Y aquí me tienen, lanzándome con esta nueva locura, la que espero les guste.

A mi equipo, mi beta y amiga Gaby Madriz que colabora y hermosea los capítulos, y a la creadora de la idea original de esta historia, miss Manu de Marte.

Y ya saben, los personajes perteneces a la señora Stephenie Meyer, yo nada más los hago partícipes de esta locura.

¡Gracias por acompañarme!

Besos a todas =)

(Adelantos de esta locura en nuestro grupo de facebook: groups/Subversivas/)

Facebook como Catalina Lina y en Twiter como Cata_lina_lina... y sus preguntas por Aks: /Catalina_Lina


Capítulo 1.

Clarisse Brandon gritaba incoherencias a medida que iba destruyendo todo lo que a su paso se interponía. La enajenación y el descontrol la dominaban en ese momento, pues su lado suicida y autodestructivo había ganado la batalla, haciendo estragos en su vida y en su entorno en ese preciso momento.

Todo se había desatado cuando su esposo, harto de las situaciones con respecto a su temperamento descontrolado, había decidido marcharse, dejando atrás a una mujer enferma y dos hijos.

"¡Maldito hombre, mal nacido, hijo de puta!"

Sus vecinos, siempre testigos indirectos de sus ataques, sintieron que esta vez las cosas en la casa de la loca Brandon estaban saliéndose de control, decidiendo llamar entonces a las autoridades para que actuaran lo antes posible, antes que cualquier desgracia, que allí pudiera ocurrir. Porque esa casa, en aquel momento era algo muy cercano al infierno terrenal.

Era el Tártaro, el infierno de Clarisse Brandon.

Los gritos y el estallido de las cosas contra la pared se lograban oír desde varios metros, poniendo a los vecinos alerta, pues sin duda era una situación preocupante. Aunque eso la verdad, no era eso lo que más inquietos les tenia, sino el llanto desconsolado de los dos hijos de Clarise, que arrinconados en una esquina, muertos de miedo, intentaban hacerse invisibles frente a la desatada furia de su madre.

La más pequeñita de sus hijos, no había dejado de llorar y del puro susto orinó en sus pantalones, rogándole a Diosito que tranquilizara a su mami. Y es que no era justo que una pequeña de seis años fuera testigo de todo eso. Ni ella, ni su hermano de nueve, que cerraba los ojos con fuerza, protegiendo a su hermanita entre sus pequeños brazos, rogando que eso se acabara de una vez por todas.

—No llores Ali, no llores —le rogaba él en susurro, meciéndola ya apretándola lo más fuerte que podía entre sus brazos.

—Nos va a pegar, otra vez se va a enojar con nosotros y nos va a pegar —lloriqueaba ella, sorbiéndose la nariz con el puño de su chalequita rosa.

—No Ali, eso no va a pasar, no la dejaré…

—No, no la dejes, Edward, ya no quiero que me pegue…

—Nunca más, Ali…

Y como si el juramento de Edward hubiese sido respondido por sus héroes de ficción o por Dios, tres hombres ingresaron a la fuerza a aquella casa, abalanzándose contra la descontrolada mujer, la que los trató de golpear y de morder cuando dos de estos intentaban retenerla, a la vez que el otro, un oficial de policía, le explicaba que habían sido alertados por los vecinos, y que ellos estaban allí nada más que para ayudarla.

Con mucha dificultad, los dos paramédicos del centro psiquiátrico lograron ponerle una camisa de fuerza para sacarla de la casa, mientras que el policía revisaba el lugar, encontrándose con los dos niños agazapados en una esquina.

— ¿Niños? —Preguntó el policía, a la vez que ponía una mano sobre el hombro del niño, que se sobresaltó, alzando apenas la vista y mirando al uniformado con ojos desconfiados, mientras su hermanita seguía llorando con el rostro enterrado en su pecho. El policía se acuclilló y dijo con suavidad—. Ey pequeño, cómo te llamas.

—Soy Edward —respondió con voz rasposa, pero sin rastro de inseguridad. Él policía esbozó una sonrisa pequeña para darle confianza al niño que lo miraba con recelo.

— ¿Ella es tu hermana?

—Sí, es Alice —respondió el niño, apretando a su hermana aún más a su pecho.

—Bien, muchacho, necesito que prestes atención: llevaremos a tu mamá a un lugar donde puedan sanarla, pero ni tú ni tu hermanita podrán venir con ella…

—No queremos ir con ella —se apresuró en decir el chiquillo, escapándosele una lágrima de terror. El uniformado sintió pena por esos niños que seguro habían tenido que soportar tanto, así que con el mismo tono suave que estaba utilizando, aclaró:

—No irán con ella, vendrán con notros a un lugar donde los cuidarán el tiempo que sea necesario —explicó, haciéndose entender por Edward, que no quitó la vista del oficial—. ¿Sabes de algún familiar a quien podamos avisarle?

El chico negaba con su cabeza mientras contestaba:

—Mi papá se fue… para siempre. No sé de nadie más.

—Está bien, muchachito, ¿puedes levantarte?

El niño volvió a asentir, besando la cabecita de su hermana, quien se había calmado un poco, haciendo además de moverse para levantarse de la esquina. Ella por nada quería apartarse de los brazos protectores de su hermano, eso dio a entender cuando una segunda policía que entró a la casa trató de apartarla de su lado para cambiarle de ropa antes de sacarla de la casa.

— ¡No me dejes sola, Edward! —Suplicaba ella, pegándose como lapa a su hermano mayor.

—Nunca Alice, ¿me oyes? Nunca te voy a dejar sola, nunca voy a abandonarte —juró Edward con vehemencia.

Clarise Brandon se suicidó cuatro meses después con las sábanas de la habitación en el hospital psiquiátrico, gritando el nombre de su marido y llamando a sus hijos. Los médicos concordaron en que, como estuvo sin tratamientos durante un buen tiempo, su estado se agudizó, pasando a desarrollarse una especie de esquizofrenia que la trastornó, haciéndola pasear a menudo por parajes horribles en su cabeza, los que sólo detuvo cuando vio en la muerte la solución.

Como nadie reclamó su cuerpo, Clarise fue enterrada en la fosa común del cementerio, en la más triste y solitaria de las despedidas que a un ser humano se le podía dar cuando partía de esta tierra.

Alice y Edward estuvieron juntos en una casa de acogida a cargo de un grupo de monjas por tres años, hasta que ella cumplió los nueve y una familia se interesó en adoptarla.

Cuando eso pasó, fue como si se desatara otra tragedia. Edward mantenía su dolor de separarse de su hermanita a un lado, porque para él, que entendía un poco mejor las cosas ahora que cumplía los doce años de edad, sabía que en medio de una familia bien constituida, su hermana podría optar a una buena vida.

—El matrimonio sólo se interesa por Alice, ¿lo entiendes, verdad? —Preguntó la amorosa monja al hermano mayor de Alice, cuando le contó que la adopción estaba en curso. Él tragó grueso y asintió estoicamente con la cabeza—. Pero podrás visitarla, ellos no tienen ningún problema. Debes ayudarnos a convencerla de que es lo mejor, que son buenas personas que la querrán mucho, ¿me ayudarás?

—La ayudaré.

—Gracias muchacho. Te aseguro que el buen Dios te recompensará por esto.

Edward simplemente quedó mirando a la monja sin asentir ni discutir sobre aquello de que Dios podría recompensarlo, pues mientras más tiempo pasaba en ese internado, más cuestionamientos no propios de un niño, lo invadían, cuestionando la real existencia de aquel ser superior. Porque si Dios existía, y era todo amor y paz para con el mundo, ¿por qué sus recuerdos estaban cargados de episodios tristes y violentos? ¿No era él y su familia acaso hijos de ese Dios también?

— ¿Edward, hijo? —Lo llamó la Reverenda.

—Ya voy, Madre.

La monja caminó por los altos y oscuros pasillos del viejo internado, por los que resonaban los pasos de ambos a medida que avanzaban. Atravesaron dos grandes puertas hasta que llegaron a la sala comunitaria, donde la pequeña Alice con otras dos niñas, vestía afanosa a sus muñecas con ropita que ellas mismas zurcían

— ¿Alice?

La niña alzó enseguida su rostro hacia el llamado de la cariñosa monja, sonriéndole como siempre lo hacía. Como siempre, desde que llegó allí, porque antes de eso, con muy poca regularidad esbozaba una sonrisa. Sus ojos se iluminaron cuando junto a la religiosa, vio a su hermano que esperaba por ella.

Se levantó de un salto y corrió hacia Edward abrazándole por la cintura. La casa de acogida mantenía en alas separadas a las mujeres de los hombres, por eso eran pocas las veces durante la semana en las que ellos podían juntarse.

— ¿Nos van a llevar a tomar helado, Edward? —Preguntó la niña muy ilusionada, pues a veces alguna de las monjas los sacaba a hurtadillas a ambos por ahí a tomar helado, conforme ellos tuvieran un buen rendimiento escolar y se comportaran bien fuera de las aulas. Sabían todas ahí que esos hermanos necesitaban del contacto habitual, pues la dependencia de Alice hacia su hermano se hacía latente y se reforzaba cada día.

—No, no, no hoy, Ali. Tengo que decirte algo… —dijo el hermano, apoyando su boca en la mollera de su hermanita, la que quedaba justo al alcance de su boca. La niña soltó un poco el agarre hacia su hermano para apartarse y poder mirarlo. Vio en los verdes ojitos de su hermano mayor una mezcla de preocupación y pena que le puso la piel de gallina. Edward no era un chico que iba carcajeándose por la vida, era más bien serio y retraído, pero siempre cuando veía a su hermana, sus ojos se iluminaban y siempre tenía para ella reservada la mejor de sus sonrisas. Esta ocasión no fue así.

— ¿Te pasa algo? —Preguntó la niña con real preocupación.

—Niños, ¿por qué no van al patio y charlan bajo los árboles? —Intervino la monja, ofreciéndoles un poco de intimidad al aire libre. Edward sin más, tomó la mano de su hermana y la sacó hasta el patio, caminando entre la hierba fresca hasta dar con el gran sauce llorón, ubicándose bajo este, al amparo de sus flácidas y largas ramas verdes.

— ¿Recuerdas al matrimonio de los Cullen?

—Sí —respondió ella con una sonrisa en su cara.

El matrimonio Cullen, como varios otros, paseaba por la casa de acogida visitando a los niños, con la idea de encontrar al niño idóneo para adoptar. Esme, la mujer del matrimonio, quedó encantada con la niña, queriéndola a ella para que fuese su hija, por eso, cada vez que iba, le llevaba todo tipo de regalos, tratando de construir entre ambas un lazo de amistad que les hiciera más fácil el proceso, una vez que la adopción estuviese concretada.

—Ellos son buenos contigo, verdad.

— ¡Sí, mucho!

—Vale pues… a ellos les gustaría que fueses con ellos… a su casa… a vivir.

— ¿A vivir con ellos?

—Sí… a vivir con ellos, como su hija.

Alice se quedó pensando un momento, recordando a un par de compañeritas que ella tuvo, las que corrieron una suerte similar, cuando matrimonios que no podían tener hijos propios se las llevaban.

— ¿A ti y a mí? —Preguntó la niña a continuación, expectante. Edward tragó grueso, y desvió su vista de los verdes ojitos de su hermana, concentrándose en la hierba que sin querer había comenzado a arrancar.

—Pues… no, sólo a ti.

—Pero, ¿por qué no? Somos hermanos, ellos lo saben.

—Lo saben, pero no pueden llevarme, no se los permiten. Además, yo ya estoy fuera de la edad de adopción y pues…

— ¿Dejarás que me vaya sola? ¿Me dejarás sola con ellos? —Preguntó la niña ahora con temor, mientras su barbilla comenzaba a temblar. Él alzó su vista hacia ella y negó con la cabeza.

— ¡Nunca te dejaré sola! —Respondió con vehemencia—. Que te vayas de aquí, que vivas en otro lugar, no significará que yo te deje sola. Nos seguiremos viendo, sólo que tú tendrás unos nuevos padres, vivirás en un lindo hogar, irás a una buena escuela…

— ¡No, no, no! —Exclamó la niña, moviendo negativamente su cabeza— ¡No quiero ir, no si tú no vas conmigo!

—Oye, Ali, escúchame…

—Quieres que me vaya, ¿no? —Le inquirió la pequeña. Él torció su cabeza y extendió su mano hasta acariciar el negro cabello de su hermana, mientras

—Quiero que vivas en un hogar, con un papá y una mamá que te quieran mucho. Yo siempre seguiré siendo tu hermano, siempre. Podremos visitarnos a menudo, no perderemos el contacto…

— ¡Tú ya no me quieres!

— ¡No digas eso, Alice!

— ¡Tú ya no me quieres, tú ya no me quieres! —Gritó, a la vez que se levantaba del pasto y corría de regreso a la casona, llorando desconsolada. Edward se quedó allí, con su cabeza gacha y sus ojos fijos en la verde hierba, mientras de un manotazo eliminaba de su rostro la lágrima que se dejó caer por uno de sus ojos.

Que la familia Cullen hubiera elegido a su hermana, era lo mejor que a ella le podría haber sucedido. Su hermanita se merecía eso, y no podía oponerse, por muy doloroso que a él le resultara separarse de ella.

Las semanas pasaron, hasta que el duro momento de la despedida llegó para los hermanos Brandon. Alice lloraba, aferrada al cuello de su hermano, tratando de convencerlo de que ella estaba bien allí, que era feliz y que no necesitaba a unos papás nuevos. Aun así, nada podía hacerse.

—Te visitaré cada vez que pueda, tú vendrás a verme siempre y comeremos helado como solíamos hacerlo…

—No será lo mismo… no estarás conmigo…

—Te juro, Ali, que siempre estaré contigo. Te lo juro.

Finalmente, la pequeña Alice fue sacada de la casa de acogida por el matrimonio Cullen. La subieron al coche y mientras este se alejaba, Edward observaba el auto gris alejarse con la niña pegándole al vidrio trasero mientras gritaba su nombre. Él, parado sobre la acera, con sus manos colgando a sus costados en forma de puño y su mandíbula tensa, resistiéndose primero a no llorar y segundo a no ir tras el carro, obligarlo a que se detuviera y sacar a su hermanita. No podía hacer eso. Que la señora Esme y el señor Carlisle Cullen la hubieran elegido entre tantos otros niños, era sin duda un milagro que muchos chicos esperaban: el milagro de tener una nueva familia.

Unas manos se posaron suavemente por detrás, sobre los hombros del niño. Después de un momento en que en silencio quiso brindarle nada más que contención, preguntó: — ¿Estás bien, Edward?

Edward bajó la cabeza y asintió muy lentamente a la pregunta de la Madre Superiora, la que torció su cabeza sintiendo pena por ese muchacho, que sacrificaba su dolor por que su hermanita tuviera una buena vida.

—Anda, vámonos al comedor. Un exquisito estofado de cerdo te espera…

—No tengo hambre, madre. ¿Podría retirarme a mi cuarto? Quisiera estar solo…

—Seguro, Edward.

Sin más, el niño de doce años caminó, con su cabeza gacha, su espalda curva y sus manos metidas en los bolsillos de sus pantalones hacia el cuarto, en donde se encerró, dejándose caer de boca a su cama, y permitiéndose por fin llorar la pena de ver partir a su hermana.

Sor Gabriela, una de las novicias más jóvenes que trabajaba en la casa de acogida, se apresuró a correr, o prácticamente volar por los pasillos de la casona, ansiosa por dar con el niño con quien ella había hecho tan buena amistad. Supuso, como siempre después de la merienda, que lo encontraría en la vieja biblioteca, hojeando algún libro tan viejo como la historia de Adán y Eva, decía ella.

Ciertamente sus presunciones fueron correctas. Cuando entró a la biblioteca y lo vio bajo los estantes, sentado en el suelo de pies cruzados con un libro en las manos.

— ¡Edward! ¡Dios, Edward, te han estado buscando!

— ¿A mí? —Preguntó él, mirando a la agitada novicia, que daba saltitos sobre el piso de madera de la sala—. ¿Han traído a Alice?

—Oye, viste ayer a Alice. Sabes que no puedes verla todos los días.

—Sí, lo sé —reconoció él, frunciendo su entrecejo. Y es que hacía casi ocho meses que su hermana había sido llevada por los Cullen, y no pasaba un día en que no la extrañara. Aunque claro, sus nuevos padres habían mantenido la promesa de llevarla a menudo para que visitara a su hermano.

— ¡Bueno, bueno! Levanta entonces tu pequeño trasero y acompáñame a la oficina de la Madre Superiora. ¡Anda, Edward! —Exclamó ella con impaciencia, agarrándolo de las manitos para levantarlo y llevárselo corriendo hasta la oficina donde lo esperaban.

—Me puede… ¿me puede decir al menos de qué se trata…? —Preguntó Edward con dificultad mientras prácticamente iba siendo arrastrado por la jovial monja, que corría como liebre por los pasillos de la casa. Ella lo miró por sobre su hombro y le sonrió.

— ¡No! Bueno… ¡Es un milagro, Edward!

Cuando llegaron jadeantes por la carrera a la oficina de la Superiora del convento, Sor Manuela, los esperaba sentada correctamente detrás de su antiguo escritorio, y frente a ella, de espalda a los recién llegados, había una mujer de cabello negro perfectamente peinado en un moño que lo recogía muy elegante atado a la nuca.

—Ya estamos aquí, Madre Superiora —dijo la novicia, entrando con el niño a la oficina y cerrando la puerta tras de ella. Caminaron de tal forma hasta quedar a un costado del gigante escritorio aquel, para que el niño pudiese ver a la mujer que estaba allí de visita.

La señora apenas y desvió su vista hasta el muchacho de ojos azules grisáceos y cabello rubio oscuro que junto a la religiosa la observaba con curiosidad y desconfianza. Ni un ápice de su perfecta postura fue movida cuando se enfrentó a ese niño, que tanto de ella tenía.

—Edward, ella es la señora Elizabeth Masen. Hijo, ella ha venido por ti —explicó la Madre Superiora a Edward. Él arrugó su frente, confuso.

— ¿Cómo?

—Edward, esta señora es tu abuela, la mamá de Clarisse, tú mamá, y ha venido por ti…

Edward, como si le hubieran dado un golpe y no sabe bien por qué, se tambaleó hacia atrás con la mirada de horror fija en la elegante mujer, ataviada de un trae azul marino de dos piezas, unos zapatos negros de charol de mediana altura, un collar de perlas blancas que destacaba sobre su esbelto cuello, que mantenía su postura impávida ante el encuentro con ese muchacho.

La hermana Gabriela tuvo que sostener al muchacho por los hombros, parada detrás de él. Si para ella, que era una mera espectadora, el encuentro aquel le había provocado escalofrío por el mal presentimiento que se cernió ahora en ella pues se esperaba una reacción diferente al menos por parte de la señora esa, no quería ni imaginar lo que era para Edward aquella situación tan confusa.

La mujer, como impaciente por salir de ese lugar, alzó su mano y miró su reloj de pulsera, seguramente de oro, para luego mirar a la Superiora y decir con voz firme:

—No tengo mucho tiempo, así que si es posible, me gustaría salir con él de aquí lo antes posible.

—Comprendo —indicó la Superiora, mirando luego a Edward, que no había apartado sus ojos de la mujer esa. Se levantó y caminó hasta el muchacho, buscando una de sus frías y blancas manos para arroparlas entre las suyas. Desde ahí con suavidad le habló: —Ha llegado el momento de partir, Edward. Ella ha venido a buscarte y…

— ¡No! —Gritó Edward con desesperación, sobresaltando a las religiosas. El niño muy pocas veces dejaba fluir sus emociones como en ese momento, sin duda aquello lo estaba afectando — ¡No me quiero ir con ella, yo estoy bien aquí! ¡No me voy, no me voy!

—Edward, hijo, escúchame —le pidió la Superiora, agachándose un poco para quedar de su altura—. Es tu abuela, es parte de tu verdadera familia.

—Por favor, Madre, no me haga esto… —susurró Edward con voz quejumbrosa a la noble religiosa, que lo miró con disculpa, mientras acariciaba su rostro.

—Ni aunque quisiera, Edward. Nada puedo hacer. Ella trae documentos legales que le permiten llevarte con ella… yo… lo siento, muchacho.

—Perdón, pero… —dijo la mujer, poniéndose de pie e interrumpiendo la romántica e innecesaria charla entre la monja y el jovencito—. Mi tiempo es valioso y no puedo seguir perdiéndolo. Usted me dijo que con estos documentos, la salida de Edward sería rápida.

—Sí, por supuesto —respondió la superiora, levantándose y mirando a la novicia que seguía sosteniendo al niño por los hombros—. Hermana Gabriela, lleve a Edward a su cuarto y ayúdelo a empacar sus pertenencias…

—No es necesario —dictaminó la mujer, volviendo a interrumpir—. Nada de lo que Edward usaba aquí volverá a ocuparlo. Me encargaré de comprar todo nuevo para él, así que puede darles sus cosas a otros niños que lo necesiten.

—Perdone señora Masen, pero Edward seguro tiene artículos personales, recuerdos que quisiera llevar con él —indicó la Superiora, dándose a entender con claridad. Además, ella quería darle al menos unos cuantos momentos a Edward para habituarse a la idea que incluso a ella la pilló por sorpresa— Así que hermana, haga lo que le pedí, por favor —dijo, volviéndose hacia la novicia, que asintió y sacó a Edward de la oficina.

Él niño caminaba arrastrando sus viejas botas cafés, con la cabeza gacha, dejando que las lágrimas callera directo al suelo.

No podía creerlo. Las cosas para él no podían haber ido peor en ese año. Primero, la idea de que Alice se alejara y provocara en él la pena de la añoranza. Y ahora esto, que una extraña mujer que jamás en sus escasos doce años de vida vio, venia y cedía que era su abuela, la que a simple vista se veía osca y con muy pocos sentimientos maternales hacia él. ¿Por qué habría de llevárselo, si a simple viste la idea no le alegraba?

En silencio y con ayuda de la joven novicia, sacó de debajo de su cama su cajita de los tesoros y la metió en la mochila azul con la que llegó hasta allí. Algunos regalos y fotografías fueron metidas adentro también, un par de libros que esa misma Hermana Gabriela le había regalado, una armónica que el jardinero le dio y que nunca aprendió a tocar, para finalmente quitar de la base de su mesita de noche la fotografía de su hermana, la que arropó en su pecho, aun con llanto en sus ojos.

—No estés triste, Edward —le pidió la monja, ella con la voz quebrada de la emoción y la pena—. Seguro que Alice y tú no perderán el contacto.

—Si ella es mi abuela, también es la abuela de mi hermana… —razonó en voz alta, secándose las lágrimas— ¿Ella sabe de Alice?

—Pues, no lo sé.

Después de empacar sus pocas posesiones, apenas alcanzó a despedir de sus mejores amigos allí, antes de regresar a la oficina donde la mujer que decía ser su abuela lo esperaba impacientemente.

— ¡Demonios, pensé que este niño no llegaría nunca! —Exclamó Elizabeth cuando el niño entró de la mano de la novicia. La Madre Superiora frunció su frente y con reproche miró a la mujer—. Bueno, ya no perdamos más tiempo. Aquí están todos los documentos firmados, y los datos de mis abogados por si necesitan comunicarse con ellos. Me llevo los papeles de Edward —dijo, tomando la carpeta con los documentos del niño—. Y bueno, supongo que le debo dar las gracias por cuidar de Edward durante este tiempo.

—No tiene nada que agradecer.

—De todos modos —dijo, abriendo su cartera de cuero negro y sacando un sobre largo que dejó sobre el escritorio—. Tenga esto como donativo para este orfanato.

—Es muy amable —dijo la superiora, mirando el sobre, sin llegar a tomarlo. Se levantó luego y caminó hacia el niño que estaba rígido y fuertemente tomado de la hermana. Besó su frente y mantuvo sus labios pegados allí por algunos segundos, mientras elevaba una oración en silencio pidiendo que Dios y lo ángeles guardaran a ese niño—. No pierdas el contacto con nosotras, Edward.

El niño simplemente negó con la cabeza. La novicia que lo había acompañado en todo ese momento, se agachó y abrazó al niño con fuerza, susurrándole al oído—. Las cosas pasan por algo, Edward. Nunca lo olvides… y si las cosas se ponen mal, pues pídele paciencia y fuerza a Dios. Yo siempre te recordaré y pediré por ti. ¿No me olvides, sí? —dijo, besó su mejilla, soltó su mano, sintiéndose Edward enseguida desvalido.

—Gracias por todo —dijo Elizabeth a modo de despedida, caminando hacia la puerta, la que abrió para luego mirar a Edward y con la cabeza indicarle que saliera. El niño miró por última vez a las dos monjas y volviendo a agachar su cabeza, caminó hacia la puerta, seguido por su dictatorial abuela.

Lo metieron a un coche negro, muy lujoso, que iba conducido por un hombre canoso quien por el retrovisor le guiñó el ojo amistosamente al muchacho.

—Eleazar, rápido, al aeropuerto. Un largo viaje nos espera.

— ¿Viaje? —Preguntó el niño, mirando hacia todos lados—. ¿A dónde vamos?

—A casa, Edward —dijo, siendo esas las primeras palabras que cruzaba directamente con el niño —Nada tenemos que hacer aquí.

— ¿Y Alice? ¡¿Qué pasa con Alice?!

— ¿Lo dices por tu hermana? —Dijo, mirando hacia el frente, con rostro serio—. Nosotros nada tenemos que ver con ella ahora, así que deja de pensar en esa niña como si fuera aún tu hermana, porque ya no lo es.

—¡Sí, es mi hermana! —Rebatió—. ¡No sabe que me fui, no me despedí! —Gritó, desesperado. La mujer giró su cabeza hacia el niño y con voz firme, advirtió:

— ¡Edward, ya no eres un niño, así que deja tu comportamiento soez! Tu hermana está bien, y pues yo no tengo tiempo ni ánimo para criar a una niñita quejumbrosa. Tú eres un varón y te convertirás en el hombre que me propondré moldear según mis perspectivas, ya que tus padres no pudieron con el trabajo de una correcta crianza con sus hijos, me tendré que encargar al menos de ti. Así que guarda silencio, no quiero oír una palabra más, ni mucho menos llantitos de niño malcriado.

En silencio, Edward cerró los ojos con fuerza, retorciéndose los dedos, mientras la mezcla de rabia y tristeza, miedo y abandono, albergaban su corazón. ¿Esa era la recompensa de la que siempre las monjas le hablaban? ¿Tan mal niño había sido, que Dios le enviaba semejante castigo?

No podía dejar de atormentarse sobre la tristeza que se cerniría sobre su hermanita, cuando fuera a la casa de acogida a visitarlo y se diera cuenta que él no estaba. Su pena y su miedo se acrecentaban a medida que el elegante vehículo en el que iba como prisionero se acercaba hasta el terminal aéreo, donde se montarían en un avión y despegarían para marchar a algún lugar, lejos de allí.

"No me odies, Ali… no te abandoné… nunca lo haría… estoy contigo, Ali…" decía en su fuero interno con tal ahínco, para ver si sus palabras llegaban con claridad hasta el corazón de su hermanita, a la que siempre llevaría anidada en su cabeza y en su corazón.