Capítulo 1
Observé como un pequeño terror terrible, con unas brillantes escamas esmeraldas, se acercaba a mi ventana. Antes de que se posara en el alfeizar, pude ver que traía algo amarrado a una de sus patas traseras.
Correo.
No podía evitar estar sorprendida. Apenas estaba despuntando el sol en aquella mañana clara y fría. Cogí la nota rápidamente y la leí con avidez.
Siento mucho las molestias que esto pueda causarte, pero no he tenido otra alternativa. Me es imposible acudir a la sesión de entrenamiento de hoy ¿Puedes impartir la lección de defensa personal de la cual ya habíamos hablado? Lo dejo en tus manos.
Hipo
Involuntariamente, fruncí fuertemente el ceño al terminar de leer. Hipo no era de los que incumplía las promesas ni cambiaba de planes de un momento a otro sin tener en cuenta las ocupaciones de los demás, así que tenía que estar pasando algo grave. Pero no lo había escrito en la nota, lo que quería decir que le pasaba algo que no quería que yo supiera. Eso me molestó aún más. ¿Para qué me escribe si luego no me daba razones? Para eso que se lo hubiera comunicado a Patapez.
Miré nuevamente la carta, esperando encontrar algo que se me hubiera pasado por alto, pero no, solo me encontré con la caligrafía rápida y pulcra de Hipo.
Observé al pequeño dragón, que me observaba como si esperara algo. Con un suspiro de resignación me dirigí a la cocina en busca de una pieza de pescado. Caminé sigilosamente, puesto que mis padres aún seguían durmiendo. Cogí lo primero que encontré en la cesta, que resultó ser una perca. Al volver, me encontré al pequeño en el mismo lugar en el que lo había dejado., esperando pacientemente. Yo no podía entender como se las apañaba Hipo para educarlos y lograr esos resultados en tan poco tiempo. Una sonrisa bailó rápidamente en mis labios. Le di el pez, el cual devoró ansiosamente, y, ahí permaneció, esperando.
—¿Qué? ¿Quieres otro? —le pregunté enarcando una ceja.
El dragón se quedó mirando fijamente la nota que aún conservaba en mi mano, y que le había traído a mi casa, y luego me miró a mí.
—¿Qué esperas? ¿Una contestación?
El terror terrible me miró de tal manera que parecía que en cualquier momento fuera a decirme que sí. No pude evitar reír ante la situación. ¡Oh, por Thor! Si Hipo creía que se iba a librar de mí tan fácilmente después de ver esto y encima no contarme lo que estaba tramando la llevaba muy difícil.
Escribí un escueto "Lo pensaré" en el reverso del papel, lo enrollé y se lo até en la pata al dragón, el cual no tardó en alzar el vuelo para dirigirse a la casa del alocado vikingo. ¿Estaba en casa? Observé con atención el cielo, estaba claro, sin ninguna nube, y aún conservaba algunos tonos moráceos propios del amanecer. Aún quedaban varias horas para el entrenamiento...
Salí de mi habitación, bajé rápidamente las escaleras, tratando de causar el menor ruido posible, y me encaminé hacia mi adorable y poderosa Nadder, Tormenta, la cuál se levantó rápidamente al verme salir.
—¡Buenos días Tormenta! ¿Quieres ir conmigo a darle dolores de cabeza a Hipo? - La saludé mientras cogía sus instrumentos y la ensillaba.
La Nadder estiró las alas, como un gesto de asentimiento, y en breves instantes estuvimos sobrevolando la aldea. No tardamos apenas dos minutos en llegar al hogar del castaño. Antes de tocar tierra, ya había saltado del lomo de Tormenta y me dirigí a la puerta. La toqué insistentemente, aunque tardaron varios minutos en abrir.
Observé sorprendida a Hipo, que apareció ante mí pálido y ojeroso. Sus ojos verde bosque habían perdido su particular fuerza curiosa. Los tenía enrojecidos y llorosos, como si tuviera una espesa capa de agua en ellos. Pude ver un par de lágrimas corriendo por su mejilla izquierda. Él temblaba como una hoja, pese a tener una densa manta sobre los hombros.
Cualquier malestar por su escueta y ambigua carta se esfumó al instante. Hipo estaba enfermo. Muy enfermo.
Antes de que pudiera decir nada, antes de que pudiera asimilar la idea de que era Astrid la que estaba frente a mí, la vikinga me empujó hasta el interior de mi casa, cerrando la puerta tras ella, evitando así las corrientes de aire. La cabeza me daba vueltas. Los cambios bruscos de temperatura e iluminación no ayudaban.
La figura de Astrid comenzó a distorsionarse. Veía sus labios moverse, pero no podía escuchar lo que decía. Los ojos se me cerraban involuntariamente. De pronto,las sombras se apoderaron de todo.
Cuando me desperté estaba en mi cama, prácticamente enterrado entre todas las mantas que podía haber en la casa. Sentía la cabeza embotada y los sentidos torpes, como si mi cerebro procesara toda la información con retraso. Cerré los ojos inspirando y espirando con suavidad. Cuando me calmé y me acostumbré a la potente luz que se filtraba a través de mis párpados, volví a abrir los ojos.
Observé con atención a mi alrededor. Salvo la asfixiante montaña de mantas que me arropaban y, también hay que decirlo, que no recordaba haber puesto, todo parecía bastante normal.
Hice un amago de levantarme, pero, cuando me moví, algo húmedo y resbaladizo se deslizó por mi cara, tapándome el ojo izquierdo. Vale, otra cosa que no recordaba.
Al momento de quitarme el trapo tibio de encima, la puerta se abrió, dejando ver a Astrid cargada con un balde lleno de agua con nieve.
—Buenos días dormilón —me saludó mientras se sentaba en el borde de mi cama, colocaba el balde sobre sus piernas y cogía el trapo de entre mis dedos para sumergirlo en el agua fría.
Yo no podía entender nada ¿Qué hacía Astrid en mi casa? De repente, recordé, como un fogonazo, la imagen de Astrid frente a mi puerta, bañada con las primeras luces del día ¿No había sido un sueño?
—¿Qué ha pasado? —le pregunté trémulo.
Antes de decir nada, me obligó a recostarme de nuevo y me puso el paño helado en la frente.
—Eso me gustaría saber a mí —exclamó ella. —Recibí una rara nota tuya nada más levantarme así que vine a buscarte para saber qué pasaba y, cuando te veo, estás medio muerto. Les he enviado un correo dragonil al resto de miembros y he cancelado el entrenamiento.
—¿Y eso por qué?—pregunté confundido.
—¿Cómo que por qué? —me cuestionó ella a su vez, enarcando una ceja.—Porque no te podía dejar solo —contestó como si fuera lo más normal del mundo.
—¿Me has estado cuidando? —pregunté mientras la observaba, evidentemente sorprendido.
Ella simplemente asintió, como si fuera lo más normal del mundo. Pero, en mi mente, eso no era para nada normal. Quizás era una secuela de todos los años que había pasado solo, pero para mí lo más normal habría sido que fuera a buscar a Bocón o a Patapez, dejarles a ellos el problema e irse. Sabía muy bien que Astrid era una buena persona, no solo ahora, sino desde siempre. Podía recordar un sin número de ocasiones en las que me había salvado de las trampas y bromas de Mocoso y los gemelos retándolos o haciendo pequeñas triquiñuelas en venganza. Aún así, la distancia siempre había sido la actitud de todos en la aldea durante toda mi vida. Supongo que hay hábitos difíciles de perder.
—¿Me vas a explicar que ha pasado? —cuestionó con calma, pese a que pude percibir un deje de preocupación en ella.
—Pues, en realidad te vas a reír...Estaba volando con Desdentao cerca de los glaciares y decidimos hacer un par de maniobras nuevas sobre la marcha. Entre una pirueta y otra, la correa de seguridad se rompió y salí disparado al agua. Menos mal que no choqué contra uno de esos enormes y gigantes pedazos de hielo flotantes...—bromeé nerviosamente.—Bueno, aún así el impacto contra el mar helado fue bastante fuerte debido a la altura desde la que caí, así que me quedé sin aire.
«Fue tal la agitación del momento que no puedo recordar muy claramente lo que sucedió. No sé como se las apaño Desdentao para sacarme del agua, pero lo siguiente que recuerdo es estar sobre su lomo, controlando el ala de forma automática y con volver a casa como única cosa en mente.
«Cuando por fin llegué, mi padre me vio llegar empapado y tembloroso. Me mandó a la cama nada más atravesar la puerta.
—Bueno, eso explica porqué estás así, pero nos lleva a otro punto, ¿y Estoico?—inquirió ella.
Podía ver como estaba reprimiendo su furia vikinga con todas sus fuerzas porque llamar estúpido mientras le das un fuerte golpe a un enfermo no es la mejor opción.
—Al parecer hay un problema con la tala en la zona norte de la isla, por lo que salió hoy a arreglarlo y estará fuera todo el día.
—¿Y te dejó solo estando así?
—No exactamente —comencé a decir, tratando de ser honesto. Si me había estado cuidando, es lo menos que le debía.—Digamos que, cuando me vio esta mañana la cosa no fue tan pacífica. Afirmó, por activa y por pasiva, que no podía dejarme solo en este estado, pero yo insistí en que tampoco podía dejar de lado sus obligaciones como el jefe. Después de darme mucha guerra, conseguí convencerle de que os contactaría a ustedes para pediros ayuda. Me hizo escribir una nota delante suyo y enseñársela antes de enviártela, pero aproveché un despiste suyo para escribir otra, la que sí te ha llegado.
—¡Deberías haberle hecho caso a Estoico desde el principio!—acusó mientras podía ver como controlaba con todas sus fuerzas las ganas de darme un puñetazo por puro milagro.
—No quería preocupar a nadie, aunque al final he acabado haciéndolo, lo siento —me disculpé en un murmullo, hundiendo la mirada en mis manos entrelazadas sobre mi regazo.
Al ver la enferma y entristecida cada de Hipo, algo dentro de mí se derritió. Ahí estaba, la dulce inocencia de Hipo dejándome totalmente atontada. Suspiré, resignada, al rendirme a la derrota.
—Sí, eres un idiota—afirmé severamente, mientras cambiaba el paño caliente de su frente, lo enfriaba en la fuente y se lo volvía a colocar.—Pero, al parecer, no tanto como creía. Al menos te has tomado las medicinas.
Hipo me sonrió agradecido. Era una de esas sonrisas angelicales que le hacía brillar los ojos. Y yo las odiaba. Mentira, las adoraba. Lo que odiaba eran las sensaciones atronadoras que inundaban mi cuerpo cuando las veía. No eran propias de la vikinga más fuerte, ruda y valiente de todo Mema. Y no digo esto porque los vikingos no nos enamoremos o algo así, es solo que no solemos ser tiernos ni entrañables. Pero con Hipo... Al ver esas sonrisas, el férreo autocontrol que me marcaba para no abrazarle y esconder mi rostro en su cuello, disfrutando de su aroma mientras sonreía como una idiota, se debilitaba enormemente.
—Una pregunta, ¿sólo ocurrió eso?—pregunté dudosa, sin poder quitar de mi mente la imagen de Hipo nada más llegar a su casa, tembloroso y con su rostro pecoso enrojecido por las lágrimas.
—Sí, no pasó nada más, en serio—contestó él, aún con la sonrisa en su rostro.
—Entonces, ¿por qué llorabas? En los quince años que te conozco puedo contar con los dedos de una mano las veces que te he visto llorar.
—¡Oh! Bueno, cuando me enfermo soy de lágrima fácil, ¿sabes? Casi siempre lloro sin razón, o al menos yo no la comprendo—dijo riendo, aunque había algo en su expresión que no me convencía del todo.
—Hipo, es posible... —empecé a decir, aunque de repente me asustó un poco hacer la pregunta.—¿Te sentías solo?
—No, ¿por qué iba a pasar eso? Desdentao estaba conmigo, aunque ahora mismo esté fuera jugueteando ¿Por qué lo está, no?
Justo al acabar su pregunta pudimos escuchar unos fuertes gruñidos amistosos, que rápidamente reconocimos como de Desdentao y Tormenta. No pudimos evitar reír ante su sentido de la oportunidad.
—Bueno, quizás solo me pasa a mí, pero cuando me pongo enferma, es mucho más fácil que los malos recuerdos me atormenten—añadí, tratando de sonsacarle la verdad que sabía que me estaba escondiendo por la cristalina franqueza de sus ojos esmeraldas.
—Es posible que mi mente haya divagado un poco por zonas un tanto tormentosas, pero la mayoría eran pesadillas, así que está bien—terminó diciendo, exhalando un fuerte suspiro.
—Hipo—lo llamé a la vez que dejaba el balde de agua en el suelo y tomaba sus manos entre las mías.
Me miró sorprendido ante el repentino contacto, pero se quedó callado esperando que continuara.
—Sé que, toda la aldea, incluida yo, pertenecemos a esas pesadillas, pero nunca jamás te dejaremos solo. Te lo prometo. Puedes confiar en mí.
—Lo sé—dijo él, simplemente.
La voz le salió un tanto temblorosa y se mordió el labio inferior al instante, intentando evitar las gotas saladas que acabaron deslizándose por sus mejillas. Fueron apenas un par de lágrimas, porque cerró los ojos inspirando hondo y empezó a deshacerse de las que habían humedecido su mejilla izquierda. Yo, cruzando el límite una vez más, empecé a secar las de su otra mejilla. Me miró mientras ambos nos deshicimos de los restos de las lágrimas, pero no dijo nada hasta que aparté la mano.
—Ya te lo decía, lágrima fácil—rió con una fresca alegría a la que no tardé en unirme.
Se formó un cómodo silencio entre nosotros y nos miramos a los ojos. Antes de que ninguno de los dos pudiera decir nada, el fuerte sonido de alguien tocando la puerta nos sobresaltó. No tuvimos tiempo siquiera de preguntarnos quién había sido, porque aparecieron Chusco y Brusca, volando sobre Vómito y Eructo, a través de la ventana.
—Vaya nidito de amor os tenéis aquí montado, ¿eh, tortolitos? —dijeron a coro los gemelos.
El fin de la tranquilidad.