IIº PARTE
Capítulo VIII
Breve resumen de "Lo sé" hasta el momento: La guerra ha acabado, aunque no sin bajas importantes. Las muertes de Johanna y Gale parecen haber afectado bastante a nuestros protagonistas, así como la incertidumbre frente a su futuro: Prim ha recibido una beca, la cual cubre su estadía y estudios en el distrito cuatro mientras que Peeta pareciese estar empecinado con la idea de volver al doce. Katniss, por su parte, no está segura.
Algo me despierta.
Apenas soy consciente de quién soy. De dónde estoy. Está oscuro y las luces de los faroles de las afueras de la Mansión Presidencial apenas entran por la ventanas ventanas, pese a que estén abiertas. Es de noche. Estoy acostada en la cama de dos plazas en una de las tantas habitaciones de este tremendo edificio. A mi lado, Peeta duerme.
O más bien, a mi lado, Peeta tiene una pesadilla.
— No — masculla bajito, con el ceño fruncido. Corre con fuerza la cabeza hacia el otro lado. —No — repite.
Fue su brazo, que se aferra con fuerza al mio, lo que logró despertarme. Se remueve levemente. Son pocas las veces que le he visto tener una pesadilla, menos aún las veces que él se mueve. Una vez dijo que solía quedarse paralizado del terror. Sea lo que sea que esté soñando, definitivamente no le hace quedarse paralizado. Cuando estoy lo suficientemente despierta me levanto en la cama y tomo su rostro con mis manos.
— Peeta, Peeta, despierta — susurro, acariciando su rostro. Continúa con el ceño fruncido, aunque ya no se mueve. No logro que se despierte, por lo que continúo — Es sólo una pesadilla, Peeta. Despierta. No es real.
— No — vuelve a murmurar, mientras siento en mis dedos las lágrimas calientes cayendo por sus ojos.
Lo remuevo otra vez, logrando que esta vez sí despierte.
— No es real, no es real — le arrullo, tal como él hace con mis propias pesadillas. Respira rápido y sus brazos rápidamente me rodean con fuerza. Coloco su rostro en el hueco de mi cuello y continúo con mi tarea — No era real, era solo una pesadilla. Tranquilo.
Siento su respiración rápida en contra de mi cuello.
— Estás aquí — murmura, después de unos momentos.
— Siempre — le sonrío levemente, recordando aquella ocasión en que dijo la misma palabra para mi. O supongo que lo hizo. Esboza una pequeña sonrisa que no le llega a los ojos. Suspiro — ¿Quieres hablar de ello?
— No es necesario.
— Nunca es necesario — murmuro sin pensar. Intento frenarlo, pero nota el disgusto en mi voz. Él me lanza una mirada herida.
— Katnis...
— No, Peeta. Está bien. Cada uno de nosotros lidia como puede todo lo que está sucediendo — digo, enfadada, antes de volver a apoyarme en su pecho. Por algún motivo, siquiera soy lo suficientemente fuerte como para darle la espada. Cierro mi mano en un puño y de pronto, me odio por aquello.
Soy igual de dependiente que mi madre.
Permanece en silencio unos segundos. Siento como una de sus manos da vueltas por mi espalda, haciéndome cariño. Parece pensar muy bien sus palabras antes de hablar:
— No quiero molestarte. Tú también... tu también tienes estos problemas, y la verdad es que con...
— En serio, no es necesario — le corto, enfadada. Suelto un bufido cuando me doy cuenta que realmente me importa. Intento respirar y contar hasta diez, una de las técnicas que me ha enseñado Aurelius. No funciona. — Es solo... Peeta, estaremos todo el resto de nuestras vidas juntos, deberías ser capaz de contarme esas cosas.
Su mano se detiene. No responde inmediatamente, pero sí forcejea conmigo lo suficiente para que levante la vista y le mire. Tiene una sonrisa de oreja a oreja y los ojos brillantes, y no sé qué es lo que he dicho que le ha hecho sonreír como un desquiciado. Frunzo el ceño e intento hablar pero entonces sus labios ya están sobre los míos.
De pronto, nada existe. Todo lo demás deja de tener sentido. Olvido mi enfado, su testaturez y quién soy. Es Peeta. Sus manos, su cuerpo, su calor, todo aquello me distrae. Un hormigueo sube por todo mi cuerpo y ya no puedo pensar con sentido.
— Te amo — susurra, aún maravillado, cuando nos separamos. Ambos tenemos las respiraciones aceleradas. Le miro con las cejas alzadas, intentado saber qué bicho le ha picado. Obviamente, no me estoy quejando, pero él no suele ser así de espontáneo. Generalmente soy yo quien toma la iniciativa.
— Yo también te amo, pero, ¿a qué viene todo aquello?
Él se ríe de manera entrecortada antes de tomar mi rostro entre sus manos.
— Acabas de decir que pasarás el resto de tu vida conmigo, ¿acaso eso no es algo de lo que alegrarse?
Sonrío levemente cuando entiendo sus palabras, sin embargo, niego con la cabeza.
— Pensé que había quedado claro hace mucho tiempo, la verdad.
Pasa sus manos con delicadeza por mi rostro. Pese a que dentro de la habitación corra una pequeña brisa, sus manos siguen igual de calientes que siempre. Cierro los ojos y me inclino hacia su calor.
— Eres lo más maravilloso que me ha pasado.
Antes, cuando hacía aquella clase de comentarios, me sentía culpable. No era capaz de comprender que en cierta forma correspondía sus sentimientos, y el hecho que él los tuviese tan claros no significaba algo fundamentalmente bueno. Ahora no me siento tan mal. Sé que le correspondo. Lo único incómodo es que aún él tiene aquella capacidad de expresarse con claridad y yo siga sin poder hilar más de dos palabras con sentido. Pongo los ojos en blanco y coloco mis manos alrededor de las suyas.
Le sonrío levemente antes de inclinarme y darle un pequeño beso en los labios. Me acomodo en su pecho nuevamente. Tomo una de sus manos entre las mías y comienzo a dibujar círculos con uno de mis dedos. Él suspira.
— ¿Con qué soñabas? — susurro, después de unos segundos de silencio. Creo que luego de aclarar el punto que realmente pasaremos el resto de nuestras vidas juntos, él será capaz de responder aquella pregunta. Me aprieta con más fuerza entre sus brazos antes de comenzar a hablar:
— Quiero tener una panadería, Katniss.
¿Qué?
Sus palabras me toman por sorpresa. Aquello yo lo daba por hecho. Sin embargo...
— ¿Por qué viene eso ahora a colación?
— He estado arreglando los papeles. Sé que aún... sé que aún no lo hemos hablado como corresponde. Que ni siquiera sabemos exactamente qué hacer. Pero he transferido el dominio del terreno de la panadería de mis padres a mi nombre. Haymitch me estuvo ayudando los últimos días. Es solo... quiero hacer algo por ellos, Katniss.
Sé que se refiere a sus padres.
— Vaya.
No puedo decir mucho más. Es verdad que no hemos hablado del tema, pero últimamente la idea de ir al cuatro era cada vez más atractiva... y por lo mismo, supuse que Peeta se encontraba en la misma página que yo.
— ¿Vaya qué? — pregunta, a la defensiva.
— No pensé que estuvieses tan decidido en volver. Es que... allí no nos queda nada. El distrito fue bombardeado y no creo que existan las suficientes personas como para levantarlo nuevamente.
Peeta frunce el ceño.
— Es nuestro hogar, Katniss.
Pienso por unos segundos en sus palabras. Él sólo ha estado ahí el día que fuimos a buscar la ropa para los Odair, cuando se preparaba su boda. Él no vio toda la destrucción de la ciudad, el cómo los cadáveres estaban apilados unos sobre otros, cómo la Veta se redujo a cenizas, cómo los antiguos hornos de la panadería ahora no son más que un montón de metal derretido.
— El único hogar que tuve una vez fue mi casita de la Veta, esa que quedaba cerca de la pradera. Y ya no existe. Por un tiempo consideré que era el bosque mi hogar, pero ellos también destruyeron gran parte de él. Aquella casa en la Villa de los Vencedores jamás será un hogar para mi, Peeta. Hogar es donde tú, Prim y mi madre estén seguros y juntos. Y pensé que eso iba a ser el cuatro para nosotros.
Permanecemos en silencio durante unos segundos.
— No quiero olvidarlos, Katniss. Sé que... sé que tú también perdiste a Gale, pero yo... te tengo a ti, tengo a tu madre y tengo a Prim. Lo sé. Lo tengo más que claro. Pero... eran mi familia. No quiero olvidarlos.
— Háblame sobre ellos, Peeta. Eran tu familia, eran parte de ti. Quiero saber todo acerca de ellos.
Me aprieta con fuerza entre sus brazos antes de comenzar a hablar.
— Mi madre siempre quiso tener una niña. No era precisamente joven cuando me tuvo a mi. ¿Sabías que era cinco años mayor que mi papá? Era la hermana mayor de su mejor amigo. Creo que... creo que nunca se amaron. Al menos, no del modo en que yo te amo a ti. Pero se llevaban bien. Mi madre no era tan gruñona cuando él estaba alrededor. Y, aunque tú no lo creyeras, tenía un buen sentido del humor... aunque negro. Era una mujer muy inteligente, solo que... ella no sabía querer.
Pienso en las veces que miraba de reojo a Peeta en la escuela. Como no me pasaba inadvertido los moretones de su mandíbula, de sus brazos, el ojo negro que se ganó aquella vez que me lanzó el pan. Y luego comparo aquellos recuerdos con el tono de voz que utiliza ahora, tan cálido, al hablar de su madre. Supongo que todo niño adora a su madre, muy en el fondo.
— Nunca me agradó demasiado tu madre. — murmuro, pues siento que debo decir algo. Peeta suelta una risa quebrada.
— No le agradaba a muchas personas. No era fácil de llevar, es verdad... pero se preocupaba por nosotros. A su propia manera. Ella fue la de la idea que me encargase de la decoración de las tartas. Nos conocía muy bien, a cada uno de nosotros. Supongo que eso iba en ambos sentidos, pues también conocía muy bien nuestras debilidades.
— ¿Nunca la odiaste? — pregunto, antes de poder evitarlo. Siempre ha sido algo que ha rondado por mi cabeza. Sé de primera fuente lo que es odiar a un padre. Yo lo hice por mucho tiempo, e incluso llegué a culpar a mi padre por haber muerto.
A veces, la vida simplemente se hacía demasiado difícil de llevar.
— Yo... no. Nunca pude hacerlo, en realidad. No podía... simplemente, no podía. La verdad es que nunca logré odiar realmente a otra persona hasta que... hasta que me torturaron... aquí, en el Capitolio.
Aprieto con fuerza su pecho, estrechándolo en contra mío. Está aquí. Está vivo y está conmigo. Nada malo le pasará.
— No dejaré que te hagan daño.
— Por supuesto que no — coincide él. Suspira antes de continuar. — Mi padre era otra historia. Nos llevábamos bien. Era... era mi amigo. Mucho más de lo que alguna vez lo fueron Barley o Rye. Lo que más lamento con su... con su muerte es que no lo hayas podido conocer. Era un buen hombre. Aunque callado, nunca decía mucho.
— Era amable cuando iba a la Panadería. Sobretodo... después de los primeros juegos. Siempre se aseguraba que llevase galletas para Prim o para mi madre.
— Mi padre tenía la extraña creencia que todo se arreglaba con comida... dulce. Los días anteriores a la cosecha siempre nos regalaba una galleta, pese a que mi madre fingiese enojarse. Barley, en su última cosecha, le dijo que era una estupidez. Que estaba lo suficientemente grande como para dejar de ser tratado como un niño. Ese mismo año fue cosechado un chico de la Veta que era su compañero de clase, Nicholas Harp. Aquella noche estuvo durante tres horas pidiéndole perdón a papá.
Cuando fue mi primera cosecha, mi madre seguía perdida en su depresión. Sin embargo, yo no sabía que aquello era una depresión. Fue Hazelle quien me ayudó y calmó la mañana anterior. Yo debía ser fuerte, por Prim... pero seguía teniendo doce años. Había perdido a papá hace tan poco y las probabilidades que saliese cosechada eran grandes. Aunque en esos tiempos Gale y yo aún no éramos buenos amigos, Hazelle siempre fue muy cercana conmigo. Recuerdo que aquella mañana me apretó con fuerza entre sus brazos y me aseguró que nada sucedería, que aquella noche estaba invitada a cenar a su casa.
Fiel a su palabra, Hazelle utilizó un par de conejos que nos prohibió vender e hicimos una gran cena. Para aquel tiempo, mi madre ya salía de su cama por cuenta propia y a veces era consciente de dónde estaba. Cuando volvimos de la casa de los Hawthorne, me abrazó con fuerza y lloró durante una hora entera. Al día siguiente me pidió una serie de hierbas del bosque y comenzó a tratarse. Volvió a ser una sanadora.
Pero yo nunca la perdoné del todo. Por abandonarnos. Por abandonarme en mi primera cosecha.
— ¿Y tu madre nunca dijo nada acerca las cosechas?
— No. — Peeta toma la mano que tengo sobre su pecho y entrelaza nuestros dedos. Mientras mira nuestros dedos, mueve nuestras manos, con un aire distraído en el rostro. — Ya dije que no era muy... amorosa. Pero dejaba que papá cocinara aquellas galletas y no las vendiera. De hecho, nunca dijo algo amable respecto a ello. Ni siquiera cuando fui cosechado la primera vez, ya ves.
Lo recuerdo. Nuestra discusión en el Centro de Entrenamiento y él admitiendo que su madre se había referido a mi como una posible Vencedora.
— Lo siento.
— No lo sientas. Ella tenía razón. Siempre has sido una sobreviviente... además, ya sabes, estaba dispuesto a dar mi vida por ti.
Un nudo de culpa se forma en mis estómago. Recuerdo muy vagamente cómo era el no saber qué sentía por él. Ahora es tan raro no amarle. Pero intento pensar en eso, intento imaginar qué habrá sido para él el haber estado tan seguro tan temprano de todo lo que sentía. Pienso en el Vasallaje, cómo estaba dispuesta a dar mi vida para que él se mantuviese a salvo. Y creo que lo comprendo.
Me levanto un poco. Tomo su rostro entre mis manos y le sonrío levemente. Sus ojos están tristes. No puedo imaginar qué se debe haber sentido el que ni siquiera tu madre confíe en ti. Mi madre me abandonó una vez, sí, pero cuando volvió siempre supe que me amaba. Y que lo sentía. Pero yo no quería volver a tener ninguna relación con ella. Ni volver a confiar en ella.
— De eso ya no hay que preocuparse, ¿verdad?
Él sonríe levemente e inclina su rostro hacia mi mano derecha. Toma mi mano izquierda entre una de las suyas y coloca un beso en el reverso de mi mano. Recuerdo a mi padre haciendo aquel gesto con mi madre, y me pregunto dónde habrá visto aquel gesto Peeta.
— Creo que hubiese pasado de todos modos. De cualquier manera, esto habría acabado así. Me hubiese demorado unos cinco, diez años... pero lo hubiese hecho.
— ¿Qué cosa?
— Esto. Nosotros. — frunce el ceño mientras aún sonríe y luego niega con la cabeza. — Estoy diciendo incoherencias, ¿verdad?
Antes, todo el mundo asumía que terminaría con Gale. Si no hubiese sido por la pepeleta con el nombre de Prim, o si Peeta no hubiese sido llamado, jamás hubiésemos podido encontrar nuestro camino el uno hacia el otro. Sin embargo, justo ahora, en este momento, que lo tengo entre mis brazos, aquel pensamiento se siente tan erróneo. Casi imposible. Porque nací para estar rodeada de su calor y de la seguridad que me hace sentir cuando me abraza. Me imagino, solo por un segundo, el nunca haber sentido lo que siento en este momento, la sensación de que, en realidad, podemos ser felices, de que la vida puede continuar por dolorosas que sean nuestras pérdidas. La promesa silenciosa de que la vida puede volver a ser buena.
Y casi no puedo soportarlo.
Niego con la cabeza.
— Yo también lo creo.
Me imagino un mundo paralelo, sin juegos. Sin tanta destrucción, sin guerra. Haber salido de la cosecha, haber estado libre. Trabajar en los bosques, seguir tratando con algunos comerciantes. De alguna forma, conociendo a Peeta. Porque, obviamente, no podría haber sido de otra forma. Siendo amigos, él cortejándome en silencio, como era costumbre en el distrito. Yo dándome cuenta de aquello un poco tarde, su madre dando un grito en el cielo, nosotros viviendo en una casita asignada en la Veta. Por supuesto, habría hambre y necesidades, después de todo sería el doce... pero por un minuto, puedo llegar a comprender a mi madre. El por qué aquel futuro era tan apetecible para ella.
La seguridad, el calor...
Él me sonríe por última vez antes de darme un pequeño beso en los labios y acomodarnos a ambos para esta vez sí dormir.
Cuando se conocen los resultados de las elecciones, no me sorprende. Yo misma voté por Paylor. Si bien gran parte de las entrevistas que nos hicieron luego de las elecciones contenían aquella pregunta, por quién habíamos votado, Haymitch dijo que insistiésemos en que el voto era privado. Aún así, me parece una buena elección. Paylor proviene de un distrito, sabe lo que sufrieron durante años los habitantes que no provenían del Capitolio. Incluso perdió a uno de sus hermanos en los juegos, hace muchos años atrás. Cuando me enteré de aquello comprendí, que en realidad, siempre entendí los motivos de Paylor.
Y que los compartía.
Probablemente si Prim hubiese muerto yo hubiese hecho lo mismo.
Estamos sentados en primera fila, cómo no. Vestidos con nuestras mejores ropas de gala y presenciando todo como si nos encantase estar allí. Si por mi fuera, estaría en la habitación que me asignaron en la Mansión, perdiendo mi tiempo, pasando momentos con Peeta. Sin embargo, la presencia del Sinsajo, totalmente vestida y ornamentada para la ocasión era un asunto de Estado, de máxima importancia. Aquello explica, por supuesto, el vestido negro sin hombros que llevo en este momento y los inútiles e incómodos zapatos a juego que mi equipo de preparación me obligó a utilizar.
La verdad es que nadie sabía muy bien cómo realizar el proceso. Casi no quedan personas vivas en Panem que recuerden cómo se desarrollaba una democracia. Lo intentaremos, dice Plutarch, completamente entusiasmado. Finnick y Prim también lo están, creen que aquel sistema funcionará. Haymitch y Peeta no están tan seguros, mientras que yo no sé bien qué opinar.
Peeta no se ha despegado de sus libros de historia. Él lee aquello todo el día y luego lo resume para mi. Antes, eran muchísimas naciones. Países como Panem, pero en distintas partes del mundo. Separadas por montañas, como en nuestros bosques, o al otro lado del mar, como en el cuatro. Durante la historia de la humanidad hubo muchas guerras, por supuesto. Al parecer, los humanos nunca nos hemos llevado del todo bien. Pregúntele a alguien de los distritos acerca de aquello.
Pero hubo una, la última, que casi acabó con todo el mundo. Se destruyó gran parte del planeta tierra en un intento desesperado por gobernarse los unos a los otros. Luego de aquello, aquí, hubo peleas internas. Después de la guerra, quienes habían tomado el poder pretendían quedarse allí, pero había otro grupo que no lo aceptaba.
Hubo una guerra interna, guerra civil se les llama cuando es entre personas de un mismo país, dijo Peeta.
Un grupo ganó. Se quedaron en el poder. Al país, que antiguamente hacía llamarse Estados Unidos, pasó a llamarse Panem. Tenía un motivo simbólico que ya nadie recuerda, sin embargo, el nombre pegó. Fueron décadas de aquello.
Luego, la Rebelión. Los días oscuros. El mismo grupo oprimido anterior volvió a perder. Los Juegos del Hambre.
Y finalmente, nosotros. Intentando implementar un sistema que no ha sido utilizado en más de doscientos años y que la última vez que fue llevado a cabo colapsó sobre sí mismo.
Paylor continúa hablando. Hace hincapié en las mismas cosas que Peeta me ha comentado más de una vez: no debemos dejar que la historia se repita. Hemos de entender, tanto las personas del Capitolio como las personas de los distritos, que somos un solo país. Se impartirá justicia. Los Juegos jamás se repetirán, en ninguna forma. Paylor lo jura con su propia vida.
Luego viene el momento de los aplausos y de escuchar solemnemente el nuevo himno de Panem. Haymitch nos explicó que antiguamente cada nación tenía su propio himno, bandera, y elementos propios que les identificaban. Quedamos tan pocos seres humanos sobre la faz de la tierra que parece ser poco práctico, sin embargo, les hace ilusión a todos aquellos que formarán el nuevo gobierno.
Los representantes del gobierno son una extraña mezcla de personas, que pareciesen no tener demasiado en común. Hay un ministro por distrito, especializado en distintos aspectos, así como también expertos de distintas áreas provenientes del Capitolio. Thom se ve casi cómico allí, con sus ropas descoloridas provistas por el trece y en medio de dos personas con llamativas pelucas de colores.
Thom fue compañero de clases de Gale, así como también trabajó en las minas. Fue uno de los que más le ayudó en el bombardeo del doce, pues fue suya la idea de ir hacia la ciudad. Gracias a él, se salvaron los pocos comerciantes que habían tenido la idea de ir hacia los bosques. Entre ellos, Delly Cartwight, una antigua vecina de Peeta, y también casualmente su nueva novia. Es extraño verlos de las manos, con ropas elegantes y con sonrisas de par en par. Supongo que Peeta y yo nos vemos un poco como ellos, alguien de la Veta y del pueblo, quienes probablemente si no hubiese sido por la Revolución no hubiesen terminado juntos ni en un millón de años.
A Thom le ofrecieron también un alto cargo militar cuando llegó al trece, pero lo rechazó. Dijo que lo suyo no era dar órdenes, sino que cumplirlas bien. Terminó en un grupo de apoyo al ocho y allí fue cuando conoció a Paylor. Y, al parecer, ganó su confianza, pues fue denominado ministro representante del distrito doce.
— Al chico de tu distrito le hacen falta un par de kilos encima — murmura Finnick, demasiado cerca de mi oído. Frunzo el ceño y hago un gesto con mi mano para que deje de molestar. A mi otro lado, Peeta me mira con una ceja alzada.
— Quizá estaba demasiado ocupado realmente haciendo algo, no como otros — suelto en respuesta, lo que hace que mi amigo suelte un silbido por lo bajo.
— Buena jugada, Everdeen.
Cuando el evento termina, somos llevados a una recepción en la misma habitación que hasta hace unos días sirvió de comedor a los rebeldes. Obviamente, las decoraciones pomposas del gobierno anterior siguen en las paredes, aunque es notorio el hecho de que son otras personas quienes mandan en el lugar. La comida no es demasiado ostentosa y tampoco hay demasiada. No hay reporteros, ni personas vestidas con ropas extravagantes. Solo los rostros de la revolución, un par de personas importantes para el nuevo gobierno y aquellos que se encargan de mantener la música en el ambiente y los platos bien rellenos.
Cuando entramos por las grandes puertas, pierdo de la vista a Finnick y a Annie, sin embargo, no suelto la mano de Peeta, apretándola con fuerza. Él parece notar mi incomodidad frente a tantas personas que no conozco, por lo que sonríe levemente y se inclina para susurrar sobre mi oído:
— Estemos un par de horas aquí y luego podemos escaparnos a hacer un par de cosas más divertidas.
Es increíble que, meses después, aún logre hacerme sonrojar.
Intentamos compartir un par de palabras con cada uno de los presentes. Pocos son del antiguo Capitolio, y los que están aquí, obviamente forman parte del equipo rebelde. Muchos parecen entusiasmados de conocernos y un par sienten una extraña necesidad de tocarnos, aunque nada comparado con otrora. Intento sonreír cuando es necesario y secundar los comentarios de Peeta con asentimientos de la cabeza y exclamaciones como "Aaaah" y "Oooh".
Estamos hablando con un entusiasmado Plutarch (algo en su monólogo incluye "nuevas ideas para programas de televisión" y "que tu hermosa voz no se pierda, Katniss") cuando la veo. Está impecable, con su traje dorado y la peluca a juego, así como los largos tacones castaños y aquella libreta que siempre parece llevar entre sus manos. Camina recto y en una dirección completamente contraria a la nuestra, por lo que no debo pensar demasiado antes de gritar su nombre y apartar a las personas que me impiden llegar hasta ella:
— ¡Effie! ¡Effie!
Apenas registro cómo Peeta se disculpa con Plutarch, ni tampoco soy demasiado consciente si el hombre se enfada demasiado o no. Effie. Está viva. Tantos que no lo lograron, que no llegaron hasta aquí y ella está... viva.
Se gira para verme, ligeramente sorprendida. Sus ojos lucen distintos, cansados, sin vida. Pero no lo demuestra del todo, pues su sonrisa aparece y su voz, casi idéntica a la de tantos meses atrás, me suena increíblemente familiar:
— ¡Katniss, querida!
Se acerca suficiente y me da un pequeño beso en la mejilla, algo discreto y recatado, tal como es ella. Siento sus dedos afirmando con fuerza mi hombro desnudo e inmediatamente sé que esa será su mayor muestra de cariño.
— Dios, Effie. No supe más de ti. Supuse que...
Me quedo callada, porque de pronto me doy cuenta que realmente nunca me pregunté demasiado por Effie. Me siento repentinamente culpable, como siempre, y es prácticamente un alivio que Peeta llegue y se coloque a mi costado mientras toma mi mano.
Ella hace un gesto con la mano, quitándole importancia, aunque no se me pasa inadvertido el pequeño temblor en su ojo derecho.
— Oh, no te preocupes, querida. Hubo demasiado que hacer aquí, reuniones muy muy importantes que agendar y eventos los cuales organizar durante tu... ausencia. — dice, con una sonrisa de oreja a oreja antes de girarse hacia Peeta. Su rostro cambia, y por primera vez en mucho tiempo, puedo ver que su preocupación pasa a ser por algo no tan trivial como cumplir un simple horario. — Peeta, mi niño. Te ves bien... mucho mejor.
Peeta se aclara la garganta antes de componer una sonrisa.
— Por supuesto, Effie. Tú también luces muy bien esta noche.
Su intercambio de palabras me desconcierta por unos segundos y me preocupa un poco después.
¿Acaso Effie y Peeta se vieron cuando él estuvo aquí la última vez?
— Es el deber de toda mujer de bien el lucir de manera adecuada a las circunstancias. Además, no puedo ir con trapos por allí, menos ahora que trabajaré para el gobierno.
Sus palabras me sorprenden, aunque no demasiado. Obviamente, la escolta del distrito doce (la misma que leyó nuestros nombres en la primera cosecha) no podía quedarse demasiado lejos del espectáculo y de la nueva era para Panem. La observo por unos segundos y me pregunto qué tanto habrá cambiado en este tiempo... por qué cosas habrá pasado Effie Trinket como para trabajar para el bando contrario al cual antiguamente servía.
Se vuelve a generar un silencio incómodo que es rápidamente llenado por Peeta. Le pregunta acerca su nuevo trabajo, qué tendrá que hacer, si se siente preparada para aquello y si le entusiasma comenzar. Ella nos comenta que será la encargada de publicidad del gobierno de Paylor, los primeros cinco años que dure. De comunicaciones, eventos y cosas por el estilo. Obviamente, con su conocimiento acerca de cómo programar las agendas de prácticamente todo mundo dice no tener miedo del nuevo desafío que enfrenta, aunque (y no podría tratarse de Effie si así no fuese) sí le causa un poco de extrañeza el tener que trabajar con gente de los distritos.
— No es un asunto de... no sabría cómo expresarme de manera adecuada, Katniss. Sin embargo, ellos nunca en su vida se han adecuado a cosas como estas. No sé si me explico.
Intento no enfadarme. Inspiro aire con fuerza y lo contengo, sin saber muy bien qué decir. Me intento recordar con todas mis fuerzas que Effie debió haber pasado un infierno durante el tiempo que duró la guerra, que su mundo se volcó de un día para otro y que lo está intentando. Sonrío tal como ella me enseñó e intento ser lo más políticamente correcta al hablar:
— No creo que debas preocuparte por aquellas cosas, Effie. Para eso estarás tú. Nos enseñarás, tal como hiciste conmigo y con Peeta.
Peeta me mira, como si no pudiese creer lo que le indican sus oídos. Yo misma no lo creo tampoco. Me disculpo con nuestra otrora escolta y tomo con fuerza su mano, guiándolo fuera de la habitación. Camino por los pasillos, aún un poco desorientada, y cuando la música finalmente no se escucha me permito caminar un poco más lento, a un ritmo más amigable con los estúpidos zapatos que me han puesto.
— Por un segundo, temí por la integridad física de Effie.
Le fulmino con la mirada por un par de segundos antes de golpearlo levemente en el hombro y poner los ojos en blanco. Él sonríe antes de acariciar mi cabello y empujarme a un abrazo un poco forzado. Cuando mi cara queda estampada en contra de su pecho, me doy cuenta de una cosa. Cuándo Peeta ha crecido. Personalmente, jamás he sido demasiado alta. Es más, dentro de la clase en el distrito doce, siempre fui una de las más bajitas para mi edad, aquello heredado directamente de mi abuelo paterno. Pero Peeta ha crecido. En los primeros juegos, con facilidad alcanzaba a pasar mi brazo por sus hombros... ahora, al abrazarle mi rostro queda en medio de su pecho.
— Has crecido — murmuro, apartándome un poco. Él sacude la cabeza.
— Ya era hora, ¿no lo crees?
Cierro los ojos por un segundo. Él vuelve a acariciar mi cabello, y yo sonrío por lo bajo.
— No sigas haciendo eso, que me quedaré dormida. Y no podemos tener a una Sinsajo dormida por aquí.
Peeta bufa cuando escucha la referencia a mi misma de aquella forma, aunque suspira.
— No entiendo cómo puedes seguir con sueño. Dormiste de un tirón anoche. Y antenoche. Y... bueno, últimamente, no has tenido demasiadas pesadillas.
— Dormir contigo ayuda — murmuro, bajito como para que no me escuche, aunque por la manera en que su pecho se infla sé que lo ha hecho. Permanecemos allí unos minutos, en completo silencio, disfrutando un poco de esta sorpresiva y efímera paz.
Como no puede ser de otra manera, efectivamente se trata de una efímera paz. Un par de nuevos encargados del gobierno (con sus ropas extravagantes propias del Capitolio) llegan hasta nosotros, exclamando lo "maravillosos" que nos vemos juntos, lo "felices" que están por nosotros, y el hombre gordo de la piel morada exclama entusiasmado que él nos patrocinó durante nuestros dos juegos, completamente seguro de que lograríamos salir de allí.
Permanecemos atrapados allí, cada vez más incómodos. Cada dos por tres, miro a Peeta, intentando que se le ocurra alguna salida que nos permita liberarnos de estas personas (Frankie, el hombre gordo, Lizza -con dos zetas, querida, esa es la única manera correcta de pronunciar mi nombre-, la chica del cabello color rojo, el cual simula estar envuelto en llamas, y Andrea, la cual, al igual que su nombre, parece ser la única más o menos normal). Sin embargo, mi novio no parece tener una brillante idea (ni pareciese estar a punto de tenerla pronto) y, por mi parte, las ganas de ser amable con completos desconocidos no son un buen fondo motivador en estos momentos, por los que nos quedamos estancados en la situación.
Estancados aproximadamente por quince minutos, hasta que llega el salvador de toda reunión social, el alma de la fiesta, el hombre más carismático y guapo de todo Panem...
Y casualmente, también un dolor en el trasero.
Sí, Finnick.
Viene de la mano de su esposa, Annie Cresta, aunque aquello no constituye ninguna novedad. El traje que lleva es nuevo, hecho a su medida, pensado exclusivamente para él. Y se nota. Se ve completamente glorioso en ese conjunto, como supongo que solo Finnick Odair puede hacerlo. Nos percatamos de su presencia junto con todo el mundo, supongo, pues un sonoro grito llamando a nuestros interlocutores capta la atención de cualquiera:
— ¡Lizzzzza, por todo lo Santo, mí-ra-te!
La mujer (que estaba en medio de una larga charla acerca de lo difícil que es mantener las uñas de manera adecuada con tanto trabajo) enmudece inmediatamente y gira su cabeza quizá demasiado rápido en dirección al Vencedor. Es obvio que está calada por Finnick, y la idea hace que inmediatamente ponga mis ojos en blanco.
— Finnick — suelta ella, en un tono demasiado alto como para ser considerado normal. Suena como un graznido. Andrea, la más normal del grupo de capitolinos, suelta una risita entre dientes y no puedo evitar sonreír ante su reacción.
— Cuando me enteré que el departamento de comunicaciones estaría en tus manos tan sólo podía pensar en lo increíble que sería desde este momento, Lizzzzza. ¿Fue Plutarch quien te contactó, verdad?
Al escuchar la manera en que pronuncia su nombre contengo una sonrisa. Andrea suelta una risita entre dientes,
— ¡Sí! — chilla ella, emocionada, como si todavía no se percatara de la presencia de Annie alrededor del Vencedor. Finnick sonríe.
— Bien, pues te anda buscando. Y a ustedes también, chicos — les guiña un ojo antes de señalar al Salón Principal, ese del cual prácticamente salimos corriendo. Los capitolinos (más bien, Frankie y Lizza, pues Andrea parece tan solo seguirlos) arreglan un poco sus pelucas y se preparan para dejarnos. Mientras se alejan, Lizza se da vuelta para despedirse con entusiasmo, mientras las risas de sus acompañantes junto con el sonido de sus tacones le hacen coro.
— Uno piensa que ya los está empezando a entender y se encuentra con esos especímenes — murmura el vencedor del cuatro, logrando que todos nosotros esbocemos una sonrisa.
— ¿Los conocías, Finnick?
El rostro de mi amigo parece oscurecerse a medida que contesta:
— Es difícil que no conozca a alguien aquí en el Capitolio.
— ¿Elos...?
— Dios, no. — murmura, antes de hacer un extraño gesto con la mano. En ese momento comprendo que Peeta le ha intentado preguntar si es que uno de ellos le compró en algún momento. Mi estómago se revuelve con la idea de no haberlo pensado antes, aunque lo dejo pasar ante el rostro de consternación de Finnick. — No, ellos eran decentes. Imbéciles, como todo el mundo aquí, pero decentes.
— Bueno, en ese caso... nos has salvado — murmura Peeta, luego de unos segundos. Y aquello simplemente hace que los cuatro soltemos grandes carcajadas.
Conversamos un largo rato, acerca de todo y nada a la vez. Annie comenta que está aliviada acerca de abandonar la Capital pronto, que no soportaría que su hijo naciera en un ambiente tan extraño e inhumano como este. Cuando menciona a su hijo no nato, las manos de Finnick automáticamente rodean su vientre de manera protectora. Es extraño, supongo. No soy como mi madre, ni como Prim, y para mi aquello aún no es un niño. Pero supongo que para ellos es bastante real, pues comienzan a comentar divertidos que les han regalado tantas cosas para el pequeño que ya no saben que hacer con ellas.
Seguimos hablando por un tiempo hasta que finalmente nos movemos hacia nuestra habitación, la cual se ha convertido últimamente en algo así como nuestro lugar oficial de reuniones. Observo cómo Peeta y Finnick bromean tan a gusto, complementando la frase del otro y haciendo muecas parecidas, que me parece casi ridículo el hecho de que en algún momento llegase a haber estado celoso de él. También miro a Annie, quien parece más que nunca en esta tierra, ha ganado peso e incluso cuando no está hablando demuestra un aire de paz y tranquilidad envidiable.
Se genera un silencio en la sala luego de una broma singularmente desagradable y ruidosa a expensas de la Cocinera Taylor (la pobre mujer que servía el engrudo que entregaban por comida allá en las profundidades del Trece y que parecía tener tres grandes lunares en la punta de la nariz, uno encima del otro) cuando me doy cuenta que, de todos los temas que hemos dejados pendientes con mi amigo del cuatro, hay uno que, de hecho, me gustaría discutir con él frente a Peeta:
— ¿Ya sabes qué harás, Finnick?
— ¿A qué te refieres, Chica de fuego?
Le frunzo el ceño por unos segundos ante el apodo, aunque lo dejo pasar.
— Al salir de aquí. Te irás a casa, ¿verdad?
Finnick me mira por unos largos segundos antes de responder. Cuando lo hace, toma la mano de Annie y me mira con una sonrisa torcida, aquella que utilizaba únicamente para la cámara.
— ¿Por qué no me escuchan un poco ustedes dos? Creo que tengo una oferta de trabajo que a ambos podría interesar.