De la mano
Le doy besos en la nuca. Acaricio su pelo castaño. Dibujo círculos alrededor de su ombligo, como la letra O, pero procuro no pensar en letras.
Respira despacio, más de lo habitual. Se le humedecen los ojos. Quiere saber si sigo en mundos imaginarios. Nunca salgo de ellos, vivo en varios a la vez. Me reparto entre uno y otro y en algunos soy feliz y en otros lo busco ser.
Pero lo que no entiende, lo que no puede saber, es que estoy en este más que en ningún otro. Especialmente frente esos papeles arrugados.
Le recuerdo, casi en tono de broma, aquel relato de los pájaros adictos a la cafeína que atacaban las cafeterías de la ciudad. Le recuerdo que en todo momento tuve en cuenta las fobias de Joe para escribirlo y la adicción al café de Koushiro.
Le recuerdo, con cariño, mi único libro infantil, el de la niña caprichosa que usa sus poderes para ser la más guapa de la escuela y acaba dándose cuenta de lo que realmente importa. Tener poderes era el sueño de una Mimi de siete años.
Le vuelvo a contar, porque lo sé de memoria, el diálogo del niño que estaba dispuesto a dar la vida por su dulce hermana.
Por último, enumero las historias románticas que tan poco creíbles encontraron los lectores, todas basadas en lo que siento por ella.
Espero que sea suficiente para que sepa que no me iré a ningún lado.
Las lágrimas caen hasta mojar la sábana. Asiente y se queda dormida sin soltar mi mano.
Lo que no le contaré, de momento, es que ese personaje que vaga por el mundo en soledad, descubriendo la belleza en rincones insospechados, no es más que un intento de entrar en su mundo, desde otra puerta.