Costa Alegre
Al despertar la mañana del jueves, me encontré con un Sherlock vestido, con el abrigo puesto y la bufanda anudada al cuello. Me quedé sorprendido cuando vi que, junto a sus pies, descansaba una maleta enorme. La única que el detective tenía en su armario. De haber tenido la taza de té del desayuno, la habría dejado caer de la sorpresa. De las pocas veces que habíamos tenido que viajar, siempre me había tocado a mi hacer las maletas de ambos. Como en el caso de Baskerville.
Fuera, el alma latente de una Londres despierta sonaba con energía: coches circulando por Baker Street, cláxones de contrariados conductores, gente pidiendo un taxi, la ajetreada marea de personas desayunando en la puerta de Speedy's. Podía ver el brillo carmesí de su toldo rojo desplegado en el cristal de la ventana frente a la chimenea. El olor a cuero de la maleta y al té de la Señora Hudson en el apartamento bajo nosotros resultaban una combinación ciertamente excitante. Una que prometía peligro, un nuevo caso y un desplazamiento inminente a solo Dios sabía dónde.
De pronto, su voz me sacó de mi ensoñación. Claramente, era demasiado temprano para mi mente. Mi cabeza no parecía estar por la labor de colaborar a la hora de seguir un ritmo aceptable, y menos a aquella hora tempestuosa de la mañana. No sin antes, claro, tener un té de por medio. Todo era mejor después del té.
- ¿John?
Sherlock se quedó mirándome como si me acabara de volver de color verde lima, y yo no podía ocultar mi sorpresa de ningún modo. Aunque probablemente esa fuera una expresión demasiado humana para ser aplicada a él. De haberme vuelto verde, podría jurar que habría dejado cualquier cosa que tuviera entre manos para ponerme sobre la mesa de la cocina (pensamiento que no admitiré que tuve en voz alta, porque un montón de imágenes acudieron a mí, y no precisamente muy científicas), y me habría examinado atentamente, como si fuera otro de sus múltiples experimentos.
- ¿Te vas de viaje? –fue lo poco que acerté a decir. En realidad, me sentí muy orgulloso de conseguir pronunciar la frase sin un solo balbuceo incomprensible, porque en mi estado, no creía que eso fuera posible.
- Parece evidente. Vamos, John. Sé que es pronto para ti, pero no me seas Anderson. ¿Qué me ha delatado? ¿La maleta? –se burló.
No podía salir de mi asombro. Pensé, por un momento, que la señora Hudson, la santa que teníamos por casera, sería la que le habría preparado el equipaje, pero luego, una revelación. Ella no era la niñera de Sherlock, de modo que no había manera de que hubiera sido la buena mujer. No obstante, la alternativa parecía tan extraña, que no era capaz de imaginarla si quiera.
- Oh, vamos. No estarás así por que me he hecho la maleta –planteó, con una sonrisa petulante apareciendo en sus labios. Solo pude parpadear, sintiéndome extremadamente estúpido de repente. Era un adulto en pleno uso de sus facultades. Podía hacerse el equipaje solo. Abrí y cerré la boca como un pez – Venga, sube y haz la tuya. Nos vamos.
- ¿Nos? –grazné, aunque una parte de mí estaba que daba saltos de emoción por la idea de que estaba incluido en el viaje - ¿A dónde? ¿Cuánto tiempo? Sherlock, ¡tengo un trabajo! ¡No puedo irme cuando me apetece sin avisar!
Él me miró alzando una ceja, leyendo mi alma mejor de lo que yo mismo podría hacerlo jamás. Para mí, el trabajo era solo una fuente de ingresos. Me sentía bien en el hospital, ejerciendo la profesión que amaba, eso era cierto, pero entre la monotonía de un centro de salud, y la incertidumbre y la adrenalina de un nuevo caso, mi lado de soldado y amante del peligro ganaba siempre la batalla. Disfrutaba en los casos casi tanto como Sherlock y él lo sabía. Ambos lo hacíamos.
Pensé que diría algo más, que haría una mordaz observación en voz alta que alabara con una fuerte dosis de ironía mi profesionalidad, anteponiendo siempre mis obligaciones a lo que realmente quería como había hecho tantas otras veces cuando me había negado. No obstante, se metió las manos en los bolsillos, y suspiró.
- Esta vez te necesito, John. No puedo hacer esto solo.
Me quedé de piedra, y tal vez algo más. Sherlock Holmes no era alguien dado a necesitar a la gente. La gente le necesitaba a él, no al revés; nunca al revés. Y para más inri, lo estaba diciendo directamente. Me necesitaba.
No pensé en ese momento que esa podía ser otra de sus tretas manipuladoras. El muy cabrón tenía un montón de formas de controlar mi voluntad de mil maneras, hasta el punto de hacerme creer que lo que hacía lo hacía por iniciativa propia, y no porque él así lo hubiera querido en algún momento indeterminado. Tampoco pensé que podía ser parte de un retorcido experimento de sujeto John Watson, o el por qué no me había dado ningún tipo de dato a cerca de qué iba el caso, cuando normalmente daba más información de la que necesitaba o quería si quiera saber, antes de que se lo pidiera. Tampoco me preocupé de preguntárselo hasta que ya fue tarde para desdecirse. Así de fuerte era el dominio que ejercía sobre mí. Simplemente subí las escaleras de dos en dos hasta mi cuarto y, aún en pijama y bata, desmonté el armario entero, y parte de los cajones de mudas de ropa interior en la única maleta que poseía, una grande, de color azul desvaído, desgastada en las esquinas, y con una cremallera peleona donde las hubiera. Me cambié tan rápido que pensé que lo había soñado todo, y bajé volando.
Cuando llegué, me estaba esperando en la misma postura. Lo único que había cambiando en aquella imagen era que estaba mirando atentamente su teléfono, leyendo algo con suma atención.
- Venga, el vuelo sale en veinte minutos, y el tráfico está fatal a la altura de Buckingham.
Me apresuré a bajar las escaleras tras él, despidiendo a la Señora Hudson, que se había asomado a la entrada en cuanto oyó el ruido de las maletas chocando contra los escalones. Llamé a Sarah tan rápido como pude, y le dije que me había surgido algo importante y que estaría unos días fuera. Tuvimos la inmensa suerte de poder coger un taxi en dirección al aeropuerto y con un conductor de lo más agradable, que nos consiguió una ruta alternativa, lo que nos hizo llegar allí con tiempo suficiente como para pasar el punto de no retorno con tranquilidad, y entretenernos desayunando en uno de los bares de la zona de descanso en el duty-free. Mientras, ya sin las engorrosas maletas, Sherlock metió de nuevo una mano en su bolsillo trasero, y sacó un anillo. Por un estúpido momento que me avergüenza reconocer, pensé que era uno de esos juguetes de merchandising del Señor de los Anillos, pero luego recordé de golpe que Sherlock no era muy amigo de la ciencia-ficción, o los libros de aventuras, o las películas.
- Antes de que subamos al avión, hay algunas cosas de las que deberías estar al tanto, John. Para que no lo fastidies todo.
No pude evitar poner los ojos en blanco y bufar. Yo no fastidiaba nada. Y si lo hacía, era porque se negaba a contarme lo que tenía pensado. Esperé, no obstante, mientras acababa el café de máquina que nos habían servido, el amargor de su sabor despejándome por momentos.
- El avión nos llevará a Cardiff, donde cogeremos un crucero –dijo, mirándome. Yo casi me atraganto con el café. Un crucero. Íbamos a coger un crucero -. Vamos a estar de incógnito, además, por lo que nuestros nombres no son seguros. He pensado que podíamos usar Hamish para ti, y Scott para mí.
- ¿Incógnito? ¿Qué clase de caso es este, Sherlock? –pregunté, intrigado de verdad por lo que me estaba contando.
Hizo una pequeña mueca.
- Lo cierto es que es cosa de Mycroft. Le debía un favor, y como no le gusta el trabajo de campo… -al ver mi cara de incomprensión, suspiró, y se explayó un poco más -. El MI6 ha recibido un soplo de que el Costa Alegre podría estar traficando con armas del mercado negro, y con personas desde Marruecos, y trayéndolo todo a Inglaterra. En su último viaje, las cámaras de los observadores pasaron por el reconocimiento facial a la tripulación de forma discreta, y vieron que varios de sus integrantes habían estado en un pasado acusados de terrorismo en dos países, y que el capitán tenía antiguos cargos por trata de blancas. Ayer, Mycroft consiguió que aceptara coger ese crucero para sustituirle en la misión. Al parecer, los favores que consigue mi hermano en el gobierno Británico tienen un precio. Y decidió que era el momento de cobrarse una deuda.
- ¿Temen que estén armando a una célula terrorista en el país? –adiviné.
Sherlock apretó los labios.
- Seguramente lo que más les preocupe sea la compra-venta de armas, pero sí, esa es una posibilidad –dijo, girando aún el anillo en sus dedos. Por primera vez, me percaté del que él llevaba puesto en la mano, sobrio y de oro, limpio y pulido. Casi se me para el corazón. No podía, en ningún modo, ser lo que estaba pensando. No dije nada por no ponerme a mi mismo en evidencia, de estar equivocado, así que esperé, con la sensación de que en cualquier momento iba a desmayarme de la impresión, lo que, por cierto, sería de lo más vergonzoso -. El viaje es de dos semanas, así que tenemos tiempo para investigar y atar todos los cabos sueltos. Y ahí es donde esta cosita tan inofensiva entra en acción –dijo, alzando el anillo ante sí, bizqueando un poco mientras lo observaba. Mis sospechas e iban haciendo cada vez más fuertes. Aquello era claramente una alianza -. El crucero es para parejas, por esa celebración tan ridículamente humana de San Valentín. Por supuesto, también pueden ir solteros en busca de algo que pescar, pero alguien solo siempre llama más la atención que alguien acompañado –añadió, y ante mi estupefacta mirada, me cogió una mano, la izquierda, y deslizó el anillo por mi dedo corazón. Comprobé, anonadado, que me iba. Ni sobraba, ni faltaba. Abrí y cerré la mano, acostumbrándome a la idea de tener allí aquel accesorio que decía tanto y tan poco a la vez, sin poder salir de mi asombro. Aún no estaba seguro de si eso me parecía bien o no. Yo no era gay.
- ¿Me estás proponiendo algo, Sherlock? –pregunté, entre divertido y sorprendido.
Mi compañero se rió, levantándose de la mesa cuando la mujer de los altavoces anunció que era hora de embarcar para los pasajeros de nuestro vuelo. Le seguí, pagando el importe exacto por el desayuno de ambos, y caminamos juntos hasta la terminal correspondiente.
- Salimos durante tres años –empezó a explicar, en voz baja para minimizar el riesgo de que alguien pudiera escucharnos -. Trabajas en el Hospital de San Bart's, y yo en la universidad, enseñando Química. Llevamos nueve meses casados. Tú me lo pediste. La ceremonia fue en Julio, solo los familiares cercanos…
- Espera –corté, alzando una mano - ¿Por qué te lo pedí yo? ¿Y de dónde has sacado los anillos?
Bufó, exasperado por mi interrupción.
- Me lo pediste tú porque está claro que de los dos, el que lleva mejor el tema de las emociones eres tú. Y los anillos son de la Señora Hudson. Se los pedí esta mañana, y accedió a dejármelos si prometía devolvérselos enteros. Creyó que nos servirían, y no se equivocó.
Se me subieron los colores, y noté como me ardía la cara. Ya era bastante extraño que la buena de nuestra casera pensara que estábamos juntos, como para que encima nos dejara sus alianzas. Seguramente creía que Sherlock y yo nos habíamos fugado a Las Vegas para casarnos en secreto… Dios, que vergüenza.
- Está bien… ¿Cómo nos conocimos?
Sherlock sonrió, aprobando mi retorno al cauce de la misión.
- Lo mejor sería no salirse mucho de la verdad. Nos presentó un amigo mutuo después de que volvieras de un voluntariado en el extranjero. Buscábamos compañero de piso. Te sorprendí con el viaje para celebrar nuestro primer San Valentín como matrimonio. No hay parte sumisa, aunque de haberla, claramente la dominante sería yo…
Entramos en el avión, y dejamos las bolsas de mano en los departamentos sobre los asientos. Nos sentamos en nuestros asientos, él en la ventana y yo en el pasillo, y vi como se dibujaba una sonrisa en su cara al ver mi cara de asombro.
Por ahí si que no pasaba. Jesús, ¿tanto quería cubrirse, que había que entrar también en el detalle del sexo? ¡Ni siquiera sabía si era gay, hetero o bi! Podía ser perfectamente asexual, que no me lo había dicho. No habíamos hablado nunca del tema, y ahora quería venir con el rol que supuestamente tenía cada uno en un matrimonio inventado, cuando no tenía ni una ligera idea de su orientación sexual, o si la tenía, por algún casual. Muy Sherlock.
- No creo que haya que profundizar tanto, de verdad. Y no. Está claro que tú no serías la parte dominante –refunfuñé, abrochándome el cinturón.
La verdad era que volar no era lo que más me gustaba en el mundo. Había visto helicópteros de guerra sobrevolando la zona en Afganistán estrellándose contra el suelo en una bola de fuego las suficientes veces como para convencerme a mi mismo de que era mejor estar con los pies en tierra firme. La vez que Mycroft envió uno de esos cacharros del inferno a buscarme para llevarme a palacio por el caso de Adler, creí que no sería capaz de subirme sin que me entrara un ataque de pánico.
- John, alcánzame la bolsa negra.
Gruñí cuando lo escuché. Acababa de sentarme. Podía habérmelo pedido cuando estaba de pie. Me sentí tentado de quedarme quieto, como si no le hubiera oído, pero finalmente me levanté, abrí el compartimento, y le tendí la bolsa.
- Ya no me hace falta –replicó, meneando en el aire su IPod. Apreté la boca, conteniendo las ganas de darle el gancho de derecha de su vida, y volví a guardar la bolsa en su lugar. Repetí el procedimiento de sentarme y abrocharme, y cuando estuve listo otra vez, Sherlock se volvió hacia mi, con las manos entrelazadas en el regazo. Tenía las comisuras alzadas en una sonrisa petulante.
- Y ahora que ya hemos aclarado el punto de tu extraña tendencia miliciana de obedecer todas mis ordenes (y que hemos comprobado que yo sería el dominante, obviamente), ¿podemos seguir con lo que nos ocupa, John?
Tomé aire con lentitud, reteniéndolo en los pulmones, y expulsándolo lentamente, en un intento por calmarme. Cometer asesinato en un avión no estaba bien. Y menos cuando todos creían que la víctima era tu marido.
Marido. La palabra sonaba rara incluso en mi cabeza. Decidí no darle demasiadas vueltas, o me volvería loco.
Nos mantuvimos en silencio un tiempo. Pensé que Sherlock había perdido el interés por intentar aclarar nuestra tapadera, pero eso era imposible. Parecía que molestarme era una de sus actividades favoritas cuando estaba aburrido. El avión se iba llenando cada vez más, y yo no veía el momento de que despegara, solo por saber que, cuanto antes estuviéramos en el aire, antes aterrizaríamos. Me veía muy capaz de besar el asfalto de la pista en cuanto llegáramos a Cardiff. Todo dependía de las condiciones atmosféricas de la ruta. Recé porque el tiempo fuera favorable, y no hubiera turbulencias.
- ¿Por qué nueve meses? –pregunté, necesitado de un poco de conversación que me hiciera olvidar el inminente desplazamiento.
Pareció encontrar mi pregunta de lo más interesante.
- Porque, aunque somos de una zona particularmente falta de sol y por lo tanto, pálidos por naturaleza, de llevar más tiempo con el anillo, la piel del dedo habría registrado una marca visible a un ojo curioso y apreciativo. Y porque, a pesar de nuestras dotes de actuación, adaptarse a un nuevo factor mucho tiempo suele acarrear reacciones incontrolables, como en este caso lo serían las cutáneas. Trabajar con las manos con la alianza puesta nos molestará, y lo más probable es que nos produzca alguna llaga en la palma por el roce continuado. Nada serio, pero sí visible. Así que nueve meses parece un tiempo aceptable en este caso.
Parpadeé, sorprendido, y no pude evitar pensar que, si Sherlock decidiera un día cometer un delito, no habría criatura sobre la faz de la tierra capaz de detenerle… excepto quizá su hermano, si se dignara a hacer el trabajo sucio por sí mismo en lugar de relegarlo a sus subordinados.
- Sherlock.
Giró la cabeza para mirarme, interrogante, y jugueteé con el anillo en mi dedo.
- Acabo de darme cuenta de que no sé cual es tu color favorito.
Sonrió.
- El gris, John.
- ¿Gris? Parece un poco… triste.
Se encogió de hombros.
- El gris es un color resultante de la mezcla de blanco y negro. El negro es la oscuridad, la mezcla de todos los colores. El blanco, por el contrario, es la ausencia de todos ellos. Atendiendo a la teoría del color, éste es solo el reflejo de la luz que emite un objeto, el reflejo de la intensidad lumínica que no puede absorber. El gris es un intermedio de todo y nada. Es el equilibrio, por decirlo de alguna manera. El gris es la mezcla de todos los colores, no el negro. Porque el blanco también es un color –explicó -. La verdad es que nunca me he parado a pensar en algo tan banal como mi predilección cromática, pero supongo que de tenerla, sería esa.
Silencio entre nosotros de nuevo. No sé que respuesta esperaba, pero esa seguro que no. Por otro lado, era muy suya. Algo típico del Holmes. Me pregunté internamente si creía que él era el blanco, rechazándolo todo, quedándose vacío, y creía que el gris era un color intermedio. Si era lo que quería pero no podía alcanzar. Una armonía entre el todo que tenía la gente, el negro repleto de todas las cosas, y la ausencia que él tenía. De ser así, acababa de hacerme la confesión más íntima y sincera que me hubiera hecho nunca nadie. Pero no tenía forma de saberlo. Al fin y al cabo, solo estábamos hablando de simples colores. No había nada de psicología compleja en eso… ¿verdad?
- ¿No quieres saber cual es el mío?
Se rió.
- Que a estas alturas de nuestra relación no sepas que ya lo sé me ofende, John. Claramente es el verde.
- ¿Por qué es claramente el verde? –pregunté.
- El verde es un color muy vivaz, muy natural. Podría incluso decir que emocional. Y tienes un montón de ropa de distintos colores de verde. La pared de tu cuarto es verde. El sofá que compramos es verde. Todo apunta al verde, John.
Noté como el avión empezaba a moverse, girando para posicionarse en la pista, y me aferré con fuerza a los brazos del asiento. Por la megafonía, se daban instrucciones para ponerse el cinturón de seguridad, y los avisos de las azafatas y azafatos de vuelo. No les presté atención. Cerré los ojos con fuerza, deseando que pasara pronto. El despegue era la pero parte para mi. Una vez en el aire, me sería más fácil olvidar que estábamos a quién sabe cuántos kilómetros de altura, pero no mientras el avión estaba inclinado casi en vertical, ascendiendo. El ser humano no tenía alas, y era por algún motivo.
Noté que una mano se deslizaba dentro de la mía y me la apretaba. Supe que era la de Sherlock, aunque nunca lo había tocado así. La apreté de vuelta, inconscientemente, forzando la mandíbula. Debía de saber que no me gustaba mucho volar. Era un miedo irracional, ya que en teoría, el medio más seguro de transporte era el aéreo, pero… era como intentar que un agorofóbico saliera a la calle, o a un claustrofóbico que las paredes no se cerrarían a su alrededor.
Al poco tempo, empezó a hablarme otra vez de la tapadera, dándome más datos, y cuando eso acabó, sobre el caso que teníamos entre manos. Habló casi sin parar. Todo el tiempo, hasta que la luz verde del cinturón se encendió, y una amable señorita anunció que podíamos encender los aparatos electrónicos. En ese momento, Sherlock terminó su explicación, y permaneció callado, mirando por la ventanilla del avión, y yo me di cuenta de que había estado hablándome para mantener mi mente ocupada. A duras penas me había dado cuenta de en qué momento habíamos empezado a despegar. Me relajé un poco en mi asiento, sin desabrocharme el cinturón, y miré abajo. Mi mano seguía sostenida por la suya, y no parecía que tuviera prisa por retirarla. Me sorprendí a mi mismo sin querer soltarla. Su contacto resultaba… reconfortante, de algún modo.
Lo siguiente de lo que me di cuenta fue de que no había opuesto ningún tipo de resistencia cuando me puso el anillo en el dedo, y me impuso (porque no hablábamos de una sugerencia, había sido una orden clara y sin ocasión de rechazo) que fingiera ser su marido. Ni siquiera había dicho mi ya famoso "no soy gay".
Por primera vez, no tenía ni la menor idea de dónde me dejaba eso.
Entrar en el barco fue una experiencia de lo más extraña, sobre todo porque lo hacía junto a un Sherlock con unas bermudas de flores hawaianas rojas, chanclas, gafas de sol, y una camisa holgada de manga corta, a pesar del frío del puerto de Cardiff. En la mano, llevaba su maleta, y yo arrastraba la mía, algo más abrigado que él, por detrás. El olor del mar, salado y profundo me azotó la nariz con toda la fuerza de una novedad. Las gaviotas planeaban en el cielo sobre nosotros, en busca de algo que poder llevarse al buche, chillando.
Nunca había estado en un barco antes, y estúpidamente pensé que se notaría un bamboleo constante, pero nada más lejos de la realidad. La verdad era que se parecía mucho a pisar suelo de tierra firme. Nos dirigimos a nuestro camarote (claro, no podía reservar dos, sería sospechoso), y nos topamos de bruces con una suite marina. El aposento era grande, espacioso, tenía baño propio, y una gran cama de matrimonio de sabanas rojas y cubierta de pétalos de rosa. La estampa hubiera sido una maravilla si no hubiera tenido la perspectiva de que, o alguno de los dos iba a dormir durante quince días en el suelo, o iba a tener que compartir cama con Sherlock Holmes. Aunque él raramente dormía, y podía ser perfectamente hetero o asexual, así que tampoco era que tuviera que hacer una montaña de un grano de arena…
Pero, es que Dios. Dormir con Sherlock. Eso era una gran cosa para mí. Qué digo. Era algo titánico. Que yo, el autoproclamado heterosexual, "el solterito" (como odio ese apodo ridículo) John Watson, el "yo-no-soy-gay-por-si-a-alguien-ahí-fuera-le-interesa-saberlo", y compañero de piso del único Detective Consultor del mundo, sociópata bien integrado Sherlock Holmes, fuera dormir con otro hombre. Simplemente, la idea bloqueaba mi mente.
La sola idea de ello hacía que se me retorcieran las entrañas, pero no de una forma desagradable. Eso junto con todo lo anterior, estaban provocando un importante desorden en mi. Quizá había llegado la hora de contemplar la situación con calma y mente fría, y replantearme muchas cosas que hasta el momento había dado por sentadas.
- ¿Quién ha pagado esto? Tiene que costar un ojo de la cara. Por lo menos.
- Un ojo y riñón y medio, a decir verdad –cuando le miré, horrorizado, se rió -. Oh, vamos. Era una broma. Lo ha costeado Mycroft. Aunque lo correcto sería decir que lo ha hecho su tarjeta de crédito –explicó, con una sonrisa de niño pillo, sacando una tarjeta de crédito de color negro, con los datos del mayor de los hermanos Holmes en ella, en letras plateadas.
De verdad que iba a tener que tratar con él esa tendencia cleptómana. Primero las placas de Donovan y Anderson de Scotland Yard, luego las esposas de Lestrade, y ahora las tarjetas de Mycroft. El siguiente paso sería planear un atraco a gran escala de las arcas nacionales.
- Sherlock…
Él me ignoró por completo, suprimiéndome de esa mente tan brillante, seguramente. Dejó la maleta, y estudió el cuarto con atención. Abrió el ojo de buey del que disponíamos, y que daba al mar en relativa calma del puerto, antes de sacar la cabeza. Por un momento, pensé que lo dejaría pasar, pero el muy idiota era como un maldito gato: por donde pasaba la cabeza, pasaba él. Así que se aferró a la ventana, y sacó medio cuerpo fuera. Juro que casi me da un infarto.
- ¡Sherlock! ¡Baja de ahí, que te vas a matar! ¡Deja de hacer el mono! –exclamé, dejando yo también mi equipaje, y yendo hacia allí. Le cogí de las piernas sin pensar demasiado en ello, y le sujeté con fuerza, tirando de él hacia dentro. A veces parecía un niño pequeño.
Se deslizó dentro del camarote de nuevo, quejándose y gruñendo porque había interrumpido su investigación, y dejé que cayera sobre la mullida cama de espaldas. Lo observé rebotar en el colchón, y mi enfado se fue tan rápido como vino. Un Sherlock Holmes tumbado en una cama de matrimonio con un montón de pétalos de rosa a su alrededor, no es algo que uno pueda ver todos los días. La imagen resultaba de lo más divertida. Ahogué una carcajada y me miró, ceñudo.
-¿Qué te hace tanta gracia?
- Nada, nada. Tú a lo tuyo, Sherlock.
-Scott –gruñó, molesto.
- ¿Qué?
Se levantó, y se acercó a mi, antes de dirigirse a su maleta, ponerla encima de la cama, y abrirla para empezar a deshacerla.
- La tapadera, "Hamish". Ahora soy Scott, ¿recuerdas? Esta gente es peligrosa en un grado bastante alto, así que cualquier fallo, y tendremos un pie en la tumba –dijo, y en cuanto lo hizo, deseé que hubiera elegido otro tipo de explicación. Recuerdos de una sepultura en invierno, y de sangre en el pavimento frente a San Bartholomew's acudieron a mi mente en nítidos y brillantes flashes. Vi cómo hacía una mueca, y me giré para que no me viera la cara. Le ó carraspear, dándose cuenta de su falta de tacto, seguramente-. Bueno, tú ya me entiendes.
Me crucé de brazos, contando hasta cincuenta mentalmente y mirando las estanterías en el interior del armario del cuarto. Pensé en cómo las dividiríamos y fui distribuyendo la ropa mentalmente. De nuevo, me asaltó el sentimiento de que aquello que íbamos a hacer no saldría bien. Era posible que Sherlock supiera casi todo sobre mí solo con un vistazo rápido, pero yo no tenía esa ventaja. No tenía ni idea de cual era su comida preferida, si era alérgico a algo, o quién demonios era el tal Barbaroja que su hermano tanto sacaba a colación para fastidiarle. No sabía nada de su pasado, qué había estudiado (si es que había ido a la universidad), dónde lo había hecho, dónde vivían sus padres. Le daba tan poca importancia a las cosas normales, que se había cerrado de manera hermética para mí. Difícilmente podríamos pasar por una feliz pareja recién casada si lo único que sabía de él era que le gustaba tocar el violín a unas horas que no eran normales, que componía cuando estaba pensando, que le gustaba el café con dos de azúcar y el té verde con una; que se encerraba en su palacio mental para pensar, que podía pasar días sin comer y dormir si así lo requería por un caso, y que su hermano Mycroft Holmes (de alias gobierno británico) era un obseso del control que le mantenía vigilado las veinticuatro horas, los trescientos sesenta y cinco días del año.
- Todavía no estoy seguro a cerca de esto, Sherlock –dije, y al ver su mirada, con los ojos entrecerrados, me corregí -… quiero decir, "Scott".
- Un poco tarde para desdecirse, ¿no crees? ¿Pies fríos, Doctor Watson? ¿O es que la idea de estar "casado" conmigo es lo que tanto te altera? –bromeó, aunque aprecié un cierto tono de molestia bajo tanta frivolidad.
- No, no es eso… - ¿Vas a decirle que te gustaría estar casado con él, John? Se coherente, hombre -. Me refiero a que no sé nada de ti. Y cuando digo nada, es… nada en absoluto. Y la verdad, no me parece justo. Tú lo sabes todo de mí.
Sherlock suspiró, se sentó con las piernas cruzadas, y me miró, con la espalda tiesa como un gato. Los pétalos de rosa seguían a su alrededor. Esta vez, no había nada excesivamente divertido en la escena, sino más… oscuro. Por mi cabeza pasaron distintas imágenes de un Sherlock tumbado de espaldas, como llegó al mundo, entre todas esas rosas, gimiendo y retorciéndose, perdido en el placer, aferrándose a las sábanas con fuerza, pidiendo por más con esas ordenes tan directas... di un respingo involuntario, sin saber de dónde habían salido todas esas imágenes, o por qué. Mi yo heterosexual se sentía pequeño e indefenso, perdido y confundido. ¿Qué demonios acaba a de pasar? Recé por no estar ruborizado.
- Está bien, ¿qué quieres saber? –preguntó, resignado. Aparentemente, ajeno a lo que me acababa de pasar por dentro – Además de mi predilección cromática, por su puesto. Creo que eso ya está aclarado.
- Pues no sé… ahora mismo, así, en frío… -medité, cambiando el peso de un pie al otro. Sabía perfectamente lo primero que le quería preguntar, pero no me atrevía. Seguramente no era de mi incumbencia, pero yo necesitaba saberlo para poder quedarme tranquilo… aunque eso era lo que me decía a mi mismo para justificar mi morbosidad.
- Estás callándote algo. Sabes perfectamente qué quieres preguntarme –se quejó. Odiaba hacer estas cosas porque las consideraba innecesarias y aburridas, pero si encima yo lo alargaba con mis reticencias, la cosa empeoraba – No soy asexual, John. Al contrario de lo que muchos de vosotros creéis. Puede que mi cuerpo solo sea transporte, pero tiene ciertas tendencias (molestas en su mayoría), que tiendo a ignorar sistemáticamente.
Parpadeé, sorprendido por la revelación. Una de cuatro. Ahora solo quedaban tres pájaros en el aire, y solo uno era el correcto. ¿Pero cual?
Le oí reírse por lo bajini.
- Está bien, ya veo que no puedes dejarlo pasar. Y si no lo has sabido en estos cuatro años, no lo sabrás nunca. Soy, lo que muchos de vosotros vulgarmente denomináis como bisexual. Aunque la verdad es que el sexo nunca me ha llamado mucho la atención, pero… no soy virgen, tampoco, como decía Moriarty.
Aspiré, sobresaltado porque hubiera sido tan directo. La gran incógnita, por fin descubierta. Dos de las grandes incógnitas, dicho sea de paso. ¿Por qué, a pesar de ser adultos ambos, me costaba tanto hablar de sexo con mi compañero de piso? Era… absurdo. Pero ahí estaba. Decidí dejar estar ese tema, aunque ahora me surgían muchos subtemas que me moría por tratar, aunque solo fuera por pura curiosidad mórbida. Me estaba convirtiendo en un cotilla de mucho cuidado.
- ¿Alergias?
Negó con la cabeza.
- Ninguna. Aunque tengo un poco de asma. O tenía cuando era más pequeño. Inhalé gas butano de pequeño por una fuga de la vieja cocina, y mis pulmones se resienten a veces con la acumulación de mucho vapor. No es nada serio –se encogió de hombros.
Me senté en el filo de la cama, sabiendo que aquello iba para largo.
- ¿Llevas inhalador encima?
Se tiró de espaldas sobre la cama, juntando las manos en su pose de pensar.
- No. Es innecesario y engorroso. Siguiente pregunta.
Pensé en mi siguiente cuestión mientras me apuntaba en mi lista mental de cosas por comprar, un inhalador. Prefería cargar yo con él y tenerlo en un momento de necesidad, que no tenerlo y dejar que se ahogara.
- ¿Fuiste a la universidad?
- Claro que sí. Hice Química en Oxford, por supuesto. Me resulta muy útil, aunque biología tampoco hubiera estado mal del todo. Siempre quise visitar las piscinas de miembros de los hospitales universitarios. Molly me dio acceso a la de San Bart's, pero tiene poca cosa.
- Está bien… vaya. Vale, la siguiente… ¿quién es ese tal Barbaroja que tu hermano menciona de vez en cuando? Parece que consigue sacarte de tus casillas con eso.
Noté como se tensaba, y pensé que quizá mi curiosidad había llegado demasiado lejos. Había dicho que no era virgen y tal vez ese era el nombre en clave de alguno de sus novios anteriores. Tal vez lo habría dejado, o le habría hecho daño, o habría sido una mala experiencia… Eso le afectaba, y deseó disculparse por ello.
- Era el perro de mi familia. Lo sacrificaron cuando yo era pequeño. Estaba enfermo. Siguiente pregunta –respondió, escueto.
Yo no salía de mi asombro. Aquello parecía incluso tierno. Sherlock Holmes tenía sentimientos. Echaba de menos al perro que tuvo cuando era niño. Odié a Mycroft por sacar aquel tema solo para pincharle. La próxima vez que lo hiciera en mi presencia, tendría unas serias palabras con él. Quise decir algo que le animara, pero pensé que no había nada que yo pudiera decir que le hiciera sentir mejor. Sherlock era demasiado autónomo para todo. Agradecí, de todos modos, su sinceridad en silencio.
Continuamos con nuestro juego de las veinte preguntas, hasta que sonó la bocina del barco, y el crucero dio comienzo. A partir de ese momento, lo quisiera o no, era Hamish, el marido de Scott. Y teníamos que destapar una célula de tráfico de armas. Todo en quince días.
Ah, claro. Se me olvidaba que también compartiríamos camarote, por no decir cama.
¿Había algo mejor?
Sherlock se puso en pie con agilidad, cerró su maleta ya vacía, y la guardó bajo la cama.
- Vamos, Hamish –dijo, entusiasta. Le vi acercarse a la puerta, y aún no era capaz de acostumbrarme a verle vestido así. Tan… veraniego. Tan turista. Supuse que tendría que acostumbrarme a muchas cosas diferentes durante esas dos semanas -. Hay que ver el barco ¡Tenemos que mirar el horario de las actividades de cubierta!
- Voy enseguida. Ves subiendo. Te alcanzo en dos minutos.
Cuando subí a la cubierta, dejando mi chaleco marrón, la camisa azul y los tejanos largos en el armario, y con unas bermudas y una camisa de hilo blanca con unas chanclas que Sherlock había conseguido en el duty-free, sorprendentemente de mi número, no solté una maldición de puro milagro. Todo estaba debidamente decorado para San Valentín: había colgantes de corazones y cupidos de color rosa por toda la zona, globos de corazones rojos. Parejas haciéndose arrumacos en todas las esquinas, y de todas las combinaciones posibles. Pensé que a Harry le habría encantado ese sitio. No había miradas desaprobadoras ni críticas. El amor estaba en el aire… casi en un sentido asfixiantemente literal.
Podía haber llevado a Sarah perfectamente allí. Pero estaba con Sherlock, y estábamos casados. No iba ni a poder ligar. Per-fecto.
- ¡Hamish! ¡Hamish, amor! ¡Ven! –al principio pensé que no era para mi, pero luego recordé mi tapadera, y aprecié que esa era sin lugar a dudas la voz de Sherlock, así que busqué por la cubierta, entre el bullicio de parejas. Vi su cabeza morena y rizada, y su mano blanca sacudirse en el aire. Caminé hacia allí, con la palabra "amor" resonando en mi cabeza como un eco burlesco. Estaba parado frente a un tablón de corcho que anunciaba con llamativos carteles las actividades de ese día, y del siguiente - ¡Hay baile tradicional en el salón Poseidón esta noche! –exclamó, emocionado, cogiéndole del brazo. Demasiado emocionado para el gusto de John.
- ¿Me has llamado "amor"? –preguntó, sin poderse contener. Estaba a muy poco de sacar el móvil y grabarlo todo. Nunca tendría mejor material que ese, y aquello sin duda debía quedar para la posteridad. Contuve las carcajadas tan tremendas que se me atascaban en la garganta. Era tan hilarante…
- ¡Claro, tonto! –dijo, golpeándome en el brazo con más fuerza de lo que parecía. Sin duda había leído mi expresión, y sabía que estaba disfrutando con aquello.
Toda su cara, bajo esa máscara de romanticismo excesivo decía "si le cuentas esto a alguien te mataré lenta y dolorosamente, y luego experimentaré con tus restos de forma que no quieres imaginar" y "no te lo estás tomando en serio, la próxima vez te dejo en tierra".
Sabía que tenía que mantener la calma, pero era imposible contenerse.
- Está bien, Scott. Iremos, si tanta ilusión te hace. Pero recuerda a lo que hemos venido: me prometiste que me enseñarías astronomía –repliqué, intentando que dejara la charada y se concentrara en el caso. Le estaba dando una pista importante que había conseguido en el pasillo de nuestra planta, al salir del camarote en su busca. Encontré un mapa de salidas de emergencia de todo el transatlántico, y en él estaba señalada la ubicación del puesto del capitán.
Sonrió, una sonrisa traviesa que sí era real, y que salía cuando le daba algún dato que o ya sabía, o creía saber por muy poco. Estaba satisfecho de que estuviera por la labor, y lo que era más importante: había entendido mi referencia.
- Claro, claro. Tal vez después, cuando apaguen las luces de cubierta. Con tanto brillo no veremos nada –recorrió la zona con la mirada, y añadió – Creo que la proa es un buen sitio. No hay muchas lámparas.
Asentí. Si nos separábamos, teníamos que reunirnos allí en cuanto desconectaran las luces de cubierta. Bien. Algo que hacer, además de fingir retozar como enamorados en una cama. Eso me daría tiempo para aclarar mis ideas, últimamente demasiado dispersas.
Una pareja se lnod acercó por detrás, y chocó conmigo. Me giré para disculparme, y me los quedé mirando. Sherlock les observó también, rápido y atento, y cuando estaba a punto de despedirse, saludó.
- Vaya, perdón. Hamish es un poco torpe. Soy Scott, encantado –se presentó. Como vi que aquel no era en ningún modo un comportamiento normal, decidí seguirle la corriente. Habría deducido algo.
- Es cierto, lo siento. No miraba por donde iba. ¿Estáis bien?-pregunté, amablemente.
La chica, alta, morena y de ojos claros nos miró a ambos y sonrió.
- Oh, no, que va. Tranquilos, está todo bien aquí. Esto esta lleno de gente. Es difícil no tropezar. Soy Anne, y él es Austin. Somos de Brecon. ¿Y vosotros?
- Yo soy de Londres, pero Hamish es de Hampshire, aunque estamos juntos en la capital –replicó Sherlock, mostrando orgulloso el anillo. Madre mía, se le veía tan entusiasta con el asunto de la pareja, que como me besara, saltaría por la borda solo para comprobar que estaba despierto.
- ¡Genial! ¿Os importa si nos enganchamos un poco a vosotros? Parecéis majos, y no… conocemos a nadie en este sitio. ¿Queréis quedar a cenar esta noche? –propuso ella.
No estaba muy seguro de que el nuevo Sherlock me gustara. Era tan sociable, que me sentía como si yo fuera el sociópata. Y para colmo, el tal Austin parecía incómodo con nuestra presencia. Casi tanto como lo estaba yo de estar con ellos allí delante.
Esperé hasta que Sherlock se zafó con educación de la propuesta, alegando que teníamos cosas pendientes esa noche (cosa que hizo que me ruborizara, claro, al recordar lo que había pensado en el camarote), y nos despedimos. Cuando nos dejaron solos, Sherlock me cogió de la mano, y me arrastró hacia uno de los comedores, donde servían la comida. Antes de llegar, tiró de mi hasta que nos metimos en un baño, y cerró el pestillo de seguridad.
- ¿Qué has visto? –pregunté, curioso. Me tenía intrigadísimo. Debía haber sido algo importante, porque le había costado soltarles.
- Creo que he descubierto a uno de los de la banda – me dijo, emocionadísimo. Los ojos de brillaban con chiribitas de felicidad. Nunca lo había visto así, como un niño en Navidad abriendo regalos bajo el árbol. Me cogió de las mejillas y se me aceleró el pulso, pensando que me besaría de lo cerca que estaba su cara de la mía – Oh, esto es fenomenal. El primer día ¡y ya tenemos el primer hilo del tapiz! ¡Estoy que me salgo, John!
- ¿Quién es? ¿La chica? –pregunté, frunciendo el ceño. Me apretaba tanto la cara que la boca estaba aplastada, y la voz me salía rara. No aflojó el agarre.
- No, no. Ella no sabe nada de todo esto. A penas llevan saliendo un año. Él es la oveja negra. Por eso no habló con nosotros. Probablemente sospeche de todo el mundo, y no quiera quedar con ninguna otra pareja por miedo a que lo descubran. Y no se lo explicará a ella porque no la quiere tanto. Es un ligue, como tantos otros, y de ahí no pasará. Supongo que en cuanto acabe el crucero y estemos de vuelta en Inglaterra, la dejará. Por sus manos, creo que él es la mula de carga. Debe cobrar una comisión ridículamente pequeña que él cree que es más de lo que es, por ello. También es adicto a las drogas. Seguramente le pasen también un cargamento pequeño junto a las armas. Diría que metanfetamina, pero podría se otra cosa.
- ¿Consume cristal? –estaba desconcertado. Había tenido pacientes en el hospital que estaban en pleno periodo de desintoxicación de metanfetamina, y tenían los dientes podridos de tanta bebida dulce. Al suprimir el apetito, el cristal hacía que los que lo consumían bebieran más refrescos, y el dulce les acababa ennegreciendo los dientes. Ese era un claro distintivo del consumo de esa droga en particular: la "boca de metanfetamina".
- Lo sé: sus dientes. Lleva dentadura postiza de porcelana. Probablemente se le cayeron hace tiempo. Es más mayor de lo que parece. Cuarenta y pocos. Ella cree que mucho menos, claro.
- Ah. Eso… está bien… Sherlock, ¿podrías soltarme la cara?
Me soltó, y moví al mandíbula a los lados para relajarla. Vi por primera vez el baño, un lugar pequeño y frío, y escuché las voces de la gente paseando por el pasillo en dirección al comedor, en busca de algo con que llenar el estómago. El mío gruñó. Además de un café en el aeropuerto, no había comido nada desde la cena de ayer, que consistió en un yogurt de fresa que había en la nevera, justo encima de la cabeza en descomposición. Era todo un milagro que no me hubiera intoxicado.
- Vamos. Ahora que ya tenemos a uno, hay que seguir con el resto. Vamos a que comas algo, y luego seguimos –dijo, abriendo la puerta y saliendo, conmigo cogido del brazo. Bajamos al comedor, y me metí entre pecho y espalda una ración de filete de ternera con patatas, y una cerveza, todo esto mientras Sherlock se limitaba a beber un poco de té con hielo por guardar las apariencias.
Al acabar, me cogió del brazo, y tiró de mí hacia una de las escaleras.
- Venga. Me apetece visitar el Spa de la tercera planta. ¿A ti no? –sugirió, con una sonrisa.
Y claro, yo me dejé llevar.
Bueeno, espero que este nuevo long-fic os guste. Por lo menos el primer capítulo! XD Dejad vuestras impresiones sobre esta nueva locura mía Johnlock.
No tardaré en subir el siguiente. Esto será ágil. Sherlock no es el único que está on fire!
Vémosnos por ahí, gente!
MH