No podía creerlo. Ya habían pasado seis meses desde la gira de la Victoria que nos llevó a Peeta y a mí a cada distrito. Fue descorazonador ver a las familias de todos los tributos que habían muerto. Todos muertos por nuestra culpa, puesto que nosotros habíamos sobrevivido. Lo peor fue enfrentarme a los ojos brillantes de una de las hermanas de Rue. Me recordaron tanto a ella que tuve el impulso de bajar de aquel escenario improvisado y estrecharla entre mis brazos. Peeta en un arrebato de sincera emoción decidió darles un mes de nuestras ganancias a las familias de Rue y Tresh. No pude estar más de acuerdo. Mientras nosotros viviéramos, a ellos no les faltaría comida en el plato. Sabía que eso no compensaba ni una decima parte la perdida de sus hijos, pero la idea de Peeta me acercó aun más al recuerdo de aquella niña inocente, a la que la fortuna le jugó la peor pasada de todas. Sin embargo, en los demás distritos nos limitamos a leer lo que Effie había preparado con esmero para nosotros. Nuestra misión era demostrar lo locamente enamorados que estábamos para hacerle entender a la gente que lo que había pasado en nuestros Juegos había sido una excepción. Un terrible error-pero humano- del entonces Vigilante Jefe, que al ver que preferíamos morir antes de vivir en un mundo en el que el otro no existiese, se había conmovido y había permitido que los dos saliéramos con vida de aquel infierno. No se iba a repetir nunca. Pero Seneca Crane, había acabado con su vida por aquella muestra de emotiva conmoción tan poco propia del Capitolio. Suicidio era la palabra que había usado Snow, aunque yo me reservaba mi opinión sobre aquel turbio asunto.
Pero ahora solo podía pensar en que era día de cosecha. Otra cosecha más y el hecho de no poder ser tributo este año no disminuía en nada mi temor. Tenía miedo. Primero- intentaba que no pasara por mi cabeza porque la sola idea de imaginarlo me hacía temblar de pies a cabeza y sentía que no podría soportarlo- tenía miedo por los dos pequeños papelitos en la urna que amenazaban con destruir el futuro de mi hermana Prim. Sabía que después de que saliera su nombre el año pasado las probabilidades de que volviera a ser elegida eran muy escasas. Además su nombre solo estaba dos veces en aquella urna, y comparado con otras niñas de la Veta que tenían 30 o 40 papeletas, aquel temor era infundado. Pero su nombre ya había salido una vez, y sólo había una papeleta el año pasado. Las probabilidades siempre estaban en nuestra contra y la suerte no estaba nunca de nuestra parte, por mucho que Effie dijera.
Sin embargo, había un temor que recorría cada vena de mi cuerpo y se había instalado en mi cerebro desde que me llegó la carta oficial del Capitolio. Había sido apenas unas semanas después de volver de la gira de la Victoria. No solía mirar mucho el buzón de madera tallada que decoraba la entrada de mi casa en la Aldea de los Vencedores, pero aquel día volviendo de caza una esquina brillante de un papel inmaculadamente blanco llamo mi atención. Aquella pureza estaba totalmente fuera de lugar en el distrito 12. Aquí nuestros papeles estaban siempre levemente amarilleados, como si el tiempo hiciera mella en ellos desde que salías por la puerta de la papelería. Cuando lo saqué, el tono impoluto contrastó con mis manos llenas de barro y sangre seca de las dos ardillas que había conseguido cazar. Mi corazón latía desbocado cuando reconocí el sello del Capitolio. Y lo abrí con las manos temblorosas. Me comunicaban oficialmente que sería, junto a Peeta, la mentora de los tributos del distrito 12 en los Septuagesimo quintos Juegos del Hambre. En realidad ya lo sabía, pero verlo escrito y oficial fue como un balde de agua fría. Me di cuenta lo que eso conllevaba y también entendí que no sería capaz de hacerlo. Sólo quería escapar de allí, y me maldecí por haber abierto aquel sobre, como si eso cambiara algo mi suerte. Corrí hacía la casa de Peeta, dejando caer el saco con las ardillas muertas por el camino y con la carta firmemente aferrada a mi mano derecha. No podía pensar en nada, simplemente necesitaba el consuelo de sus brazos, y saber que a pesar de todo él estaría conmigo apoyándome. Toqué tan desesperadamente el timbre de su puerta que fue él quien abrió, temiéndose lo peor. No sé qué imagen tuvo de mí pero en cuanto me vio su mueca se convirtió en una expresión horrorizada y me estrechó entre sus brazos. Mi mano derecha se aplastó contra mi pecho arrugando la perfecta carta. Y lloré. Sólo recuerdo que lloré durante minutos, tal vez horas mientras él acariciaba mi pelo y susurraba palabras que yo no llegaba a entender. Mis lágrimas se mezclaban con el olor de Peeta, a pan recién hecho, a bollitos de queso, a canela y romero y mil especias más. Pero había otro olor, y tardé un rato en entender que era un olor dulzón de rosas blancas que provenía de aquella carta. Misteriosamente aquel olor me empalagó y se me antojó una tortura más que un perfume adecuado para una carta.
Al cabo de lo que debió parecerles una eternidad a la familia de Peeta, dejé de sollozar y mi respiración volvió a tener un ritmo calmado. Sólo entonces, Peeta se separó de mi pero mantuvo su mano derecha en mi nuca mientras clavaba sus ojos de un intenso azul cielo en los míos. Por respuesta alcé la mano derecha y le enseñé la carta.
Desde entonces no había día que no pensara en los pobres niños que tendría que llevar a la Arena a morir. Y cada vez que recogía a Prim del colegio no podía evitar fijarme en las caras de sus compañeros, de sus amigas, de todos los niños que podían ser tributo en unos meses. Me torturaba cada noche recordándolos, como si el hecho de pensar mucho en sus caras fuera a impedir que su nombre saliera en la urna. Todos los días, alguien en el tributo me daba la enhorabuena, por la "gran valentía que demostré" al sacar aquellas bayas que nos trajeron a Peeta y a mí con vida. Pero yo sólo podía mirar a los niños que iban de sus manos mientras contenía las lágrimas.
En apenas dos horas era la cosecha y yo no era capaz de salir de aquella bañera. Mi equipo de preparación había insistido en venir pero yo no quería lucir cómo alguien del Capitolio. Quería que la gente me viera como alguien más, alguien criado en la Veta que había perdido a su padre en la mina y que conocía los horrores que el hambre causaba.
Unos golpes sordos sonaron en la puerta del baño, justo antes de que la puerta se abriera. Por un momento pensé que Cinna y mi equipo había desobedecido mis ordenes y ya tenía un bote de champú preparado para tirárselo a la cabeza al primero que pasara el umbral. Pero era Prim. Me sonrió como se le sonríe a alguien a quien sabes que has interrumpido haciendo algo importante y que esperas que la bronca no sea muy grande. Llevaba un vestido rosa palo heredado que yo había usado tres años antes para una cosecha. Mi madre debía de habérselo arreglado porque le quedaba ceñido a su cintura y ella era más pequeña que yo cuando lo llevé. Estaba preciosa, con su pelo suelto con una simple trenza que le caia junto a los mechones.
-Ha llamado el alcalde. Dice que tienes que estar media hora antes.
-Vale, ahora salgo.
Para mi sorpresa no se fue. Me observó durante un largo minuto antes de cerrar la puerta tras de sí y acercarse a la bañera. Tomó asiento en el suelo y puso una de sus pequeñas manitas en mi frente mojada. La miré.
-Lo harás bien. -Intenté sonreir pero creo que no la convencí.- Esos niños tendrán alguna oportunidad de volver si eres tú la que les enseña cómo. Además no podrás hacerlo peor que el borracho de Haymitch, y él os trajo a ti y a Peeta de vuelta.
-No es tan fácil como lo haces ver.
-Ya lo sé, pero confío en ti y en tus dotes.
Nos miramos a los ojos, y entonces aparte la mirada para hablar.
-Uno de esos niños podrías ser tú.- mi voz se quebró y no fue más que un susurro. No habló, obligándome a mirarla a la cara para interpretar su expresión. Sonreía, pero sus ojos eran serios.
-Bueno no te voy a negar que la idea me asusta. Pero si salgo elegida..- se detuvo un momento para coger aire- estaré muy orgullosa de que seas tú mi mentora. Y Peeta, claro.
Era increíble lo bien que habían encajado. Ella ya lo consideraba alguien de la familia. Y aunque le explique que toda aquella historia de romance en su mayoría no había sido más que un teatro, ella juraba que unos besos así no se dan sin amor. Yo solo me ruborizaba y cambiaba de tema en cuanto podía. Aún no entendía bien mis sentimientos por Peeta y con todo lo que se avecinaba, no tenía la cabeza para pensarlo.
-Gracias Prim. –Me moví con intención de abrazarla pero ella se apartó con una sonrisa y comprendí que no quería que la mojara. Le sonreí y le lancé un pequeño chorrito de agua que aterrizó a sus pies sin tocarla.
-¡Para! ¡Sólo tengo este vestido listo!- Se fue a la puerta riéndose y antes de salir me dijo.- Y sal ya del agua, patito.
Y me quedé sola. Su risa aun se sentía en el baño. Suspiré, totalmente consciente que no podía retrasarlo más por mucho que no estuviera preparada para ello.