La noche que la princesa heredera nació era oscura, fría y tempestiva. Un viento huracanado, acompañado de nieve sólida, chocaba contra las ventanas del palacio. La reina, tumbada en su cama, empujaba sin cesar mientras apretaba las manos de las criadas que la ayudaban en el parto. El parto duró toda la noche y, cuando las primeras luces del alba empezaban a iluminar el reino de Arendelle, se escuchó en todo el lugar el llanto de un bebé.
La reina había dado luz a una preciosa niña de ojos azules y pequeños mechones tan rubios como el propio sol. La parturienta le entregó a la princesa envuelta en mantas blancas. La señora de Arendelle observó cómo su hija dormitaba con tranquilidad, pero la sintió fría. Estaba viva y sana, pero tenía la piel casi congelada. Ella esperaba que su preciosa hija tuviese el calor materno aún pegado a la piel, pero no era así. ¿Qué ocurría?
Los médicos del reino la visitaron durante varias semanas, pero ninguno supo por qué tenía una temperatura inferior a la normal. Hasta que, después de mes y medio buscando una respuesta, los reyes decibieron una visita un tanto peculiar. Una mujer bastante mayor, vestida con harapos y una sucia capa raída, informó a los reyes de que su hija no era una niña normal y corriente como las. La princesa Elsa tenía el poder de controlar el hielo, de crearlo y de destruirlo. Poco más pudo decir la anciana, pues a los dos días de llegar al reino, falleció.
A partir de entonces, los reyes mimaron muchísimo a su princesa y le dieron una hermanita, Anna. Sin embargo, establecieron la norma de que nadie podía enterarse del poder de su hija primogénita. Durante años, ambas princesas fueron felices. Hasta que, un día de niebla, recibieron la noticia de que el barco en el que viajaban sus padres para estrechar lazos con el reino vecino, había sido arrasado por una terrible tormenta. Tras aquella noticia, el reino se sumió en un largo y penoso duelo que duró tres años...
TRES AÑOS DESPUÉS
Capítulo 1
Arendelle recibió el verano con alegría. Ese día, finalizaba una época de dolor y pena y comenzaba una nueva era. Había llegado, por fin, el tiempo de la reina Elsa. Era el día de la coronación y todo el pueblo engalanaba sus hogares y las calles. Todo tipo de artistas viajaron a través del mar para llegar a la gran fiesta. Y multitud de comerciantes interesados en el potencial del reino acudieron a la cita de la coronación.
Elsa observaba el bullicio que estaba ocasionando el acontecimiento y esbozó una pequeña sonrisa que no llegó a los ojos. Se apartó de la ventana de su habitación y miró el retrato de sus padres. Un suspiro escapó de su boca.
-Ha llegado el día, papá-murmuró con un hilo de voz-. No te fallaré.
Elsa sentía un nudo en la garganta cada vez que veía ese tapiz. Su padre había sido un gran apoyo para ella, sobre todo cuando su poder se descontrolaba. Él le había enseñado a mantener la cabeza fría y a soportar unos guantes que siempre cubrían sus manos. Su hermana no había dejado de preguntarle de pequeña el por qué de esa costumbre, pero Elsa siempre respondía que era porque la suciedad le daba repelús.
Apartando los recuerdos de su mente, se volvió hacia la percha que mantenía en pie un precioso vestido de algodón azul oscuro, ribeteado con adornos en verde botella. Sobre él, descansaba una larga capa morada. En su mesita de noche, justo al lado del traje, se veía un colgante con el dibujo de un copo de nieve, el último regalo de su madre. Elsa lo rozó con la punta de sus dedos y sintió cómo su fortaleza flaqueaba. ¿Cómo iba a ser capaz de dirigir un reino ella sola? Bueno, tenía a Anna, pero sería ella quien tendría que encargarse de todos los problemas personalmente y no estaba segura de saber cumplir esa misión correctamente. Tenía dieciocho años. Acaba de pasar el límite para gobernar. Sentía que no estaba preparada.
-En fin-suspiró, moviendo la cabeza de un lado a otro para disipar sus miedos-. Es la hora.
En ese momento, la puerta de su habitación se abrió de sopetón y entró un torbellino pelirrojo. Su hermana Anna le había prometido que la ayudaría a vestirse y allí estaba, dispuesta a hacer todo lo posible por que en ese día todo saliera perfecto.
-¡Elsa, vamos! ¿Todavía estás así?-Anna la reprendió, fijando sus ojos azules en Elsa.
-Acabo de levantarme-se excusó Elsa, sonriendo un poco.
-¡Eso es! Sonríe y deja la carita de amargada para el papeleo, ¿vale? Hoy es un gran día. ¿Has visto la que has liado tú solita?
-¿Yo?-se sorprendió Elsa- ¿Qué he hecho?
-Pues proclamar tu coronación el mismo día que acaba el duelo-terminó la frase Anna con tristeza. Pero, alzando la cabeza, añadió:-. Papá siempre me decía que estabas lista para ser una gran reina y que yo debía apoyarte en todo. Él estaría orgulloso de ti, Elsa. No lo dudes nunca.
Elsa se encogió y tragó saliva con fuerza para evitar que las lágrimas se derramaran por sus mejillas. Así que, dio un paso y abrazó con fuerza a Anna. La envidiaba, siempre había tenido la fortaleza y el optimismo que a ella le faltaba.
-Vamos, anda-consoló Anna a su hermana dándole un par de palmadas en la espalda-. Vamos a llegar tarde a la iglesia.
Elsa asintió y, recomponiéndose, se dejó peinar, maquillar y vestir por su hermana y dos doncellas. Dos horas después, caminaba hacia el altar mordiéndose el labio inferior. El miedo a congelar los objetos reales cuando la proclamaran reina le atenazaba el corazón. Pero todo salió bien y el pueblo la recibió con una gran ovación y vítores.
El baile y el banquete posteriores se realizaron dentro del propio palacio. Los jardines del recinto real se abrían para dar la bienvenida a sus súbditos, pero estos no podían pasar hacia el interior del palacio. Ellos recibían allí comida y bebida cada dos por tres y disfrutaban de la fiesta tanto o más que los comensales reales. Al baile real acudieron numerosas personalidades: el príncipe Hans de las Islas del Sur, la princesa Rapunzel con su marido, el príncipe Eugene; los príncipes de Holanda y los hijos e hijas de marqueses, condes y duques de todos los reinos vecinos.
Elsa hablaba animadamente con uno de sus socios comerciales cuando vio, por encima del hombro de su interlocutor, una cabeza blanca. Elsa se extrañó. Ninguno de sus invitados era tan viejo. La curiosa la carcomía, por lo que, mirando a su socio, sonrió y dijo:
-Disculpadme, lord Kemintog. He de atender un asunto urgente. Disculpad.
-Desde luego, alteza-aceptó el lord, inclinando suavemente la cabeza hacia adelante.
Elsa se escabulló entre la gente, pero no encontró a la persona que buscaba. Miró a todos lados hasta que una mano le dio con suavidad en el hombro, sobresaltándola.
-¡Anna!-suspiró Elsa, asustada- Dios, qué susto. Dime, ¿qué pasa?
-¿Estás bien?-preguntó Anna a su vez, evadiendo su pregunta.
-Sí, sí. Es solo que... Bueno, dime. ¿Qué pasa?-repitió, recomponiéndose.
Anna sonrió y le hizo una seña a un invitado que esperaba tras ella. Elsa abrió mucho los ojos y contuvo un gritito de alegría. ¡Era él! El invitado con el pelo blanco. Un joven, vestido con un elegante traje blanco y chaquetilla azul marino, se acercó a Anna e inclinó con gentileza la cabeza ante la princesa y la reina. Elsa lo observó con detenimiento. Su pelo era totalmente blanco, igual que la nieve. Y sus ojos era del mismo color que el cielo después de una gran tormenta: increíblemente azules. Era apuesto, sin duda, y eso la dejó bloqueada un instante.
-Majestad-habló entonces el invitado-, ante todo quiero darle las gracias por invitarme a su maravilloso baile de coronación. Ha sido todo un detalle recibir la invitación-el chico se acercó a ella y alzó la mano-. Soy Jack, Jack Frost. Heredero de la corona de Pholum.
Elsa se movió como un resorte y aceptó la mano ante la atenta mirada de su hermana, que disfrutaba del desconcierto de la reina. Anna nunca había visto a su hermana buscar a alguien con tanto ahínco y en cuanto vio que se desesperaba por encontrarle, decidió ser ella quien metiera baza en el asunto.
-¿Pholum?-repitió Elsa con un susurro- ¿Ese no es el...?
-Sí-intervino Anna-. Pholum era el destino de nuestros padres, Elsa.
Jack no podía apartar los ojos de la reina. Era preciosa: rostro fino, ojos azules y grandes, pelo largo y rubio platino, mejillas sonrosadas y una voz tan dulce como un canto celestial. O, al menos, eso era lo que a él le parecía. Había escuchado historias de cuando los padres de ella habían querido ir a visitar su reino y de cómo perdieron la vida en el trayecto. Desde entonces, había querido conocer en persona a las dos princesas, pero ellas se habían encerrado en su palacio sin querer saber nada de nadie. De hecho, una junta había consultado con Elsa las decisiones realmente importantes, pero lo demás lo había hecho sola.
Por su parte, Elsa no sabía qué decir. No esperaba que el príncipe de Pholum acudiera. Había mandado la invitación para que supieran que no los habían dejado plantados con el encuentro, pero dudaba que fueran a recibir respuesta. Y de qué manera la habían recibido. No sabía adónde mirar. Jack Frost ocupaba todo su grado de visión. Y su hermana tampoco se lo estaba poniendo fácil.
-Siento muchísimo vuestra pérdida, mi señora-musitó entonces Jack, acercándose un poco más-. Me alegra ver que el dolor no ha corrompido la belleza que tanto he escuchado comentar.
Elsa se tensó. ¿Le estaba tirando los trastos? Por su lado, Jack se mordió la lengua en cuanto habló. ¿De verdad había dicho eso?
-Muchísimas gracias, Jack-concedió Anna, viendo que su hermana era incapaz de decir nada-. Ha sido muy amable por su parte el haber acudido a nuestra invitación. Sin lugar a dudas, no queríamos que creyérais que habíamos cortado los lazos con vuestro reino.
-Nunca hemos pensado eso, alteza-respondió Jack sin apenas mirar a la pelirroja.
-Disculpe, Jack-habló por fin Elsa-. Debo preguntarle... ¿Tengo algo en el rostro que le impida dejar de mirarme?
Anna la miró con reproche. ¿Cómo podía ser tan borde? ¿Elsa estaba ciega o qué ocurría?
-¿Perdón?-preguntó Jack, un tanto confundido. ¿Qué había hecho?
-Digo que si le importaría dejar de observarme. Sí, soy joven y soy reina. Le agradezco su amabilidad. Pero ahora, si me disculpa-quitó su mano de la de Jack, que no la soltaba ni por asomo-, he de atender al resto de mis invitados.
Y sin más, se fue por donde había venido a ser charlando con su socio comercial número uno. Jack miró a Anna en busca de una explicación, pero lo único que ella pudo darle a cambio fue encogerse de hombros y una mirada al cielo. Santa paciencia.