Estación de trenes "King's Cross", Londres, Inglaterra.
10:30 am.

El ruido ebullía de la capital a la vez que sus nada extraordinarios habitantes comenzaban su día y sus actividades.

Mientras tanto, en la estación, entre el andén 9 y el 10, cierto niño miraba impaciente a su alrededor, buscando un andén aparentemente ficticio.
9 y ¾. ¿Qué clase de número de andén era ese? ¿Cuándo habían existido andenes fraccionarios?

Sin embargo, algo dentro de él le decía que era real, que no se trataba de una mala broma.

Magia. Su padre le había hablado sobre ella desde que era un bebé. Le contaba historias fantásticas, emocionantes aventuras de magos y brujas, criaturas mágicas, escuelas de alta hechicería.
Hasta entonces, el pequeño John Watson había pensado que todas aquellas maravillas pertenecían únicamente a los cuentos de hadas.

Tras la partida de su padre a la guerra en Afganistán, John estuvo convencido de que la realidad jamás sería tan placentera ni interesante como en aquellas historias.

Recibir una carta traída por una lechuza específicamente dirigida a él, incluido hasta el más mínimo detalle en el destinatario, probó que sus creencias eran erróneas.

Su corazón latía fuerte en su pequeño pecho, indeciso entre la emoción y la desesperación. ¿Dónde encontraría el dichoso andén 9 y ¾?

Una mano despeinó su corta mata rubia de manera afectuosa. Era la mano de su madre, que esperaba junto al pequeño John, y con la otra mano sujetaba a la traviesa gemela – de vestido azul y dos trenzas doradas colgando sobre sus hombros, de manera impecable.

- ¿Cuándo se va a ir John? – preguntaba ésta a su madre, con voz chillona.

- Calma, Harry. ¿A caso no vas a extrañar a tu hermano?

La pequeña torció el gesto hacia John, en una evidente negativa. La mujer rió con diversión; mientras, su hijo se removía ansioso, optando por ignorar a su gemela.

No recordaba que se hubiesen llevado bien alguna vez. Eran muy distintos, a pesar de su aparente parecido físico. Pero hasta en eso diferían.
Harriet, su hermana, poseía la misma tonalidad rubia del cabello, y sus ojos eran casi tan azules como los de John – pero menos intensos y expresivos. Sin embargo, era un par de centímetros más alta que su hermano – puesto que era la mayor, en cuestión de minutos – y lucía ya como una niña de 12 años. Al contrario de John, que a pesar de que en unos cuantos días cumpliría los doce años de edad, parecía al menos dos años menor que eso. Él, de baja estatura, cabello rubio como la arena, orejas grandes y nariz respingona, con aquellos espléndidos ojos azules, tan llenos de vida.

La atención de John se desvió de su familia cuando distinguió a dos figuras aproximarse por el corredor.

Se trataba de un joven, de unos trece años, de tez clara – impecable, exceptuando las pecas que se vislumbraban en sus mejillas –, su cabello rojizo acomodado sobre su cabeza con soberbia perfección. Caminaba con aires de suficiencia, los hombros rectos y postura erguida, una mirada arrogante plasmada en sus ojos grisáceos. Su atuendo era elegante y refinado, notoriamente costoso.

A su lado, a medio metro de distancia del más alto, caminaba un niño de menor edad. Era más alto que John, podía darse cuenta de eso aún a dicha lejanía. Su cabello era una mata oscura rizada y enmarañada sobre su cabeza; un gracioso bucle le caía sobre su frente, mismo que retiraba constantemente de su campo de visión. Su tez era pálida y tersa, semejante a la porcelana, sin imperfección alguna. Vestía de manera demasiado formal y aristocrática para un niño de no más de once años. Labios rosados mostrando un gesto impasible, el labio superior delicadamente delineado en forma de arco de Cupido. Y sus ojos, un par de ojos cristalinos, grises como el cielo nublado de Londres cada mañana, inexpresivos, mirando a su alrededor con prepotente escrutinio.

Sus pertenencias eran transportadas sobre un carrito de equipaje, acomodadas rigurosamente una sobre otra. En una jaula que parecía forjada en plata misma, reposaba una majestuosa lechuza de plumaje pulcramente blanco y enormes ojos dorados.

John estaba francamente impresionado ante la belleza del ave… y quizás no solamente eso. La curiosidad le impedía apartar la mirada de ese par, a pesar de que estaba casi seguro de que su madre había estado hablándole. No le importó realmente.
Con desplantes pretenciosos, el pelirrojo se deslizó entre los andenes 9 y 10, sin siquiera molestarse en mirar al pequeño rubio. Tanto él como el moreno que iba a su lado se plantaron frente al pilar de ladrillos, sin detenerse ni reparar en nadie a su alrededor. Y tan pronto como vinieron, desaparecieron, cruzando la sólida pared como si fuesen fantasmas.

El pequeño John ahogó un jadeo de admiración.

- ¿John? – intervino su madre. – ¿John, me estás escuchando?

- Ah… no, yo… lo lamento, mamá. – se disculpó el niño, ausentemente. – Creo que ya sé a dónde debo ir.

- ¿Estás seguro?

El niño asintió repetidamente.

- De acuerdo, tesoro. – le sonrió su madre. – Perdona si no puedo acompañarte, pero… tengo aún unas cuantas cosas más por hacer.

- Está bien, mamá. Descuida. – aseguró el rubio. – Puedo hacer esto yo solo.

La mujer le sonrió, acuclillándose a su lado hasta quedar a su altura, para luego envolver a su hijo entre sus brazos. John le devolvió el abrazo con cariño. Su madre volvió la cabeza para besar su mejilla.

- ¡Suerte, mi cielo! Pórtate bien, y no te metas en problemas. – instruyó su madre, separándose de él lo suficiente para encararlo, con una cálida sonrisa.

- Gracias, mamá. No lo haré, de verás. No tienes de qué preocuparte.

Ella asintió. Luego, dejó escapar un suspiro.

- ¿Quién lo diría? ¡Mírate, a punto de abordar un tren a un internado mágico! – sonrió con humor. – Eres igual a tu padre, John.

Enjugándose una lágrima, la rubia mujer se puso nuevamente de pie, retomando su postura anterior y tomando la mano de su otra hija – quien se limitaba a mirar a John sin decir palabra. Se había mostrado bastante escéptica – más de lo habitual – durante todo ese rato.

- Es mejor que te vayas ahora, o se te hará tarde. – dijo su madre.

- Sí. – asintió John, con una ligera sonrisa. – Adiós, mamá. Te quiero.

- Yo también te quiero, John. ¡Cuídate!

- Lo haré. – prometió el niño, empujando el carrito con su equipaje y dirigiéndose hacia la columna tras la cual había visto desaparecer a aquellos chicos. Se volvió, sacudiendo la mano en señal de despedida hacia su madre y su hermana. – Nos vemos, Harry.

Su gemela entornó los ojos, sin devolverle el saludo. Simplemente le dio la espalda, con recelo, tirando de la mano de su madre para que salieran de la estación.

John se sintió apenas un poco decaído ante esto. Había notado que Harry se había puesto celosa cuando él recibió su carta de Hogwarts justo ese verano, sin que el correo dirigiera nada para ella. Lo sabía porque se había vuelto mucho más insoportable esos últimos días.

Ella, que siempre había sido la niña consentida de su madre, a quien le compraban todo lo que deseara, tan caprichosa y envidiosa todo el tiempo – jamás accedía a prestarle nada a John, y hacía berrinches y espectáculos absurdos con tal de robar la atención de sus padres. John no comprendía porqué lo despreciaba tanto, cuando él solo trataba de comportarse como un buen hermano con ella, prestándole sus juguetes, regalándole sus dulces cuando ella los quería, cediéndole su lugar en el auto o en la mesa a la hora de cenar. No parecía que ella apreciara ninguna de esas cosas. Y John quería excusarla ante sus propios ojos como una niñita mimada e insegura que requería de más atención que él – lo que muy probablemente era cierto.

Con su padre como modelo a seguir, el pequeño John había crecido como un niño bastante maduro – aunque eso nunca significó que no se permitiera soñar y fantasear con la magia de vez en cuando. Adoraba las historias que su padre le contaba, usándolas como escape a su realidad cada vez que se sentía solo o triste.

Pero, ahora que descubría que no eran más que verdades, no cabía en sí de la emoción. Y no podía negar que haber ido a comprar todos los requerimientos que se indicaban en la lista anexa a la carta de Hogwarts había sido una de las cosas más entretenidas que hubo hecho en su vida. Conseguir su propia varita de mago, comprar sus libros y el material solicitado para el ciclo escolar, su uniforme y, principalmente, su lechuza – un bello ejemplar hembra de plumaje color caoba y pequeñas motas blancas a lo largo del lomo –, a quien había decidido llamar Artemis. Jamás había tenido una mascota, y mucho menos de ese tipo.

Sin poder ocultar su entusiasmo, John cerró los ojos y se apresuró a cruzar la pared de ladrillos entre ambos andenes, casi de una carrera. Sus pies vacilaron los primeros pasos, pero una vez que adquirió confianza suficiente, atravesó el pilar en la estación de King's Cross, y cuando volvió a abrir los ojos, ya se encontraba en un sitio distinto.

El bullicio del mar de personas a su alrededor ondulaba en el aire de manera irregular. Su corazón martillaba sus pequeñas costillas, ansioso. Frente a él, se apreciaba el enorme ferri – asemejando una tremenda serpiente roja sobre las vías – que los llevaría a su mágico destino. Grabado en la parte delantera, el númer se hacía notar.

Llegar hasta el vagón fue todo un reto para John; tropezó con varias personas en el camino – pisando incluso a un niño mayor, que se quejó y hasta lo maldijo, aún a pesar de las apenadas disculpas del pequeño rubio – y viéndose obligado a pasar entre algunas otras casi a empujones.

Pero, finalmente, consiguió dejar su equipaje con el resto y subir al imponente ferrocarril rojo que resoplaba sobre el barullo alentadoramente, invitando a todos los estudiantes a abordar.

Al parecer, la maniobra previa de John le restó tiempo, pues al trepar al mágico tren se encontró con que la gran mayoría de las cabinas en el vagón estaban llenas.
Calumnió su suerte por lo bajo, y sin perder más tiempo, comenzó a recorrer el pasillo – entreviendo por las puertecillas de las cabinas discretamente – en busca de algún asiento disponible. Por supuesto que no tenía ganas de ir todo el camino de pie, y menos cuando cargaba también con la jaula de su nueva lechuza.

El tren inició la marcha, haciendo sonar su silbato con júbilo – cosa que habría entusiasmado a John en demasía, de no haber sido porque estaba urgido por encontrar asiento. El arranque de la enorme máquina provocó una ligera sacudida, lo suficientemente fuerte para que el pequeño John perdiera el equilibrio y tropezara estrepitosamente en pleno pasillo.

El niño cayó de bruces al suelo, apenas alcanzando a meter las manos para evitar un golpe mayor. El ave chilló ante la sacudida, aleteando desesperada cuando su jaula fue a parar al piso igualmente. Antes de que su cerebro reaccionara al tropiezo y le instruyera volver a levantarse, una mano ya lo sostenía del brazo, tirando de él hacia arriba de modo que John pudiese ponerse de pie nuevamente. Parpadeó, enfocando su vista para distinguir a su auxiliante.
Junto a él, un joven de unos catorce años lo sostenía firmemente del brazo con una mano, y con la otra había recogido también la jaula de su lechuza, frunciendo el ceño en un gesto de sincera consternación. Su tez era escasamente más oscura que la de John, de un bronceado bastante sano; de rostro ovalado y semblante amable, cabello castaño ondulado sobre su cabeza, y ojos color chocolate.

- Hey, pequeño, ¿te encuentras bien? – le preguntó a John, una vez que se hubo asegurado que éste podía mantenerse en pie por sí mismo.

John sacudió sus ropas, después de que el mayor lo liberara. Éste le devolvió a John la jaula.

- Sí, gracias. – dijo con sinceridad. – Aunque preferiría que no me llamaras 'pequeño'.

- Oh, claro. Lo siento. – sonrió el moreno. – Veo que eres de nuevo ingreso. Te encantará el castillo.

Él le sonrió de vuelta, presumiendo un par de graciosos hoyuelos.

- Ya lo creo. – asintió John con entusiasmo.

- Oh, a propósito, me llamo Greg Lestrade. – se presentó el castaño, y le tendió una mano al menor, cortésmente.

- Soy John Watson. Mucho gusto, Greg.

John le devolvió el apretón de manos, casi admirado de que hubiera conseguido algo así como un amigo – o al menos, era la primera persona que se acercaba a entablar una conversación con él.
Luego, vaciló un poco, mirando a su alrededor.

- Uh, Greg… ¿De casualidad habrá algún asiento vacío en tu vagón? No he hallado ningún sitio disponible.

- No, lo lamento, John. Estamos llenos. – se disculpó Greg, torciendo el gesto ligeramente ante la expresión desanimada del menor, por lo que se apresuró a agregar: – Pero me parece que allá, en el último compartimiento, hay lugar para ti.

El rubio lo miro, esperanzado.

- Gracias de nuevo, Greg.

- No fue nada. – sonrió el mayor. – Debo irme, o yo también perderé mi lugar. Hasta luego, John.

- ¡Hasta luego!

Ambos se despidieron y retomaron sus respectivos caminos. Greg se adentró en una de las cabinas, para luego perderse de vista en el interior. John se apresuró a seguir el consejo del otro y se encaminó hacia el final del pasillo, donde se ubicaba – tal como había indicado Greg – el último gabinete del vagón.

La puerta corrediza estaba abierta para cuando llegó a su altura, sosteniéndose del marco para no caer de nueva cuenta. Se asomó al interior, con cierta timidez. Dentro reinaba el silencio. Le habría parecido que la cabina estaba vacía, de no ser porque sus ojos divisaron en seguida a la esbelta figura que se encontraba sentada ahí.

El cabello rizado y rebelde, la tez pálida y el elegante porte le hizo reconocerlo de inmediato. Era el mismo niño que había visto en la estación de trenes, el que iba acompañado de otro chico de mayor edad. Apenas si reparó en la presencia de John; su vista estaba fija en el grueso libro de pasta verde que llevaba sobre el regazo, inmerso en su lectura – fuese de lo que fuese.

John carraspeó de manera apenas audible, temeroso de parecer grosero o interrumpir al otro niño, quien de mala gana, dirigió sus penetrantes ojos grises hacia el rubio, con escrutinio.

John tragó saliva.

- Uh… H-Hola. – balbuceó, nervioso. – Yo… – cerró la boca, respirando por la nariz y obligándose a ordenar sus ideas antes de hablar, de modo que no pareciera un completo tonto. – Los vagones están llenos, y no he encontrado un sitio dónde sentarme, así que me preguntaba si te importaría que compartiéramos el gabinete.

Las palabras fluyeron con mayor elocuencia de la que John mismo esperaba. El moreno frente a él lo observó durante unos instantes, para luego volver su mirada sin mayor interés a su libro.

John mordió su labio, ansioso, y tomó el posterior mutismo del otro como respuesta afirmativa. Sin decir más, se adentró en la cabina, arrastrando con él la jaula de su pequeña lechuza, y se sentó frente al castaño, sin que éste apartara la mirada de las amarillentas páginas que leía. Depositó con cuidado la jaula sobre el asiento a su lado, sujetándola para evitar que resbalara en el trayecto. Artemis, la lechuza, chilló una vez más debido al movimiento, pero pronto volvió a acurrucarse sobre su base.

Acto seguido, se manifestó un silencio un tanto incómodo para el rubio, que removía sus manos sobre su regazo, impacientemente. No podía quitarle los ojos de encima al niño frente a sí, le resultaba demasiado extraño…, misterioso. Sí, a John le gustaban los misterios. Y ese niño despertaba su curiosidad de cierta manera.

- Soy John Watson. – se presentó, tendiendo su pequeña mano hacia el moreno, gentilmente. – ¿Cuál es tu nombre?

El niño levantó la mirada hacia él, posando sus intensos ojos en su mano, con innegable desconcierto. Estudió a John por unas milésimas de segundo, antes de apartar su libro con resignación – reposándolo sobre el asiento a su lado – y extendió su mano hacia la de John, estrechándola brevemente, con firmeza y seguridad. Su piel era tan tersa como parecía al entrar en contacto con la de John. Retiró su mano apenas concluido el fugaz y cordial apretón.

- Sherlock Holmes. – respondió el niño. Su semblante permanecía impasiblemente serio.

- ¿Sherlock? – repitió el rubio, ladeando ligeramente la cabeza. – Es un nombre singular.

El niño de cabello castaño oscuro no replicó nada al respecto, simplemente se limitó a observar a John con un disimulado destello de curiosidad en sus enigmáticos ojos grisáceos.

- ¿Afganistán o Iraq?

- ¿Disculpa, qué? – John frunció el ceño, sin saber a lo que el niño se refería.

- Tu padre. – aclaró el menor, con obviedad. – ¿Afganistán o Iraq?

Por un instante, John quedó atónito. Apenas alcanzaba a comprender a lo que se refería el moreno; estaba preguntándole sobre su padre militar, pero… ¿cómo sabía él eso? ¿Cómo sabía él que su papá se había ido a la guerra, precisamente a un país de esa zona? Se preguntó si tal vez habría utilizado algún hechizo sobre él para adivinar dicha información.

El asombro y la confusión provocaron un revoloteo de preguntas en la mente de John, que simplemente miraba al otro boquiabierto, sin ser capaz de proferir palabras coherentes.

- ¿C-Cómo…? – trató de decir, sin aliento.

El moreno se encogió de hombros.

- Bueno, simplemente lo supe cuando te vi, tu aspecto lo denotaba: el cabello corto en ese estilo es un evidente indicio de un padre militar, así como tu vestimenta, rigurosamente aseada. Los zapatos tan bien boleados en un niño de once años revelan la estricta disciplina que rige en casa, al igual que ese suéter de lana que llevas puesto, evidentemente muy grande para ti. Además, te vi en la estación, con tu madre y tu hermana. Pude deducir de su relación que ella es a quien suele consentir más tu madre, ya que aunque te acompañaba, su atención se centraba más en la niña. Ustedes dos no tienen un lazo de hermanos muy amistoso. Por la forma en que tu madre se erguía a su lado y por cómo tomaba la mano de ambos, sé que se casó joven y que es del tipo sobreprotector, principalmente con tu hermana, por ser mujer. Cree que tú eres mucho más independiente, y el parecido físico está más inclinado hacia el lado paterno, según noté, así que no considera que necesites de sus atenciones tanto como tu gemela, ya que tienes el carácter de tu padre; a quien, por cierto, extrañas demasiado y hubieras deseado que hubiese sido él quien te acompañara en vez de tu madre, aunque la ames por igual. Tus padres son muggles, pero probablemente tu padre haya tenido algún conocimiento acerca del mundo mágico. Tu madre no es tan apegada a esos temas, y tu hermana simplemente los odia ya que tiene envidia de que ella no haya recibido ninguna invitación. Y obviamente, eso le hace pensar que eres algo así como un fenómeno.

Esta vez, John se había quedado sin habla completamente. Estaba perplejo, casi sentía horror por la escalofriante precisión de las palabras del niño frente a él, pero al mismo tiempo, no podía estar más fascinado.

Sherlock aguardó en silencio, estudiando la reacción de John con cautela, sin hacer el más mínimo movimiento. Sus ojos escrutadores recorrían el pequeño rostro de John, cuya expresión pasmada no dejaba a relucir demasiado. Casi parecía temeroso, como si estuviera esperando una mala respuesta por parte del rubio, alguna reacción violenta, un insulto, o incluso el pánico. Lo miró expectante, hasta que John pudo recobrar un poco de oxígeno en sus pulmones, y fue capaz de reaccionar.

- ¿Tú… dedujiste todo eso… sólo con mirarme? – cuestionó, aún incrédulo.

El moreno asintió levemente, sin alterar su semblante neutro. John dejó escapar el aire nuevamente, a la vez que una sonrisa de admiración jugaba en las comisuras de su boca, abierta de la sorpresa.

- ¡Asombroso! – elogió, verdaderamente maravillado.

Otra sonrisa se asomó sutilmente por la comisura de los cincelados labios de Sherlock, apenas visible, pero completamente satisfactoria.

Le parecía reconfortante que alguien, por primera vez al oír alguna de sus genialidades, no se aterrara o le llamara fenómeno. No, era más que eso, se sentía realmente entusiasmado por la idea. Había algo en ese niño rubio que lo volvía diferente a los demás, algo que despertaba el caprichoso interés del joven Sherlock Holmes.

- Pero, una pregunta más…: – añadió el rubio, sus profundos ojos azules brillando de curiosidad. – ¿Qué es un muggle?

- Muggle es el término usado en el mundo mágico para denominar a aquellas personas que son no-magos, o bien, ordinarias. – explicó Sherlock, con vigor. – Gente común y corriente, como tu familia.

John dio un respingo ante la última frase.

- Hey, mi familia no es corriente. – se quejó, frunciendo el ceño con indignación.

- No me refería a eso. Simplemente no son mágicos, como nosotros. La mejor palabra para definirlos es precisamente muggles.

- Bueno, parece que sabes gran cosa sobre mí, pero no he oído nada sobre ti. – replicó John, dejando atrás el recelo y volviendo a su previa curiosidad.

Sherlock sonrió.

Lo supo entonces: John Watson se convertiría en su fiel compañero a partir de ese día. John Watson era mucho más interesante que el resto de los niños de su edad, o que cualquier persona – ya fuese mago o, con mayor razón, muggle –; y, principalmente, John Watson jamás lo vería a él como un fenómeno. Era todo lo que Sherlock podía pedir.