«Will you ever show me what it's like to live for eternity?
Little "why" is running through my mind.
There is no return.»
Dino sabía que Hibari tenía la misma capacidad emocional de cualquier otro; que atendía, entendía y sentía como podía hacerlo cualquier otro. Se trataba, sencillamente, de que lo concerniente a los demás le importaba una mierda.
Aprenderlo le costó siete años y un litro de sangre, redondeando al alza. Es una historia de la cual no han hablado pero siempre recuerdan.
Ocurrió tras un tiroteo que les pilló por sorpresa. De la manera más estúpida, como gustó Gokudera de increpar, aplastando la décima colilla con el tacón de un tembloroso zapato. Rubio tenías que ser, imprudente de mierda, por dejar el coche en un parking público sabiendo que tenías pegados al culo a esos mamones de los Ventresca. Dino había respondido con un desenfadado «¡Ese lenguaje!» y un coscorrón con los nudillos, pese a que ya no eran niños, así que se perdió la taciturna expresión de un Hibari que recordaba con amargura la penumbra, el olor a pólvora, el sonido de sus pasos mientras se ponían a cubierto y las órdenes dadas a ladridos; el vuelco que dio su estómago al ver que la mano del Don, aferrada a la suya, salía de una manga remangada que lentamente se iba empapando de sangre, porque había sido herido en el hombro. Al detenerse, Dino había seguido su mirada y presa de un atávico acceso de urgencia, le acorraló contra una columna y le besó.
—Estoy orgulloso de ti —susurró sobre sus labios; las frentes juntas y los ojos entornados—. Acuérdate...
—Cavallone, deja de...
Y ni él mismo supo lo que Cavallone debía dejar de hacer, siendo como fue su protesta acallada por el inesperado estampido de un revólver. El guardián aún notaba en su torso la sacudida del cuerpo de Dino al ser alcanzado por uno; no, dos proyectiles, antes de que él mismo obrase por reflejo y enviara a Roll tras el tirador. Los pinchos del erizo clavaron al enemigo contra un Corsa tan fácilmente como se sujeta un papel con una chincheta, pero Hibari no se dio ni cuenta por estar demasiado ocupado sosteniendo a Dino contra su pecho. Fue la primera vez que le llamó por su nombre, con la voz imbuida de urgencia; sólo porque era más corto y no había tiempo que perder.
De aquella batalla, Hibari obtuvo un giro de perspectiva y Dino dos balas entre las costillas. Mientras esperaba junto a su cama de hospital a que revirtiesen los efectos de la anestesia, el japonés tuvo tiempo de sobra para pensar. En Dino. En él. En ambos como tándem, como entidad. Apoyó la mano en su pelo, curvando los dedos cual garras sobre los mechones dorados, y fue entonces cuando reparó en que la primera lección que Dino tratare de inculcarle había cuajado. Hibari ya no luchaba, ni lo haría más, para vencerle. Luchaba para protegerle.
—Me pregunto qué sería de ti si yo me fuera para siempre, Kyouya —comentó días después el Don en tono ausente, cuando ambos yacían sobre el magro futón donde solían tenderse a escuchar la radio.
Hibari parpadeó. Dino pudo ver un destello de genuina confusión en su mirada antes de que ésta se endureciera.
—No pierdas el tiempo. Sabes que no lo harías.
Y, pese a lo altanera, hubo en su voz una punzada de negación obstinada, un poco infantil, un poco frenética y absolutamente inconsciente, la cual Dino advirtió y se le clavó entre los ojos como un mal presentimiento. Mientras el otro reclamaba su boca torpemente, a Dino se le ocurrió la idea morbosa de que Hibari jamás sufriría su muerte, porque no la aceptaría. Criatura rutinaria como era, se había acostumbrado a su voz, a su rostro, a la tersura tras los labios tenuemente agrietados que rodaban por su piel. Quizá se levantase cada día pensando que le llamaría mañana, o mañana, o mañana, o creyendo que él se encontraba a su lado.
Hicieron el amor muy pegados, abrazándose con tanta fuerza que parecía casi posible atravesar el escudo de piel y huesos y acariciar el corazón. Kyouya selló su orgasmo con un beso fugaz en la frente y Dino quiso llorar. Sin embargo, ocultó las lágrimas entre caricias suaves, las acalló con murmullos en voz baja y si Kyouya se percató, Dino nunca lo supo.
(Moraleja: las despedidas no siempre implican decir adiós.)