(24/07/2018) Lo primero de todo, me gustaría dar la bienvenida a todos los nuevos lectores. No sabéis lo feliz que me hace saber que hay alguien a quien le ha gustado mi pequeño proyecto, incluso con todos sus fallos. Empecé este fic en el 2014, hace ya cuatro años, y no actualizaba desde el 2016. Hace un par de días me decidí a volver a leer lo que había escrito y estoy dispuesta a continuar la historia —al menos, hasta terminar este fic, aunque cuando empecé "Un nuevo mundo" tenía la intención de llegar hasta el último año de Harry en Hogwarts— si todavía hay alguien dispuesto a seguir leyendo.

De momento estoy revisando todo lo que llevo, corrigiendo los errores que pasé por alto en su día. También tengo la intención de alargar algunos capítulos que se quedaron demasiado cortos —este es un claro ejemplo de ello— y reescribir algunas partes que se parecían demasiado a los libros. En principio, los cambios no van a afectar el desarrollo de la historia hasta el capítulo 8 —que es el último que publiqué en su día—.

Lo volveré a preguntar cuando suba el capítulo 9 pero si alguien le esto y quiere que continúe la historia, hacérmelo saber mediante un pequeño comentario sería un gran incentivo ^ ^


CAPÍTULO 1: SERPIENTES


Todo era tan diferente allí que no sabía que pensar. Se encontraba en una enorme explanada de hierba verde y alta, rodeada por un bosque, con árboles de tal tamaño que no parecían ni reales. El tronco del más pequeño que podía ver era el resultado equivalente a juntar cinco árboles del Bosque Prohibido. El cielo estaba completamente despejado y el sol brillaba tan fuerte que casi encandilaba, justo al contrario de lo típico en Gran Bretaña.

Se desabrochó la raída capa de viaje y la colocó cuidadosamente sobre su antebrazo derecho. Quería con todas sus fuerzas quitarse la máscara: el metal se estaba calentando con el calor. Definitivamente iba demasiado abrigado. Se removió para sujetar mejor la carga que llevaba en el brazo izquierdo y una duda, algo estúpida, le asaltó la mente: ¿tendría Él también ese calor asfixiante? Porque si le ocurría algo,por nimio que resultara, la responsabilidad caería sobre su cabeza. Allí no había nadie más, nadie le había acompañado.

Estaba solo, completamente solo.

Con Él.

Igual que aquel último año.

Sintió ganas de dejarlo en el suelo y salir corriendo, pero no sabía cómo iba a volver entonces y si... si la otra parte cumplía su palabra y todo salía como era de esperar él no tendría mundos suficientes para esconderse. Se suponía que alguien saldría para recibirle, pero llevaba un buen rato esperando y la máxima expresión de vida que había visto eran la mariposa que había estado revoloteando no muy lejos y dos moscas que no lo habían dejado en paz pero que al final se habían ido. También estaba la serpiente que le había llevado hasta allí. En un primer momento la había confundido con Nagini, la mascota de su Señor, pero rápidamente había corregido su error. Esta era incluso más grande, de un color violáceo y cuando abría la mandíbula los colmillos supuraban un veneno de color verde pistacho que Nagini no tenía.

La serpiente se había enderezado enfrente de la chimenea de los Ryddle y había susurrado en pársel. Él se había situado un paso o dos por detrás del sillón donde se encontraba el Señor Oscuro hasta que recordó que la serpiente no atacaría. El Señor Oscuro no le dejaría.

—¡Colagusano! Tienes que acercarte a ella —había dicho su Señor, notablemente irritado por la cobardía de su único sirviente.

Y eso había hecho. Había cogido a su Señor en brazos y había tocado con recelo a la serpiente. De repente, la estancia se difuminó ante sus ojos y se encontró arrastrándose por el suelo. No, más bien reptaba por un túnel, un túnel oscuro. Cuando abrió los ojos nuevamente estaba hecho un ovillo en el suelo, en el mismo lugar en el que ahora estaba de pie expectante, sediento y temeroso.

Fijó la vista en la puerta que parecía medio enterrada en el suelo, estaba a la sombra de un tejado morado y una escalinata de piedra gris llevaba hasta ella.

Justo cuando se encontraba al borde de la desesperación un joven —un niño, prácticamente—, abrió la puerta de madera y subió los escalones a lentamente. Siguió avanzando hasta quedarse a apenas dos metros de distancia.

El chico debía medir cerca de metro sesenta y tenía el pelo blanco y largo, con dos puntos rojos en la frente. Parecía tan frágil y pequeño, a pesar de que su mirada expresaba todo lo contrario, que Colagusano pensó que el recién llegado se rompería en pedazos en cualquier momento.

—¿Lord Voldemort y Peter Pettigrew? —preguntó.

Peter asintió.

El joven miró de Peter al bulto que llevaba en brazos.

—Sígame, Orochimaru-sama está esperando —dijo. Después dio media vuelta y volvió sobre sus pasos sin mirar atrás para ver si lo seguían.

Cuando la puerta se cerró a sus espaldas Colagusano no pudo evitar tragar saliva.


Eran las doce de la noche y Harry se encontraba tumbado boca arriba en su cama, con los brazos cruzados bajo la cabeza. Como siempre, los Dursley le habían echado la bronca por algo que él no había hecho. Estaba pensando qué podría haber provocado la explosión que le había costado la cena cuando su estómago comenzó a rugir. Se llevó la mano a la barriga por instinto, casi sin darse cuenta. Se iba a morir de hambre.

Con la convicción de que sus tíos ya estarían durmiendo profundamente a esas horas, Harry abrió la puerta de la habitación lo más silenciosamente que pudo y bajó las escaleras descalzo. Se aseguró de que sus tíos no estaban en el salón y corrió de puntillas hasta la cocina. Pasó de largo el interruptor de la luz y se dirigió directamente hacia el frigorífico, esperando encontrar las sobras de la cena o la bandeja de pasteles que Petunia había comprado para los compañeros de trabajo de Vernon. Sin embargo, cuando lo abrió este estaba vacío excepto por el medio limón que habitaba la segunda leja. Harry suspiró, cerró la puerta, contó hasta tres y la volvió a abrir, esperando que fuese solo una alucinación causada por el hambre, pero el electrodoméstico seguía completamente vacío.

Olvidándose de que no debería estar rondando por la cocina y abandonando cualquier intención de ser tan silencioso como un ninja, fue corriendo hasta la despensa, solo para encontrarla más limpia que nunca. Ni siquiera estaban las botellas de agua que su tío Vernon había comprado el día anterior por la mañana. Se dejó caer en una de las cuatro sillas colocadas alrededor de la mesa, apoyando la cabeza entre las manos. El estómago le volvió a rugir, desesperado. Estaba seguro de que sus tíos iban a encontrar la manera de inculparlo por aquello. "Has hecho desaparecer la comida porque te hemos castigado" o algo por el estilo. Tal vez pensarían que había ocultado los suministros de la casa bajo de la cama.

Levantó la cabeza rápidamente cuando escuchó unos pasos bajando en dirección a la cocina. Miró a su alrededor, inseguro de dónde podía esconderse, y se percató de que la ventana estaba abierta. Le extrañó que su tía Petunia la hubiera dejado así, obsesionada como estaba con que no entrara ningún mosquito en aquella casa, pero sin pensárselo mucho dejó la silla en su sitio y salió de un salto, justo a tiempo para oír como alguien repetía la misma operación que él mismo. Pluf, pluf. Pluf. Pluf. Plufplufplufpluf. La goma que sellaba el frigorífico resonó al menos unas treinta veces antes de que su tío se diera por vencido. Harry se mantuvo pegado a la pared bajo el alfeizar de la ventana, escuchado como Vernon abría y cerraba puertas, quejándose en voz alta y, de repente, escuchó como se cerraba la ventana de un porrazo. Harry dejó caer la cabeza hacia atrás, golpeándose contra la pared. Ahí iba su última esperanza. No llevaba las llaves y no podía utilizar la varita si no quería que un agente del Ministerio se presentara en la casa de los Dursley, lo que quería decir que ya no tenía forma de entrar hasta que amaneciera y los Dursley abrieran la puerta, o hasta que Dudley regresara del agujero negro en el que se había escondido durante la cena. Ahora sí que era verdad que iba a morir.

Un maullido lastimero lo sacó de sus lamentos. Abrió los ojos, aún con la espalda apoyada contra la casa, y se encontró con un gato negro en el filo de la acera. Le miraba tan fijamente que por un momento pensó que se trataba de la profesora McGonagall y que en cualquier momento iba a recriminarle no estar ocupándose de las redacciones que les había encargado para las vacaciones de verano, pero descartó la idea, aliviado cuando cayó en las diferencias abismales —aquel gato era enorme— y causaba una impresión muy distinta a la de la profesora de Transformaciones: donde la profesora McGonagall parecía un gato muy estirado y presumido que se pavoneaba delante de sus estudiantes, este era todo lo contrario. Parecía que acabara de pelearse con un tigre.

Harry se puso de pie, sacudiendo el pantalón de su pijama y se acercó al gato, aprovechando que este parecía descuidado lamiéndose una de las patas delanteras. Debía estar acostumbrado al trato humano, porque no salió corriendo. "Tal vez es humano", pensó. Se puso en cuclillas y estiró el brazo para acariciarlo. Entonces, y solo entonces, fue cuando el felino echó a correr en dirección a la casa de los vecinos. Empujó con su cabecilla la puerta principal y la abrió lo suficiente como para pasar con facilidad. Harry, seguro de que los vecinos no tenían mascotas y resignado a pasar las horas que quedaban hasta el amanecer a la intemperie, se adentró en la casa de los Allen apretando con fuerza la varita que escondía bajo la camisa del pijama. Cruzó la entrada con cuidado, recordando la alarma de seguridad que Samuel Allen había instalado el último verano y preguntándose por qué no había despertado a todo el barrio a esas alturas. Entró en la cocina, preparado para tenderle una emboscada a su pequeña víctima, pero se limitó a contemplar la cocina vacía. No había ni rastro del tarrito de sal que solía adornar la encimera, ni de las cestas de fruta que losAllen tenían por todas partes. Ni siquiera pudo ver bote de aceite usado junto a los fogones. Miró a de un lado a otro cuando le asaltó el miedo a que el señor o la señora Allen aparecieran repentinamente para una pequeña merienda de media noche tal vez sólo activaban las alarmas cuando estaban fuera de casay se acercó al frigorífico, sabiendo de antemano lo que iba a encontrar. Nada excepto el hielo que se había acumulado en la pared del fondo. Ni tan siquiera el triste medio limón de la casa de los Dursley. Nervioso, apartó la cortina adornada con bordados de botes de miel y mermelada, sin atreverse a abrirla del todo, y vio al gato junto a un joven alto, poco mayor que él mismo, con el pelo negro y muy corto. Le recordaba a Itachi. El gato dio una vuelta en el sitio y el joven miró en su dirección, alzando con la mano un rollo de pergamino a modo de saludo. No parecía muy preocupado de que le acabaran de descubrir, si acaso parecía feliz de verle. El joven se agachó para coger al animal en brazos y tras un sonoro "pop" ya no había nadie en la calle.

Harry se quedó un par de segundos embobado antes de echar a correr hacia el jardín, buscando algo, cualquier cosa, pero no habían dejado ni rastro. Se preguntó si debería avisar de esto a sus amigos o a Dumbledoretal vez a Sirius, pero se recordó a sí mismo que ellos no le habían escrito ni una mísera carta en condiciones desde el comienzo del verano. "Nos veremos pronto...", "Estamos muy ocupados ahora...", "No hagas ninguna imprudencia...". Esas palabras no le servían de nada. Él había hecho más que Hermione y Ron en los cuatro años que habían pasado en Hogwarts —pensaba con acritud cada vez que recordaba el tema—, ¿por qué no tenía el mismo derecho que ellos a enterarse de lo que sucedía?

Enfadado, en pijama y todavía dándole diez mil vueltas a la cabeza salió de la casa de los Allen, asegurándose de escuchar el click de la puerta al cerrarse, y se dirigió hacia el parque que coronaba el final de la avenida Magnolia. Su última intención era dormir en la calle, por mucho que el cuerpo se lo pidiera a gritos, y todavía quedaba mucho hasta que se hiciera de día —tal vez, si tenía suerte, encontraba a Dudley y podía volver a entrar en la casa— por lo que se dedicó a balancearse en el único columpio que la pandilla de Dudley no había destrozado por el momento. El parque entero estaba cubierto de las firmas de los amigos de su primo. Una hora más tarde un grupo de gente apareció bordeando el parque y Harry reconoció a Dudley a la cabeza. Nadie en el mundo era capaz de desafinar tanto como él salvo, tal vez, el Sombrero Seleccionador. Se puso de pie y atravesó el parque sin ocultar la molestia que le producía caminar sobre la gravilla descalzo. Dudley y sus amigos se detuvieron al llegar al final del parque y Harry esperó pacientemente a la sombra de un árbol a que Dudley se quedara solo.

—Buen gancho de derecha, Big D —decía uno de los rechonchos amigos de Dudley. El joven sonrió de vuelta, orgulloso, y colocó la mano en el hombro del otro a modo de agradecimiento. A Harry se le revolvió el estómago al pensar en quién podría haber sido su desafortunada víctima.

—¿Mañana a la misma hora? —preguntó Dudley.

—En mi casa. Mis padres no estarán —respondió Gordon.

—Hasta mañana entonces —se despidió Dudley.

Harry cruzó la esquina rápidamente y apretando el paso llegó a la altura de Dudley, que caminaba tarareando de forma poco melodiosa.

—¿Desde cuándo te llaman Big D? —Dudley se dio la vuelta, contrariado, y torció el gesto al ver que se trataba de Harry— ¿Qué significa? ¿Gran Delincuente? ¿A quién habéis apaleado esta vez?

Harry era muy consciente de que no se estaba ganando el billete de vuelta a su cama de aquella manera.

Dudley continuó su camino, gruñendo un rotundo "cállate".

—Para mí siempre serás Cachorrito —dijo Harry, sonriendo—. O Pastelito. Pastelito te pega mucho más, va más acorde con…

—¡He dicho que te calles! —gritó Dudley, apretando los puños.

—¿No saben tus amigos que así es como te llama tu madre? A ella nunca le dices que se calle.

Dudley no replicó, sujetando con fuerza el manillar de la bicicleta.

—¿A quién habéis estado pegando? —insistió— ¿A otro niño pequeño? Sé que le diste una paliza a Mark Evans.

—Se la había buscado —gruñó Dudley—, me respondió mal.

Harry guardó silencio, no muy seguro de lo que su primo consideraba "responder mal a alguien". Dudley tampoco volvió a dirigirle la palabra hasta que llegaron al callejón donde había visto a su padrino por primera vez. El chico deseó que el autobús noctámbulo llegara de improvisto y atropellara a su no tan agraciado familiar cuando pasaron frente a la nueva parada de autobús.

—¿Te crees muy mayor porque llevas esa cosa, verdad? —dijo Dudley, rompiendo finalmente el incómodo silencio. Había aflojado el agarre sobre el manillar y Harry vislumbró a la perfección el tono de mofa y cierta envidia que escondía.

—¿Qué cosa?

—Eso... esa cosa que llevas escondida.

Harry esbozó una enorme sonrisa, llevándose la mano al antebrazo en el que escondía la varita, pero esta desapareció rápidamente cuando el cielo empezó a oscurecerse. Las pocas estrellas que quedaban a pesar de la contaminación lumínica quedaron cubiertas por las nubes más negras que había visto nunca en esa parte del país.

—¿Q-qué has hecho? —murmuró Dudley cuando la farola más cercana parpadeó hasta apagarse. Congelado en el sitio, el chico soltó la bicicleta para abrocharse la chaqueta y protegerse del frío con ambos brazos.

Harry negó con la cabeza ante la mirada inquisitiva de su primo. Le habría gustado vocalizar que él no había tenido nada que ver, pero la fina capa de escarcha que empezaba a cubrir las copas de los árboles hizo que se le escaparan las palabras. Él ya había vivido aquella misma sensación, dos años atrás, y no esperaba tener que volver a enfrentarse a una de aquellas criaturas.

Aquello era imposible... no podía haber dementores en Little Whinging.

—¡Se lo diré a papá! —gimió Dudley en la oscuridad—. ¿Dónde estás?

Harry se limitó a chistarle para que guardara silencio, muy poco preocupado por lo que pudiera pensar su tío Vernon en aquellos momentos y, por una vez, supo que su primo muggle estaba demasiado asustado como para seguir amenazándolo: había algo en el callejón que respiraba —mucho más cerca de lo que cualquiera hubiera deseado—, produciendo un ruido ronco y vibrante. Harry se acercó más a Dudley, preparándose para arrastrarlo en la huida.

—¡Basta! ¡Para ya! —susurró Dudley.

Estaba listo para agarrarlo con el brazo que tenía libre cuando notó que algo chocaba contra el lado izquierdo de su cabeza y lo lanzaba contra el suelo. Ante sus ojos aparecieron unas luces blancas y tuvo la impresión de que una bludger le había impactado de lleno, partiéndole la cabeza en dos. Con las lágrimas a punto de aflorar, el chico estiró el brazo para buscar su varita, pero Dudley le dio un golpe antes de montar en la bicicleta y dejarle allí abandonado.

—¡Vuelve aquí! —gritó Harry, todavía incapaz de levantarse. Dudley, a lo lejos, se limitó a pedalear con más fuerza. Un escalofrío recorrió a Harry cuando notó que el grupo de dementores iba detrás de él— ¡Dudley! ¡Vuelve!

Pero su primo ya no parecía escucharle.

Un chillido espantoso retumbó a lo largo y ancho de la calle a la vez que se detenían el sonido de las ruedas y la cadena de la bicicleta, que cayó estrepitosamente contra el suelo acompañada de su dueño. Al mismo tiempo, Harry notó una sensación espeluznante detrás de él que solo podía significar que había otro dementor a su espalda.

—¡Dudley, mantén la boca cerrada! —gritó, buscando la varita desesperado.

Pero la varita no aparecía y la respiración del dementor estaba cada vez más cerca. Una imagen del cementerio apareció por un momento en su cabeza... El hombre que le perseguía... Un dolor agudo le recorrió la cicatriz y supo que aunque lo intentara no sería capaz de mover ni un dedo.

Pensó que no volvería a ver a Ron ni a Hermione, tampoco a su padrino, ni a ninguno de sus amigos y, entonces, un sonido de metálico, un desgarro, y el dementor comenzó a gritar. Hecho un ovillo en el suelo, Harry se llevó como pudo las manos a los oídos, era el ruido más horrible que había presenciado nunca. Los recuerdos se sucedieron nuevamente a una velocidad de vértigo y sintió como si alguien le abriera las costillas para sacarle los pulmones del pecho. Una enorme serpiente se abalanzó sobre él, acompañada de un fogonazo de luz verde, y todo el peso del mundo cayó sobre su dolorido cuerpo.

Poco a poco, el frío fue desapareciendo y Harry abrió los ojos, asustado. Se revolvió casi a cámara lenta bajo el manojo de mantas sucias que lo cubrían. Se encontraba sobre un enorme charco negro, burbujeante y profundamente apestoso. Harry tropezó al ponerse de pie torpemente, como pudo, y observó con estupefacción como el líquido que había impregnado su ropa empezaba a evaporarse en una nube gris.

Sin salir del trance, con las imágenes todavía a flor de piel, corrió en busca de su primo. Dudley estaba en el suelo, acurrucado en posición fetal y con los pies todavía enredados en los pedales de la bicicleta. Parecía incapaz de levantarse por su propio pie, pero al menos seguía vivo.

A pocos metros de él, los enormes charcos negros se deslizaban por la calle, creando finos riachuelos que morían y se evaporaban antes de alcanzar el alcantarillado. Harry observó, consternado, cómo el líquido se fundía con el aire, convirtiendo en escarcha todo lo que encontraba a su paso. No muy lejos, lo que al principio Harry había descrito como un montón de sábanas viejas empezaba a perder consistencia y volverse traslúcido. Falló al reprimir un jadeo cuando uno de los dementores chilló y se revolvió antes de desaparecer.

Con la confusión embotándole la mente y sin ser capaz de entender lo que acababa de ocurrir, Harry se esforzó por levantar a Dudley.

Esperaba que aquello no tuviera nada que ver con el silencio de sus amigos.