¡Hola! ¿Cómo estáis?

Aquí traigo otra historia que hace unos días ya empecé a publicar en Ao3. La verdad es que es un pequeño experimento, así que no sé que caminos tomará.
Como advertencia, voy a decir que no soy una persona nada constante. Suelo abandonar las cosas a medias, cuando se me quitan las ganas y me entran otras por escribir historias nuevas... soy así de buena gente... me disculpo de antemano por ello. Espero no hacerlo con esta, por que la verdad me lo estoy pasando bastante bien. Era algo que llevaba rondandome la cabeza hace tiempo y que tenía muchas ganas de escribir y compartir.
De todas formas, advertidos quedáis y si no estáis dispuestos a seguir leyendo debido a ello lo entedería perfectamente. Salto de un lado a otro y no consigo quitarme esa manía tan irresponsable.

Bueno, me callo ya y os dejo solitos. Muchas gracias por leer, por vuestro tiempo y por vuestra amabilidad.

Maddy

(P.D.: Los capítulos están siendo bastante largos. Es otra advertencia, jujuju)


Prólogo: Kanon, la nada y el algo

Por un instante pareció que el tiempo, junto con todo el universo, se habían detenido.

Fenómeno semejante no era cierto, evidentemente, pues él sabía gracias a su razonamiento más básico que el mundo continuaba igual y en movimiento, como siempre. Ajenos a todo cuanto estaba sucediendo, al desastre colosal y absoluto, desgarrador, estaba completamente seguro de que en, por ejemplo, la aldea más cercana sus habitantes continuarían con sus vidas, yendo de aquí para allá.

Igualmente, el movimiento de las mareas no se había detenido, los animales seguían cazando y sobreviviendo, la luna orbitaba y la tierra misma continuaba, sin lugar a dudas, su constante rotación y traslación por el espacio. El espacio, uno de esos grandes misterios de la vida, por cierto.

Esa mierda que muestran algunas películas y de más ficciones cuando, tras la muerte de alguien extraordinario, parece que el universo entero se percata de su partida y sienten un gran vacío interior o alguna memez semejante era, en efecto, una mentira absoluta además de una estupidez. Él lo sabía desde hacía mucho tiempo, que había tenido el siniestro privilegio de haber visto morir numerosas veces a personas maravillosas y a grandes guerreros. A veces eran ambas cosas. Otras veces, como en ese preciso momento, se trataba de personas que consistían en el pilar fundamental de la vida de alguien, en su empuje para levantarse cada mañana, para continuar lanzándose a la batalla sin dudar a pesar de que comenzaba a estar muy cansado de tantas desgracias.

Solo la guerra puede hacerlas tan constantes y sin respiro.

Como ya sabía, toda esa mierda de las películas era una sucia patraña, confirmándolo una vez más el cuerpo que yacía ahora y repentinamente sin vida sobre el suelo, embarrado y resbaladizo por la lluvia.

La única cosa que le daba sentido a su vida, que le hacía ser algo y tener un motivo agradable para existir. Aquello por lo que vomitaba toda la bilis infecta que ocupaba su interior periódicamente. La única cosa que él podía amar incondicional e inocentemente, se encontraba ahora muerta y sin vida, sucia por el barro y tirada sobre el suelo de tierra empapada.

Como si fuera basura.

Su cabeza dejó de funcionar y solo podía observar, al igual que si se tratara de una broma terrible y cruel, aquel cadaver que segundos antes había sido un cuerpo aún joven y cargado de vitalidad y calidez.

Fue entonces cuando el tiempo y todo el universo parecieron detenerse. Lo parecieron, porque él sabía en lo más profundo de su mente que eso era, definitivamente, imposible.

-¡Atenea!- Gritó alguno de sus compañeros, corriendo como una centella hacia el cuerpo inerte de su diosa devota. Esto le confirmó, otra vez, que el tiempo no se había detenido aunque él continuara como un pasmarote (y cada vez más blanco) observando la escena incapaz de moverse. Como quien mira algo que le es completamente ajeno, el desde hacía más de diez años caballero de Géminis contempló como aquel joven santo de plata, que había corrido sin dudar hasta la diosa Atenea, llegó incluso a escurrirse con el barro y caer por la desesperación, incorporándose velozmente para arrodillarse junto al cuerpo como una centella.

Tembloroso, la acogió entre sus brazos, zarandeándola lo más suavemente que pudo con la ilusión de que tan solo estuviera malherida y hubiera perdido el sentido. Por desgracia, como era de esperar, la diosa justa no abrió sus ojos ni volvió a respirar.

Nadie, ni siquiera la señora absoluta de la guerra y la sabiduría, puede sobrevivir a que su pecho sea atravesado de lado a lado por la espada del dios Ares.

Y como ni siquiera ella podía sobrevivir a eso, estaba de más decir que, definitivamente, Atenea había sido asesinada. Al menos, en esta última reencarnación.
-A-atenea... - Balbuceo malamente el muchacho cubierto por su armadura de plata, cuyo brillo por un instante a Kanon se le hizo subrreal y absurdo. Todo había perdido su sentido, incluida su forma de vida misma. El joven sollozó dolorosamente, observando tan cubierto él mismo de barro como el cadáver de su diosa el rostro de facciones suaves que, sorprendentemente, habían quedado muertas en una extraña expresión de serenidad. La sangre santa de Atenea se mezcló con el agua de lluvia y el suelo pegajoso. -¡Atenea está muerta!- Gritó el joven santo de plata, apretando a la diosa entre sus brazos mientras lloraba amarga e incrédulamente, haciendo que los pocos compañeros de armas que no se encontraban enzarzados en plena batalla se acercaran tan rápido y desesperados como él hacía unos instantes. -¡A-atenea! ¡Atenea ha muerto!-

Pero Kanon no se movió. Todavía no.

Si hubiera sido en otro momento y circunstancia, la desesperación de aquel muchachito que gritaba y lloraba desgarrado por su diosa mientras intentaba que su voz quebrada se escuchara por encima de los gritos, los mandobles y las explosiones de la guerra, cubierto todo de barro y de sangre, hubiera partido hasta un corazón tan raro y retorcido como el suyo. Sin embargo, Kanon no tenía en aquel preciso instante corazón para nada más que para el hecho de saber que el motor principal de todo cuanto había reconstruido en si mismo estaba, además de forma confirmada, lamentablemente muerto. Había desaparecido.

Habían fallado su misión principal y habían perdido su motivo de vida.

Atenea estaba muerta.

Y con lo blanco y quieto que se había quedado, quizá Kanon también lo estuviera.

Entonces aquel joven caballero de plata, con sus ojos claros y llorosos coronando aquella expresión de absoluto miedo y desesperación, le miró, portando aún el cuerpo sin vida de su diosa y todavía tirado de rodillas sobre el suelo.

-Está... está muerta... - Le dijo el muchachito, con su pelo empapado como un cachorro perdido bajo la lluvia que se ha quedado sin dueño. En cierto modo, así era. Tras pronunciar de nuevo aquellas palabras en un tono más comedido pero no por ello menos doloroso, el chico pareció darse cuenta totalmente de la noticia terrible, sollozando otra vez de forma mucho más baja. Kanon sabía que los llantos más silenciosos eran los peores. -Atenea ha muerto... - Lloriqueó de nuevo, dejándole claro al caballero de Géminis que era demasiado joven para tales desgracias. -¿Que podemos hacer?- Le dijo desesperado, acudiendo a la figura de mayor autoridad que conocía después del Patriarca y la propia diosa Atenea.

Pero Kanon no atinó a decir ni hacer nada, inmóvil en la misma posición en la que debería llevar, al menos, unos cinco minutos.

Un ataque enemigo provocó un estallido peligroso y demasiado cercano, haciendo que el muchacho apretara con fuerza el cuerpo de su diosa para protegerlo, empeñado en no dejarlo caer. La agresión causó que prontamente los escasos compañeros que se habían acercado a recibir la funesta noticia se dispersaran, listos para iniciar un contraataque.

Y Kanon, todavía, no podía moverse, insensible para con todo su alrededor.

-¡Comandante!- Gritó el muchacho en búsqueda de su atención, desesperado y sin saber que hacer. Kanon pensó que semejante título había perdido, al igual que el brillo de las armaduras, todo su sentido y razón de ser. A su mente acudió el recuerdo del día, hacía ya al menos una década, que la misma Atenea había decidido nombrarle comandante de todo su ejercito, sintiéndose en ese entonces valorado y respetado seriamente por primera vez en su vida. El tiempo había hecho que sus pecados del pasado quedaran prácticamente olvidados y ahora, que ya no quedaba apenas nadie de aquellos días, la juventud que ocupaba los puestos y cargos del Santuario había nacido demasiado tarde como para conocer de lo que era (o al menos fue) capaz de hacer la personalidad de su admirado comandante.

Así, por primera vez en su vida, Kanon dejó de estar a la sombra de ningún hermano.

Allí ya nadie se acordaba de Saga, que una vez regresaron no había hecho nada por despuntar de nuevo y brillar como la estrella de cine que siempre parecía ser, aunque no quisiera.

Más bien, ocurrió todo lo contrario.

¿Cuánto hacía que no sabía nada de Saga? ¿Cinco años? Quizá más, y eso que él había sido uno de los pocos que había mantenido un contacto mínimo con el susodicho una vez partió del Santuario. Del resto de compañeros de oro nada sabía más que lo básico, las habladurías que todos conocían, convirtiéndolos en una especie de leyenda viviente que había habitado, una vez, las casas zodiacales que ahora custodiaban otros más jóvenes y menos rotos por dentro.
En toda su bondad, Atenea luchó y derramó su propia sangre por rescatar sus almas insalvables (y algunas hasta podridas) de los infiernos, prometiendo a los dioses la mitad de sus años mortales a cambio de rescatar a esos hombres no tan santos que habían dado la vida por derribar el Muro de los Lamentos.

Kanon se preguntó si acaso Atenea estaba destinada a morir, en esta vida, a los cuarenta y ocho años.

Quizá fuera por eso que había sido atravesada acertadamente por la espada del dios Ares a los veinticuatro.

Igualmente, las vidas que su santa y bondadosa señora había intercambiado, a ojos de Kanon, no valían tanto por muy agradecido que estuviera. No obstante, se dijo a sí mismo en aquellos días en los que su regreso era reciente que, si bien todos lo estaban, su deuda era doble para con Atenea, que había no solo traído al caballero de Géminis oficial sino también a su hermano y sustituto. La diosa recordó que no eran solo doce los de oro, sino trece, ofreciéndole sin palabras un hueco entre la élite heroica y concediéndole el espacio y reconocimiento que nunca tuvo. Tampoco es que se lo hubiera merecido jamás, de todas formas.

Unos segundos de gloria y lucimiento no borraban una vida entera llena de sombras y maldades.

Kanon lo sabía y, como lo sabía, decidió que sería el mejor guerrero que pudiera ser. Se dijo que le daría todo cuanto tenía, que pagaría su deuda con creces y que sería lo menos retorcido que pudiera. La meta de conseguir poder para después, sin contemplaciones, restregárselo tanto a Saga como a todo el Santuario por las narices de la forma más cruel que supiera se convirtió en servir a Atenea, luchar por Atenea y ser el orgullo de Atenea. Kanon siempre estuvo vacío por dentro porque nunca tuvo nada y siempre quiso poseerlo todo, rellenándose a sí mismo de ambiciones malsanas y planes egoístas que lo convirtieran en algo, ya fuera bueno o malo. Kanon solo quería ser algo propio e independiente, aunque ese algo no tuviera ningún sentido.

Una vez comprendió la verdadera fuerza y alma de Atenea, Kanon supo que ese algo que quería ser no era exactamente lo que había pensado durante toda su vida. Ahora, además de algo, Kanon precisaba de un motivo coherente y ¿Qué mejor motivo hay que luchar por una diosa buena, protectora de la humanidad y la tierra entera? Cosa como esa no necesita de ninguna explicación: se hace porque es lo es bueno y lo bueno es lo que debe hacerse. Kanon se vació de su algo anterior para llenarse de ese nuevo algo, no teniendo nada más en su vida que el servicio y la lucha por y para su diosa salvadora, que lo había sacado del infierno que él mismo había creado para después, por segunda vez, rescatarlo del infierno divino.

No obstante, Kanon no regresó solo.

Junto con él, Atenea trajo consigo a los otros doce, encontrándose con trece jóvenes perdidos y confusos. Pasada la problemática del hacerse a la idea de que realmente tenían otra oportunidad, los todavía santos dorados se toparon con la complicada tarea de aceptar todo cuanto había ocurrido con ellos mismos y de soportarse mutuamente.
Observándolos en tan malas condiciones internas, rotos por dentro como estaba la mayoría, otros demasiado cansados y amargados con el mundo como para continuar sin dar tumbos y traspiés a través de la vida del guerrero, Atenea en su (de nuevo) bendita misericordia, además de la mitad de su vida tuvo que gastar gran parte de su ahora escaso tiempo en su problemática.

El Santuario se encontraba en uno de los momentos más desastrosos y devastados de su existencia. La enorme y antigua construcción estaba destruida casi en su totalidad por la batalla inicial contra Hades, sin mencionar la muerte de numerosos centinelas y demás miembros de bajo rango los cuales, aunque nadie se acuerde de ellos, todavía existen y luchan con valor. Atenea no podía, aunque quisiera, traer de vuelta todo cuanto había perdido, deseo que Kanon jamás entendería de corazón a pesar de que sí lo hiciera de mente pues, si se trata de amor encarnado, es comprensible que ame todo cuanto existe o, en este caso, existió.

Pero, como era de esperar, lo peor no era la situación lamentable en la que se encontraban las construcciones del Santuario.

Desde luego que no y, como las desgracias nunca vienen solas, junto con unas tropas escasas y de ánimos bajos (que la guerra no había sido, precisamente, un paseo por el campo), la diosa de la guerra justa y la sabiduría se encontró con una élite guerrera que poco tenía ya de eso mismo, de élite o de guerrera. Su estadía en el Infierno los había quebrado y destrozado los nervios, haciéndoles ver las desgracias causadas y los pecados cometidos que, aunque en vida no los reconocieran, desde luego a ojo inquisidor podían ser interminables.

Por si fuera poco, a la traumática experiencia de la muerte y el castigo divino se unió la convivencia, el tener que encararse entre ellos de nuevo pero de forma ahora muy distinta, a la vez que debían intentar comprenderse. Conocedores como eran ya de todas las verdades, semejante tarea se hizo demasiado complicada porque, si bien eran aún muy jóvenes, no eran desde luego niños maleables que pudiesen adaptarse con tiempo a las circunstancias, aceptando los cambios que les venían de pronto y sin preparación.

La mayoría se distanciaron, afianzando las amistades que ya tenían para aislarse del resto o bien haciendo otras nuevas. Algunos no obstante, como Saga, fueron incapaces de formar ningún tipo de relación más o menos profunda. El resto, decidieron que no había mejor manera de pasar el trago que una convivencia cordial, si es que no quedaba más remedio, con aquellos con los que nunca se llevaron demasiado bien. No comentaron los rencores internos ni trataron de exteriorizar sus pensamientos o arrepentimientos, aunque fuera estampándolos a gritos sobre la mesa como Kanon hubiera esperado de algunos.

Desde sus ojos, la situación era como una bomba que no estallaba nunca y, sorprendentemente, Kanon se llevó la mejor parte de semejantes circunstancias problemáticas.

Ante unos santos guerreros que ya no parecen capaces de serlo más, Atenea los liberó de forma literal pero paulatina. En un principio, les fue retirando responsabilidades con tacto y cuidado de no herir sus orgullos ya demasiado dañados, no oponiendo resistencia ninguno y no sabiendo Atenea si era por su astucia o bien por que, realmente, ya no podían más y se encontraban aliviados de librarse del peso que portaban sobre los hombros. Más adelante, los dejó como apoyo y algo a lo que recurrir únicamente en casos de autentica necesidad, condenándolos a una vida apacible en un Santuario que ya estaba muerto para ellos. Finalmente, los dejó básicamente hacer lo que desearan, bien quedarse, bien largarse al diablo si eso querían o bien formar parte activa del ejercito y la vida en aquel supuesto lugar sagrado.

Cuando comenzó a barajarse la idea de quienes serían los futuros santos dorados que ocuparían las casas zodiacales, no todos se lo tomaron tan bien.

Si bien la mayoría permaneció en silenció y guardó su opinión para si mismo, otros como Aioria estallaron, dirigiendo la explosión de su frustración hacia la autoridad en
un ataque desesperado y verbal. El león dorado nunca fue un tipo sencillo a pesar de lo que mostraran las apariencias y el trato superficial, resultando un hombre de carácter complicado que podía recubrirse de garras y dientes. Intocable en semejante momento psicológico, calmar la ira de Aioria era tarea imposible, ocultándose tras una notable y ruidosa indignación que tapara su estado emocional real: se sentía inútil, frustrado consigo mismo, cargado de un rencor que no quería tener y demasiada amargura que no podía sacar. Concibiéndose como un trasto viejo que, una vez se le pasa su momento, es abandonado en el desván ante la espera de otro nuevo y con mejores prestaciones, el gran y siempre admirado Aioria de Leo fue el primero en abandonar el Santuario apenas dos años después de su forzada resurrección. Con un portazo que remarcó su dignidad y un escueto equipaje que dejó entrever su orgullo, Aioria se despidió solo de unos pocos amigos a pesar de que siempre sería un tipo popular, prometiendo noticias suyas más o menos rápidas y periódicas para estos últimos.

La partida de Aioria, fuera por los motivos que fuera, dejó un regusto amargo entre sus compañeros de armas cuyos ánimos, ya desde mucho antes, no estaban precisamente en su momento de mayor esplendor. El león gozaba de buena fama entre los doce restantes y era querido y admirado. Si bien su carácter explosivo podía hacerse incontrolable y su impulsividad agresiva un tanto peligrosa, era innegable que Aioria poseía un corazón grande y noble incapaz de actos injustos como los que muchos de ellos habían cometido. La complicación de su forma de ser no provenía de una psicología rica y fría si no, más bien, de todo lo contrario. Aioria era simple y, en su simplicidad, las emociones que a menudo lo poseían hacían que funcionara por puros impulsos, convirtiéndolo en alguien incapaz de razonar correctamente y haciendo que al resto del mundo solo le quedara esperar con paciencia a que se le pasara el momento. Quitando esa problemática, Aioria de Leo era un hombre sencillo de trato amable, siempre dispuesto a ayudar a quien lo necesitase y de dar todo cuanto tenía para arreglar lo que se encontraba roto. Divertido cuando hacia falta, honesto, enérgico e infinitamente noble, la marcha de Aioria los sumió en un extraño estado de fría incomodidad y tensión.

Era más agradable andar temerosos del estallido visceral pero sentido de Aioria que no del juicio o rencor de los otros compañeros que, aunque más comedidos y correctos, también eran más complejos y, por tanto, podían ser retorcidos.

Como debieron haber adivinado y esperado, el segundo en partir fue el tan temido como admirado caballero de Virgo. Sin nadie a quien recurrir realmente más allá de seres y cosas sobrenaturales (seres y cosas que Kanon nunca pudo llegar a entender del todo), solo y sabiéndose innecesario, Shaka, el caballero dorado de Virgo, simplemente desapareció de un día para otro sin avisar a nadie de su partida y dejando su templo tan vacío como siempre parecía que estaba. No se llevó consigo prácticamente nada, cediendo sus pertenencias a ese pequeño caballero de Andrómeda que pronto heredaría la armadura dorada de la Virgen. Teniendo todos los cabos que antes andaban sueltos atados y bien atados, que Shaka (imaginaba Kanon) nunca hacía nada en vano y sin motivo, la presencia serena aunque a veces inquietante del caballero de Virgo desapareció del Santuario. Como casi ninguno de ellos (excepto, quizá, Aioria) había conseguido serle cercano y establecer una relación amistosa con él, que solo conocían de su personalidad lo básico y superficial, su marcha no resultó un golpe muy duro a nivel emocional.

Sin embargo, si que aumentó su tensa y precaria situación junto a su cada vez más creciente sensación de que estaban, ya sin duda, de más en aquel lugar.

Si Shaka, siempre tan sabio y conocedor de casi todo lo cognoscible, el más cercano a los dioses y guerrero de fuerza sin igual, había decidido que era momento de abandonar el Santuario y encomendar a la diosa a la generación siguiente, significaba por tanto que poco les quedaba a la mayoría de ellos que hacer de utilidad allí. De nuevo, las reacciones y opiniones fueron diversas aunque al final desembocarían, como ya sabían de antemano, en la misma decisión, solo que unos fueron más rápidos y resueltos que otros, desde luego, como siempre habían sido.

Así, algunos como el conocido bajo el nombre evidentemente falso de Máscara Mortal se largaron veloces en cuanto comprobaron que, realmente, no iba a haber represalia ninguna si decidían abandonar aquellas responsabilidades que antes fueron suyas. Decidiendo que haría a saber que cosas malsanas, el caballero de Cáncer no tuvo problema en dejar el lugar, cediendo de recuerdo a los que quedaban de la antes élite dorada una de sus sonrisas afiladas. Afrodita de Piscis pronto siguió sus pasos, más cínico desde que regresó de los infiernos pero siempre práctico, asegurándose antes de su ida sin vuelta de que su preciado jardín tuviera los cuidados necesarios y no fuera abandonado.

Al igual que ocurrió con ellos a pesar de su muy diferente carácter y espíritu, el tan enorme como su propio corazón caballero de Tauro decidió, igualmente, que ya era momento de dejar el Santuario a la juventud venidera, siendo de los pocos que sí llevó a cabo una despedida amistosa para con el resto de sus antes compañeros de armas. Tan amable y alegre como sería siempre, que ni siquiera el infierno había conseguido quebrar su optimismo y alma noble, Aldebarán de Tauro les deseó suerte y cedió un amistoso apretón de manos para los restos rotos que quedaban de lo que fueron sus camaradas.

A la fuga de este último, que trajo consigo un aumento sustancial y notable del ambiente deprimente que los gobernaba, la siguió la de Libra y Capricornio respectivamente. El primero porque, definitivamente, ya era demasiado viejo y estaba demasiado ajado como para continuar jugando a los soldaditos. Además, por suerte o desgracia, el llamado Viejo Maestro se había acostumbrado a vivir en libertad, ajeno al Santuario, sus normas y la rudeza de su forma de vida. No le costó demasiado trabajo ni esfuerzo hacerse a la marcha para regresar, por fin, a sus amados Cinco Picos, lugar donde seguramente moriría más pronto que tarde.

Ahora, en cuanto a Capricornio, el aguante de Shura resultó sorprendente para Kanon. No solo soportó con una admirable estoicidad las inevitables miradas de reojo que Aioria le lanzaba de vez en cuando, afiladas y rencorosas, sino que, una vez la partida de este debió suponer un alivio para él, tuvo que cargar con la culpa de saber hasta el fin de sus días que había sido el ejecutor del también entonces inocente caballero de Sagitario, con quien además volvía a convivir. No obstante, muy diferente de su hermano, Aioros resulto un tipo compasivo y empático hasta la sinrazón, tratando de mil formas que Shura comprendiera que, contrariamente de lo que cualquiera pudiera pensar con mucho sentido, él no le guardaba ningún tipo de rencor y comprendía su cruel asesinato.

Por desgracia, semejante despliegue de bondad más que aliviar la pesada carga que ya portaba el interior de Shura, no hizo otra cosa diferente de acentuarla hasta niveles que debieron hacérsele imposibles. Para, seguramente, evitar el suicidio repentino, Shura se esfumó del Santuario de aquella forma que Kanon ahora denominaba como "despedirse a
la Shaka": desapareciendo de repente, no avisando ni diciendo nada a nadie y sin llevarse consigo prácticamente nada.

Pobre Shura. Era un buen hombre.

Quedaron el resto, pues, como rezagados que son demasiado flojos como para alcanzar a los más rápidos en una maratón, sabiendo que al final llegarán la misma meta solo que más tarde y con algo más de tiento.

Y así, abandonados, permanecieron tan solo de trece que habían sido Milo de Escorpio, su al menos antes inseparable amigo Camus de Acuario, la sombra de lo que fue Saga, el reciente caballero de Géminis (es decir, Kanon), un confuso Aioros y el apacible Mu de Aries. El tiempo continuó pasando y ellos no parecían, todavía, dispuestos a marcharse de una forma tan tajante como sus antiguos compañeros de armas, que ya debían encontrarse asentados en algún lugar y formando nuevos hogares e, incluso, familias. No obstante, separarse de toda una forma de vida y romper totalmente los lazos que les unían a aquello que habían sido no resultaba tan fácil para todos, adoptando una rutina en el Santuario que les permitiera, durante un tiempo, descartar todo pensamiento de partida de la cabeza.

Ellos no eran ellos, nunca aprendieron a tener una identidad propia y personal, una vida suya e independiente cuyo dueño solo fueran ellos mismos. Ellos eran el signo protector que el destino les había asegurado y marcado a fuego, eran guerreros, soldados que, aun con nombre, realmente no tenían otro motivo en la vida más que el que les fue encomendado desde chiquillos: proteger y obedecer a la diosa. En caso de que esta no se encuentre en su cuerpo mortal, proteger y obedecer al Patriarca. Eso era todo. Se acabó.

No tenían otra cosa.

Y algunos a pesar de todo parecía que, en lugar de haberse acostumbrado, ya habían vivido demasiado tiempo a su manera y bajo su propia cuenta y riesgo.

Fue así que, cuando a Mu se le ofreció el puesto que anteriormente había ocupado con dignidad y mano sabia su antiguo maestro, este aceptó sin remilgos ni demasiadas dudas.

A Kanon, sin embargo, si se le despertaron muchas.

Si bien Mu siempre se le hizo un hombre agradable de buen corazón, de temperamento tranquilo y tremendamente compasivo, nunca le pareció la clase de persona que aceptaría un cargo de tal responsabilidad y magnitud sin oponer ninguna resistencia. Mu no era un guerrero, no uno como ellos. Sí, era enormemente fuerte, también era valiente, leal y de gran arrojo en la batalla pero, no obstante y le pesara a quien le pesara, nadie nunca se imaginó la vida de Mu girando en torno al arte de la guerra y los ejércitos. Era desde luego un hombre responsable de los suyos, un gran maestro, un cuidador y protector, mas no un líder. Para Kanon siempre fue el alma libre que no quería complicar su vida más allá de lo mínimo y necesario, deseoso constante por refugiarse en sus montañitas donde nadie lo molestara a no ser que necesitara de sus servicios como único reparador de armaduras. Un hombre como Mu nunca haría un trabajo como el del santo Patriarca como era debido. Se desinteresaría pronto y se aburriría, escapándose en cuanto se cansara (y pudiera hacerlo) allá donde nadie lo encontrara nunca ni molestase.

Y como era de esperarse, parte de las predicciones de Kanon se hicieron realidad, quedando el papel de Mu de Aries y ahora sumo Sacerdote como una figura de autoridad falsa que, básicamente, se dedicaba a proteger a Atenea (si acaso algún enemigo se acercaba demasiado) y a solucionar asuntos de convivencia y pacificación, que se le daban mucho mejor que los de estrategia militar. En acto y hecho, en realidad, la única al mando era la propia diosa Atenea con la ayuda del ahora Kanon de Géminis para los temas militares, que se había convertido en su mano derecha y hombre de mayor confianza. No obstante, en caso de emergencia, aunque no supiese del todo ambos andaban seguros de que Mu, si no había más remedio, llevaría a cabo sus responsabilidades a la altura del título que se le había dado. Había que reconocer que, al menos, Mu quedaba bien como Patriarca. Era algo mínimo pero Kanon no estaba por la labor de desperdiciar los mínimos.

Lástima que esa emergencia llegara a suceder, realmente, mucho antes de lo que esperaban.

Por su parte, el santo dorado de Escorpio tuvo mejor suerte que el caballero de Aries. En cuanto pudo, se hizo con el cargo de mensajero y primer observador que le permitió viajar de un lado a otro del mundo (a veces de manera pausada y tranquila), haciendo de su papel en el Santuario algo disfrutable. A Milo de Escorpio siempre le gustaron tres cosas por encima de todas las demás presentes en el universo, y dos de ellas eran la guerra y viajar. La tercera, en cambio, se trataba del secreto mejor guardado de la historia, desconocido quizá en su totalidad incluso para él mismo. Como la primera de sus cosas favoritas le estaba, en gran parte, vedada, habiendo perdido enormemente su instinto cazador y menguado su agresividad junto con un ambiente que tampoco es que le obligara a recurrir a ello, Milo decidió adoptar el papel del viajero y deleitarse tanto con las grandes metrópolis como con los lugares más recónditos del planeta. Así, además, podía huir fácilmente y por largos periodos de tiempo del deprimente aura que se había instalado entre todos ellos, hombre activo y optimista como siempre había sido.

Ciertamente, a Kanon le caía bien, y tuvo la suerte de que Milo era de aquellos pocos lo suficientemente duros como para soportar las desgracias pasadas de forma dinámica, práctica y sin demasiados histerismos. Congeniaron rápido y no tuvieron demasiados problemas para llevarse bien, habiendo sido el caballero de Géminis puesto a prueba y perdonado de manera directa por el primero hacía ya mucho tiempo. Eso era algo que agradecía sobre manera.

La gente clara y directa era, en definitiva, mucho más sencilla de tratar que la oculta e introvertida, como ocurría con Camus de Acuario.

Si bien Kanon nunca tuvo nada en su contra, la personalidad de Camus parecía demasiado fría, escueta y confusa como para conseguir congeniar mínimamente con él, tomando al portador de Acuario por un ser de otro planeta en cuanto trataba de analizarlo un poco. Nunca sabía, ni siquiera a niveles escasos, que estaba pensando o si algo le había resultado correcto, incorrecto, triste o gracioso.

Huidizo de la sociabilidad al igual que tremendamente responsable y rígido, Camus solo mantenía una relación cercana con Milo de Escorpio, amigos conocidos por todos sus antiguos compañeros de armas. No obstante, de un tiempo a aquella parte, se rumoreaba de ambos que habían tenido una acalorada discusión que acabó en griterío. La línea de rumores y cotilleos era rápida y llena de matices en el Santuario, no sabiendo nunca Kanon cual había sido el motivo real de aquel altercado que, fuera o no gran cosa, distanció la única amistad duradera y estable que se había dado entre los caballeros de oro. Aunque lentos por que (suponía Kanon) Milo era de orgullo desmedido y Camus demasiado cerrado como para decir nada, ambos con el tiempo parecieron recuperar parte de su relación cercana y amigable, no pudiendo ya, no obstante, compartir demasiado tiempo de camaradería entre sí debido a las responsabilidades que habían adoptado cada uno.

En efecto, al igual que Milo, Camus no podía permanecer tranquilo sin hacer nada a pesar de su apariencia siempre impasible y glacial, convirtiéndose en una pieza clave como diplomático entre el Santuario y unos pueblos perdidos de Siberia cuya importancia Kanon no llegaba a comprender.

Atenea, siempre pacificadora, deseaba concordia con todo aquello que pudiera suponer el estallido de una confrontación aunque esta no tuviera ninguna importancia. Adoradores de otros dioses y deidades, totalmente extraños y desconocidos para el resto del mundo, un ataque o revuelta de unas pequeñas tribus perdidas del rincón más inhóspito de Siberia no eran, en definitiva, gran cosa; pero ella no iba a desperdiciar las vidas de ningún ser aunque este fuera totalmente insignificante y sin poder real. Ferviente seguidor de la diosa que consideraba suprema, Kanon aceptó su voluntad y agachó su orgullosa cabeza, dejando a la muchacha cada vez más mujer hacerse cargo de la política como ella creía conveniente.

Como casi siempre, Atenea, diosa de la sabiduría, acertaba de pleno en asuntos que requirieran de su comprensión y estrategia, siendo la mejor decisión el encomendar al todavía santo de Acuario semejante tarea pacificadora. Una vez se llegó a un acuerdo y se estableció el orden por medio de la palabra, Camus regresó (tras una larga estadía) de un lugar perdido que nada tenía que ver con el mundo y las costumbres que ellos había conocido alguna vez.

Y, sorprendentemente, Camus no volvió siendo exactamente la misma persona.

Aunque a ojo vago nada hubiera cambiado, Kanon siempre fue un tipo perspicaz y observador, analizándolo como inquieto y puede que incluso hasta fascinado, ansioso, al menos tanto como alguien como él pudiera estar y mostrarse. No le sorprendió cuando pareció tremendamente dispuesto y colaborador cuando se le mencionó que, quizá, era buena idea regresar a aquel lugar perdido para aclarar algunos asuntos un tanto confusos del acuerdo tratado con aquellos pueblos siberianos. Más aún: por primera vez Kanon lo contempló, anonadado, levantar las cejas en un mínimo gesto de sorpresa agradable que apenas duró un segundo, aventurándose a soltar un corto discurso de aspecto fríamente razonado sobre lo beneficioso e importante que era aquello a pesar de que no era, ni mucho menos, algo imprescindible.

Si hubiera sido otra persona, seguramente se hubiera largado canturreando con una sonrisa en la boca.

En su segundo viaje, el antes santo dorado de Acuario dobló el tiempo que permaneció en aquel lugar, pareciendo que tenía un repertorio eterno de excusas inteligentes y bien buscadas, casi imposibles de rebatir, para no regresar todavía. Cuando, prácticamente, le obligaron a hacerlo para que informara y retornara al hogar sagrado, Camus de Acuario había dejado de ser, un poco más que antes, Camus de Acuario. Siempre, por supuesto, a ojo de buen observador.

La tercera vez que marchó lo que dio como pretexto para que su partida fuera permitida se trató, sin duda, de una clara excusa, que ya debía haber agotado todas las buenas. Sin embargo, sabedora de todas las cosas (y más aún de las concernientes a temas semejantes), la diosa le dejó ir sin replica y pareciendo hasta divertida, no tardando ni un suspiro el antes santo de Acuario en desaparecer del corazón de Grecia. Su regreso, como Kanon también había adivinado, se demoró todavía más que la vez anterior, limitándose a quedarse por Atenas una escasa semana en donde tuvo la suerte de toparse con Milo y, así, poder ponerse al día. Sin embargo, lo que más convenció a Kanon de que Camus no pretendía convertir el Santuario y la casa de Acuario en su hogar definitivo fue que, sin contemplaciones, nombró a aquel chavalito ruso como su sucesor y le cedió la armadura dorada.

Entonces volvió a marcharse. La curiosidad de Kanon sobre el tema comenzaba a hacerse cada vez mayor.

Envalentonado, decidió preguntarle a Milo con quien (aunque no había tampoco mucho donde elegir) había hecho buenas migas. Aquel que había sido el orgulloso portador de la armadura de Escorpio no parecía, precisamente, contento con el tema. Más que decirle, le escupió con disgusto que él tampoco sabía demasiado, pero que la última vez Camus le habló de dioses extraños, costumbres dignas de bárbaros y salvajes y de una mujer. Cosa semejante no sería remarcable si acaso se tratara de otra persona pero, siendo Camus de quien se comentaba, Kanon en seguida ató cabos y adivinó lo que andaba ocurriendo con el aparentemente gélido, que quizá no lo fuera tanto, hombre de origen francés.

Durante un par de años, el anteriormente conocido como Camus de Acuario regresó en ocasiones cada vez más esporádicas y distanciadas en el tiempo, terminando por abandonar las excusas y simplemente largarse a su ahora aún más amada Siberia sin dar explicaciones.

Un día, simplemente, no volvió a regresar y ahí concluyó la estadía del antes santo de Acuario en el Santuario. Había más incentivos marchándose que quedándose, se dijo Kanon.
Viéndose ya completa y totalmente sin su mejor y único amigo real, la partida del también antes conocido como Milo de Escorpio no fue una sorpresa para él, precisamente. Con malas y cortas explicaciones, que tampoco es que se las debiera a nadie, Milo duró tan solo dos meses más en el Santuario. No encontrando ya ningún motivo para quedarse, decidió largarse a recorrer el mundo y asentarse donde más le conviniera bajo su propia cuenta e independencia. Aunque su marcha no fue algo demasiado disfrutable para Kanon, ciertamente tampoco era él nadie como para sentirse con derecho de tratar de detener al antes santo y ahora viajero, deseándole suerte y adaptándose prontamente a la soledad. Le quedaba Atenea y sus deberes para con ella, motivo último y supremo con el que andaba llenando toda su nueva vida.

De la antigua orden dorada, ya solo quedaban él mismo, Aioros y Saga.

O, al menos, algo que se parecía a Saga.

Si diez años antes alguien se hubiera atrevido a decirle a Kanon que su hermano regresaría del mundo de los muertos no una vez, si no dos, y que además lo haría de aquella forma, sencillamente él se hubiera reído en su cara y, quizá si se veía con malos ánimos, le hubiera dado un puñetazo. Podría haber sido poseído durante mucho tiempo por un odio visceral y total hacia Saga, pero ello no significaba que no le respetara. Como enemigo, cierto, pero le respetaba y admiraba a su peligrosa manera, sabiéndolo un objetivo extraordinariamente difícil de derribar al completo.

Sin embargo, el Saga que conoció en su niñez y adolescencia no era, desde luego, el tipo que había regresado de los infiernos por segunda vez consecutiva y de manera totalmente obligada. En lugar de duro, altivo y digno como siempre había sido o, al menos, había parecido ser, el todavía Saga de Géminis reapareció en la vida mortal como un gatito tembloroso y perdido por las calles durante el invierno.

Demasiado cansado, con el alma destrozada y con la mente convertida en un desordenado batiburrillo de recuerdos que ya no sabía etiquetar correctamente, Saga abandonó su posición de liderazgo y pecho henchido de orgullo para mostrarse como se sentía realmente: asustado, confuso hasta la extenuación y tan culpable que mirarle resultaba doloroso. Le costó casi dos semanas hacerse a la idea de que había ocurrido realmente y cual era su identidad completa, no sabiendo como etiquetar aquellos recuerdos y acciones que podían corresponder bien a su supuesta cara amable, bien a la malvada o bien a la que había regresado por obra y gracia de Hades. Al final, se hizo una mezcla entre todas esas facetas para no acabar por tirarse a través de la ventana en un arrebato de desesperación, aceptando gran parte de sus malos pensamientos e impulsos desagradables.

Si bien por propia naturaleza Kanon sabía de antemano que Saga no era un mal tipo, tampoco consistía en la perfección que había pretendido ser durante demasiado tiempo, pareciendo que conseguía formar un conglomerado más o menos ordenado entre tan numerosos y demasiados fuertes matices. El intento a Kanon se le hizo lo más saludable pero, por desgracia, lidiar con esa lucha constante que llevaba su hermano a cabo contra sí mismo fue, como debía haberse esperado, demasiado para un Saga que ya no era ni el brillante y bondadoso Saga de Géminis ni el temible y cruel usurpador del trono. Había dejado de ser nada conocido y, topándose con un tipo nuevo del que no sabía, en realidad, nada, asumiendo que se había estado manejando y boicoteando a si mismo durante toda su vida, Saga no tuvo problema alguno en ceder su puesto a su hermano gemelo apenas regresó por segunda vez.

Ante su estado, que no pasaba desapercibido para nadie, ninguno se atrevió a oponerse a tal decisión.

Kanon se convirtió, pues, en el santo oficial de Géminis, primero como sustituto hasta que Saga recuperara el norte y, poco después, como definitivo.

Sin embargo, Saga nunca se encontró a si mismo.

Como un alma en penitencia, oscuro e indiferente al mundo, el antes orgulloso y líder nato caballero de Géminis no era apenas un ápice de lo que fue o, al menos, podía llegar a ser. Compartían casa y sin embargo era como vivir solo, pareciendo que el resto del universo le resultaba algo extraño y ajeno que nada tenía que ver consigo. Al principió lo achacó al momento pero, a medida que los días se convirtieron en meses, Kanon llegó incluso a preguntarse si acaso algo había salido mal en la resurrección de su hermano. Evidentemente y como debía haber esperado, esto último no era el problema, topándose con que su antes enemigo mortal no parecía ya en absoluto alguien digno de ser temido. Kanon estaba incluso dispuesto a apostar que, si le parara en medio del camino y le desvalijara, despojándolo de sus pertenencias, Saga no llegaría realmente a hacer nada ni oponer ningún tipo de resistencia real.

Parecía que, en parte, seguía muerto.

La fuerza absoluta y terrible de Saga de Géminis siempre supuso un enorme contraste con lo que guardaba por dentro, y Kanon lo sabía. Aunque no se conocieran lo suficiente (que ya no eran unos chavalillos si no unos hombres hechos y derechos) si había algo que Kanon sabía bien de Saga era la fragilidad de su interior. Su poderío externo, tan digno de terror, le daba seguridad para la guerra y la batalla pues era conocedor de una superioridad prácticamente constante. Sin embargo, el alma de Saga era delicada y de rotura fácil, cristalina y temerosa, haciendo de él alguien a nivel personal mucho más débil y maleable que su hermano Kanon. Viéndose por primera vez condenado a valerse de sí mismo en lugar de sus puños, el anterior caballero de Géminis se encontró con que no se conocía en absoluto y con que tenía un auténtico pánico a mostrar ni un ápice de aquella debilidad que, aunque no admitiera, él mismo había hecho patente de la peor manera posible. Temeroso, inevitablemente se encerró cuanto pudo, incapaz de huir de su propio interior y de interactuar plenamente con su alrededor.

Y, si bien Kanon en un principio lo achacó a que todo estaba demasiado reciente, resultó que el paso del tiempo no cambió la situación hacia los derroteros que cualquiera hubiera esperado.

Al principio, seguro de sus pensamientos, Kanon consideró que algún día Saga reclamaría su vestidura sagrada. Llegó a conformar planes para lograr hacerse con la victoria futura, entreteniéndose y deleitándose con esa pequeña vuelta al pasado que, esta vez, se aseguraría que al menos no acabara de una forma tan trágica como en aquel tiempo. No obstante, los días transcurrían y Saga, para su sorpresa, no oponía resistencia alguna a que su hermano se consolidara como el santo oficial de Géminis. Llegó incluso a pensar que se trataba de algún truco, que por dentro su hermano, como antaño, también ocupaba su mente en maquinaciones que lo hicieran caer de su nuevo pedestal, pero nunca hizo acto alguno que diera a entender cosa semejante.

Sabiéndose un traidor absoluto a su signo y vestidura sagrada, la culpa lo carcomió por dentro, notando Kanon que incluso le costaba observar el ropaje de batalla del que antes se consideró totalmente dueño y señor. Huyó de cualquier tipo de responsabilidad y se limitó a convivir bajo el mismo techo junto a Kanon porque tampoco tenía otro sitio a donde ir, transformándose por propia voluntad y autoimposición en la misma sombra que, durante muchos años, al menor de ellos le obligaron a ser.

Si no se marchó antes fue por que tampoco encontró la motivación suficiente.

A veces, Kanon tenía ganas de golpearlo hasta reventarle la nariz, hacerlo despertar y recuperar al que fue su admirado enemigo y parte del anterior centro que fue su vida, pero jamás llegó a hacerlo. Tampoco podía asegurar que hubiera conseguido cualquier cosa, y Saga se condenó a sí mismo a la mayor nada que pudiera ser. A través de unos años comenzó a ausentarse del Santuario, pululando por las aldeas y pueblos cercanos donde parecía pasar tiempos mejores y ya nadie, si acaso es que habían podido conocerle, se acordaba de él. También le cogió el gusto a la bebida y al descuidarse, pareciendo a menudo que se estaba castigando.

En un principio, nada de esto resultó demasiado alarmante para Kanon, que el alcohol podía ser una vía de escape rápida para ciertas cosas y ¡Por todos los diablos! algo corriente por fin. Sin embargo, en estado de embriaguez Saga se volvía un tanto desagradable y de enfado sencillo, sacando de dentro toda su amargura y malestar a base de pagarlo con el resto del mundo. Si bien no era el tipo de borracho violento que sale en algunos libros y películas, no es que el alcohol le sentara tampoco a las mil maravillas, haciéndolo generalmente antipático y verbalmente cruel.

No obstante, no fue un problema demasiado serio, al menos en principio. A veces bebía, era cierto, pero no más de lo que lo hacía cualquier ciudadano medio. Era solo que, tratándose de Saga, resultaba un fenómeno extraño y como fuera de lugar.

La vida de Saga se volvió anónima y sin nada remarcable por su propia voluntad y, al igual que ocurrió con Camus pero a su propia manera, comenzó a desaparecer del Santuario cada vez más a menudo. La vida que tenía dentro de aquel lugar sagrado debía resultarle mucho más insoportable que el formar una nueva fuera de sus muros, huyendo de sus problemas internos y anímicos en lugar de hacerles frente. Conoció a una mujer, también, una lo suficientemente suicida como para enamorarse de él y soportar la carga que suponía tratar de recomponer los pedazos que quedaban de lo que no hacía tanto tiempo (aunque pareciera una eternidad) había sido el valeroso y admiradísimo Saga de Géminis. Kanon siempre se preguntó si acaso Delia no tenía una vena de masoquismo sentimental oculta bajo su aparente normalidad, sorprendiéndose cuando observó que aquella mujer era capaz de soportar las idas y venidas de su inestable hermano durante demasiado tiempo.

O las de él mismo pero, eso, era otra historia que no tenía ganas de rememorar.

Al final, Saga se marchó del Santuario bastante más tarde que sus compañeros, Mu se quedó como buen Patriarca que era ahora y Aioros, el pobre, que poco entendía ya de la situación actual, se dedicó a la preparación de los jóvenes aprendices. Kanon en cambio permaneció en su puesto y lugar, aceptando el camino de la guerra con más alegría y motivación que tedio. De vez en cuando, si tenía tiempo y permiso, trataba de comunicarse con Saga porque quería ser un hombre medianamente correcto por y para su diosa y porque tampoco es que tuviera mucho más, sintiéndose medianamente aliviado de saber que tenía una familia por muy pequeña y disfuncional que esta fuera. Lo visitó algunas veces y pudo conocer a Delia, notándose a si mismo un tanto tranquilo por saber que alguien parecía dispuesto a tirar de su gemelo hacia la poca normalidad que pudiera conseguir.

Sin embargo, la inestable tranquilidad que se respiraba en aquella tierra no podía ser eterna, estallando la guerra contra Ares siete años después de su resurrección.

Dios irascible y de temperamento maligno, en cuanto se vio con el poder suficiente como para lanzarse a una nueva y agradable (al menos para él mismo y los suyos) batalla, no se demoró demasiado en tratar de alcanzar el control. Su motivación seguramente no fuera otra más que la de la misma contienda, comenzando a sumir la tierra en un caos violento que pronto se acrecentaría y terminaría por poseerlo todo si no se le detenía rápido. Conflictos en un principio pequeños estallaron por diversos lugares del mundo, transformándose poco a poco en guerras civiles y discordias que acababan en desgracia.

Atenea, como era de esperar, no lo pudo consentir y entonces se lanzaron a detener los planes del dios siniestro.

Durante cinco eternos años se alargó una batalla demasiado salvaje y dura como para ser superada por los corazones más jóvenes, perdiendo los dos bandos a muchos grandes hombres. Sin embargo, la guerra no parecía dispuesta a concluirse y en su primera etapa se convirtió en una de desgaste, pareciendo que aquello no acabaría hasta que alguno de los dos dioses hubiera perdido tantos hombres como para retirarse y darse por vencido. Con el corazón destrozado, Atenea, siempre bondadosa y amante de los suyos, se esforzó al máximo junto con Kanon y el ahora Patriarca Mu para llevar a cabo algún tipo de estrategia que supusiera un paso adelante en el camino hacia la victoria.

Por primera vez, en el ya tercer enfrentamiento que tuvieron contra los ejércitos del dios Ares la batalla cobró un sentido y tenía un objetivo, mejorando los ánimos de las tropas pertenecientes a la diosa de la guerra justa y la sabiduría. Kanon no sabía si fue la nueva motivación que les renovó las fuerzas o, en efecto, la astucia de su señora, pero el hecho fue que, también por primera vez, ganaron aquel enfrentamiento sin tan numerosas bajas. Además, las vidas perdidas en aquel evento no fueron, al menos, en vano y sin sentido, sacrificándose algunos para que sus compañeros en pie consiguieran cumplir el objetivo marcado. Aunque Kanon, en aquella batalla, perdió un ojo y quedó condenado a usar un parche el resto de su vida, la verdad era que mejor andar tuerto y vivo que no entero y de nuevo muerto.

Ciertamente, ahora que lo pensaba, su aspecto físico había perdido gran parte de la pureza anterior y, tantos años de violencia, comenzaban a pasar factura a través de su piel y rostro. No obstante, la belleza nunca había sido una de sus motivaciones principales.

¿Cuántas veces ya había recibido el impacto de un ataque enemigo? Incontables... ¿Cuántas había sido herido de gravedad? Numerosas... ¿Cuántas veces ya había estado al borde de la muerte? En realidad, muy pocas. Kanon siempre contaría con el lujo de ser demasiado fuerte como para ponérselo fácil a quien pretendiera acabar con él.

¿Cuántas guerras y batallas había vivido? ¿Cuántos muertos iban ya? ¿Cuántos había matado él mismo?

¿Por qué motivo, además?

Por Atenea.

Toda su existencia era por Atenea.

-¡Comandante!- El grito de aquel muchachito envuelto en plata trajo consigo la realidad, pareciendo que de repente despertaba de un sueño que había resultado extrañamente apacible. A regañadientes, sus sentidos regresaron para centrarse paulatinamente en cuanto ocurría a su alrededor, topándose con un ambiente peligroso y terrible donde reinaba el barro, el olor de la carne muerta mezclado con el de la lluvia, el ruido de la violencia y la sangre.

En sus jóvenes brazos se encontraba, todavía, el cuerpo de su diosa amada, inerte.

Ahora no solo el ambiente estaba podrido, sino también el mundo completo en toda su extensión.

Entonces los oídos de Kanon terminaron de despertarse.

-¡Al suelo, chico!- Bramó en cuanto reconoció fácilmente el silbido de algún cosmos poderoso y cercano, lanzándose sobre el muchacho que apenas había podido acertar a analizar mínimamente sus palabras. Sin pedir permiso y como una exhalación, Kanon rodó por el barro hasta dar con el joven de plata, agarrando su pescuezo delgado para tirar con fuerza y sin cuidado hasta posicionarlo, como pudo debido al cadáver que aún sostenía, boca abajo sobre el suelo embarrado y sucio.

Se hizo un inquietante silencio, apretó la nuca del muchacho contra la tierra y esperó.

El impacto no se demoró, estampándose el ataque que habían evadido por los pelos con una explosión ensordecedora justo a sus espaldas, ahora extendidas sobre el suelo. No obstante no acabaron del todo ilesos, estrellándose un escombro que había salido despedido de la zona cercana contra la coronilla del santo de Géminis. Ante la evidencia de que, si acaso, su comandante se hubiera demorado un solo segundo más semejante poder les hubiera acertado de lleno en plena cabeza y, desde luego, volado la misma, el muchacho dejó escapar un grito que trató de ahogar por puro instinto.

-¡Vamos, niño!- Pero no tenía tiempo de recomponerse, dando un respingo extraño el chiquillo en cuanto notó una mano fuerte tirando de su antebrazo con urgencia, obligándolo a incorporarse. Demasiado poco curtido en la guerra como para salir física y mentalmente airoso de todo aquello, levantarlo resultó una tarea mucho más ardua y lenta de lo que Kanon había esperado, maldiciendo por dentro mientras sentía su cabeza palpitando por el impacto que, aunque de poca gravedad, resultaba molesto como mil demonios. La sangre comenzó a fluir de la herida reciente con copiosidad, dificultándole un tanto la visión del ojo que aún le quedaba. -Mierda... -Murmuró para sí mismo, teniendo que abandonar por un instante el esfuerzo de incorporar a un muchachito que, temblorosamente, por fin se decidía a reaccionar un mínimo y levantarse. Viéndose con al menos una de sus manos libres, Kanon de Géminis, comandante de los ejércitos de la ahora fallecida Atenea, pudo pasarse el dorso de sus dedos a través de la sangre y así limpiar su ojo bueno. -¡No te quedes ahí parado, estúpido, vamos!- Volvió a urgirle, comenzando a ser poseído por el instinto de supervivencia y el temor de saber que consistían en un blanco demasiado fácil.

Torpemente, con las piernas temblorosas y aún aferrado al cuerpo sin vida de la Atenea mortal, el jovencito se incorporó sobre sus todavía pequeños pies.

Y Kanon, que a sus cuarenta años ya no era precisamente un chiquillo, no pudo evitar maldecir el que comenzaran a vivir tales desgracias desde tan jóvenes. Ahora que había sobrepasado la cuarta década, a sus ojos, hecho semejante carecía de todo sentido y practicidad, viendo al muchacho aún más niño que hombre como la presa facil que era en realidad. Entrenarlos y prepararlos desde críos para afrontar una vida demasiado dura era una cosa muy distinta a, directamente, lanzarlos a batallas como la presente cual carnaza para perros mucho más grandes y fieros que ellos.

No obstante, tampoco es que pudieran contar con mucho más en aquel preciso momento. Además, las normas y razones de Atenea siempre debían ser acertadas y se apoyaban sobre motivos que ellos, pobres mortales y servidores, no soñarían ni comprender.

Las normas y razones de Atenea, la diosa muerta.

Atenea había muerto. Era un hecho más que comprobado ya.

-¡¿Pero a qué mierdas estás esperando, niño?!- Y quizá fue el instinto de conservación propio de su mente pero, Kanon, no pudo evitar centrar toda su atención en salvar la vida de aquel muchacho que traumado y confuso aferraba el cuerpo de su diosa, todo cubierto por una mezcla de barro y la sangre santa de la señora mencionada. Ambos sucios de semejante amalgama macabra y empapados hasta el tuétano de los huesos, Kanon propino sobre el antebrazo del joven de plata un golpe lo suficientemente duro como para hacerlo reaccionar. Alarmado y pendiente de su alrededor, envueltos por los gritos de guerra y dolor, el caballero de Géminis envestido en su sagrada armadura observó con una mirada fugaz como las tropas enemigas comenzaban a acercarse demasiado. Eran un blanco sumamente fácil.

Aquel silbido conocido que apenas unos segundos antes había alarmado sus sentidos volvió a hacer aparición.

-¡No puedes quedarte aquí! ¡Es más, ¿Qué carajos hace alguien como tú en primera línea?!- Gritó, tanto por la alarma como por la necesidad de hacerse oír entre todo ese estruendo, agarrando sin demora el antebrazo fibroso y sucio para tirar de él. Este era uno de los problemas de empeñarse en llevar niños a la guerra, y la lista no hacía más que aumentar. El muchacho, a pesar de la urgencia, no parecía aún haber regresado a la realidad, sumido en un extraño estado lloroso de incredulidad y confusión. Ante el tirón, en lugar de responder con el movimiento correcto afianzó su agarre sobre el cuerpo muerto, negándose a dejarla ir a pesar de que ya no tenía ningún sentido.

Moriría pronto, Kanon lo sabía.

Lo sabía, pero tampoco podía dejarlo ahí.

-¡¿Qué cojones esperas?!- Desesperado, que Kanon ya juraba que acabaría por echarse a llorar él también de la maldita frustración, el santo dorado de Géminis decidió actuar de la forma más cortante posible, propinando al muchacho un empujón violento que le hizo dar un traspiés. El movimiento brusco causó que el agarre de uno de sus brazos sobre el cuerpo fallara, haciendo que la parte inferior se diera contra el barro y produjera un ruido sordo y mojado. -¡Déjala!- Le ordenó, notando como su interior se rompía en mil pedazos al escuchar salir de si mismo un mandato como ese. El dolor fue tal que no pudo evitar tragar saliva notablemente, cambiando su expresión alarmada por una de desagradable estupefacción.

Sin embargo, Kanon había aprendido desde hacía tiempo que derrumbarse no era una opción. Mucho menos frente aquellos que estaban bajo sus ordenes y cuidado.

-¡P-pero ella... - Dijo tartamudeando el joven santo de plata con una mirada todavía algo perdida, aferrándose a la ilusión falsa de que, quizá, aún pudiera darse un milagro repentino.

-¡Déjala!- El dolor desapareció para dejar paso de nuevo a la urgencia, el miedo y la desesperación, agarrando la nuca del muchacho con fuerza para zarandearlo violentamente de un lado a otro en un intento nervioso de hacerlo despertar. -¡Ella está muerta!- Afirmar aquello, y más de su propia boca, fue como ser atravesado por un cuchillo al rojo vivo que, sádico, se revuelve entre las entrañas con deleite. Sin embargo, no había tiempo para tales sufrimientos. -¡Ella está muerta y tú estás vivo!- Le gritó sin compasión, haciendo que el chico aguantara lo que debería ser, sin duda, un sollozo o similar. -¡¿Lo entiendes?!- Temblorosamente y a pesar de no parecer muy convencido, el muchacho asintió tenso y como pudo bajo el agarre fuerte de Kanon. -¡Entonces déjala y corre hacia... - Tuvo que pensar un segundo. - ... hacia las tropas de Virgo, en la retaguardia!- Shun siempre tuvo un corazón grande y no lo dejaría a su suerte. Era lo único que Kanon podía hacer por aquel muchachito.

Pareciendo que se desprendía de una parte de su propio cuerpo finalmente la dejó caer sobre el suelo embarrado, despertando del ensueño doloroso y de pesadilla para obedecer la orden que se le había dado, todo mojado y cubierto por la suciedad y la sangre de su única señora y motivo de su existencia.

El chico de plata salió como una centella hacia los santos que habían sido puestos bajo las ordenes del (ya no tan reciente) caballero de Virgo, dejando como recuerdo el cadáver de una joven mujer que, aún después de muerta y sucia, aún parecía hermosa. Kanon la vio caer ensimismado, observando como se hacía añicos todo aquello a lo que había dedicado su vida desde que se tomó la molestia de reflexionar y absorber lo suficiente de su bonita filosofía.

Entonces regresó aquel vacío que, apenas cuando tendría la misma edad que aquel muchachito de plata cuya vida acababa de salvar temporalmente, se hizo insoportable hasta el punto de la locura. Fue en ese momento en el que comenzó su espiral hacia la autodestrucción, cuando deseaba llevarse consigo cuanto se le pusiera por delante hasta considerarse satisfecho. Y todo por llenarse de algo.

Kanon sintió que regresaba a la nada más absoluta.

A partir de aquel punto, los recuerdos quedaban borrosos e informes, como si hubiera sido poseído por algún espíritu absurdo y cargado de resentimiento, del odio más visceral y absoluto. Solo supo que se lanzó hacia el enemigo prácticamente en un ataque suicida sin mediar, ni un ápice, cuales podrían ser las consecuencias y ni siquiera si sería capaz de salir vivo de aquel tercer infierno terrenal que le había tocado soportar, una vez más. Supo que mató a muchos y se llevó demasiados golpes, que no pudo acercarse al asqueroso dios que había asesinado aquello que lo hacía ser algo bueno y que, a diferencia de como solía ocurrir, estuvo a punto de morir. Entonces perdió un brazo, alguien que debía ser tan suicida como él se las ingenió para salvarle la vida y le retiraron lo más deprisa que pudieron del campo de batalla, evitando que muriera desangrado.

Despertó casi tres días después, encamado y dolorido, pareciendo que cada centímetro de su cuerpo allá donde se atreviera a mirar estaba cubierto de vendas a la vez que faltaba un importante trozo del mismo. Fue así que, básicamente, no lo mandaron a casa de cabeza por que no tenía realmente una que no fuera el propio Santuario, retirándolo del combate a pesar de sus quejas y razonamientos ingeniosos, pero de engaño reconocible.

Ante una diosa muerta y una guerra cuya victoria no parecía cercana ni sencilla, que demasiados guerreros habían fallecido ya hasta el punto de convertir las tropas de ambas deidades en algo incluso decadente, Mu decidió que Kanon no se encontraba en condiciones de participar por más tiempo activa y útilmente en una contienda como aquella. Doce años de servicio leal (de los cuales, cinco habían sido de guerra total) eran mas que suficientes y, le pesara o no, es diferente ser tuerto a ser, además, manco. Todo ello sumándole a que Kanon no era ya precisamente un jovencito que se encontrara en el esplendor de su vitalidad y fuerza.

A sus ojos, había sido ya suficiente para él y para tres más.

Era hora de que se retirara y abrir paso al futuro.

Condenado, por primera vez en su vida, a la paz absoluta y obligado a permanecer fuera del conflicto bélico, durante los primeros meses pensó que acabaría por volverse loco tal y como le había ocurrido, hace ya mucho tiempo, a su hermano gemelo. Temió incluso que se tratara de un rasgo genético inevitable esperando latente en su cabeza para estallar en el momento adecuado, razonando preocupado que, en efecto, no había mejor momento que aquel: su diosa había muerto y con ella el sentido de todo lo que él mismo era, había visto ya incontables escenas de dolor y soportado demasiadas tragedias y había perdido el ojo y el brazo derecho. No queriendo ver como su comandante era mutilado poco a poco por sus enemigos, Kanon sabía que él mismo hubiera tomado la misma decisión del retiro militar si se encontrara en una posición como la del santo Patriarca. Además, su estado de ánimo no era precisamente el adecuado, incapaz de sobrellevar la pérdida de la diosa justa de una forma que lo hiciera apto para el trabajo en equipo y el cargo de líder que pesaba sobre sus espaldas. Sería un héroe para todos los habitantes del Santuario, borrándose al completo su imagen antigua de malévolo y traicionero, de engañador de dioses, para pasar a ser una figura de admiración que haría temblar a los miembros más jóvenes de las tropas del contrario. Kanon entendía que, objetivamente, la situación no pintaba nada mal y que dejarlo descansar por fin parecía, desde esa fría perspectiva, un acto de agradecimiento más que un deseo por apartarlo del camino.

Pero Kanon, por desgracia, no podía ser objetivo en absoluto. No sumido en semejante tesitura.

Hombre de guerra como era, de constantes maquinaciones y necesidad de conflictos y dificultades, el abandonarlo a una impuesta situación de paz y tranquilidad no deseadas consistía en el abono perfecto para una mente empeñada en rebuscar entre los escombros por un poco de oro. Una mente como la suya.

Y Kanon terminó por lanzarse, de nuevo, a la caza por reencontrarse con ese algo que le hiciera abandonar la nada.