos segundos que parecen interminables, hasta que yo retiro la mano, porque sé que si sigo rozándole haré alguna cosa estúpida, como abrazarle, besarle o ponerme a llorar.
—Gracias por los panes —murmuro.
Y salgo apresurada de la casa, con las mejillas en llamas y el corazón desbocado en el pecho.
…
No veo a Peeta hasta varios días después, aunque sé que no me guarda ningún rencor por mi salida dramática: todos los días, cuando abro la puerta, me encuentro una gran bolsa marrón reposando sobre la bonita alfombrilla roja que mi madre puso allí, hace tanto tiempo, para que los visitantes se limpiasen los zapatos antes de entrar.
La bolsa siempre contiene varias barras de pan caliente, y se han añadido unas cuantas galletas simples al montón. Y siempre, además, uno de esos panes rellenos de queso que tanto me gustan.
Llevo varios días tratando de convencerme de que estará mejor sin mí, a pesar de que plantase los arbustos de prímulas alrededor de mi casa, a pesar de que cuando le pedí que me dejase, aquel día en el 13, me dijese que no podía.
Todos los días, cuando salgo y veo la pequeña bolsa marrón en mi porche, me digo que debería dejarla allí. Que, si lo hago, quizá él lo entienda y se aparte de mí. Es posible que, lejos de mí, sea capaz de recuperarse, tener una vida normal: un horno, una familia. Niños. Todas esas cosas que sé que desea y que no será capaz de tener a mi lado.
Un día, cojo los panes y los tiro, bolsa incluida, en el cubo negro en el que echo la poca basura que produzco. Apenas dura cinco minutos allí. Me invade la culpa al pensar en lo que he estado a punto de permitir. Comida. Comida especialmente buena, que se habría podrido. Me acuerdo de esos meses tan duros, después de la explosión en las minas. Recuerdo la cara de Prim, sus mejillas hundidas, la piel pegada a los huesos.
Ella nunca volverá a probar el pan. Ni el pan con queso —aunque, sabiendo lo mucho que me gustaba, nunca llegó a probar uno—. Ni galletas glaseadas, ni esos pasteles por los que suspiraba cada vez que pasábamos por el escaparate de la panadería. Nada.
Una fuerte presión aprieta mi garganta. Amenaza con salir por las esquinas de mis ojos, así que cojo la bolsa que he dejado en la basura, subo a mi habitación y los trago, uno por uno, casi sin masticar. Me parece que están más salados de lo normal. O quizá sólo son mis lágrimas. Lloro hasta quedarme dormida.
…
No sé cómo sacar el tema ante Peeta, así que el día siguiente me dirijo a casa de Haymitch, esperando que me ayude a encontrar una solución al problema.
Abro la puerta sin llamar; nunca lo he hecho, y este no es el momento de empezar. El familiar olor a alcohol, vómito y orines me golpea las fosas nasales; aguanto el impulso de dar un paso hacia atrás. No es mucho peor que mi celda en sus peores momentos, así que me obligo a entrar.
Por suerte, no tengo que buscar por toda la casa, porque está tirado en el salón, durmiendo la mona: tiene el torso apoyado en el suelo, pero las piernas en el sofá. Me pregunto que habrá estado haciendo para acabar en esa postura. Probablemente blandir su cuchillo contra monstruos que sólo él puede ver. Monstruos muertos, algunos desde hace años, otros desde hace pocos meses.
Haciendo gala de mi falta de delicadeza, lleno un barreño con agua y lo tiro sobre su rostro sin más contemplaciones. Ni él ni yo nos caracterizamos por nuestra delicadeza.
Se pone en pie de un salto, gritando a voz viva y blandiendo su cuchillo ante mí. Doy un paso atrás para evitar la hoja plateada, que probablemente es lo único que Haymitch se molesta en mantener a punto. Eso, y las reservas de licor blanco que guarda en su sótano.
Cuando me reconoce, deja escapar un suspiro irritado y se deja caer sobre el sofá, sin preocuparse de que esté empapado. Supongo que es un cambio para mejor, después de estar durmiendo en el suelo.
—Oh, eres tú —dice.
Empieza a limpiarse las uñas con la punta del cuchillo, como si le importase un bledo que esté aquí.
—Tienes que ayudarme.
Eso capta su atención, porque deja de concentrarse en sus uñas y me mira con una ceja enarcada.
—Oh, ¿sí? ¿Y en qué, si se puede saber? —trata de que su voz suene desinteresada, pero a mí no me engaña: me escucha atentamente y, si está en su mano, me ayudará.
Inhalo una bocanada del rancio aire antes de admitir:
—Tienes que decirle a Peeta que se aleje de mí.
Haymitch parpadea y empieza a reír descontroladamente, una risa que le nace en lo más profundo de su enorme barriga y sale por su boca con la violencia de un geiser. Por un segundo, estoy a punto de marcharme a toda prisa, amenazada por las carcajadas que brotan de su boca sin control, pero se calma y me observa con un brillo de diversión en sus ojos azules.
—Cariño, si quieres puedo pedirle al chico algo más fácil. Como que deje de hacer bollería. O que dé patadas a ese gato tuyo. O incluso a niños. —Reprime una nueva risa—. Cualquier cosa de esas sería más fácil que dejar de preocuparse por ti.
Rodeo mi cuerpo con mis brazos, insegura.
—Es igual, como sea. Tiene que alejarse de mí, Haymitch. Haz lo que sea. Es peligroso que esté tan pendiente de mí. Por favor.
Sin hacerme caso, recoge una botella del suelo; todavía tiene un cuarto de líquido blanco. Haymitch coge un vaso del fregadero —por lo opaco del cristal, diría que lleva meses sin lavarse— y lo llena del alcohol transparente. Yo preferiría beber directamente del morro de la botella antes que de ese vaso, y eso que no soy nada escrupulosa.
—Si quieres que el chico te deje en paz, pídeselo tú. No creo que te haga caso, por muy peligrosa que seas. —Hace una mueca burlona. Como si no hubiese demostrado en cientos de ocasiones lo peligrosa que puedo llegar a ser—. Pero yo no pienso hacerte el trabajo sucio.
Me pongo roja de rabia.
—Muchas gracias —mascullo, tratando de inyectar todo el sarcasmo del que soy capaz a esas dos simples palabras.
Antes de cerrar la puerta de un sonoro golpetazos, que hace temblar los cristales de la casa, escucho el alegre grito de Haymitch, precursor de una borrachera tan épica como las demás:
—¡De nada, encanto!
…
Al día siguiente, no me encuentro con mi acostumbrada ración de pan, galletas y bollos.
Ni al siguiente.
Al tercer día, empiezo a preocuparme. Por supuesto, siempre está la posibilidad de que Haymitch haya decidido no ser un imbécil y me haya hecho ese diminuto favor que le he pedido, pero lo dudo mucho; si lo del otro día es un indicador, estará tan borracho que no será capaz de moverse del polvoriento suelo de su casa.
La preocupación bulle en mi estómago, burbujeante como agua hirviendo. Esto debería complacerme. Al fin y al cabo, sólo hay una cosa que desee de verdad: que Peeta se olvide de mí, que nos saludemos en la calle como dos extraños, que encuentre otra chica, una chica buena, que le pueda dar lo que se merece. Pero no dejo de sentirme inquieta, nerviosa. Preocupada por lo que haya podido pasarle.
Le pregunto a Sae la Grasienta, por la mañana, si sabe algo de él, tratando de que la pregunta sea lo más casual posible. Ella niega con la cabeza.
—Nadie le ha visto desde hace unos días.
La burbujeante preocupación de mi estómago se derrama por los bordes.
—¿Sabes por qué? —pregunto, sin molestarme en seguir fingiendo que no me importa.
Sae vuelve a negar, sin mirarme siquiera.
—Nadie pregunta sobre eso.
Esa misma tarde, y después de varios intentos fallidos en los que acabo volviendo a mi casa, consigo armarme de valor y cruzar la puerta principal de la casa de Peeta. No la cierra; aquí, nadie la cierra, todos nos conocemos perfectamente.
—¿Peeta? Soy yo.
El silencio de la casa se me hace tan antinatural como la falta del aroma a pan o galletas recién hechos que se evidencia en el ambiente, disparando todas mis alarmas. Peeta siempre está horneado. Siempre, excepto en esa época cuando…
Tiemblo de pies a cabeza, como si el invierno se hubiese presentado en el Distrito 12 cuatro meses antes de lo previsto.
—¿Peeta?
Escucho un quejido que proviene de la cocina. Sin pensarlo, cruzo el recibidor y el comedor en zancadas tan grandes como me lo permiten mis piernas.
Al entrar de la cocina, me quedo perpleja unos instantes; un aroma a fruta podrida me golpea las fosas nasales, intenso como el sola al mediodía durante un día de verano. Sigo escuchando el leve quejido, pero no veo a Peeta por ninguna parte. Escaneo la estancia con ojos rápidos, y entonces lo encuentro, una forma pálida y encogida debajo de la mesa, temblando como si un seísmo hiciese traquetear todos sus huesos.
Mis extremidades pierden toda su fuerza, pero me obligo a dar un par de pasos más, antes de dejarme caer a su lado, agotada.
—¿Qué te pasa?
Él no responde; sus ojos azules, vidriosos, miran sin mirar, como si yo fuese transparente. Me pregunto, durante un segundo de histeria, si no tendrá razón, si no seguiré en la seguridad de mi casa.
Con las manos temblorosas, lo cojo de las axilas y lo arrastro hasta el pequeño cuarto de baño de la planta de abajo. Giro el grifo del agua fría y dejo que se quede bajo la ducha, con la fía lluvia empapándole entero. Vuelvo a dejarme caer a su lado y lo rodeo con mis brazos, apretando su cuerpo inerte contra el mío, sin apartar mi mirada de la suya. Los dos temblamos tanto que nuestros cuerpos se sacuden con palpitaciones descoordinadas, inciertas, y de mis labios escapan escalofríos.
Poco a poco, Peeta empieza a volver en sí, parpadeando. Sus ojos brillan cuando me reconoce, y por un segundo creo reconocer ese destello violento que tenía en los ojos justo después de su secuestro aéreo. Vuelve a parpadear, y sus ojos vuelven a la normalidad, dos cristales de hielo derretido que me miran, llenos de emociones.
—¿Katniss? —pregunta en un susurro—. ¿Qué haces aquí?
No sé cómo responder a esa pregunta, así que lo estrecho con más fuerza contra mí. Tras un instante de vacilación, él de devuelve el abrazo, enterrando la cara en mi hombro. El agua sigue cayendo a nuestro alrededor, repiqueteando contra el suelo y pegándonos la ropa a la piel.
—¿Qué ha pasado?
Se estremece.
—Iba a hacer la tarta. De fresas, para ti. —Lo dice sin vergüenza. Una mano firme me comprime el corazón, estrujándolo tan fuerte que me da miedo que se rompa en pedacitos—. Cuando empecé a cortarlas, para ponerlas sobre la crema… Estaba todo tan rojo, el cuchillo y mis manos y mi ropa… No recuerdo nada más.
Trago saliva.
—¿Te pasa esto a menudo? —murmuro, sin aflojar mi agarre.
Él duda antes de responder. Su mano acaricia mi pelo, recogido en mi trenza habitual.
—Algunas veces. Recuerdo cosas y… —Inhala aire con un sonido húmedo—. Pierdo la noción del tiempo. Antes me pasaba más veces, pero ahora…
«Ahora estoy mejor». Sé que es eso lo que quiere decir. Pero no lo dice, porque sabe que yo no voy a creerle. No, después de haberle visto blanco, todo blanco: piel, ojos, pelo, mente.
Pensaba que él era el resiliente. El fuerte. El que superaba todo esto sin ninguna dificultad. El hombro en el que yo podía apoyarme.
Quizá él también necesita un hombro en el que apoyarse.
Rompo el abrazo. Siento su cuerpo suspirar en protesta, pero no me alejo mucho, sólo lo suficiente como para poder acariciar su rostro con mi mano. Siento su piel erizarse, estremecerse bajo mi contacto. A pesar del agua, helada como cristales de hielo, los labios me arden, las manos se me chamuscan, mi vientre se carboniza.
Y sé lo que tengo que hacer.
—No puedes estar solo. No si esto te pasa a menudo. —Abre la boca para contradecirme, pero corto su queja con mi sentencia—. Tienes que venirte a vivir conmigo.
…
NdA: gracias a todos los que hayan llegado aquí. Las críticas y comentarios siempre son bienvenidos. Os leo en el próximo capítulo c: