Comencé a escribir este fic porque quería hacer algo para Noe y Ale, administradoras de la comunidad FrUK en español, tanto en (el difunto) livejournal como tumblr. Pensé en darles algo cuando supe que no habían recibido nada en el pasado Amigo Invisible que organizaron en fruk_me_bastard porque, vamos, ¿cómo iban a quedarse ellas sin un obsequio? Pero entre una cosa y otra, comencé a escribir este fic unos tres meses después de pensar en escribirlo, y lo que pensé que sería una historia más o menos corta, se volvió mucho más grande. Así que ahora tenemos este fic.

Ale, Noe, esto lo escribí con mucho cariño para ustedes, por ser tan geniales. Espero que lo disfruten.

Agradezco infinitamente a Luni por betear este fic: gracias, mil gracias por acompañarme en mis momentos de duda y por las ideas que me diste. Este fic sería muy diferente sin tu ayuda.

El título del fic surge por la canción All And This Heaven Too, de Florence and The Machine; les recuerdo que Axis Powers Hetalia es propiedad de Hidekazu Himaruya y que yo no obtengo ningún beneficio económico al escribir este fic.


(DARÍA TODO) POR SÓLO UN MOMENTO

I

El teléfono sonó por tercera ocasión en los últimos diez minutos. Francis se recargó en el respaldo de su asiento y echó la cabeza hacia atrás, respiró profundo e irguiéndose nuevamente, tomó la llamada. Monique, su linda asistente que se encargaba de mantenerlo al tanto de sus obligaciones incluso fuera de su horario de trabajo y a altas horas de la noche, le recordó que al día siguiente tenía agendadas tres citas: un desayuno con el Primer Ministro, una cita a las 4:00 p.m., y una junta a las 8. Le agradeció y le deseó buenas noches como una indirecta para que no volviera a llamar. Y no lo hizo.

Después de colgar el teléfono, la habitación quedó parcialmente en un silencio apenas roto por el sonido del reloj en la pared. Francis miró la hora: la una menos diez. Se frotó los ojos con el pulgar y el índice de la mano izquierda y suspiró. Llevaba casi dos días sin dormir y comenzaba a resentirlo. Ya no era un país tan joven, y aunque no era tan anciano como el decrépito China (que jamás le escuchara decir eso), los años no pasaban en vano.

Ser una nación era complicado, no sólo por las cuestiones diplomáticas, sino porque había que estar al tanto de mil y un cuestiones: económicas, políticas, bélicas, sociales, culturales, humanas. Había días mejores que otros, claro, periodos que podía dedicar completamente para sí, pero las últimas semanas no se ceñían a esa categoría. Y el lado suyo que tenía mucho de humano, también se agotaba. Además había algo extraño, no sabría cómo explicarlo pero se sentía extraño, como si hubiera algo que quisiera decir y no supiera cómo hacerlo.

Decidido a no pensar más en ello, apagó el ordenador y se levantó de la silla, estirando los brazos sobre la cabeza, sintiendo un verdadero alivio cuando sintió sus huesos crujir un poco.

Bostezó mientras salía de su estudio. Afortunadamente llevaba algunos días trabajando desde casa, así que sólo un pasillo y la escalera lo separaban de la comodidad de su cama. Estaba tan cansado que se saltaría la cena aunque su cuerpo se lo reprochara al día siguiente. Caminó arrastrando los pies y cuando llegó a su habitación, se recostó en la cama un momento. Dormiría unas horas, sólo unas horas, pues debía levantarse temprano para terminar el informe que le presentaría al Primer Ministro después del desayuno. Si era posible, al regresar de esa primera cita debía arreglar un poco el jardín, que poco a poco se iba pareciendo más a una selva. Además, debía…

No supo en qué momento se quedó dormido. Al día siguiente despertó sobresaltado cuando su móvil comenzó a sonar. Emitió un quejido de dolor al sentir un pinchazo en el cuello, seguramente por dormir en una mala posición. El móvil seguía sonando. Francis miró a su alrededor buscando el aparato y cuando finalmente lo encontró (en el piso, debajo de la cama), cortaron la llamada. Con horror miró la hora que indicaba el móvil: eran casi las dos. Había dormido más de doce horas. Además de la hora descubrió que tenía diez llamadas perdidas y treinta y algo mensajes de texto.

Se dejó caer en la cama una vez más. Bien, estaba en problemas. Si se apresuraba aún podía terminar el informe para el Primer Ministro y enviarlo por correo electrónico, junto con una disculpa de dos cuartillas, y aún había tiempo para asistir a su siguiente cita. Fijó su mirada en el techo, sin ganas de mover un músculo. Por Dios que de no ser porque no podía controlarlo, seguramente tampoco tendría ganas de respirar.

Permaneció recostado por unos minutos más, debatiéndose entre correr al estudio y escribir o simplemente quedarse en la cama por una semana o un mes. El móvil emitió un pitido y él gruñó. Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, tomó el aparato y vio el mensaje.

"Tu gente debe estar desesperada porque no es normal que me hablen para preguntar por ti. Deja de hacer el tonto y ponte a trabajar".

Y luego otro mensaje:

"Wanker".

Francia bufó y lanzó el móvil a la cama. Más que desesperados, debía admitir que su gente resultaba ser más tonta de lo que creía: mira que llamarle al estúpido de Inglaterra antes que buscarlo en su propia casa…

Fue como si un resorte impulsara a Francis. Se levantó de la cama y corrió al baño para darse una ducha. Por la prisa, olvidó tomar una toalla limpia y después de ducharse caminó desnudo hasta su habitación, en donde apenas si se secó antes de vestirse en tiempo récord. El teléfono de la casa sonó y algo le dijo que en todo ese tiempo había sonado sin que él lo notase, pero si no había contestado antes, evidentemente no contestaría ahora. Lo ignoró deliberadamente. Corrió a la cocina y se sirvió una taza de café frío que había quedado de la noche anterior. Arrugó la nariz pero aun así lo bebió. Regresó rápido para cepillar sus dientes. Tomó las llaves de la casa, un poco de dinero y salió.

El teléfono y el móvil sonaron al mismo tiempo, pero nadie atendió las llamadas.


Inglaterra se recargó en el marco de la puerta con los brazos cruzados y levantó una ceja, mirando con una mezcla de fastidio y escepticismo al hombre que, jadeante, se encontraba en la entrada de su casa. Lo recorrió con la mirada de arriba abajo. Lucía fatal. Había sudor en su frente, el cabello estaba despeinado y su ropa, usualmente lisa y perfectamente combinada, estaba arrugada y completamente desaliñada; casi juró ver un par de calcetines de distinto color.

—¿Qué haces aquí? —preguntó finalmente, mirando el rostro de Francia. Tenía unas ojeras pronunciadas y era evidente que tampoco le había puesto atención a su barba, que ahora le hacía lucir como un vagabundo.

—Quería darle a mi gente una verdadera razón para buscarme aquí.

Arthur guardó silencio por unos segundos pero finalmente se hizo a un lado. Francis entró sin esperar invitación. Había un ligero aroma a algo quemado en el ambiente, era algo casi imperceptible que se mezclaba con el olor a té.

—¿Y se puede en dónde has estado todo el día? —preguntó Arthur caminando por el pasillo hasta la sala de estar.

—Te reirás al saberlo, pero pasé toda la mañana durmiendo en casa.

Inglaterra murmuró algo que sonó como prick y Francis le vio sonreír casi imperceptiblemente. Antes de decir algo más, Arthur salió de la sala y regresó con una charola en sus manos. Le sirvió una taza de té y le ofreció scones. En ese momento, Francis se dio cuenta de que además del café helado de unas horas antes, no había comido ni bebido nada, y eran casi las siete. Apuró el té y por primera vez, comió los scones de Arthur sin fruncir el ceño ni emitir queja alguna. Inglaterra le miró con cautela.

—Pensé que sólo era la apariencia, pero de verdad estás mal —murmuró al verle comer. Francia se encogió de hombros.

—He tenido unas semanas terribles.

—Puedo verlo —asintió Inglaterra mientras le servía otra taza de té después de sentarse frente a él.

—Es extraño que no me estés insultando o que no te burles de mí —agregó Francia e Inglaterra entornó la mirada.

—No eres el único que ha tenido unos días de mierda y que preferiría descansar, ¿sabes?

Francis no dijo más. Comió en silencio hasta terminar todos los scones que Arthur, quien para ese momento también se había servido una taza de té y bebía mirándole detenidamente. En circunstancias diferentes, Francis habría aprovechado para hacer alguno de sus comentarios jocosos y para hacer enfadar al otro hombre, pero se sentía demasiado cansado para ello, así que al terminar el té, dejó la taza sobre la mesa y agradeció en voz baja. Inglaterra asintió y también dejó su taza sobre la mesa.

—¿Y cuál es la verdadera razón por la cual estás aquí? —inquirió.

—Siempre directo al grano, ¿verdad?

—Es la única manera de evitar la cháchara innecesaria —indicó Arthur haciendo un movimiento con su mano.

Francis sonrió y se acomodó en el sofá.

—Necesito alejarme de todo por unos días.

—Ya. Y de alguna manera venir a mi casa te pareció una excelente idea, ¿cómo no lo imaginé antes?

Ambos se quedaron en silencio. Francia recorrió la sala con la mirada: le era tan familiar y aun así, siempre que iba se encontraba algo distinto. A veces eran unas cortinas diferentes o una pintura nueva en una pared; en esa ocasión pudo notar que los libros estaban acomodados de manera distinta. El mes anterior estaban por colores, parecía que ahora estaban organizados por tamaños. Sonrió un poco.

—Si piensas escaparte de casa deberías dejar una nota por lo menos, decir que sigues vivo y que regresarás algún día.

—Saben que regresaré —respondió sin mirar a Arthur—. Siempre lo hago.

Inglaterra siguió examinándolo con la mirada. Desde su llegada había notado algo extraño en Francia, algo distinto. Además de cansado, lucía intranquilo. Aquello que le había llevado hasta su casa no eran sólo las ganas de huir por un rato, sino que había algo más. Si Francis se sintió incómodo por su mirada, no lo demostró. Arthur casi podía asegurar que al bastardo seguramente le gustaba saberse el foco de atención. Unos minutos después, sin romper el silencio, frunció el ceño y se cruzó de brazos.

Era tan fácil leer a Francis cuando se encontraba en semejante condición. Cualquiera que fuera lo suficientemente observador comprendería el porqué de su presencia. Cualquiera que fuera observador y que fuera diferente, por decir lo menos. Y Arthur, definitivamente era una de esas personas observadoras y diferentes.

—Si pudiera cumplirte un deseo, ¿qué pedirías? —preguntó.

—¿Qué?

Francis le miró confundido, extrañado por la pregunta que el otro hombre había hecho. Arthur se aclaró la garganta y despacio, como si se lo dijera a un niño, repitió:

—Si pudiera cumplirte un deseo, ¿qué pedirías?

—¿Es una pregunta indecorosa?

—Sabes que no lo es.

Francis se encogió de hombros.

—Un hombre puede soñar. —Una pausa—. ¿Por qué lo preguntas?

—No respondas una pregunta con otra pregunta, idiota.

—Disculpa, pero no todos los días te preguntan esta clase de cosas —se excusó Francis con fastidio—. Pareciera como si de verdad fueras a concederme un deseo.

—¿Y si pudiera?

Francis levantó una ceja y miró a Arthur con escepticismo. No era un secreto que Inglaterra había tenido una fase de freak de la magia, pero de eso hacía ya muchos años. Siglos enteros. Y claro, todo el mundo sabía también de su extraña capacidad de ver seres sobrenaturales (aunque algunos le creían y otros no). Francis iba a reírse, pero la mirada seria de Inglaterra le detuvo. Si Arthur pudiera cumplirle un deseo, ¿qué pediría?

—¿Eres una especie de genio encerrado en la lámpara? —bromeó—. Porque no recuerdo haberte frotado nada. No hoy al menos.

Notó un tic en una ceja de Arthur, pero además de eso, el rubio no se inmutó. Mantuvo la mirada fija, el rostro sereno, y sorprendentemente, no hubo quejas por su último comentario, no hubo riñas ni nada similar. Francis se irguió en el asiento, inclinándose ligeramente hacia adelante, manteniendo contacto visual con Arthur.

Si Arthur pudiera cumplirle un deseo, ¿qué pediría?

Si Arthur realmente pudiera cumplir cualquier deseo que él tuviera, ¿qué cosa pediría?

Deseos.

Francis deseaba muchas cosas. Una semana entera de descanso sin ser molestado era una de ellas. Una buena copa de champán, era otra. Tener tiempo y energía para visitar a sus amigos y pasarla bien como cuando eran jóvenes, darle un poco de tranquilidad a la pobre Monique que seguramente se volvía loca todos los días… Pero algo le decía que no eran esos la clase de deseos a los que Arthur se refería. Guardó silencio, meditando su respuesta, y tras unos minutos levantó la mirada, encontrándose con los ojos verdes de Kirkland.

Claro que tenía un deseo, aunque hasta ese momento no supiera que tenía uno. Para él, más que un deseo, se trataba sólo de una idea loca que pasó por su mente en alguna ocasión y a la cual no había por qué darle importancia, porque era descabellada e imposible de cumplirse. Pero era como si las palabras de Arthur hubieran abierto algo en su mente y le hicieran comprender qué era aquello que le hacía sentirse extraño desde hacía semanas.

—¿Por qué cumplirías mi deseo? —cuestionó sin cortar el contacto visual. Arthur se puso de pie y camino por la sala, rehuyendo, finalmente, a la mirada de Francia.

—Porque he decidido hacerlo.

—¿Lo has decidido? —preguntó con una risa—. ¿Desde cuándo tomas decisiones que involucran hacerme algún tipo de favor? Favor que, por cierto, no he solicitado.

—Hay decisiones que no pueden explicarse —respondió Arthur dedicándole una mirada dura.

—¿Y la decisión de cumplirme un deseo no puede explicarse?

—No puede y no debe.

—Hacía mucho tiempo que no te veía así de misterioso con uno de tus asuntos sobrenaturales —musitó Francis—. Mucho tiempo, a decir verdad. Pensé que habías jurado no volver a meterte con fuerzas que no entiendes del todo y que no se pueden controlar. ¿Y por qué hablas como si supieras cuál es mi deseo?

Arthur le dio la espalda, acercándose a la ventana. Le estaba evitando y Francis lo sabía.

—¿Y bien?

Arthur suspiró.

—Porque no eres el único que ha deseado lo mismo.

Francis se puso de pie y caminó hacia él dando zancadas. Lo tomó por el hombro y lo giró para quedar frente a frente una vez más.

—¿Qué quieres decir con que no soy el único que ha deseado eso? ¿Quién más lo ha hecho? ¿Quién ha sido lo suficientemente loco para venir a pedirte que les cumplas su deseo? ¡Ese deseo! Es una locura.

—Los deseos —dijo Arthur en voz baja y grave—, los verdaderos deseos, no suelen ser muy racionales, ¿sabes?

—La magia tampoco lo es.

—Oh, en realidad a mí me parece todo lo contrario, una vez que la comprendes. Pero ese no es el punto. Te doy una opción, y no insistiré más. Si no aceptas, no tocaremos el tema otra vez por los siguientes mil años. Yo fingiré que no te hice la oferta y tú fingirás que jamás la escuchaste. No obstante, si aceptas, te garantizo que regresarás sano y salvo, pues no eres el primero que hace un viaje de ese tipo.

En los ojos de Arthur apareció un brillo extraño, algo que Francis nunca había visto. Todo él parecía otra persona, emanaba un cierto aire de poder que era evidente. Se sentía en el aire. Francia tragó en seco y lo meditó por unos segundos. Arthur había mencionado un viaje. ¿De qué tipo sería? La curiosidad no le hacía pensar claramente.

Pero, por otro lado, no había nada que perder, ¿o sí? Ya estaba en problemas por no hacer todo lo que debió hacer en casa y por escaparse sin decirle a nadie sobre su paradero. Escaparse por unos días más… bien, siempre era mejor ofrecer una disculpa. Y él era Francia, por el amor de Dios. No era como si fueran a despedirlo de su cargo sólo por no presentarse a sus reuniones y por no responder llamadas o correos electrónicos. Las cosas no funcionaban así.

—Está bien —dijo finalmente—. No sé por qué, pero confiaré en ti.

Arthur asintió.

—¿Cuál es tu deseo?

—Pensé que ya lo sabías.

—Lo sé —aseguró Arthur—, pero esto no funciona si no eres tú quien lo dice.

Francis cerró los ojos y respiró hondo y profundo un par de veces. Sentía su corazón golpear contra su pecho con fuerza, como si amenazara con salirse. No le habría sorprendido si de pronto Inglaterra le gritaba que lo hiciera callar.

Finalmente abrió los ojos y respondió:

—Deseo saber cómo sería mi vida si yo no fuera una nación. Es decir, si fuera un humano común y corriente.


Todo ese asunto de la magia de Arthur resultó ser más aburrido de lo que Francis pensó que sería. Él había esperado un haz de luz, brillos por todas partes y hasta alguna especie de música cursi y sosa como solía suceder con las niñas en los dibujos animados de Japón. O había esperado sentirse arrastrado por un agujero negro, algún dolor en la cabeza, un escalofrío. Cualquier cosa. Vaya, hasta perder el conocimiento habría sido más interesante. Pero lo cierto es que no ocurrió absolutamente nada.

Después de expresar en voz alta cuál era su deseo, Arthur simplemente había asentido y le había dado la espalda una vez más.

—El hechizo sólo será efectivo por tres meses, que es tiempo más que suficiente para responder a tu pregunta —agregó—. Y no podrás hablar de esto con nadie, ¿me entiendes? No hablarás con nadie sobre esto durante esos días, y no lo harás una vez que hayas regresado.

—Está bien.

Arthur asintió aún sin verle. Francis permaneció ahí, de pie y en silencio, por al menos quince minutos. Pronto se dio cuenta de que Inglaterra no tenía intención alguna de hacer algún conjuro o un brebaje, ni hablar de sacar su báculo mágico o trazar un círculo en el suelo. Simplemente permaneció ahí, de pie, mirando por la ventana como si la calle vacía fuera lo más interesante del mundo.

Francis se preguntó si Kirkland no había bebido whisky en vez de té.

Al final, más decepcionado que furioso (lo cual, si debía ser sincero, le perturbaba un poco), Francis se retiró. Era tarde para regresar a casa y no tenía mucho sentido que lo hiciera. Se dirigió al hotel de siempre (al que siempre llegaba cuando andaba por esos rumbos), y vestido como estaba, se metió en la cama, quedándose dormido casi de inmediato.

A la mañana siguiente, el sonido de unas aves lo despertó. Abrió ligeramente los ojos y se cubrió con la sábana cuando un poco de sol que se colaba por la ventana dio de lleno en su rostro. Habría podido dormir más, pensó, y lo habría hecho con mucho gusto, pero había olvidado cerrar las cortinas la noche anterior. ¿Desde cuándo Londres era tan soleado? Aquel debía ser un día extraño, casi una burla a su condición: debía regresar a casa, ofrecer una disculpa, y encerrarse por unos días para terminar todos los pendientes.

Permaneció en la cama por unos diez minutos más hasta que recordó que no había llevado un cambio de ropa y que se vería aún más desaliñado que cuando llegó a Londres. Gruñó y más por fuerza que por tener ganas de hacerlo, salió de la cueva hecha de cobijas.

A pesar de que había sol, la mañana se sentía fresca, pero no era tan húmeda como pensó que sería considerando el clima de aquella isla.

La alarma del móvil comenzó a sonar. Por instinto, Francis lo tomó de la mesa de noche y deslizando un dedo por la pantalla táctil, apagó el sonido. Eran las 6:25 a.m.; no recordaba haber programado la alarma a esa hora, pero era bueno que se encontrara despierto. Tenía tiempo suficiente para bañarse, desayunar y luego hacer todo lo que debía hacer. Quizá ensayaría su rostro de culpa frente al espejo.

Francis miró el móvil y frunció el ceño. El móvil se había quedado en casa, estaba seguro de ello. ¿Por qué lo tenía en la mano, entonces? Y ahora que lo notaba, el fondo de pantalla era diferente: el suyo tenía una fotografía que se había tomado con Antonio y Gilbert meses atrás, en un fin de semana que pasaron en la península. Aquél móvil tenía la fotografía de unos macarrones de colores que, francamente, se veían deliciosos pero hacían lucir muy femenino al aparato.

Entonces fue que miró a su alrededor. Aquella no era la habitación del hotel, con sus paredes horriblemente decoradas con un papel tapiz lleno de flores que había pasado de moda años atrás. Esa era una habitación grande, con las paredes pintadas de un color azul que casi se fundía con el blanco. Había un diván junto a la ventana y un librero pequeño en la pared contraria. Francis se levantó y notó que tenía puesto un pijama. Caminó por la habitación, pasando sus manos sobre los muebles, sintiéndose un intruso en aquella casa desconocida, y al mismo tiempo, embriagado por una extraña sensación de saber en dónde se encontraba.

Abrió una puerta y vio el baño, en el que había mucho de lo que él tenía en casa: el champú, la loción, y podía jurar que el jabón era del mismo tipo. Salió al pasillo y miró a ambos lados. No parecía que hubiera nadie más.

—¿Hola? —se aventuró. Nadie le respondió.

Caminó un poco más, avanzando por el pasillo y pasando un par de puertas cerradas que se arriesgó a investigar: una era un estudio, similar al que tenía en casa. La otra parecía una habitación de invitados, a juzgar por la decoración tan impersonal. Bajó unas escaleras e inspeccionó la planta baja. La cocina era hermosa, y se notaba que era usada constantemente. La suya hacía tiempo que no la utilizaba para hacer más que comidas sencillas y rápidas, pues no tenía demasiado tiempo como para preparar los banquetes y postres que tanto le gustaban.

Al ir a la sala se detuvo en seco. Otro librero decoraba el lugar, había algunas fotografías por aquí y por allá, y en muchas de ellas aparecía él. A veces solo y en otras, acompañado por personas que jamás había visto antes. Una en particular llamó su atención: era él, vestido como chef, sonriendo a la cámara, posando frente a una especie de restaurante, a juzgar por el par de mesas colocadas afuera del establecimiento. Tomó la fotografía y la miró detenidamente. Había algo escrito en ella:

No olvides que los sueños no son imposibles de lograr. Con amor, tu madre.

Francis sintió un escalofrío. Dejó la fotografía en su lugar una vez más y dio unos pasos hacia atrás, hasta que chocó con un sofá y se dejó caer en él. Bien, debía admitir que la magia (o lo que fuera que Arthur hubiera hecho) había resultado, después de todo, ser muy impresionante. La pregunta ahora era: ¿cómo sobreviviría por tres meses en un mundo en el que su vida era completamente distinta y sin hablar de ello con alguien? ¿Podría hacerlo? No debía ser tan complicado, ¿o sí?

Claro que podía. Él era Francia —o al menos lo era en otro mundo—, y había pasado por situaciones peores: por guerras, enfermedades, hambre y mucha muerte. Además, eran sólo unos días, no toda una vida.

Teniendo eso en mente, se puso de pie y regresó a la habitación. Se tomó su tiempo para investigar el lugar: había objetos que reconocía como similares a los que tenía en casa (la mayoría de los libros, por ejemplo, y los CDs también) pero muchos le eran desconocidos. La decoración, al menos, era bastante estética, y la casa era agradable, cómoda y cálida. Su estilo, como pudo comprobar después de ducharse y mientras buscaba algo de ropa limpia, no era diferente. Eso ya era mucho decir, pues al menos no tendría que andar por una dimensión distinta a la suya usando algún tipo de ropa con la que no se sintiera del todo cómodo.

El móvil emitió otro pitido. En su pantalla se leía una nota: Mañana es el cumpleaños de Lucile, no olvides comprarle algo lindo. Francis frunció el ceño ligeramente. ¿Lucile? ¿Quién podría ser y por qué era tan importante como para recordarse a sí mismo que debía comprarle un regalo de cumpleaños? Vio la hora: eran ya las 7:38, lo cual significaba que había pasado más de una hora inspeccionando ese lugar.

Una llamada entrante le hizo dar un respingo. Justamente en la pantalla del móvil apareció la fotografía de un pastel y el nombre LUCILE, indicando de quién era la llamada. Dudó un momento, pero finalmente respondió:

—¿Sí?

¿Francis? ¿En dónde estás? —respondió una voz femenina. Francis carraspeó.

Eh… en casa.

Se escuchó un suspiro.

Qué bien, comenzaba a preocuparme. ¿Tardarás mucho en llegar? Dijiste que estuviera una hora antes de lo usual porque hoy es el aniversario del restaurante y hay mucho que hacer aún. He estado esperando desde hace una media hora, ¿sabes? No quería llamarte, por si estabas durmiendo, pero estaba preocupada. ¿Está todo bien? Usualmente eres muy puntual.

—Sí, sí, todo bien.

No suenas muy convencido. —Hubo una risita—. Apuesto a que te quedaste dormido, ¿cierto? Ya lo creo que sí. No te preocupes, no me enfadaré contigo. Sólo recuerda que vivir a unos pasos del restaurante no significa que puedas tomarte tantas libertades, en especial en un día como hoy.

—Lo sé.

Y… ¿comienzo a preparar algo en lo que llegas?

—No, no. Espera a que esté allá —dijo Francis sin saber muy bien qué responder—. Estoy saliendo ahora mismo.

De acuerdo. Ya nos vemos, entonces.

Francis suspiró. Suponía que a partir de ese momento comenzaba su vida como un humano normal: un hombre con una familia, una casa propia, un restaurante y una especie de amiga. O conocida. O quizá sólo una empleada. ¿Socia? No estaba seguro. Sabiendo que la chica no estaría contenta si se demoraba más de lo que ya había hecho, salió de la habitación. Bajó las escaleras por segunda ocasión en aquella mañana y se dirigió a la puerta principal. Se detuvo antes de abrirla. Estaba a punto de dar media vuelta y regresar todo el camino en busca de las llaves de la casa, pero las descubrió en una mesita junto a la entrada. Suspiró y abrió la puerta.

Le recibió la luz del sol. Salió de la casa e intentó con cada llave hasta que encontró la que necesitaba para cerrar la puerta. Cuando se giró para ver a su alrededor, vio que se encontraba en una calle tranquila en la cual no se veía ni un alma. Miró de un lado al otro, prestándole atención a las casas y a construcciones pequeñas que estaban dedicadas, evidentemente, al comercio. Bajó otro par de escalones y buscó con la mirada, intentando descubrir el lugar en el que se encontraba su restaurante. Lucile había dicho que vivía a unos pasos de él, así que no podía estar lejos.

Estaba confundido y al mismo tiempo emocionado por descubrir qué clase de restaurante tenía su otro yo. Entonces lo vio. Realmente estaba a unos pasos de su casa: justo a un lado. Era una construcción pequeña, de un piso, pintada en blanco con las ventanas en arco. Sobre la entrada se veía un letrero en madera en el que se leía perfectamente La maison de Pierre, con el dibujo de un pajarito. Francis enarcó una ceja preguntándose si había sido él quien eligió el nombre de aquel lugar. Aún pensaba en eso cuando una chica salió por la puerta y se acercó a él.

—¡Ya era hora! —exclamó sonriéndole. Francis reconoció la voz como la misma que había escuchado un par de minutos antes por el móvil. Sonrió también y se acercó a ella.

Lucile era una chica alta, de cabello castaño (corto por debajo de las orejas) y ojos color avellana; en su rostro había algunas pecas. No parecía tener más de veintitrés o veinticuatro años. Tenía puesto un delantal blanco y Francis pudo percibir un ligero aroma a galleta proveniente de ella.

—Disculpa por la tardanza —dijo él.

—No importa —respondió ella entrando al restaurante—. Me puse a hornear algo mientras esperaba. Sabes, es la primera vez que uso la llave que me diste. Normalmente ya estás aquí cuando yo llego. —Francis abrió la boca para decir alguna excusa y ella le interrumpió—. No, no digo que esté mal. Sólo es extraño.

—Por supuesto.

La chica le dio la espalda y caminó entre algunas mesas para dirigirse a —supuso Francis— la cocina, hablando sobre algo a lo que Francis no le prestó mucha atención. El interior del restaurante le provocó una extraña sensación de calidez en el pecho. Si en su mundo tuviera la oportunidad de instalar su propio restaurante, seguramente sería algo como ese. Las paredes eran de color beige y el techo estaba pintado blanco. Había algunas lámparas (apagadas a esa hora del día) y unas fotografías enmarcadas en una pared. Al fondo, justo hacia donde Lucile se había dirigido, se veía una pequeña barra, sobre la cual estaba una caja registradora. Junto a ella había un pasillo que conectaba al restaurante con la cocina.

Era sencillo, la decoración no era nada del otro mundo. No se comparaba a los cientos de restaurantes gourmet que había visitado en París o en otros países. No. Las mesas, cuadradas todas, lucían pulcros manteles blancos, mientras que las sillas eran de color chocolate. Había algunas mesas desordenadas, pero supuso que eran las que se colocaban fuera del establecimiento (notó el espacio dedicado para ellas al ver la fachada del restaurante). Y sin embargo, Francis se sentía a gusto ahí dentro, como si hubiera nacido para encontrarse ahí. En cierto modo, pensó, así era. Sólo que se trataba de su otro yo el que disfrutaba de esa sensación y no él. Se preguntó si el Francis de esa dimensión se encontraría en la otra. Esperaba que no, pues sería un verdadero shock para él si de pronto se sabía una nación, con toda la responsabilidad que ello implicaba.

Francis detuvo su inspección del lugar cuando una pregunta llegó de golpe a su mente: ¿quién era Francia en ese mundo? ¿Qué tan diferente sería aquel mundo del suyo? Suponía que no demasiado. Si él mismo parecía tener los mismos gustos y afinidades, lo más seguro era que la mayoría de las cosas permanecieran igual.

—Lucile, ¿tenemos algún diario de hoy? —preguntó en voz alta. La voz de la chica llegó un poco apagada.

—Detrás de la barra —respondió ella—. ¿Y desde cuándo me llamas Lucile y no Lu o Lucy? —agregó ella asomándose por el pasillo. Francis carraspeó.

—Desde que me puse a pensar en lo hermoso que es tu nombre si se dice completo —respondió guiñándole un ojo a la chica, quien rió por lo bajo.

—Supuse que dirías algo así, Fran.

Su personalidad era igual a la del otro Francis, entonces. Perfecto, pensó, eso hacía que las cosas fuera menos complicadas. Como un uno por ciento menos complicadas. Caminó hasta la barra y se asomó detrás de ella, localizando el diario que se encontraba sobre una libreta y algunos otros papeles. Extendió el tabloide y leyó los encabezados de las notas principales. Sonrió un poco al descubrir que el Presidente y el Primer Ministro eran las mismas personas que en su mundo. Encontró algunas fotografías por aquí y por allá, pero en ninguna de ellas apareció alguien que ocupara su lugar vacío.

En su mundo se veía obligado a asistir a todos los eventos en los que estuvieran presentes el presidente o el primer ministro, sus jefes directos. Y también en otro tipo de eventos de índole diplomática. O en general, en cualquier tipo de evento de relevancia nacional e internacional. Aparecía en los diarios como una imagen constante, si bien no era protagonista directo de las historias que se escribían en los diarios. Le pareció un poco extraño no ver un rostro constante además de los de sus jefes. Quizá el Francia de ese mundo prefería pasar desapercibido.

Pasó las páginas hasta llegar a la sección Internacional, esperando encontrar otro rostro conocido. Tal vez el de Alfred (era quien solía aparecer más en los diarios). Y nada.

—¿Buscas algo en especial? —preguntó Lucile mirándole con curiosidad.

—No realmente —respondió él. Hizo una pausa y finalmente, preguntó—: Lucile, ¿cómo es Francia?

La chica le miró confundida.

—¿A qué te refieres? ¿En general o…?

—En general.

—Pues… es un buen país. Hemos tenido nuestros problemas en los últimos años, pero no somos los únicos.

—¿Y cómo es él? —preguntó—. O ella.

Lucile le sostuvo la mirada, como si intentara encontrar un atisbo de broma en su semblante. Frunció ligeramente el ceño.

—¿Cómo es quién? —agregó después de unos segundos.

Entonces Francis comprendió: no había sido enviado a una realidad en la que él no fuera una nación. Había sido enviado a una realidad en la que no existían los países como personas. Eso explicaba por qué no había fotografías de ninguno de ellos en los diarios. En ese otro mundo era muy probable que todos aquellos a quienes había conocido por ser países, fueran humanos comunes y corrientes, y llevasen vidas normales. Una extraña sensación de alivio mezclada con ansiedad se instaló en su pecho.

Lucile seguía mirándole. Cerró el diario y le sonrió.

—Nadie, nadie —canturreó—. ¡Pero mira la hora! —agregó mirando el reloj que se encontraba en la pared detrás de la chica—. ¡Con tanto que debemos hacer en este día especial y aún no comenzamos!

—Hey, eso no ha sido culpa mía —se quejó Lucile—. Hay galletas. A los clientes siempre les gustan mis galletas —agregó guiñándole un ojo—. Pero no podemos alimentarlos sólo con eso. Ayer dijiste que prepararías macarrones y otros dulces para obsequiar a todos los que llegaran hoy, así que, ¡a trabajar que no tenemos todo el día!

Francis le sonrió mientras la seguía por el pasillo que llevaba a la cocina.

—Pensé que el jefe era yo —dijo. Lucy rio.

—Detalles, detalles —bromeó—. Ayer puse tu uniforme en el casillero grande. Con tanta prisa que tenías, olvidaste colgarlo.

Francis le agradeció en voz alta y buscó con la mirada algún lugar en el que pudiera encontrarse el mencionado casillero. Había dos puertas en el pasillo que llevaba a la cocina. Una de ellas, descubrió, tenía material de limpieza. La otra era una especie de vestidor. Francis entró y se cambió la camisa por una filipina blanca con un poco de azul en el cuello. Tomó también un mandil.

Lucile, descubrió Francis después de trabajar caso dos horas en la cocina junto a ella, era una de las mejores personas que había conocido. No sólo era divertida y hacía unas galletas espectaculares (mucho mejores que las suyas, debía admitir), sino que respondía a sus coqueteos de la misma manera y bromeaba con él todo el tiempo. Se preguntó si su otro yo, el de aquel mundo, tenía algo con Lucy. Habría sido increíble pensar que no. Y no fue hasta que ella comenzó a hablar sobre su novia, que Francis supo que su otro yo no tenía ningún tipo de relación más allá de la amistad con esa chica, lo cual fue un alivio. No habría sabido qué decir o hacer si hubiera metido la pata con ella.

Después de preparar muchos más macarrones de los que recordaba haber hecho en los últimos años, Francis dejó a Lucy sola en la cocina y él se encargó de reacomodar las mesas que iban fuera del restaurante. Mientras las limpiaba y les colocaba los manteles, notó que el flujo de gente caminando por la calle aumentaba poco a poco debido a los diversos negocios en ese lugar. Un par de mujeres ya grandes lo saludaron desde el otro lado de la acera, deseándole los buenos días. Francis les respondió con una de sus mejores sonrisas, lo cual las hizo reír animadamente por sus ocurrencias y porque ay, Francis, nunca cambiarás.

Un muchacho de unos dieciocho años, con el cabello alborotado y las mejillas sonrojadas, llegó corriendo por la calle y se detuvo frente a él, jadeando.

—Lo… lo siento —se disculpó ante la mirada intrigada de Francis—. Lamento llegar tarde, jefe. Me quedé dormido. De verdad lo lamento, no me vaya a despedir, por favor.

Francis se cruzó de brazos y lo miró con seriedad fingida.

—¿Puedo saber a qué hora dije que estuvieras aquí? —preguntó. El muchacho tragó en seco.

—A las ocho.

—¿Y qué hora es?

—Las… las 8:36.

—¿Sabes lo que eso significa?

El chico se mordió el labio inferior.

—Que estoy despedido. Oh, Dios. De verdad lo lamento, pero ¿no puedo trabajar por lo que queda del mes? Necesito el dinero, jefe, los gastos de la universidad me están matando y sé que debí llegar hoy en un día tan importante, pero no he dormido bien en los últimos tres días por mis finales y…

Francis se rió y le dio un par de palmadas en el hombro izquierdo.

—No estás despedido. Hoy es un día alegre para todos —agregó señalando el interior del restaurante—. Hay que limpiar el resto de las mesas.

—¡Ya estoy en eso! —exclamó el muchacho entrando como un tornado al restaurante, saludando a Lucy y buscando en el armario de escobas lo necesario para comenzar su trabajo.

Francis se preguntó quién sería aquel chico. Había algo en él que le agradaba. O quizá sólo había simpatizado con él porque entendía lo que era no dormir bien por tener mil cosas por hacer. Regresó al interior del establecimiento y fue a la cocina. Lucy terminaba de acomodar los macarrones en algunas canastas decoradas con lazos azules y blancos.

—Sabía que no ibas a despedirlo —murmuró Lucile.

—Por supuesto que no iba a hacerlo.

Ella sonrió.

—Seguramente Edouard pensó que sí.

Francis se encogió de hombros y ayudó a Lucy a llevar las canastas a una mesa que ya habían acomodado junto a la barra.

A las 9:30, media hora después de lo que supuestamente abrirían el restaurante (Lucy comentó que todos los días abrían a las 9, aunque ellos estaban desde una hora antes ahí), todo estaba listo para recibir a los primeros clientes. Lucile tomó su lugar en la caja registradora y Francis entró en la cocina. Edouard se había cambiado de ropa por un traje negro con blanco (el clásico mesero, pensó Bonnefoy). Los primeros clientes no se hicieron esperar, y Francis descubrió que realmente había extrañado cocinar.

Antes de las tres, Edouard se retiró y en su lugar llegaron dos chicas, gemelas (Gabrielle y Annaïs), que felicitaron a Francis por el aniversario del local. Ellas eran las meseras que se ocupaban del turno vespertino, cuando Edouard debía correr a la universidad. Francis notó que una de ellas buscaba más a la otra, para hablar o sólo para estar junto a la otra, y ello le enterneció un poco. Toda la gente que trabajaba en La maison de Pierre era muy fácil de tratar. A Francis le agradaron de inmediato, comprendiendo la razón por la que su otro yo los había contratado. La relación con ellos, pudo apreciar, no sólo era la que tenía un jefe con sus empleados, sino que, a juzgar por las bromas que hacían constantemente, eran amigos. Aunque tanto Edouard como Gabrielle y Anaïs le llamaban Jefe, contrario a Lucile, quien siempre le decía Fran.

Eran pasadas las cinco de la tarde cuando recordó que al día siguiente era el cumpleaños de Lucile y que el otro Francis le había dejado una nota para recordarle que debía comprarle un regalo lindo. Se preguntó qué clase de obsequio podría darle a Lucile, si tenía algún gusto en especial o si sería muy cliché obsequiarle unas flores y unos chocolates. Casi pudo sentir la mirada del Francis Bonnefoy de esa dimensión mirándole con reproche. Perfecto. Las flores y los chocolates estaban descartados.

Observó de reojo a la chica mientras ella conversaba animadamente con Gabrielle y de pronto sintió como si, dentro muy dentro de sí, supiera qué clase de regalo debía darle. No estaba seguro de qué era, pero fue como si algo en su mente le dijera que sólo debía salir y ver distintas tiendas, y ello bastaría para encontrar el regalo perfecto.

Sabiendo que entre más tarde fuera, menos probable sería conseguir algo, le preguntó a Lucy si podía hacerse cargo de la cocina mientras él salía un rato. La chica asintió y cambió lugares con Anaïs, quien se sentó en la barra junto a la caja registradora. El restaurante era pequeño y no había tantos clientes esa tarde como para que las chicas tuvieran problemas atendiéndolos. Francis entró en el vestidor, se cambió la filipina por la camisa que había usado en la mañana y palpó el bolsillo de su pantalón para comprobar que tuviera la cartera consigo. Con el móvil en una mano, se despidió de las chicas y salió a la calle.

Había varias tiendas en la calle. Algunas eran de ropa, otras de maquillaje. Una florería exhibía unos bellos arreglos florales, un café con sus mesas altas afuera del local emanaba un agradable aroma. Ni ropa, ni flores, ni chocolates, nada de eso tenía ese algo que Bonnefoy buscaba para obsequiarle a Lucile. Siguió por otras calles, encontrando más tiendas similares a las que había encontrado antes. Cuando estaba por dar media vuelta para recorrer el mismo camino y ver si ahora lograba encontrar algo para Lucile, vio una tienda más, oculta y más bien aislada en una esquina. Era una librería (se llamaba Camelot, a juzgar por el letrero que estaba sobre la puerta); desde la ventana, que era al mismo tiempo un aparador, Francis pudo ver varios libros viejos con títulos en inglés.

No supo muy bien por qué, pero entró en la librería. El aroma a libro viejo y un poco de polvo le hizo toser un par de veces. Había tres libreros del tamaño de las paredes. Y un par de mesas llenas de libros en medio del local. Observando más detenidamente, Francis vio que todos los libros eran viejos y en inglés. Aquella era una librería de libros viejos en inglés, de eso no le quedaba ninguna duda. Miró a su alrededor, revisando los títulos y las ediciones, sorprendiéndose al encontrarlas todas muy bien cuidadas. El dueño o dueña de la librería parecía muy cuidadoso en cuanto a su mercancía.

No sabía si Lucy hablaba inglés, aunque suponía que sí porque, honestamente, ¿quién no lo hacía ya? . Algo dentro de sí le dijo que Lucy amaría un libro en inglés, estaba tan seguro de ello que caminó entre los libreros, viendo títulos conocidos: Orgullo y prejuicio, Cumbres borrascosas, Alicia en el País de las Maravillas, una antología de la obra de Agatha Christie. Por un momento pensó que sólo eran libros de autores británicos, pero encontró libros de William Faulkner, James Joyce, F. Scott Fitzgerald y obras traducidas de Albert Camus, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y otros autores franceses. Perdido entre ellos, había un ejemplar de Momo, de Michael Ende. También encontró más de dos ediciones de Harry Potter y El señor de los anillos. Perdido entre otros, había una edición de Cien años de soledad traducida al inglés.

Francis tomó un par de libros y los revisó, encontrando con gusto que ambos tenían anotaciones en los márgenes de las páginas, y uno incluso tenía dentro una pequeña flor, ya seca. Uno era de poesía (The Faber book of modern verse) y el otro, un ejemplar de Never let me go, de Kazuo Ishiguro. Había algo en esos libros que le hacían sentir que serían del agrado de Lucile. Ambos tenían etiquetas con el precio. Tomó un ejemplar bastante cuidado de To kill a mockingbird, de Nelle Harper Lee.

Caminó hasta el mostrador (que hasta ese momento permanecía vacío), echándoles una última mirada. Si en algún momento la idea de estar comprando el obsequio más inapropiado pasó por su mente, no le hizo demasiado caso. Miró de un lado al otro, buscando al responsable de atender el mostrador y frunció ligeramente el ceño al no ver a nadie. Pensó que cualquier otro podría haberse ideo de la librería sin ofrecer una sola moneda por la mercancía. Pero claro, él no era cualquier otro, él era un hombre con honor y esperaría a que el encargado (o en cargada) apareciera.

Echó un vistazo al mostrador. Sobre él había una vieja caja registradora, algunos separadores en un cesto que decía gratis con una bella caligrafía. Tomó uno sin dudar. Al pasear la mirada, descubrió un libro junto a unos papeles y un bolígrafo. Curioso, tomó el ejemplar, leyendo el título. Era De profundis, de Oscar Wilde. Francis tragó en seco. Había leído la epístola sólo una vez, muchos años atrás, y le había dejado una sensación de tristeza tan profunda que le había llorado a Arthur por varios días. ¿Por qué Arthur? Pues porque Oscar Wilde había nacido en lo que durante aquel entonces aún era su tierra; y porque no había nadie más que pudiera entender la pena que él sentía por esa parte en la historia de Wilde (cuya tumba visitaba ocasionalmente en el cementerio del Père-Lachaise, en París). La mirada que Arthur le dedicó en ese entonces había sido difícil de descifrar.

En ese momento escuchó pasos acercándose. Acomodó el libro en la misma posición en la que estaba antes de tomarlo y se recargó en el mostrador.

Nada de lo que le hubieran dicho le habría preparado para lo que ocurrió después.

Viniendo desde la trastienda, apareció un joven. Un joven de su misma estatura, rubio, de ojos verdes y cejas pobladas. Francis lo miró en silencio y seguramente haciendo algún tipo de gesto, pues el joven levantó una de las cejas y lo miró de arriba abajo. Era Arthur. Frente a él se encontraba Arthur Kirkland en persona. Francis tardó unos segundos en recomponerse de la sorpresa, aunque viendo las cosas en perspectiva, no era tan sorprendente, ¿o sí? Si Arthur era quien le había enviado a esa realidad, ¿qué le hacía pensar que no se lo encontraría? Se preguntó si Inglaterra se encontraba ahí con el afán de cuidarlo, como si fuera su niñera.

—De verdad, Arthur —murmuró Francis, sintiéndose irritado de pronto. Él no necesitaba que lo cuidaran—. ¿No pudiste esperar a que terminaran los tres meses?

El joven frunció el ceño y volvió a estudiarlo con la mirada.

—¿Nos conocemos? —preguntó finalmente en un francés prácticamente perfecto; su voz sonaba desconfiada.

Francis se irguió y estudió su rostro. Era Arthur. Era la misma expresión de su rostro, el mismo ceño fruncido que le había visto muchísimas veces durante años. Pero al mismo tiempo no era Arthur. Quiso patearse a sí mismo cuando notó que el hombre que se encontraba de pie frente a él no era Arthur Kirkland, Inglaterra, sino alguien más. Acababa de hacer un comentario totalmente fuera de lugar para aquel joven y si eso no era meter la pata, entonces o sabía qué era.

Carraspeó, incómodo.

—No. Creo que te confundí con otra persona —dijo, sabiendo que era la excusa más patética y cliché.

—Sabes mi nombre —agregó el otro, sin borrar la expresión desconfiada y aún tenso. No fue una pregunta.

—¿Coincidencia?

Arthur permaneció mudo por un par de segundos, hasta que fijó la mirada en los libros que Francis aún tenía en la mano. Bonnefoy siguió el camino de su mirada y también examinó los libros. Releyó el precio y se apresuró a buscar el dinero en su cartera.

—Gracias. —Fue todo lo que dijo antes de salir de la librería.

Mientras caminaba por la calle, alejándose cada vez más de aquel lugar, sentía la mirada de Arthur (del Arthur de esa realidad distinta a la suya) fija en él. Cuando estuvo seguro de que Arthur… aquel hombre no sería capaz de verle desde su librería, alentó el paso hasta detenerse finalmente. En ese momento se dio cuenta de que había estado a nada de correr. Respiró profundo un par de veces y cuando sintió que estaba mucho más tranquilo, continuó con su camino. ¿Qué significaba la presencia de Arthur en aquel lugar? ¿Era realmente otro Arthur, uno que, como él, no era una nación sino un humano? ¿O era el mismo Arthur Kirkland, el mismo Inglaterra a quien conocía desde que era niño?

Levantó la mirada para encontrarse con el restaurante una vez más. Miró su mano, en la que aún tenía el obsequio de Lucile y supuso que sería muy evidente entrar con él estando tan visible. Dio media vuelta y caminó hasta la entrada de su casa; tras pelearse con las llaves hasta encontrar la que necesitaba, abrió la puerta y dejó los libros en la mesa sobre la que había encontrado las llaves horas atrás. Después de eso regresó al restaurante.

El resto de la tarde pasó sin novedades. Clientes preguntaron por él y le felicitaron personalmente por el tercer aniversario de su restaurante. Las galletas de Lucile se terminaron antes que sus macarrones y ello bastó para que la chica no perdiera su buen humor mientras comenzaba a anochecer; no sabía si era por la ocasión, porque sus galletas habían sido un éxito o porque así era su personalidad, pero Lucy no paró de hablar con todo el mundo. Francis dedicó toda su energía a preparar los mejores platillos, disfrutando de la sensación de ser el dueño de la cocina. Sin embargo, a pesar de tener mil cosas por las cuales ocuparse y a pesar de las constantes visitas de Lu a la cocina, Francis no dejó de pensar en Arthur.


Lucy amó su obsequio, exactamente con esas palabras. Francis descubrió que la chica había estudiado Letras Inglesas y que en ese momento trabajaba en el restaurante mientras escribía una tesis. La chica no sólo había chillado emocionada con los libros, sino que había abrazado a Francis con fuerza, diciendo lo mucho que significaba para ella que le hubiera conseguido libros viejos, con anotaciones en los márgenes, aun cuando ella sólo había mencionado en una ocasión lo mucho que le gustaban esa clase de libros.

Francis tomó nota mental de hacer caso a todo lo que sus instintos dijeran mientras se encontrara en aquel lugar.

Los siguientes dos días pasaron con relativa tranquilidad. Francis se levantaba temprano, preparaba un rápido desayuno en casa y después de arreglarse, salía para abrir el restaurante junto a Lucile y Edouard. Con el fin de semana acercándose, la clientela aumentó un poco, en especial por las tardes. Y a él le encantaba. En su mundo ya no tenía oportunidad de lucirse al cocinar así que el tiempo invertido en hacerlo en el restaurante era no sólo llenador, sino tranquilizante.

Al quinto día de su estancia en aquel mundo, un sábado, Arthur se presentó en La maison de Pierre.

Eran pasadas las cinco de la tarde. Francis estaba en la cocina sirviendo un par de órdenes de pollo al vino, cuando desde el pasillo le llegó una voz familiar. Terminó de hacer lo que hacía y sacó los platos, para entregárselos a Anaïs. La chica se fue pero él permaneció de pie, viendo a Arthur, quien charlaba con Lucile. Francis frunció el ceño ligeramente. El otro pareció notar su presencia, pues en ese momento su mirada se desvió hacia él y guardó silencio. Cuando Lucy miró hacia atrás para ver lo mismo que Arthur, sonrió.

—¡Fran! —exclamó sonriente—. Arthur dice que fuiste a su librería hace unos días —la chica rio—. Sabía que esos libros venían de ahí.

Francis borró de su rostro toda expresión de sorpresa y se acercó a ellos, sonriendo como si no ocurriera absolutamente nada.

—No es como si pudieran venir de otro lugar, ¿no? —preguntó, coqueto. Ignoraba si en la ciudad había otra librería en la que pudiera conseguir libros como los que vendía Arthur, pero suponía que había algún otro sitio. Lucy, sin embargo, sólo sonrió.

—¡Lo sé! Los libros de Arthur siempre están tan bien cuidados y tiene tanto material, es verdaderamente genial.

Arthur le sonrió un poco cohibido. Francis se sorprendió un poco al ver esa expresión en su rostro. No recordaba cuándo había sido la última vez que, en su propio mundo, había visto a Inglaterra sonreír, disimuladamente, de esa manera.

—Sí, lo es —afirmó y miró al otro hombre—. ¿Qué te trae por acá? —preguntó.

—Arthur siempre viene los sábados a esta hora por un poco de creme brulée —explicó Lucy—. Incluso cierra la librería por una hora o un poco más para poder disfrutarlo a gusto.

Arthur carraspeó.

—Lo que pasa, Fran —continuó la chica—, es que siempre estás metido en la cocina y no tienes tiempo de interactuar con los clientes como lo hago yo.

Francis iba a abrir la boca para expresar una excusa cuando el móvil de Lucy comenzó a sonar. Tras mirar rápidamente la pantalla, se excusó con Francis (hey, de verdad tengo que tomar esta llamada), y se encerró en el cuarto del casillero, dejando a Francis, solo, junto con Arthur. En ese momento, Bonnefoy se preguntó por qué el otro estaba aún en la barra en vez de sentado en una mesa, como cualquier otro cliente.

—Así que —comenzó a decir, incómodo por el silencio—, ¿creme brulée? —preguntó. El otro asintió.

—Estaba por pedirlo —respondió—, pero Lucy dijo que quería agradecerme por los libros.

—Los libros los compré yo —se quejó Francis. Arthur se encogió de hombros, sonriéndole petulante.

—Pero quien los trae, los cuida y los vende, soy yo. —Francis bufó—. ¿Fran?

—Francis —se apresuró a aclarar, ofreciéndole la mano en un acto reflejo—. Francis Bonnefoy.

Arthur miró su mano y por una fracción de segundo pareció pensárselo dos veces antes de tomarla, pero finalmente lo hizo.

—Arthur Kirkland.

Francis sonrió.

—¿Británico? —preguntó, aunque conocía muy bien la respuesta.

—De Surrey —respondió el otro, volviendo a guardar su mano en el bolsillo de la chaqueta. Dicho eso, caminó hasta una de las mesas del fondo y tomó asiento.

Francis regresó a la cocina y envió el creme brulée de Arthur con Gabrielle. De todas las personas con las que pensaba que existía alguna posibilidad de encontrarlas en aquella realidad, Inglaterra era el último que había pasado por su mente. Bélgica habría sido más lógico, incluso Canadá. ¿Pero Inglaterra? Aquel definitivamente era un mundo de locos. Antes de perderse en el interior de la cocina, miró de reojo a Arthur, quien había sacado un libro de bolsillo y lo leía mientras esperaba su pedido, sin levantar la mirada.


El fic está terminado y las actualizaciones serán semanales, los domingos o los lunes por la madrugada. Muchas gracias por leer.