Disclaimer: Los personajes de la historia que narro a continuación pertenecen a J.K. Rowling, así como todos los derechos que provengan de ella. Escribo sin ánimo de lucro, con respeto y la única intención de entretener.

Nota: Dije que siempre volvería. Y así es. Me pregunto si quedará alguien aquí para leerme… ¡entendería que la respuesta fuera negativa! Pero me pareció que, con el tiempo extra de las otras cosas que me deja esta… extraña situación que estamos viviendo, estaba casi obligada (y muerta de ganas, para qué negarlo), a subir algo nuevo de DRUNA. Algo, además… que hace muchos guiños a nuestro estrado presente, porque las autoridades sanitarias y el gobierno dirán todo lo que quieran… pero yo creo que esta versión de la verdad, es mucho más interesante.

¡Ah, por cierto! Como novedades, este retazo lo cuenta Draco… ¡en primera persona! Ojalá os guste. Muchas gracias de antemano a quiénes continúen leyendo y comentando esta historia. Os echaba de menos a todos.

Alerta Rating: Escena de sexo explícita.


CONFINADOS

Por principios, miré a Potter con sospecha y el ceño fruncido desde el porche de mi casa, donde me habían mandado quedarme quietecito para no estorbar. Como si cada brizna de hierba que aquellos Aurores estaban pisando no formara parte de mi propiedad. Como si las instrucciones, dadas con voz firme y ronca no hubieran podido salir de mi garganta. Como si los movimientos fluidos de varitas y los labios musitando letanías en forma de hechizos de protección, no hubiera podido hacerlos yo mismo.

—O relajas la mandíbula… o te vas a destrozar los dientes.

Me giré. Mi mujer, siempre tan solícita, acababa de poner una bandeja con limonada de fresas sobre una de las mesitas del porche. De mi porche. Donde repito, yo estaba recluido.

—Podría ayudarles con facilidad. —Y como si hiciera falta, me señalé al bolsillo de los vaqueros, donde asomaba la punta de mi varita. —De hecho, podría hacerlo sin que ellos me ayudaran a mí. También con facilidad.

—A veces, querido, uno tiene que delegar en los profesionales. Y confiar en su juicio.

—Profesionales… —Hice una pedorreta. Sí, ya sé que fue un movimiento un tanto infantil por mi parte, pero no estaba en aquel momento para centrarme en la madurez que, a mi edad, ya debería ir luciendo. —Ese… Potter…

—Es el Jefe del Departamento de Aurores para la Protección y la Seguridad del Mundo Mágico. —Genial. Como si le hicieran falta más títulos. —Sabe lo que hace… y no deberías mirarlo con tanta inquina. Es nuestro amigo.

—Es Potter. —Y me aseguré de pronunciarlo como si su apellido, de por sí, fuera la peor de las Maldiciones Imperdonables. —Tengo que mirarlo mal. Y desconfiar de él. Está en mi naturaleza, Luna. Después de todo… soy un Malfoy.

Ella solo se sonrió, acercándome uno de los vasos, que además del fresquísimo y dulce contenido, llevaba el cuello cubierto de azúcar. Me relamí aun antes de dar el primer sorbo.

—Yo también soy una Malfoy, y puedo asegurarte que no verás en mi expresión nada más que cariño y agradecimiento hacia Harry por lo que está haciendo por nosotros.

—Hechizos defensores que yo podría, perfectamente, haber instalado por mi cuenta.

Me dejó por imposible. Y lo sé porque ya conocía aquella expresión en su cara. En honor a la verdad, debo reconocer que no estaba molesto del todo con la invasión de las fuerzas del orden mágico. Entendía su presencia y el por qué de lo que hacían. Lo que me inquietaba… eran los motivos. Lo que se escondía detrás de aquellos muros invisibles, que nos encerraban a simple vista a golpe de varita mágica y conjuro no verbal.

Había un peligro en el ambiente. Algo microscópico, que no podías ver, ni sentir… hasta que ya casi nos había devorado. Algo contra lo que solo podíamos combatir… quedándonos en el porche de nuestra casa, y dejando que otros, profesionales, se ocuparan.

No, no estaba de buen humor.

—Bueno… esto ya está.

Recolocándose las gafas, Harry Potter se aproximó y aceptó con un gesto amable el vaso que Luna ya tenía en la mano. Lo apuró y después, se guardó la varita en el bolsillo interior de la capa. Señaló alrededor, hacia todos mis terrenos, esos que sus compañeros del Ministerio no cesaban de pisar una y otra vez. Estaba seguro de que lo hacían aposta. Como estropearan el huerto de Luna… habría algo más que sortilegios de protección en el ambiente.

—Te lo agradecemos mucho, Harry. De verdad.

—No es nada. Estoy seguro de que Draco podría haberse encargado por sí mismo. —Me hizo un gesto con la barbilla. Se lo devolví por puro compromiso. —Pero he añadido un par de cositas… cortesía del Departamento de Aurores. —Le sonrió a Luna, que fue mucho más resuelta a la hora de responder. —Recordad que debéis permanecer en casa; como diría el viejo Moody, estamos en alerta permanente.

—¿Todavía no pueden decirnos cómo hemos llegado a esta situación, Potter?

Se rascó la frente. Creo que uno de los Aurores, a la izquierda del huerto, contuvo el aliento durante unos segundos. Por Merlín… ¿y esos eran los magos de élite en quién debíamos depositar nuestras vidas?

—Una espora procedente de la escama de un Colacuerno húngaro. —Dijo, bajando el tono de forma notable. —Se supone que esto es información confidencial, pero recientes investigaciones han demostrado que dicha espora, mezclada con lágrimas de Mandrágora crean una sustancia muy beneficiosa para curar distintos tipos de dolencias mentales producidas por encantamientos y maldiciones. Por desgracia, la espora por sí sola es terriblemente tóxica.

Al parecer, algunos de los más afamados herbólogos del país no habían sabido contener dicha toxicidad, y los efluvios de la espora se habían salido de control y entrado directamente en la atmósfera, creando una reacción virulenta y en cadena que se había extendido a toda velocidad.

—Tenemos a nuestros mejores expertos trabajando en el antídoto. He sacado a Neville de Hogwarts y Charlie Weasley ha llegado esta mañana desde Rumanía. —Harry se encogió de hombros. —Hermione ha informado personalmente al Primer Ministro Muggle; para que esté alerta.

—¿Qué les van a decir a ellos? —Luna se tapó la cara con las manos, acongojada. —¿Cómo van a explicarles que no pueden salir de sus casas?

—Un virus. —Harry carraspeó. —Ron pensó… que sería creíble decir que un ciudadano chino había ingerido una sopa de murciélago y que ello había provocado la pandemia.

—¿Me tomas el pelo? —Bajé del porche. Aproveché que me daba el sol de frente para hacer visera con una mano mientras que, con la otra, señalé hacia uno de los Aurores, que seguía varita en ristre. —¡Eh tú, cuidado con esas azaleas!

—¿Los Muggles se lo han creído?

Harry le sonrió a Luna.

—Hemos sido eficientes. Enviamos gráficos, fotografías y noticias. Hermione es muy concienzuda y detallista en lo que a ocultar nuestras señales se refiere; es algo así como cuando los Hombres de Negro pulsan… da igual, no entendéis de cine no mágico. —Se enderezó, aunque ni por esas era demasiado alto. —Se les ha pedido que respeten el estado de confinamiento y se mantengan en sus casas. La espora es muy tóxica, tanto para nosotros como para ellos, porque magos o no, nuestro sistema respiratorio es igual al del resto de las personas… en casi todos los casos.

—¿Durante cuánto tiempo, Potter? Me gustaría volver a ejercer mi trabajo en Gringotts a la mayor brevedad.

—Pues de momento, Malfoy, considérate poseedor de unas hogareñas y tranquilas vacaciones. —Se sacó del bolsillo algo que se parecía sospechosamente a una lata de conservas. —Solo los medimagos están autorizados para acudir a su trabajo. Y algunos miembros del Ministerio. Para comprar comida o utensilios para pociones, usad la red flú pero limitad al mínimo el contacto con el exterior. —Nos entregó una hoja con el membrete del Hospital San Mungo. —Ahí tenéis las recomendaciones de salubridad y los hechizos de desinfexión. Uno por semana será suficiente para inmunizaros, si no estáis en contacto directo con el aire que contiene la espora.

—¿Y los Muggles? ¿Cómo van a evitar ellos el contagio?

Harry le dijo a Luna algo sobre unas… mascarillas y un gel para las manos. Yo fruncí el ceño. Aquello seguía pareciéndome imposible. Éramos criaturas capaces de crear magia, ¡magia! ¿de verdad iba a encerrarnos en casa un dichoso dragón? Me rehusaba a creerlo.

—¿Cuánto tiempo, Potter?

—Es pronto para hacer pronósticos.

Se me escapó una sonrisa socarrona.

—Así que un Colacuerno… ¿eh? ¿No estabas por allí cerca, para volar a su alrededor y salvar el día?

—Yo solo robo sus huevos dorados, viejo amigo. No toco para nada sus escamas. —Le dio unos golpecitos a la lata de conservas, que se activó. —Estaremos en contacto directo. No os preocupéis si recibís El Profeta con retraso. Luna, te agradecería un artículo de información veraz en El Quisquilloso, para tranquilizar a la población.

—¡Me pongo con ello ahora mismo Harry!

Corrió escaleras arriba en el mismo instante en que Potter se desaparecía, seguido inmediatamente después por todos sus esbirros, mientras yo me quedaba justo donde estaba, solo en el jardín, mirando sin ver la valla, el cielo plomizo de Londres y los caminos que salían de mi propiedad y las colindantes, en apariencia despejados para tomarlos… pero ahora, protegidos y cerrados por multitud de hechizos que no nos dejarían cruzar las puertas.

Volví en dirección al porche arrastrando los pies, pisoteando ese césped que tanto había intentado defender. Cuando entré a casa, Luna estaba ya dictándole notas a su vuelapluma, que escribía a toda velocidad en pergamino ideas sueltas, pensamientos inconexos, que terminarían convirtiéndose, como siempre, en un maravilloso artículo digno de la portada de cualquier publicación. Fuera mi mujer su directora general o no.

Me dejé caer en el sofá orejero. Y luego fui a la cocina y conjuré unas tortitas. Me aparecí en el piso de arriba y realicé algunas tareas pendientes… sin magia, pero ni con esas, el reloj parecía avanzar lo bastante rápido. Para cuando fue hora de cenar, me parecía llevar años confinado, encerrado en una propiedad grande, luminosa y llena de lujos donde siempre disfrutaba de estar. Añoraba mi escoba, aunque en ese día no había tenido intenciones de salir a volar. También echaba de menos aparecerme en el Callejón Diagon, aunque no necesitaba nada de particular y en mis planes iniciales, no había estado abandonar mi propiedad.

Claro que eso había sido antes de que me viera forzado, por obligación… y el mandato de Potter, a permanecer recluido en ella.

—Draco, respira.

Levanté la ceja. Era la quinta vez que entraba a la cocina. Esta vez, tenía levantada la varita. ¿Sería capaz de recrear el pastel de melaza que nos servían en el Gran Comedor en nuestros años de estudiantes? No podía ser tan difícil… lo hacían Elfos, ¿no? Yo era más listo que un Elfo… o eso esperaba.

—Draco…

—Estoy respirando.

—Pues vas a hacer astillas tu varita, y te recuerdo que no podríamos salir para sustituirla.

Abrí la boca. La cerré. La volví a abrir.

—Pero… ¿realmente no podríamos?

Luna frunció el ceño.

—No, Harry nos ha dicho claramente…

—…que no deberíamos. Deber y poder, no son lo mismo, amor mío. —Así su cintura, pegándola a mí. —Piénsalo… con los Muggles confinados y gran parte de la comunidad mágica temerosa e incapacitada para llevar la contraria a nada de lo que diga Potter… el mundo podría ser nuestro.

—No necesitamos el mundo, Draco. —Con su sonrisa radiante, me rodeó el cuello con los brazos. —Solo el uno al otro. Justo aquí. Como estamos ahora. ¿Tan mala te resulta la idea de estar encerrado en casa, sin poder salir, ni recibir visitas y contando como única compañía… conmigo?

Abrí la boca. La cerré. La volví a abrir… otra vez.

—¿Sabes? Pensándolo mejor… ¿quién soy yo para llevarle la contraria al Niño Que Sobrevivió, El Elegido y blablablá? Seguro que ese Potter tiene un gran y desaprovechado cerebro bajo su famosa cicatriz… quizá ha escogido este preciso momento para empezar a usarlo; vamos a darle el beneficio de la duda, ¿te parece?

Entre risas cómplices, utilicé la mesa donde había pensado ponerme a cocinar para sentar a Luna sobre ella, y aunque en realidad me habría gustado hacerlo en su escritorio, porque el espejo situado frente a nosotros me devolvería una imagen gloriosa de sus muslos blancos y cremosos, abiertos alrededor de mi cabeza, no contar con la infraestructura no me impidió, para nada, centrarme en la tarea de devorarla, lamerla y paladearla a placer. Era más dulce que la limonada. Más subyugante que la tarta de melaza.

—Oh Draco… ¡Draco!

Tiró de mi pelo mientras mi boca seguía torturándola, y en menos de dos minutos, la tenía tendida, desnuda y magnífica bajo mis manos. Ansiosa por mis envites. Deseosa de que embistiera con todo lo que tenía. Con el cuerpo perlado de sudor, la poseí con avaricia, como el hombre egoísta y profundamente enamorado que era; sin reprimir los gemidos, sin cesar de acariciar cuanto se me presentar, sin soltar mi presa hasta que ésta estuvo tan maleable que no le quedó más que seguir susurrando mi nombre, en una letanía que se asemejaba a todos aquellos encantamientos… que contrariamente a lo que yo había pensado en un principio, no nos mantenía encerrados y privados de liberad. No, ¡para nada!

En lugar de eso, decidí mientras reposaba la cabeza agotada sobre el vientre plano de Luna, satisfecho y saciado de sexo… por el momento; nos daban la oportunidad única de estar completamente a solas, refugiados del exterior, del mundo y de las demás personas.

Bendita espora de Colacuerno, pensé en un arrebato de entusiasmo, mientras los dedos suaves y cálidos de mi mujer recorrían mi espalda, ronroneando con placer. Esperaba que Longbottom y Weasley no se dieran demasiada prisa por encontrar ese… remedio.

El confinamiento no estaba tan mal, después de todo.