NOTAS IMPORTANTÍSIMAS DE LA AUTORA:
1) Sí, ya sé que ya había subido esta historia antes y, encima, con otra cuenta. Para los que estuviesen atentos, no es ninguna sorpresa. Para los que son nuevos o simplemente pasaron del último capítulo que posteé como Lady Canela, bueno, esta es mi situación: una persona de carne y hueso se dedicó durante las últimas dos semanas a enviar PM obscenos e insultantes a otros usuarios. Como consecuencia, me denunciaron y entendí que por mucho que cambiara la contraseña para que la Señorita Imbécil dejara de enviar PM bajo mi nombre, era más que probable que me la bloquearan. En efecto, ha sucedido, así que aquí estoy, resubiendo todas mis historias.
2) Tal y como dije la primera vez que posteara Persephone Jackson: El ladrón del rayo, NO VOY a publicar otro capítulo hasta septiembre. ¿La razón? Aunque voy por la mitad del libro quiero tener una buena reserva porque esta adaptación me está llevando mucho tiempo y esfuerzo. Además, quiero añadir algo mío, algo que no se limite a cambiar de género los adjetivos y los pronombres, así que tengo que tener cuidado con lo que aporto para no cargarme el trabajo original ni las secuelas.
3) Tranquila, gente, que subiré al menos un capítulo al mes a partir de septiembre. La razón por la que las actualizaciones tardarán tanto es simple: tengo una vida fuera de FanFiction y este es mi último año de insituto, por lo que debo sacar buenas notas para entrar a la universidad.
4) Si veis algún fallo, por favor, no dudéis en comunicármelo. Me lío bastante con el masculino/femenino y a veces se me pasan cosas. Este capítulo lo he editado desde la última vez que lo posteé, pero por si acaso, buscad el gazapo.
5) Si tenéis alguna sugerencia, duda o algo que decir, dejad un review o, si queréis, contactadme por PM.
6) No me presionéis para actualizar. Esto lo hago por amor al arte: nadie me paga. Así que no estoy obligada a postear cuando me lo pedís ni a dar adelantos gratuitos ;) Por favor, os pido paciencia.
Ahora sí, el capítulo...
PERSEPHONE JACKSON: El LADRÓN DEL RAYO
Capítulo 1: Mi profesora de introducción al álgebra explota. Literalmente.
Los libros y las películas siempre hablan del héroe que salva el mundo, del héroe que consigue rescatar a la chica y ligársela, del héroe que tiene unos súper poderes de lo más molones, del héroe…
Del héroe, del héroe, del héroe.
Nunca de la heroína…
(Por favor, sé serio, no te rías ni te imagines lo que sé que te estás imaginando. Esta historia es tan cierta como la vida misma, así que haz el favor de abandonar esos pensamientos tan ilegales y préstame toda tu atención.)
Nunca se habla de la heroína, porque en este tipo de historias las chicas son personajes secundarios. Nunca están presentes en lo que verdaderamente importa, y si lo están son el cerebro de la ecuación o el cebo que el malo ha utilizado para atraer al caballero de brillante armadura.
Imagínate por un segundo cómo sería una chica que salva el mundo. La que rescata al chico y consigue su corazón —aunque por ahí habrá alguien que quiera dudar del logro— y la que tiene los súper poderes más guays del universo.
Bueno, esa soy yo.
No obstante, no estoy del todo orgullosa de serlo. He vivido cosas horribles para llegar a ser lo que soy y he estado demasiadas veces al borde de la muerte. Créeme, no es agradable.
Si estás leyendo esto, espero desde el fondo de mi corazón que no seas como yo. No hablo de mi personalidad, que algunos no aprecian porque soy demasiado para ellos. No hablo de mi físico, porque entonces estarías de suerte. Hablo de algo mucho más grande que, si crees que este libro es pura ficción, apenas puede dañarte.
Pero si te reconoces en estas páginas —si sientes un cosquilleo en tu interior— por favor, cierra este libro ahora mismo. Es posible que seas uno de nosotros, un mestizo. Y en cuanto lo sepas —en cuanto sepas lo que eso significa— sólo es cuestión de tiempo de que también ellos lo presientan y entonces irán a por ti.
Luego no me vengas con que no te avisé.
Me llamo Persephone Jackson, aunque quizás prefieras llamarme Percy si estás especialmente encariñado con tu nariz (u otra parte protuberante de tu cuerpo, si eres chico), y tengo doce años. Hasta hace unos meses asistía al Internado Yancy, un colegio privado cuya política sobre los uniformes debería considerarse un ataque contra los derechos humanos. La academia se especializaba en niños con problemas, lo que me lleva a la siguiente pregunta:
¿Soy una niña con problemas?
Sí, podría decirse que sí.
Para explicártelo podría remontarme a cualquier momento de mi corta y triste existencia y me creerías sin rechistar, pero las cosas se pusieron realmente mal en mayo del año pasado, cuando los planetas se alinearon y la armonía de esa formación tan perfecta nos puso a todos los alumnos de sexto curso en una excursión a Manhattan. Éramos veintiocho críos tocados de la azotea supervisados únicamente por una profesora y medio —el señor Brunner, en su silla de ruedas motorizada, poco podía hacer si nos daba por echar a correr tras robar algo del Museo Metropolitano de Arte donde íbamos a ver cosas griegas y romanas— en un autobús escolar amarillo chillón.
Lo sé: suena a tortura. La mayoría de las excursiones escolares lo eran, sobre todo las de Yancy, que a pesar de comerse gran parte del sueldo de mi madre organizaba las peores excursiones del mundo. Pero como era el señor Brunner quien dirigía la excursión tenía la esperanza de no morirme de aburrimiento en el proceso.
El señor Brunner era nuestro profesor de Latín y personificaba el tópico de un tipo de mediana edad: le clareaba el cabello, lucía una barba desaliñada y una chaqueta de tweed que siempre olía a café. Además, como he dicho antes, iba en silla de ruedas, por lo que con su aspecto era casi imposible adivinar lo guay que era. Contaba historias y chistes en sus clases e incluso nos dejaba jugar con él. Tenía una colección alucinante de armaduras y armas romanas y quizás por eso era el único profesor con el que no me dormía en clase.
Esperaba que el viaje saliera bien. Por una vez en mi vida realmente lo deseaba. Esperaba, con toda mi alma, no meterme en problemas.
Anda que no estaba equivocada.
Verás, en las excursiones siempre me pasan cosas malas, así que sabía a lo que atenerme. Como cuando en quinto nos llevaron al campo de batalla de Saratoga y tuve un accidente con el cañón de la guerra de la Independencia americana. De verdad, lo juro: yo no estaba apuntando al autobús del colegio aunque la pintura amarilla descascarillada me provocara dentera. Pero por supuesto me expulsaron de la escuela, con grito indignado y todo. Y antes de eso, en cuarto, durante la visita a las instalaciones de la piscina para tiburones en Marine World, me apoyé en una palanca que antes no había estado en esa pared y nuestra clase acabó dándose un chapuzón inesperado. Y el anterior… Bueno. Creo que tienes cerebro suficiente como para hacerte una idea, ¿a que sí?
Por eso en aquella excursión estaba decidida a portarme bien.
Durante todo el viaje a la ciudad me vi obligada a soportar a Nancy Bobofit, una pelirroja pecosa con tendencias cleptómanas que me la había jurado desde principio de curso, cuando la pillé colando una mano en el bolsillo de mi cartera. A pesar de que todo el mundo había visto que había violado a mi mochila —la pobre Roxy nunca superó el trauma— nadie hizo nada por defenderme, supongo que porque a diferencia de los demás iba vestida con unos pantalones sacados del Ejército de Salvación y una sudadera que había heredado de mi madre. Fuera como fuere, Nancy Bobofit había empleado todo su esfuerzo y dedicación a hacerme la vida imposible desde entonces.
Aunque sus planes malévolos nunca iban más allá de tirarle comida a mi mejor amigo Grover, como hacía en esa ocasión que le lanzaba trozos de emparedado de mantequilla de cacahuete y kétchup, una mezcla asesina para cualquier paladar. Grover era un blanco fácil: era canijo y lloraba cuando se sentía frustrado. También tenía pinta de haber repetido varios cursos porque era probablemente el único en sexto curso que tenía acné y una pelusilla que me negaba a reconocer como barba incipiente.
Además, Grover estaba lisiado. Tenía un justificante médico que lo eximía de la clase de Educación Física de por vida, ya que padecía una enfermedad muscular en las piernas que le impedía caminar normal. Cada paso que daba lo hacía como si le doliese, pero que eso no te engañe: tendrías que verlo correr el día que tocaba enchilada en la cafetería.
En cualquier caso, Nancy Bobofit le tiraba trocitos de sándwich que se le quedaban pegados en el pelo castaño y rizado y sabía que yo no podía hacer nada porque ya estaba de prueba. En alguna de mis tantas reuniones con el director el pobre hombre, regordete y hastiado de la vida, me había amenazado con una expulsión temporal si algo malo, vergonzoso o siquiera medianamente sospechoso sucedía en aquella salida.
—Voy a matarla —murmuré. Apreté los labios cuando un trozo de bocadillo rebotó contra el cráneo de Grover y fue a parar a mi regazo.
Grover intentó calmarme con una de sus sonrisas bobaliconas.
—No pasa nada —me susurró— me gusta la mantequilla de cacahuete —dijo, esquivando otro pedazo del almuerzo de Nancy.
—Sí, pero comértela, no echártela en el pelo —repliqué.
—¿Con qué crees que consigo estos rizos tan maravillosos? —Me contestó el caradura, moviendo la cabeza de lado a lado haciendo rebotar los tirabuzones oscuros casi con gracia.
A veces me preguntaba de dónde sacaba Grover la personalidad necesaria para hacer bromas como esa. La mayoría del tiempo estaba tan encogido en sí mismo que yo me olvidaba de que hasta podía tener sentido de humor.
Sentí que algo blando me daba en la parte trasera de mi cabeza y suprimí un gemido.
—Ya está —dije en una respiración— hasta aquí hemos llegado. —Empecé a ponerme de pie, pero Grover volvió a hundirme en mi asiento con un manotazo.
—Ya estás en periodo de prueba, Percy —me recordó con tranquilidad—. Sabes a quién van a culpar si pasa algo.
Echando la vista atrás, me arrepiento de haberle hecho caso a Grover. Ojalá hubiera tumbado a Nancy Bobofit de un tortazo en aquel preciso instante, porque nunca más volví a tener una oportunidad como esa.
Y la expulsión temporal no habría sido nada en comparación con el lío en el que estaba a punto de meterme.
Ya que el señor Brunner conducía la visita al museo, llevaba la cabecilla de nuestro grupo y nos guiaba por las enormes y resonantes galerías desde su silla de ruedas. Había todo tipo de estatuas de mármol y vitrinas de cristal llenas de cerámica roja y negra súper vieja, y me parecía flipante que todo aquello hubiese sobrevivido más de dos mil o tres mil años.
En algún momento de nuestro recorrido el señor Brunner nos reunió alrededor de una columna de piedra de casi cuatro metros de altura con una gran esfinge encima, y comenzó a contarnos que había sido un monumento mortuorio, una estela, de una chica de aproximadamente nuestra edad. Nos habló de los relieves de sus costados mientras yo intentaba prestar atención, porque parecía realmente interesante, pero los demás hablaban sin parar y cuando les decía que se callaran la otra profesora acompañante, la señora Dodds, me miraba mal.
La señora Dodds era una profesora de matemáticas oriunda de Georgia que siempre llevaba una cazadora de cuero, a pesar de que ya rozaba los cincuenta años y era casi tan bajita como yo, que ya es decir. Tenía un aspecto bastante fiero, el suficiente como para que supieras con certeza que si te le cruzabas por el mal camino te plantaría la Harley en la taquilla. Había llegado a Yancy a mitad de curso, cuando nuestra anterior profesora de matemáticas sufrió un desafortunado ataque de nervios.
Desde el primer día, la señora Dodds decidió que Nancy Bobofit era como la hija que nunca tuvo —en serio, ¿cómo había acabado siendo "señora de"?— mientras que yo era la hija del diablo. Me odiaba, y no lo digo porque siempre suspendiera sus exámenes (¿a quién se le ocurrió que juntar letras y números era buena idea?). Siempre me señalaba con un dedo retorcido y utilizaba una voz súper dulce y melosa que me provocaba escalofríos para decirme "y ahora, cariño", antes de castigarme a quedarme después de clase.
Una vez en la que estaba particularmente harta de ella y el último castigo que me había impuesto —uno que incluía libros viejos, gomas de borrar y muchas horas de trabajo— le dije a Grover que no creía que la señora Dodds fuera humana. El pobre se quedó mirándome como si le hubiera dicho que se convertía en un murciélago cuando caía la noche, se puso muy serio y me respondió: "Tienes toda la razón. "
Cuando Nancy Bobofit se burló de una figura desnuda cincelada en la estela, sentí que algo dentro de mí chasqueaba y apenas pude notar que el señor Brunner seguía hablando del arte funerario griego.
Apreté los dientes, tome una profunda respiración y tan suavemente como pude, espeté—: ¿Te quieres callar de una maldita vez?
Por supuesto, me salió más alto de lo que pretendía. El grupo entero soltó unas risitas y el profesor interrumpió su disertación, provocándome un profundo sonrojo que se me extendió por toda la cara y parte del cuello.
—Señorita Jackson —dijo—, ¿tiene algún comentario que hacer?
Segura de que era la personificación de la nariz de Rudolf, me metí un mechón de pelo detrás de la oreja izquierda y contesté:
—No, señor.
El señor Brunner carraspeó y señaló una de las imágenes de la estela, con sus ojos todavía fijos en mí. Oh no, pensé.
Y entonces abrió la boca.
—A lo mejor puede decirnos qué representa esa imagen.
Miré el relieve con detenimiento y sentí un profundo alivio porque, sorprendentemente, lo reconocía.
—Ése es Cronos merendándose a sus hijos, ¿no?
—No sabría decirte con exactitud qué hora del día era, pero podemos considerar "merendar" como un sinónimo de "devorar" —concedió él, atusándose la barba mientras sonreía—. E hizo tal cosa por…
—Bueno…—Escarbé en mi cerebro. Reconocía la imagen, así que algo tendría que saber, ¿no?—. Cronos era el rey de los dioses y…
—¿Dioses? —Me corrigió el señor Brunner. Sentí que se me volvían a caldear las mejillas y me aclaré la garganta.
—Titanes —contesté—. Y… y no confiaba en sus hijos, que sí que eran dioses. Así que Cronos… eh… se los comió, ¿no? Pero su mujer escondió al pequeño Zeus y a cambio le dio una piedra, y ahora que lo pienso, Zeus debía de ser muy feo porque para que lo confundiera con una piedra… —vi que el señor Brunner me miraba con cierta alarma y perdí el hilo de mis pensamientos—. Como sea, después, cuando Zeus creció, engañó a su padre para que vomitara a sus hermanos y hermanas…
—¡Puaj! —dijo una chica a mis espaldas. Arrugué la nariz y la ignoré.
—… así que hubo una gran lucha entre dioses y titanes —proseguí—, y los dioses ganaron.
Uau, ni siquiera me enfadé cuando escuché algunas risitas. La había clavado con mi respuesta y lo había hecho tan bien que hasta me apetecía reírme de mí misma.
Pero detrás de mí, Nancy Bobofit cuchicheó con una amiga:
—Pues menudo rollo. ¿Para qué va a servirnos eso en la vida real? Ni que en nuestras solicitudes de empleo fuera a poner: "Por favor, explique por qué Cronos se zampó a sus hijos. "
—¿Y para qué, señorita Jackson —insistió Brunner— parafraseando la excelente pregunta de la señorita Bobofit, hay que saber esto en la vida real?
—Te han pillado —murmuró Grover con cierta satisfacción.
—Cierra el pico —le siseó Nancy, con la cara aún más roja que su pelo. Eso fue lo único que me impidió cerrárselo a ella. De un puñetazo.
Me sentí vengada, porque por lo menos también habían pillado a Nancy. Curiosamente, el señor Brunner era el único que la sorprendía de esa guisa, diciendo maldades. Yo sospechaba que tenía radares en las orejas, porque de lo contrario no me lo podía explicar.
Pensé en la pregunta que me había hecho y me encogí de hombros, retorciendo una guedeja de pelo oscuro entre mis dedos.
—No lo sé, señor —respondí con sinceridad. Secretamente estaba de acuerdo con Bobofit, aunque me arrancaría la lengua antes de admitirlo en voz alta.
—Ya veo. —Brunner pareció decepcionado—. Bueno, señorita Jackson, dejémoslo en tablas. Es cierto que Zeus le dio a Cronos una mezcla de mostaza y vino que le hizo expulsar a sus otros cinco hijos, que al ser dioses inmortales habían estado viviendo y creciendo sin ser digeridos en el estómago del titán. Los dioses derrotaron a su padre, lo cortaron en pedazos con su propia hoz y desperdigaron los restos por el Tártaro, la parte más oscura del Inframundo. Bien, ya es la hora del almuerzo. Señora Dodds, ¿podría conducirnos a la salida?
La clase empezó a salir, las chicas conteniéndose el estómago y, por tanto, comportándose como seres humanos civilizados, y los chicos a empujones y actuando como merluzos. Grover y yo nos disponíamos a seguirlos —eh, que tenía hambre— cuando el profesor exclamó:
—¡Señorita Jackson!
Lo sabía.
Le dije a Grover que me pillara sitio en un banco y me volví hacia Brunner, que tenía una expresión misteriosa ensombreciéndole el gesto.
—¿Señor?—Su mirada era de esas que no te dejaba escapar. Sus ojos eran de un castaño intenso que tenían pinta de tener mil años y haber visto de todo.
—Debes aprender la respuesta a mi pregunta —me dijo, enigmático.
—¿La de los titanes? —era imposible que se refiriera a la otra.
—La de la vida real —me respondió en un tono muy serio. Me mordí el interior de la mejilla para no reírme—. Y también cómo se aplican a ella tus estudios.
¿Mi respuesta a ese comentario? Fue algo igual de elocuente que "Ah".
—Lo que vas a aprender de mí es de vital importancia. Espero que lo trates como se merece —siguió diciendo—. Sólo voy a aceptar lo mejor de ti, Percy Jackson.
Sin presiones, pensé con sarcasmo. Quise enfadarme, pues aquel tipo sabía cómo presionarme de verdad. Quiero decir, sí, me molaban los días de competición en los que se disfrazaba con una armadura romana y gritaba "¡Adelante!", y nos desafiaba, espada contra tiza, a que corriéramos a la pizarra y nombráramos a todas las personas griegas y romanas que vivieron alguna vez, a sus madres, a los dioses que adoraban y si era posible hasta a sus perros. Pero Brunner esperaba que yo lo hiciera tan bien como los demás, o quizás incluso mejor, a pesar de que soy disléxica y poseo un trastorno por déficit de atención de caballo. Jamás he pasado del aprobado, y sin embargo el señor Brunner esperaba que me convirtiera en su alumna estrella. Pero venga, que ni siquiera podía aprenderme todos esos nombres y hechos, como para intentar deletrearlos bien.
Murmuré algo acerca de poner mi mejor esfuerzo mientras él le dedicaba una triste mirada a la estela, como si hubiera estado en el funeral de la chica.
Me dijo que saliera y tomase mi almuerzo.
La clase se había reunido en la escalinata de la fachada, donde se podía contemplar el tráfico de la Quinta avenida. Eché la cabeza hacia atrás y clavé mis ojos en el cielo, por donde avanzaba una enorme tormenta con las nubes más negras que había visto nunca sobre la ciudad. Me imaginé que sería efecto del calentamiento global o algo de eso, porque el tiempo en Nueva York había sido más bien rarito desde Navidad. Después de haber sufrido brutales tormentas de nieve, inundaciones e incendios provocados por rayos, no me habría sorprendido que se tratara de un huracán.
Sin embargo, nadie más parecía reparar en ello. Algunos chicos apedreaban palomas con trocitos de galletas con chispas de chocolate y Nancy Bobofit intentaba robar algo del monedero de una mujer y, evidentemente, la señora Dodds se hacía la ciega.
Grover estaba sentado en el borde de una fuente, alejado como siempre de los demás, y me uní a él. Sabía que por su cabeza también había pasado la idea de que si nos sentábamos un poquito más lejos de nuestro grupo, la gente no nos relacionaría con ese grupo de pringados y raritos que no acababan de encajar en ningún otro sitio más que por el uniforme.
—¿Castigada? —me preguntó Grover.
—Qué va —sacudí la cabeza—. Brunner nunca me castigaría. Pero me gustaría que aflojara de vez en cuando, ¿sabes? No soy ningún genio, ni puedo pretender serlo.
Grover guardó silencio. Entonces, cuando pensé que iba a soltarme algún reconfortante comentario filosófico, me preguntó—: ¿Puedo comerme tu manzana?
Como se me había quitado el apetito, se la di.
Observé la corriente de taxis amarillos que bajaban por la Quinta Avenida y pensé en el apartamento de mi madre, a sólo unas calles de allí.
No la veía desde Navidad. Me entraron ganas de subir al primer taxi que pillara y pudiera llevarme a casa. Mi madre me abrazaría y se alegraría de verme, pero sabía que también se sentiría decepcionada y me miraría de la manera en la que sólo ella sabía mirarme. Me devolvería a Yancy y me recordaría que tenía que esforzarme más, aunque esa era ya mi sexta escuela en seis años y probablemente fueran a expulsarme otra vez.
Era incapaz de soportar esa mirada.
El señor Brunner aparcó su vehículo al final de la rampa para paralíticos mientras masticaba apio. Leía una novela en rústica, y en la parte trasera de la silla tenía encajada una sombrilla roja, lo que la hacía parecer una mesita de terraza motorizada.
Me disponía a desenvolver mi sándwich cuando Nancy Bobofit y sus desagradables amigas aparecieron en frente de mí, tras descubrir, supuse yo, que como carteristas nunca se ganarían la vida porque no tenían ni la inteligencia ni la habilidad para poder triunfar en esa carrera.
(No estoy implicando que yo sí. No, no me mires con esa cara, sé lo que estás pensando.)
Me tensioné y apreté las manos en dos puños perfectos y bastante dispuestos a repartir justicia. Estuve a punto de tirarme sobre la garganta de Nancy Bobofit cuando tiró la mitad de su almuerzo a medio comer sobre el regazo de Grover.
—Ups, creía que ésta era la basura —comentó. Y acto seguido se llevó una mano a la boca fingiendo que la reconcomía el arrepentimiento.
Ja.
Me sonrió con los dientes torcidos, manchados de tomate. Tenía pecas naranja por toda la cara, aunque Dios o quien quiera que la hubiera creado parecía haberle rociado las mejillas con un espray de Cheetos líquidos.
Mientras, yo intenté mantener la calma. El consejero de la escuela me había dicho un millón de veces que era mi mal genio lo que me metía en tantos problemas: "Cuenta hasta diez, contrólate." Pero yo estaba tan cabreada que me quedé en blanco. Y a continuación oí un revuelo acompañado del estrépito que suele causar el agua. No recuerdo haberla tocado, es más, estoy segura al cien por cien de que ni siquiera moví las manos, pero lo siguiente que vi fue a Nancy en una pose muy poco digna, sentada de culo en medio de la fuente, gritando:
—¡Percy me ha empujado! ¡Ha sido ella!
La señora Dodds se materializó de la nada justo en frente nuestra.
Algunos chicos cuchicheaban:
—¿Has visto eso…?
—… el agua…
—… la ha arrastrado…
No sabía de qué diantres hablaban, pero sí sabía que había vuelto a meterme en problemas. Para variar. De repente toda la furia que sentía se convirtió en tristeza y miedo. Tristeza, porque otra vez regresaría a casa con la noticia de que no era bienvenida a pasar otro curso en la misma escuela, y miedo, por alguna razón que preferí ignorar en aquel momento.
En cuanto la profesora se aseguró de que la pobrecita Nancy Bobofit estaba bien y le hubo prometido una camiseta de la tienda del museo, se centró en mí. Había un resplandor de satisfacción en sus ojos, casi triunfal, que me estremeció, como si llevara esperando algo como esto durante mucho tiempo y por fi hubiese hecho lo que ella quería.
—Y ahora, cariño…
—Lo sé —musité—. Un mes borrando libro.
Un consejito: nunca intentes adivinar un castigo. Nunca aciertas y en el peor de los casos, consigues uno peor.
La señora Dodds sonrió.
—Ven conmigo —me ordenó.
—¡Espere! —Intervino Grover. Pude escuchar la desesperación en su voz, algo que me sorprendió. Normalmente era yo la que lo defendía del mundo, incluso de los profesores que lo despreciaban por su minusvalía—. He sido yo. Yo la he empujado.
Me quedé mirándolo, perpleja. No podía creer que intentara encubrirme, básicamente porque nadie podría creerse una mentira como aquella. Mientras que yo era conocida por arrear mamporros a la primera de cambio, Grover tenía fama de santurrón pasivo que se dejaba hacer de todo. Además, le tenía un miedo de muerte a la señora Dodds, que en ese momento lo miró con tal desdén que Grover pareció estar a punto de llorar.
Me conmovió su valentía, aunque ésta había quedado seriamente disminuida con esa mirada. Le lancé una sonrisa alentadora y agradecida mientras me acercaba a la señora Dodds.
—Me parece que no, señor Underwood —replicó entonces, con una sonrisa cruel.
—Pero…
—Usted-se-queda-aquí —dijo la mujer, y en su tono de voz no había lugar a una contestación.
Grover me miró como si me estuviera dirigiendo al matadero.
—No te preocupes —le dije, más por él que por mí—. Gracias por intentarlo.
—Bien, cariño —ladró la profesora, que se encontraba a unos pasos de distancia—. ¡En marcha!
Nancy Bobofit dejó escapar una risita, y yo pensé que ya que la amenaza del director era completamente inválida, bien podría romperle la nariz.
Pero en lugar de abofetearla le lancé mi mirada de luego-te-asesino y me volví dispuesta a enfrentarme a aquella bruja, pero ya no estaba allí. Me sorprendí al verla en la entrada del museo, subida en lo alto de la escalinata, mientras me daba prisas con gestos de impaciencia.
Espera, ¿cómo había llegado allí tan rápido?
Me encogí de hombros, pues al fin y al cabo suelo tener momentos como ése, cuando mi cerebro parece quedarse dormido y el mundo decide ir más rápido de lo normal. Es una sensación asquerosa, porque casi siempre me pierdo algo importante, como si una pieza de un puzle se hubiera caído del universo y me dejara mirando el vacío que había detrás. El consejero del colegio me había dicho que era una consecuencia del THDA, Trastorno Hiperactivo del Déficit de Atención: mi cerebro le tenía gustillo a malinterpretar las cosas.
Yo tenía mis dudas.
Me dirigí hacia la señora Dodds, aunque a mitad de camino me volví para mirar a Grover, que estaba muy pálido. Parecía estar dejándose los ojos entre el señor Brunner y yo, como si quisiera que éste reparara en lo que estaba sucediendo y me salvara de lo que él creía podría ser mi muerte. Pero el señor Brunner estaba absorto en su novela, cuyo título no podía distinguir a la distancia en la que me encontraba, aunque quizás tampoco habría podido entenderlo aunque lo tuviera en frente de mis narices.
Miré de nuevo hacia arriba. La señora Dodds —alias, Bruja Mala— había vuelto a desaparecer. Sopesé la idea de la combustión espontánea: quizás la señora Dodds era un vampiro y había estado fuera de su ataúd durante demasiado tiempo. Pero aunque era una fan acérrima de lo sobrenatural y me gustaba torturar mis ojos leyendo libros que a la gente normal sólo le costaba una tarde para terminar, sabía que cosas como esa no existían.
Me la encontré dentro del edificio, al final del vestíbulo. Sentí que mi monedero se ponía a temblar: me obligaría a comprarle a Nancy una camiseta nueva en la tienda de regalos. Al menos, pensé, era más barata que el horroroso polo color puré de patata del uniforme que costaba más que toda mi ropa junta.
Pero al parecer ese no era el plan. Nos adentramos al museo, y cuando por fin la alcancé estábamos en medio de la sección grecorromana. Con la excepción de nosotras, la galería estaba desierta, y ese detalle me perturbó.
La Bruja Mala permanecía de brazos cruzados frente a un enorme friso de mármol de los dioses griegos. Y para rematar su pose rarita, hacía un ruido muy siniestro con la garganta que me recordaba a un gruñido.
Parecía que quería pulverizar el friso.
—Has estado dándonos problemas, cariño —dijo, con un voz tan dulce que me entraron arcadas.
Opté por intentarme ganar su lado bueno, así que respondí:
—Sí, señora —aunque las palabras parecieron quemarme la lengua.
Se estiró los puños de la cazadora de cuero, como si intentara ser casual.
—¿Creías realmente que te saldrías con la tuya? —Retrocedí un paso, porque su tono de voz dulce de repente sonó malvado. Su mirada iba más allá del enfado, era perversa, y casi brillaba con la locura de un psicópata.
Es una profesora, pensé nerviosa, así que no puede hacerme daño.
—Me… me esforzaré más, señora —tartamudeé.
Afuera, un trueno sacudió la Tierra.
—No somos idiotas, Percy Jackson —prosiguió ella—. Descubrirte sólo era cuestión te tiempo. Confiesa y sufrirás menos dolor.
Me quedé tiesa. ¿Dolor? ¿Confesar? ¿De qué hablaba? Lo único que se me ocurrió que podría acarrearme un castigo era el alijo ilegal de chucherías que vendía en mi dormitorio. O la redacción sobre Tom Sawyer que había pasado de contrabando a la clase de al lado a cambio de unos cuantos dólares.
—¿Y bien? —insistió. Abrió los ojos desmesuradamente, como si no se viese lo suficientemente demente.
—Señora, yo no…
A la señora Dodds no pareció gustarle mucho mi respuesta, porque chasqueó la lengua y dijo, casi como si le diera pena—: Se te ha acabado el tiempo.
Entonces ocurrió la cosa más rara del mundo: los ojos empezaron a brillarle como carbones en una barbacoa (y el único pensamiento que fui capaz de formular fue "Uau"), se le alargaron los dedos y se transformaron en garras, su cazadora pareció derretirse por un segundo, pero después pude ver que se había convertido en unas enormes alas coriáceas… Me quedé estupefacta. Aquella mujer no era humana. Era una criatura horripilante con alas de murciélago, zarpas, y una boca llena de colmillos amarillentos que parecían querer hacerme trizas.
Quise echarme a reír, porque de alguna forma debía de habérmelo visto venir. Vamos, que la señora enseñaba Álgebra.
Pero entonces las cosas se volvieron aún más extrañas: el señor Brunner, que un segundo antes estaba fuera del museo, apareció en la galería y me lanzó un bolígrafo.
Mientras el objeto trazaba una trayectoria casi parabólica en el aire, pensé: ¿¡EN SERIO!?
—¡Agárralo, Percy! —gritó.
La señora Dodds se abalanzó sobre mí, e instintivamente la esquivé, aunque sentí sus garras rasgar el aire junto a mi oreja y llevarse por el camino unas cuantas hebras de mi cabello. Atrapé el bolígrafo al vuelo, apenas reparando en el hecho de que había apartado la vista para mirar a la señora Dodds, y éste se convirtió en un instante en una espada. La reconocí de inmediato. Era la espada de bronce que el señor Brunner usaba el día de las competiciones.
La señora Dodds se volvió hacia mí con una mirada asesina.
Sentí que mis rodillas temblaban, y no era de extrañar: probablemente estaban hechas de gelatina. Las manos me temblaban tanto que casi se me cae la espada.
Por eso no logro comprender cómo fui capaz de blandir la espada en el aire y acertar.
Cuando la señora Dodds cargó contra mí al grito de "¡Muere, cariño!", me invadió el pánico e instintivamente levanté la hoja, que le dio en el hombro y atravesó su cuerpo como si estuviera relleno de aire. ¡Chsss! La señora Dodds explotó en una nube de polvo amarillo y se volatilizó en el acto sin dejar nada aparte de un intenso olor a azufre, un alarido moribundo y un frío malvado alrededor que me mareó.
Me giré hacia donde se suponía que estaba el señor Brunner, pero me encontré con que estaba sola. Miré mi mano y casi me caigo del susto al ver que sólo tenía un bolígrafo. El señor Brunner había desaparecido, y no había nadie excepto yo. Aún me temblaban las manos, y tenía la sensación de que los ojos encendidos de la señora Dodds todavía me observaban.
Llegué a la conclusión de que alguien había colado hongos alucinógenos en mi almuerzo, porque debía de habérmelo imaginado todo y mi cerebro era demasiado perezoso como para crear cosas como esas sin ningún tipo de ayuda.
Porque no acababa de asesinar a mi profesora de matemáticas, que a su vez había querido asesinarme a mí. Ni acababa de verla convertirse en un monstruo devora-humanos, no señor.
O eso fue lo que me obligué a creer.
Regresé fuera, donde había empezado a lloviznar.
Grover seguía sentado junto a la fuente, con un mapa del museo extendido sobre su cabeza. Nancy Bobofit también estaba allí, empapada por su bañito en la fuente, cuchicheando con sus compinches. Cuando me vio, me dijo:
—Espero que la señora Kerr te haya dado unos buenos azotes en el culo.
—¿Quién? —pregunté.
—Nuestra profesora, lumbrera —me respondió con una risilla sardónica.
Yo parpadeé, confundida. Que yo supiera no teníamos ninguna profesora que se llamara así. Le dije que de qué estábamos hablando, pero ella se limitó a poner los ojos en blanco —gesto por el cual quise dejarla sin ojos— y darse la vuelta.
Le pregunté a Grover por la señora Dodds.
—¿Quién? —preguntó, pero vi cómo vaciló un instante y evitaba mirarme a los ojos.
Resonaron truenos sobre nuestras cabezas.
El señor Brunner seguía sentado bajo su sombrilla roja, leyendo su libro, como si no se hubiera movido ni un solo milímetro desde que yo entrara el museo con la señora Dodds. Me acerqué a él. Levantó la mirada, algo distraído.
—Ah, mi bolígrafo. Le agradecería, señorita Jackson, que en el futuro trajera su propio utensilio de escritura.
Se lo tendí. Ni siquiera me había dado cuenta de que seguía sosteniéndolo.
—Señor —dije—, ¿dónde está la señora Dodds?
Él me miró con aire inexpresivo. Su cara de póquer era tan perfecta que en seguida me hizo sospechar.
—¿Quién? —me preguntó.
—La otra acompañante —expliqué, cansada—. La señora Dodds, la profesora de introducción al álgebra.
Frunció el entrecejo y se inclinó hacia adelante con gesto de ligera preocupación.
Yo comencé a preocuparme también.
—Percy —me dijo con lentitud. Sentí que la bilis comenzaba a subirme por la garganta y me apreté con fuerza un mechón de pelo—. No hay ninguna señora Dodds en esta excursión. Que yo sepa, jamás ha habido una señora Dodds en la academia Yancy. ¿Te encuentras bien?
No le respondí. En lugar de ello me volví y regresé a mi lugar con Grover, conteniendo las arcadas que comenzaban a atacarme.
Porque no estaba bien.
Estaba volviéndome loca.